Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Llegamos a la segunda de las virtudes cardinales: hoy hablaremos de la justicia. Es la virtud social por excelencia. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: "Virtud moral que consiste en el propósito constante y firme de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido" (n. 1807). Esto es la justicia.
A menudo, cuando se menciona la justicia, se cita también el lema que la representa: "unicuique suum", es decir, "a cada uno lo suyo". Es la virtud del derecho, que trata de regular con equidad las relaciones entre las personas.
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Está representada alegóricamente por la balanza, porque pretende 'equilibrar las cuentas' entre los hombres, sobre todo cuando corren el riesgo de ser distorsionadas por algún desequilibrio. Su finalidad es que en una sociedad cada uno sea tratado según su dignidad. Pero los antiguos maestros ya enseñaban que esto requiere también otras actitudes virtuosas, como la benevolencia, el respeto, la gratitud, la afabilidad, la honestidad: virtudes que contribuyen a la buena convivencia de las personas. La justicia es una virtud para la buena convivencia de las personas.
Todos comprendemos cómo la justicia es fundamental para la convivencia pacífica en sociedad: un mundo sin leyes que respeten los derechos sería un mundo en el que es imposible vivir, se parecería a una jungla. Sin justicia, no hay paz. Sin justicia, no hay paz. De hecho, si no se respeta la justicia, se generan conflictos. Sin justicia, se consagra la ley del fuerte sobre el débil, y eso no está bien.
Pero la justicia es una virtud que actúa tanto en lo grande como en lo pequeño: no sólo concierne a las salas de los tribunales, sino también a la ética que caracteriza nuestra vida cotidiana. Establece relaciones sinceras con los demás: realiza el precepto del Evangelio, según el cual el discurso cristiano debe ser: "Sí, sí", "No, no"; lo más es del Maligno" (Mt 5,37). Las medias verdades, los discursos sutiles que buscan engañar al prójimo, las reticencias que ocultan las verdaderas intenciones, no son actitudes acordes con la justicia.
El hombre justo es recto, sencillo y directo, no usa máscaras, se presenta tal como es, dice la verdad. La palabra "gracias" está a menudo en sus labios: sabe que, por muy generosos que nos esforcemos en ser, siempre estamos en deuda con nuestro prójimo. Si amamos, es también porque hemos sido amados primero.
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En la tradición se pueden encontrar innumerables descripciones del hombre justo. Veamos algunas de ellas. El hombre justo venera las leyes y las respeta, sabiendo que son una barrera que protege a los indefensos de la arrogancia de los poderosos. El hombre justo no sólo vela por su bienestar individual, sino que quiere el bien de toda la sociedad. Por eso, no cede a la tentación de pensar sólo en sí mismo y de ocuparse de sus propios asuntos, por legítimos que sean, como si fueran lo único que existe en el mundo.
La virtud de la justicia deja claro -y pone la exigencia en el corazón- que no puede haber verdadero bien para mí si no hay también el bien de todos.
Por eso, el hombre justo vigila su propio comportamiento para que no perjudique a los demás: si comete un error, pide disculpas. El justo siempre se disculpa. En algunas situaciones llega a sacrificar un bien personal para ponerlo a disposición de la comunidad.
Desea una sociedad ordenada, en la que sean las personas las que den lustre a los cargos, y no los cargos los que den lustre a las personas. Aborrece las recomendaciones y no comercia con favores. Ama la responsabilidad y es ejemplar viviendo y promoviendo la legalidad.
De hecho, es el camino hacia la justicia, el antídoto contra la corrupción: ¡qué importante es educar a la gente, especialmente a los jóvenes, en la cultura de la legalidad! Es la forma de prevenir el cáncer de la corrupción y de erradicar la delincuencia, removiendo el suelo bajo sus pies.
De nuevo, el hombre justo rehúye comportamientos perjudiciales como la calumnia, el perjurio, el fraude, la usura, la burla, la deshonestidad. El justo cumple su palabra, devuelve lo que ha tomado prestado, reconoce un salario justo a todos los trabajadores -un hombre que no reconoce un salario justo a los trabajadores no es justo, es injusto-, se cuida de no pronunciar juicios temerarios contra su prójimo, defiende la reputación y el buen nombre de los demás.
Ninguno de nosotros sabe si en nuestro mundo los hombres justos son numerosos o tan raros como perlas preciosas. Pero son hombres que atraen gracia y bendiciones tanto sobre sí mismos como sobre el mundo en que viven. No son perdedores comparados con los que son "astutos y taimados", porque, como dice la Escritura, "el que busca la justicia y el amor encontrará la vida y la gloria" (Pr 21,21).
Los justos no son moralistas que visten la túnica del censor, sino justos que "tienen hambre y sed de justicia" (Mt 5,6), soñadores que abrigan en su corazón el deseo de la fraternidad universal. Y de este sueño, especialmente hoy, todos tenemos una gran necesidad. Necesitamos ser hombres y mujeres justos, y esto nos hará felices.