Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario catequético sobre los vicios y las virtudes, hoy llegamos al último de los vicios: la soberbia. Los antiguos griegos lo definían con una palabra que podría traducirse como "esplendor excesivo". De hecho, la soberbia es la exaltación de uno mismo, el engreimiento, la vanidad.
El término aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal procede siempre del corazón del hombre (cf. Mc 7,22). El soberbio es el que se cree mucho más de lo que realmente es; el que tiembla por ser reconocido como mayor que los demás, quiere ver siempre reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores.
A partir de esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy próximo al de la vanagloria, que presentamos la última vez. Sin embargo, si la vanagloria es una enfermedad del ego humano, no deja de ser una enfermedad infantil si la comparamos con los estragos de los que es capaz el orgullo.
Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, el orgullo es el gran rey. No es casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe precisamente en el primer círculo del purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano.
En realidad, dentro de este mal reside el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios. El pecado de nuestros antepasados, relatado en el libro del Génesis, es a todos los efectos un pecado de soberbia. El tentador les dice: "Cuando comierais de él, se os abrirían los ojos y llegaríais a ser como Dios" (Gn 3,5).
Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las repercusiones del orgullo en la vida cotidiana, a ilustrar cómo arruina las relaciones humanas, a señalar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, por el contrario, debería unir a los hombres.
He aquí, pues, la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido al vicio de la soberbia. Es un mal con un aspecto físico evidente: el hombre orgulloso es altivo, tiene la 'nuca rígida', es decir, tiene la nuca que no se dobla. Es un hombre fácil a juzgar desdeñosamente: en seguida emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces.
En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. Te das cuenta de que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido a su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida.
Poco se puede hacer con una persona enferma de orgullo. Es imposible hablar con ella, y mucho menos corregirla, porque al fin y al cabo ya no está presente para sí misma. Sólo hay que tenerle paciencia, porque un día su edificio se derrumbará. Un proverbio italiano dice: "El orgullo va a caballo y vuelve a pie". En los Evangelios, Jesús trata con muchas personas orgullosas, y a menudo fue a desenterrar este vicio incluso en personas que lo ocultaban muy bien.
Pedro alardea al máximo de su fidelidad: "Aunque todos te abandonen, yo no lo haré" (cf. Mt 26,33). Pronto, sin embargo, experimentará ser como los demás: también temeroso ante la muerte que no imaginaba pudiera estar tan cerca. Y así, el segundo Pedro, el que ya no levanta la barbilla sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y por fin estará en condiciones de soportar el peso de la Iglesia. Antes hacía alarde de una presunción de la que era mejor no hacer alarde; ahora, en cambio, es un discípulo fiel al que, como dice una parábola, el amo puede poner "a cargo de todos sus bienes" (Lc 12,44).
La salvación pasa por la humildad, verdadero remedio para todo acto de soberbia. En el Magnificat, María canta al Dios que con su poder dispersa a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones. Es inútil robarle algo a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final Él quiere darnos todo. Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida por luchas internas originadas en la soberbia, escribe: "Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia" (St 4,6).
Por eso, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestro orgullo.