Sumario
• El uso de los bienes: templanza, justicia y solidaridad
• La Doctrina social de la Iglesia
• El octavo mandamiento del Decálogo
• Dar testimonio de la verdad
• El respeto de la intimidad
• Bibliografía básica
«El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo» (Catecismo, 2401).
Dios confió la tierra al hombre para que la cultivara y se beneficiara de sus frutos. Se trata de un don que Dios da a todos los hombres, y por eso «la apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo» (Catecismo, 2402). Esto no es contrario al derecho a la propiedad privada, pero, como enseña el Concilio Vaticano II, ésta debe ser cauce para la ayuda a los más necesitados (Gaudium et spes, 69, 1). La Iglesia ha rechazado tanto aquellas ideologías totalitarias que pretenden acabar con la propiedad privada, como aquel capitalismo “salvaje” e individualista que procura acaparar la mayoría de los medios de producción en pocas manos, dejando a muchas personas en una situación muy precaria.
El uso de los bienes: templanza, justicia y solidaridad
En relación al uso de los medios creados son importantes tanto la templanza, para moderar su uso y su posesión, como la justicia, que preserva los derechos del prójimo. A estas dos virtudes se debe añadir la solidaridad (Cf. Catecismo, 2407).
La virtud de la pobreza, como parte de la templanza, no consiste en no tener, sino en estar desprendido de los bienes materiales, en contentarse con lo que basta para vivir sobria y templadamente[1], y en administrar los bienes para servir a los demás. Nuestro Señor nos dio ejemplo de pobreza y desprendimiento desde su venida al mundo hasta su muerte (Cf. 2 Co 8,9). Enseñó asimismo el daño que puede causar el apegamiento a las riquezas: «Difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos» (Mt 19,23).
La justicia, como virtud moral, consiste en el hábito mediante el cual se da con voluntad constante y firme a cada uno lo que le es debido. La justicia entre personas singulares se llama conmutativa (por ejemplo, el acto de pagar una deuda); la justicia distributiva regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en función de sus necesidades y sus contribuciones; y la justicia legal es la del ciudadano hacia la comunidad, que se concreta entre otras cosas en el pago de los impuestos justos[2].
La virtud de la solidaridad es «la determinación firme y perseverante de empeñarse a favor del bien común: es decir, del bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos»[3]. La solidaridad es «comunicación de los bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales» (Catecismo, 1948).
El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener injustamente lo ajeno, o causar algún daño injusto al prójimo en sus bienes materiales. Se comete hurto o robo cuando se toman ocultamente los bienes del prójimo. La rapiña es el apoderarse violentamente de las cosas ajenas. El fraude es el hurto que se lleva a cabo engañando al prójimo con trampas, documentos falsos, etc., o reteniendo el justo salario. La usura consiste en reclamar mayor interés del lícito por la cantidad prestada (generalmente, aprovechándose de una situación de necesidad material del prójimo). También es ilícita la corrupción, así como todo tipo de despilfarro.
Quien ha cometido una injusticia debe reparar el daño causado, en la medida que esto sea posible. La restitución de lo robado —o al menos el deseo y propósito de restituir— es necesario para recibir la absolución sacramental. Excusa del deber de restitución la imposibilidad física o moral, mientras dure. La obligación puede extinguirse, por ejemplo, al ser perdonada la deuda por parte del acreedor[4].
La Doctrina social de la Iglesia
El conjunto de enseñanzas sobre los principios que deben regular la vida social se llama Doctrina social y forma parte de la doctrina moral católica[5]. Es importante subrayar que «no corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos» (Catecismo, 2442).
La misión de la Jerarquía de la Iglesia es de orden diverso a la misión de la autoridad política. El fin de la Iglesia es sobrenatural y su misión es conducir a los hombres a la salvación. Por eso, cuando el Magisterio se refiere a aspectos temporales del bien común, lo hace en cuanto deben ordenarse al Bien supremo, nuestro último fin. La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas.
Algunas enseñanzas fundamentales de la Doctrina social de la Iglesia son: 1) la dignidad trascendente de la persona humana y la inviolabilidad de sus derechos; 2) el reconocimiento de la familia como célula básica de la sociedad fundada en el verdadero matrimonio indisoluble, y la necesidad de protegerla y fomentarla a través de las leyes sobre el matrimonio, la educación y la moral pública; 3) las enseñanzas acerca del bien común y de la función del Estado. En los últimos años, el Magisterio ha insistido en la relevancia de la ecología y del cuidado de la casa común como parte importante de la Doctrina social[6].
«El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (Cf. Gn 1,28; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 34; Juan Pablo II, Centessimus annus, 31). El trabajo es, por tanto, un deber: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2 Ts 3,10; Cf. 1Ts 4,11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor» (Catecismo, 2427). Realizando el trabajo en unión con Cristo, el hombre se hace colaborador del Hijo de Dios en su obra redentora[7]. El trabajo es medio de santificación de las personas y de las realidades terrenas, informándolas con el Espíritu de Cristo. «Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»[8].
La justicia social es una expresión que se ha comenzado a utilizar en el siglo XX, para referirse a la dimensión universal que han adquirido los problemas de justicia. «La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación» (Catecismo, 1928). Son muchos los elementos que entran en juego al tratar de justicia social: la responsabilidad del Estado, el papel de los empresarios, la posibilidad de acceso al puesto de trabajo, etc.
En Evangelii gaudium se dice que «el corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo “se hizo pobre” (2 Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres» (n. 197). No se trata sólo de realizar acciones o programas de promoción social, sino de una actitud de atención puesta en el otro, en el necesitado.
Dentro de este contexto tiene una importancia particular la justicia y solidaridad entre las naciones. «Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia» (Catecismo, 2439).
El octavo mandamiento del Decálogo
«El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Las ofensas a la verdad, mediante palabras o acciones, expresan un rechazo a comprometerse con la rectitud moral» (Catecismo, 2464).
La inclinación del hombre a conocer la verdad y a manifestarla de palabra y obra se ha torcido por el pecado, que ha herido la naturaleza con la ignorancia del intelecto y con la malicia de la voluntad. Como consecuencia del pecado, ha disminuido el amor a la verdad, y los hombres se engañan unos a otros, muchas veces por egoísmo y propio interés. Con la gracia de Cristo el cristiano puede hacer que su vida esté gobernada por la verdad.
La virtud que inclina a decir siempre la verdad se llama veracidad, sinceridad o franqueza (Cf. Catecismo, 2468). Tres aspectos fundamentales de esta virtud:
—sinceridad con uno mismo: es reconocer la verdad sobre la propia conducta, externa e interna: intenciones, pensamientos, afectos, etc.; sin miedo a agotar la verdad, sin cerrar los ojos a la realidad[9];
—sinceridad con los demás: sería imposible la convivencia humana si los hombres no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se dijesen la verdad o no se comportasen, p. ej., respetando los contratos, o más en general los pactos, la palabra comprometida (Cf. Catecismo, 2469);
—sinceridad con Dios: Dios lo ve todo, pero como somos hijos suyos quiere que se lo manifestemos. «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia»[10].
La sinceridad en el Sacramento de la Confesión y en la dirección espiritual son medios de extraordinaria eficacia para crecer en vida interior: en sencillez, en humildad y en las demás virtudes[11]. La sinceridad es esencial para perseverar en el seguimiento de Cristo, porque Cristo es la Verdad (Cf. Jn 14,6).
La Sagrada Escritura enseña que es preciso decir la verdad con caridad (Ef 4,15). La sinceridad, como todas las virtudes, se ha de vivir por amor y con amor (a Dios y a los hombres): con delicadeza y comprensión. Una bonita manifestación es la corrección fraterna, práctica evangélica (Cf. Mt 18,15) que consiste en advertir a otro de una falta cometida o de un defecto, para que se corrija. Es una gran manifestación de amor a la verdad y de caridad. En ocasiones puede ser un deber grave.
Dar testimonio de la verdad
«El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad» (Catecismo, 2472). Los cristianos tienen el deber de dar testimonio de la Verdad que es Cristo y de reconocerlo ante los hombres.
«El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe: un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad» (Catecismo, 2473). Aunque la mayoría de los cristianos no sean llamados a esta expresión extrema de amor a Dios, todos han de manifestar la verdad de Dios y de lo que Dios ha revelado aun a costa de perder su prestigio o su posición social. En ocasiones, la sinceridad está llamada a cumplir, con la ayuda de la fortaleza sobrenatural, actos heroicos en defensa de la verdad.
En Evangelii gaudium se señalan algunos de los pecados contra la veracidad como ejemplos paradigmáticos de actitudes que impiden una evangelización convincente y atractiva (Cf. n. 100).
«”La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (San Agustín, De mendacio, 4,5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44)» (Catecismo, 2482). La gravedad se mide en función de la verdad que contrasta, de la intención del que la dice y de las consecuencias de la mentira. Puede ser materia de pecado mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.
«Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio» (Catecismo, 2476).
El derecho al honor y a la buena fama —tanto propio como ajeno— es un bien más precioso que las riquezas, y de gran importancia para la vida personal, familiar y social. Pecados contra la buena fama del prójimo son:
—el juicio temerario: se da cuando, sin suficiente fundamento, se admite como verdadera una supuesta culpa moral del prójimo (p. ej. juzgar que alguien ha obrado con mala intención, sin que conste así). «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis, y no seréis condenados» (Lc 6,37) (Cf. Catecismo, 2477);
—la difamación: es cualquier atentado injusto contra la fama del prójimo. Puede ser de dos tipos: la detracción o maledicencia ("decir mal"), que consiste en revelar pecados o defectos realmente existentes del prójimo, sin una razón proporcionadamente grave (se llama murmuración cuando se realiza a espaldas del acusado); y la calumnia, que consiste en atribuir al prójimo pecados o defectos falsos. La calumnia encierra una doble malicia: contra la veracidad y contra la justicia (tanto más grave cuanto mayor sea la calumnia y cuanto más se difunda).
Conviene evitar la ligereza en el hablar o locuacidad (Cf. Mt 12,36), pues lleva fácilmente a la mentira (apreciaciones inexactas o injustas, exageraciones, a veces calumnias). Actualmente son frecuentes estas ofensas a la verdad o a la buena fama en los medios de comunicación. También por este motivo es necesario ejercitar un sano espíritu crítico al recibir noticias de los periódicos, revistas, TV, etc., así como de las redes sociales. Una actitud ingenua o crédula lleva a la formación de juicios falsos[12] o a la difusión indiscriminada de contenidos sin contrastar.
Siempre que se haya difamado (ya sea con la detracción o con la calumnia), existe obligación de poner los medios posibles para devolver al prójimo la buena fama que injustamente se ha lesionado.
Hay que evitar la cooperación en estos pecados. Cooperan a la difamación, aunque en distinto grado, el que oye con gusto al difamador y se goza en lo que dice; el superior que no impide la murmuración sobre el súbdito, y cualquiera que —aun desagradándole el pecado de detracción—, por temor, negligencia o vergüenza, no corrige o rechaza al difamador o al calumniador, y el que propala a la ligera insinuaciones de otras personas contra la fama de un tercero[13].
El respeto de la intimidad
«El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla» (Catecismo, 2489).
«El secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto. “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo” (CIC, 983, §1)» (Catecismo, 2490).
Se deben guardar los secretos profesionales y, generalmente, todo secreto natural. Revelar estos secretos representa una falta de respeto a la intimidad de las personas, y puede constituir un pecado contra la justicia.
Los medios de comunicación social ejercen una influencia determinante en la opinión pública. Desde la implantación de Internet, la expansión de las redes sociales y la mensajería instantánea, cada uno tiene la responsabilidad sobre los contenidos que crea y/o difunde. Son un campo importantísimo de apostolado para la defensa de la verdad y la cristianización de la sociedad.
Pau Agulles-Pablo Requena
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 2401-2499.
— Francisco, Evangelii gaudium, 186-216.
Lecturas recomendadas
— San Josemaría, Homilía Vivir cara a Dios y cara a los hombres, en Amigos de Dios, 154-174.
— San Josemaría, Homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad, en Es Cristo que pasa, 67-72.
[1] Cf. San Josemaría, Camino, 631.
[2] Catecismo, 2411.
[3] Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 38.
[4] «Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto» (Catecismo, 2412).
[5] Cf. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 41.
[6] Cf. Francisco, Laudato sì, 63.
[7] Ibíd., 98.
[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.
[9] Cf. San Josemaría, Camino, 33 y 34; Surco, 148: «sinceridad salvaje» en el examen de conciencia.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 64.
[11] Cf. San Josemaría, Forja, 126-128.
[12] «Los medios de comunicación social (en particular, los mass-media) pueden engendrar cierta pasividad en los usuarios, haciendo de éstos consumidores poco vigilantes de mensajes o de espectáculos. Los usuarios deben imponerse moderación y disciplina respecto a los mass-media. Han de formarse una conciencia clara y recta para resistir más fácilmente las influencias menos honestas» (Catecismo, 2496). Los profesionales de la opinión pública tienen la obligación, al difundir la información, «de servir a la verdad y de no ofender a la caridad. Han de esforzarse por respetar [...] la naturaleza de los hechos y los límites del juicio crítico respecto a las personas. Deben evitar ceder a la difamación» (Catecismo, 2497).
[13] Cf. San Josemaría, Camino, 49. La murmuración es, en particular, enemigo nefasto de la unidad en el apostolado: «es roña que ensucia y entorpece el apostolado. –Va contra la caridad, resta fuerzas, quita la paz, y hace perder la unión con Dios» (San Josemaría, Camino, 445. Cf. Ibíd., 453).