Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hablaré de la cuarta y última virtud cardinal: la templanza. Con las otras tres, esta virtud comparte una historia que se remonta muy atrás y no pertenece sólo a los cristianos. Para los griegos, la práctica de las virtudes tenía como meta la felicidad. El filósofo Aristóteles escribió su tratado más importante sobre ética, dirigiéndolo a su hijo Nicómaco, para instruirle en el arte de vivir. ¿Por qué todos buscamos la felicidad y, sin embargo, tan pocos la alcanzamos?
Esta es la pregunta. Para responderla, Aristóteles aborda el tema de las virtudes, entre las que ocupa un lugar destacado la enkráteia, es decir, la templanza. El término griego significa literalmente "poder sobre uno mismo". La templanza es el poder sobre uno mismo. Esta virtud es, pues, la capacidad de autodominarse, el arte de no dejarse arrollar por las pasiones rebeldes, de poner orden en lo que Manzoni llama el "revoltijo del corazón humano".
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que "la templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y hace capaz de equilibrio en el uso de los bienes creados". "Asegura -continúa el Catecismo- el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos dentro de los límites de la honestidad. La persona templada orienta sus apetitos sensibles hacia el bien, mantiene una sana discreción y no sigue sus propios instintos y fuerzas complaciendo los deseos de su propio corazón" (n. 1809).
Así pues, la templanza, como se dice en italiano, es la virtud de la justa medida. En cada situación se actúa con sabiduría, porque las personas que actúan siempre movidas por el ímpetu o la exuberancia son, en última instancia, poco fiables. Las personas sin templanza son siempre poco fiables. En un mundo en el que tanta gente presume de decir lo que piensa, la persona templada prefiere pensar lo que dice. ¿Entiendes la diferencia? No digo lo que se me ocurre... No, pienso lo que tengo que decir. No hace promesas vacías, sino que se compromete en la medida en que puede cumplirlas.
Incluso con los placeres, la persona templada actúa con criterio. El libre curso de los impulsos y la licencia total concedida a los placeres acaban volviéndose contra nosotros mismos, sumiéndonos en un estado de aburrimiento. ¡Cuántas personas que han querido probarlo todo vorazmente se han encontrado con que han perdido el gusto por todo! Mejor entonces buscar la justa medida: por ejemplo, para apreciar un buen vino, saborearlo a pequeños sorbos es mejor que tragárselo todo de un trago. Todos lo sabemos.
La persona templada sabe sopesar y dosificar bien las palabras. Piensa lo que dice. No permite que un momento de ira arruine relaciones y amistades que luego sólo pueden reconstruirse con dificultad. Especialmente en la vida familiar, donde las inhibiciones son menores, todos corremos el riesgo de no mantener a raya las tensiones, las irritaciones, los enfados. Hay un momento para hablar y otro para callar, pero ambos requieren la justa medida. Y esto se aplica a muchas cosas, por ejemplo estar con otros y estar solo.
Si la persona templada sabe controlar su temperamento, esto no significa que siempre se la vea con un rostro pacífico y sonriente. De hecho, a veces es necesario indignarse, pero siempre en su justa medida. Estas son las palabras: la justa medida, la justa manera. Una palabra de reproche es a veces más saludable que un silencio agrio y rencoroso.
El templado sabe que no hay nada más incómodo que corregir a otro, pero también sabe que es necesario: de lo contrario se estaría dando rienda suelta al mal. En ciertos casos, el que vive la templanza consigue mantener unidos los extremos: afirma principios absolutos, reivindica valores innegociables, pero también sabe comprender a las personas y muestra empatía por ellas. Muestra empatía.
El don del templado es, por tanto, el equilibrio, una cualidad tan preciosa como rara. Todo, de hecho, en nuestro mundo empuja al exceso. En cambio, la templanza va bien con actitudes evangélicas como la pequeñez, la discreción, el disimulo, la mansedumbre. Quien es templado aprecia la estima de los demás, pero no hace de ella el único criterio de cada acción y de cada palabra. Es sensible, sabe llorar y no se avergüenza de ello, pero no llora sobre sí mismo. Derrotado, se levanta; victorioso, es capaz de volver a su antigua vida oculta. No busca el aplauso, pero sabe que necesita a los demás.
Hermanos y hermanas, no es verdad que la templanza nos vuelva grises y sin alegría. Al contrario, hace que uno saboree mejor los bienes de la vida: estar juntos a la mesa, la ternura de ciertas amistades, la confianza de las personas sabias, el asombro ante la belleza de la creación. La felicidad con templanza es la alegría que florece en el corazón de quien reconoce y valora lo que más importa en la vida.
Pidamos al Señor que nos conceda este don: el don de la madurez, madurez de edad, madurez afectiva, madurez social. El don de la templanza.