Sumario
• La posición del cuarto mandamiento en el Decálogo
• Trascendencia personal y social de la familia
• Deberes de los hijos y de los padres
• Otros deberes del cuarto mandamiento
• Bibliografía básica
La posición del cuarto mandamiento en el Decálogo
En la formulación tradicional del decálogo que usamos (Cf. Catecismo, 2066), los tres primeros mandamientos se refieren de modo más directo al amor a Dios y los otros siete al amor del prójimo (Cf. Catecismo, 2067). De hecho, el precepto supremo de amar a Dios y el segundo, semejante al primero, de amar al prójimo por Dios, compendian todos los mandamientos del Decálogo (Cf. Mt 22,36-40; Catecismo, 2196).
No es casual que el cuarto mandamiento figure precisamente en esa posición, como punto de enlace y tránsito entre los tres anteriores y los seis posteriores.
En las relaciones familiares (y de modo radical en la paternidad/maternidad-filiación) se continúa en cierto modo aquella misteriosa compenetración entre el amor divino y el humano que está en el origen de cada persona. Por eso, el amor a los padres —y la comunión familiar que deriva de él (Cf. Catecismo, 2205)— participa de una manera particular del amor a Dios.
A su vez, el amor al prójimo “como a sí mismo” se da con una especial naturalidad en la familia porque, en ella, los demás son “otros”, pero no “totalmente otros”: no son “ajenos” o extraños, sino que unos participan, en cierto modo, de la identidad de los otros, de su propio ser personal: son “algo suyo”. Por eso la familia es el lugar originario en que cada persona es acogida y amada incondicionalmente: no por lo que tiene o por lo que puede proporcionar o conseguir, sino por ser quien es.
Trascendencia personal y social de la familia
Si bien el cuarto mandamiento se dirige a los hijos en sus relaciones con sus padres, se extiende también, con diferentes manifestaciones, a las relaciones de parentesco con los demás miembros del grupo familiar y al comportamiento respecto a la patria y a los mayores o superiores en cualquier ámbito. Finalmente, implica y sobreentiende también los deberes de los padres y de quienes ejercen una autoridad sobre otros (Cf. Catecismo, 2199).
Así, «el cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, a los descendientes de nuestros abuelos; en nuestros conciudadanos, a los hijos de nuestra patria; en los bautizados, a los hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, a un hijo o una hija del que quiere ser llamado “Padre nuestro”. Así, nuestras relaciones con nuestro prójimo son reconocidas como de orden personal. El prójimo no es un “individuo” de la colectividad humana; es “alguien” que, por sus orígenes, siempre 'próximos' por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares» (Catecismo, 2212).
En este sentido debe entenderse la afirmación, reiterada en el Magisterio, de que la familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad (Cf. Catecismo, 2207). Por ser la sede natural de la educación para el amor, constituye el instrumento más eficaz de humanización y personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo[1], y «debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o disminuidos, y de los pobres» (Catecismo, 2208).
Por su parte, la sociedad tiene el grave deber de apoyar y fortalecer el matrimonio y la familia fundada en él, reconociendo su auténtica naturaleza, favoreciendo su prosperidad y asegurando la moralidad pública (Cf. Catecismo, 2210)[2].
Deberes de los hijos y de los padres
La Sagrada Familia es modelo que muestra con particular nitidez los rasgos de vida —de sentido del amor y del servicio; de la educación y la libertad; de la obediencia y la autoridad; etc.— queridos por Dios para toda familia.
A) Los hijos han de respetar y honrar a sus padres, procurar darles alegrías, rezar por ellos y corresponder lealmente a su amor, a sus cuidados y a los sacrificios que hacen por los hijos: para un buen cristiano estos deberes son un dulcísimo precepto.
La paternidad divina, fuente de la humana (Cf. Ef 3,14-15), es el fundamento del honor debido a los padres (Cf. Catecismo, 2214). «El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en edad, en sabiduría y en gracia. “Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?” (Sir 7,27-28)» (Catecismo, 2215).
El respeto filial se manifiesta en la docilidad y en la obediencia. «Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, pues esto es agradable al Señor» (Col 3,20). Mientras están sujetos a sus padres, los hijos deben obedecerles en lo que dispongan para su bien y el de la familia. Esta obligación cesa con la emancipación de los hijos, pero no cesa nunca el respeto que deben a sus padres (Cf.Catecismo, 2216-2217).
Naturalmente, si los padres mandaran algo opuesto a la Ley de Dios, los hijos deberían anteponer la voluntad de Dios a los deseos de sus padres, ya que «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).
«El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que puedan, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento» (Catecismo, 2218).
No siempre la situación familiar es la ideal. También en eso, la providencia de Dios permite que se den situaciones familiares difíciles, dolorosas o que, a primera vista, no son las mejores que cabría esperar: familias con uno solo de los padres, separaciones, violencias o desamor, etc. Puede ser de gran ayuda considerar que el cuarto mandamiento «no habla de la bondad de los padres, no pide que los padres y las madres sean perfectos. Habla de un acto de los hijos, prescindiendo de los méritos de los padres, y dice una cosa extraordinaria y liberadora: incluso si no todos los padres son buenos y no todas las infancias son serenas, todos los hijos pueden ser felices, porque alcanzar una vida plena y feliz depende del reconocimiento justo hacia quien nos ha puesto en el mundo [...] Muchos santos —y muchísimos cristianos—, después de una infancia dolorosa, han vivido una vida luminosa, porque, gracias a Jesucristo, se han reconciliado con la vida» (Francisco, Audiencia general, 19 de septiembre de 2018).
En estas situaciones y siempre, los hijos han de evitar juzgar a los padres y condenarlos. Por el contrario, en la medida en que van madurando, deben aprender a perdonar y a ser comprensivos, sin negar la realidad de lo que han vivido, pero procurando considerarla y valorarla desde Dios, tanto respecto a sus padres, como respecto a su propia vida.
B) Por su parte, los padres han de recibir con agradecimiento, como una gran bendición y muestra de confianza, los hijos que Dios les envíe. Además de cuidar de sus necesidades materiales, tienen la grave responsabilidad de darles una recta educación humana y cristiana. El papel de los padres en la formación de los hijos tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse[3]. El derecho y el deber de la educación son, para los padres, primordiales e inalienables[4].
Los padres tienen la responsabilidad de crear un hogar, un espacio familiar donde se puedan vivir el amor, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado. Un hogar así es el ambiente más apropiado y natural para la formación de los hijos —y de todos los que lo integran— en las virtudes y valores.
Allí, con el ejemplo y la palabra, han de enseñarles a conocerse; a vivir libre y generosamente, con alegría y sinceridad; a ser honestos; a dialogar con cualquier persona; a acoger —con la hondura proporcionada a su edad— las verdades de la fe; a adentrarse en una vida de piedad sencilla y personal; a procurar, con naturalidad y recomenzando cuando sea preciso, que su conducta cotidiana responda a su condición de hijos de Dios; a vivir con sentido de vocación personal; etc.
Al dedicarse a su misión formativa, los padres han de estar convencidos de que, puesto que están desarrollando el contenido de su propia vocación, cuentan con la gracia de Dios. Ante la objetiva dificultad de la tarea, les será de gran ayuda saber por la fe que, por importantes y necesarios que sean los diversos medios y consideraciones humanos, vale la pena siempre poner ante todo los medios sobrenaturales.
Han de procurar tener un gran respeto y amor a la singularidad de los hijos y a su libertad, enseñándoles a usarla bien, con responsabilidad[5]. En esto, como en tantas otras facetas de la educación familiar es fundamental y fecundísimo el ejemplo de su propia conducta.
En el trato con sus hijos deben aprender a unir el cariño y la fortaleza, la vigilancia y la paciencia. Es importante que se hagan buenos amigos de sus hijos y se granjeen su confianza, que no puede lograrse de otro modo y resulta imprescindible para educar. Para esto, ayuda dedicarles tiempo: estar juntos, divertirse, escuchar, interesarse por sus cosas, etc.
Como parte de la fortaleza en la caridad que requiere su tarea, han de saber también corregir cuando sea necesario, porque «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Hb 12,7); pero con la debida moderación, teniendo presente el consejo del Apóstol: «Padres, no os excedáis al reprender a vuestros hijos, no sea que se vuelvan pusilánimes» (Col 3,21).
Los padres no deben desentenderse de su responsabilidad formativa, dejando la educación de sus hijos en manos de otras personas o instituciones, aunque sí pueden –y en ocasiones deben– contar con la ayuda de aquellas que merezcan su confianza (Cf. Catecismo, 2222-2226).
«Como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos (Cf. Concilio Vaticano II, Gravissimum educationis, 6). Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio» (Catecismo, 2229).
Por otra parte, es natural que en el clima formativo cristiano de una familia se den condiciones muy favorables para que broten vocaciones de entrega a Dios en la Iglesia, también como desarrollo de toda la siembra que han hecho los padres durante tantos años, con la gracia de Dios.
En esos y en todos los demás casos, no deben olvidar que «los vínculos familiares, aunque muy importantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (Cf. Mt 16,25): “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37)» (Catecismo, 2232)[6].
La vocación divina de un hijo o de una hija es un don grande de Dios para una familia. Los padres han de procurar respetar y apoyar el misterio de la llamada, aunque puede ser que no la entiendan del todo o les cueste aceptar las implicaciones que conocen o intuyen. Las disposiciones adecuadas ante la vocación de los hijos se cultivan y fortalecen, ante todo, en la oración. Allí se madura la confianza en Dios que permite moderar la tendencia a la protección, evitando sus excesos, y las actitudes de fe y esperanza realistas que mejor pueden ayudar y acompañar a los hijos en su discernimiento o en sus decisiones.
Otros deberes del cuarto mandamiento
A) Con cuantos gobiernan la Iglesia. Los cristianos hemos de tener un «verdadero espíritu filial respecto a la Iglesia» (Catecismo, 2040). Este espíritu se ha de manifestar con quienes gobiernan la Iglesia.
Los fieles «han de aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en cuanto maestros y gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones a sus prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no con pesar (Cf. Hb 13,17)»[7].
Este espíritu filial se muestra, ante todo, en la fiel adhesión y unión con el Papa, cabeza visible de la Iglesia y Vicario de Cristo en la tierra, y con los Obispos en comunión con la Santa Sede: «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo»[8].
B) Respecto a las autoridades civiles. «El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad como los de quienes están sometidos a ella» (Catecismo, 2234)[9], siempre en vista del bien común.
Entre los deberes de los ciudadanos se encuentran (Cf. Catecismo, 2238-2243):
—respetar las leyes justas y cumplir los legítimos mandatos de la autoridad (Cf. 1 P 2,13);
—ejercitar los derechos y cumplir los deberes ciudadanos;
—intervenir responsablemente en la vida social y política.
«El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29)» (Catecismo, 2242).
C) Deberes de las autoridades civiles. Quienes ejercen cualquier autoridad deben ejercerla como un servicio y siendo conscientes de que todo ejercicio de poder está condicionado moralmente. Nadie puede hacer, ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas —en primer lugar, de la que actúa—, a la ley natural y al bien común (Cf. Catecismo, 2235).
El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una justa jerarquía de valores para que facilite el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad de todos. Los que gobiernan deben buscar la justicia distributiva con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno y atendiendo a la concordia y la paz social; y tener cuidado de no adoptar disposiciones que induzcan a la tentación de oponer el interés personal al de la comunidad (Cf. CA 25) (Cf. Catecismo, 2236).
«El poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y a administrar con humanidad la justicia, respetando los derechos de todos, especialmente los de las familias y los más indefensos. Debe favorecer, para el bien común de la nación y de la comunidad humana, el ejercicio de los derechos políticos inherentes a la ciudadanía; y no limitarlo sin motivo legítimo y proporcionado» (Catecismo, 2237).
Antonio Porras -Jorge Miras
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 2196-2257.
— Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 209-214; 221-254; 377-383; 393-411.
— Francisco, Amoris laetitia, 19-III-2016.
[1] Familiaris consortio, 43.
[2] Cf. Ibíd., 252-254.
[3] Cf. Concilio Vaticano II, Gravissimum educationis, 3.
[4] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22-XI-81, 36; Catecismo, 2221 y Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 239.
[5] Y, «cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida» (Catecismo, 2230).
[6] «Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Lc 2,46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial» (San Josemaría, Santo Rosario, 5o misterio gozoso).
[7] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 37.
[8] San Josemaría, Amar a la Iglesia, 30.
[9] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 377-383; 393-398; 410-411.