Tema 29. El tercer mandamiento

El hombre, que está llamado a participar del poder creador de Dios perfeccionando el mundo por medio de su trabajo, debe también cesar de trabajar el día séptimo, para dedicarlo al culto divino y al descanso. El domingo se santifica principalmente con la participación en la Santa Misa. La Iglesia establece esta obligación para que no falte a sus hijos el alimento que les hace falta absolutamente para vivir como hijos de Dios.

Sumario

• El domingo o día del Señor
• La participación en la Santa Misa el domingo
• El domingo, día de descanso
• Bibliografía básica


El tercer mandamiento del Decálogo es Santificar las fiestas. Manda honrar a Dios también con obras de culto el domingo y otros días de fiesta.

El domingo o día del Señor

La Biblia narra la obra de la creación en seis “días”. Al concluir «vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno (...) Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que había realizado en la creación» (Gn 1,31.2,3).

Por eso, en el Antiguo Testamento, Dios estableció que el día séptimo de la semana fuese santo, un día separado y distinto de los demás. El hombre, que está llamado a participar del poder creador de Dios perfeccionando el mundo por medio de su trabajo, debe también cesar de trabajar el día séptimo, para dedicarlo al culto divino y al descanso. De ese modo procura proteger en su corazón el orden verdadero de la vida de los hijos de Dios, de modo que las dinámicas y los requerimientos propios del trabajo y de otras realidades cotidianas se integren en la práctica con las prioridades auténticas y el verdadero sentido de las cosas.

El contenido primario de este precepto no es, pues, la simple interrupción del trabajo, sino recordar y celebrar —que es vivir como verdaderamente presentes, por la fuerza del Espíritu Santo— las maravillas obradas por Dios, para darle gracias y alabarle por ellas. En la medida en que ese sentido está personalmente vivo, el mandato del descanso muestra también su pleno significado: con él el hombre participa profundamente del “descanso” de Dios y se hace capaz de aquel mismo gozo que el Creador experimentó tras la creación, viendo que todo lo que había hecho «era muy bueno».

«Y entonces empieza el día del descanso, que es la alegría de Dios por lo que ha creado. Es el día de la contemplación y de la bendición. ¿Qué es por tanto el descanso según este mandamiento? Es el momento de la contemplación, es el momento de la alabanza, no de la evasión. Es el tiempo para mirar la realidad y decir: ¡qué bonita es la vida! Al descanso como fuga de la realidad, el Decálogo opone el descanso como bendición de la realidad» (Francisco, Audiencia general, 5-IX-2018).

Antes de la venida de Jesucristo, el día séptimo era el sábado. En el Nuevo Testamento es el domingo, el llamado “Dies Domini”, día del Señor, porque es el día en que resucitó Jesucristo. El sábado representaba el final de la Creación; el domingo representa el inicio de la “Nueva Creación” que ha tenido lugar con la Resurrección de Jesucristo (Cf.Catecismo, 2174).

La participación en la Santa Misa el domingo

Puesto que el Sacrificio de la Eucaristía es la «fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia»[1], y por eso también de cada fiel, el domingo se santifica principalmente con la participación en la Santa Misa. «Para nosotros, cristianos, el centro del día del Señor, el domingo, es la eucaristía, que significa «acción de gracias». Y el día para decir a Dios: gracias, Señor, por la vida, por tu misericordia, por todos tus dones» (Francisco, Audiencia general, 5-IX-2018).

La Iglesia concreta el tercer mandamiento del Decálogo disponiendo lo siguiente: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (CIC, can. 1247; Catecismo, 2180). Además del domingo, los principales días de precepto —aunque la autoridad eclesiástica puede suprimir, trasladar o dispensar el precepto en alguno de ellos, por las circunstancias del país o de la región— son: «Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, Todos los Santos» (CIC, can. 1246; Catecismo, 2177).

«Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde (CIC, can. 1248)» (Catecismo, 2180). Por “tarde” se ha de entender aquí en torno a la hora canónica de Vísperas (aproximadamente entre las 4 y las 6 de la tarde), o después.

El precepto vincula a los fieles, «a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio (Cf. CIC, can. 1245). Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave» (Catecismo, 2181).

Conviene considerar, a la vez, que cuando la Iglesia urge estos mínimos de participación en la Eucaristía, concretando así el modo principal de “santificar las fiestas”, actúa especialmente como madre que se preocupa de que no falte a sus hijos el alimento que les hace falta absolutamente para vivir como hijos de Dios: por eso, antes que el deber, los bautizados tienen la necesidad y el derecho de participar en la celebración eucarística. De los primeros cristianos se dice, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), que «perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones». La norma de la Iglesia busca precisamente proteger y fomentar esta vitalidad primigenia de la vocación cristiana.

El domingo, día de descanso

«Así como Dios “cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho” (Gn 2,2), la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del Día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa» (Catecismo, 2184). Por eso, en los domingos y demás fiestas de precepto, los fieles tienen obligación de abstenerse «de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (CIC, can. 1247). Se trata de una obligación grave, como el precepto de santificar las fiestas, aunque podría no obligar en presencia de un deber superior de justicia o de caridad. No obstante, la Iglesia recuerda que «cada cristiano debe evitar imponer sin necesidad a otro lo que le impediría guardar el día del Señor» (Catecismo, 2187).

Actualmente se encuentra bastante extendida en algunos países una mentalidad que considera que la religión es un asunto privado que no debe tener manifestaciones públicas y sociales. Por el contrario, la doctrina cristiana enseña que el hombre debe «poder profesar libremente la religión en público y en privado»[2]. En efecto, la ley moral natural, que es propia de todo hombre, prescribe «dar a Dios un culto exterior, visible, público»[3] (Cf. Catecismo, 2176).

Ciertamente, el culto personal a Dios es ante todo un acto interior; pero se ha de poder manifestar externamente, porque al espíritu humano «le resulta necesario servirse de las cosas materiales como de signos mediante los cuales sea estimulado a realizar esas acciones espirituales que le unen a Dios»[4].

Además, no solo se ha de poder profesar la religión externamente, sino también socialmente, es decir, con otros, porque «la misma naturaleza social del hombre exige [...] que pueda profesar su religión de forma comunitaria»[5]. La dimensión social del hombre reclama que el culto pueda tener expresiones sociales. «Se hace injusticia a la persona humana si se le niega el libre ejercicio de la religión en la sociedad, siempre que quede a salvo el justo orden público [...]. La autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla»[6].

Hay un derecho social y civil a la libertad en materia religiosa, que significa que la sociedad y el Estado no deben impedir, sino más bien facilitar y fomentar que cada uno actúe en este ámbito según el dictado de su conciencia, tanto en privado como en público, siempre que respete los justos límites que se derivan de las exigencias de bien común, como son el orden público y la moralidad pública[7] (Cf. Catecismo, 2109).

En este sentido, «en el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben esforzarse por obtener el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana» (Catecismo, 2188). Así lo pensaba san Josemaría cuando escribía: «Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[8].

Porque cada persona está obligada en conciencia a buscar la verdadera religión y a adherirse a ella. En esta búsqueda puede recibir la ayuda de otros –más aún, los fieles cristianos tienen el deber de prestar esa ayuda con el apostolado del ejemplo y de la palabra–, pero nadie ha de ser coaccionado. La adhesión a la fe debe ser siempre libre, igual que su práctica (Cf. Catecismo, 2104-2106).

Javier López / Jorge Miras


Bibliografía básica

— Catecismo de la Iglesia Católica, 2168-2188; Juan Pablo II, Carta Ap. Dies Domini, 31-V-1998.

— Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 176-180 (cap. 5, 2).

Lecturas recomendadas

— San Josemaría, Homilía El trato con Dios, en Amigos de Dios, 142-153.

— Francisco, Audiencia general, 8-XI-2017. Es el comienzo de la catequesis del Papa sobre la Eucaristía.


[1] Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10.

[2] Concilio Vaticano II,Dignitatis humanae, 15; Catecismo, 2137.

[3] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 122, a. 4, c.

[4] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 81, a. 7, c.

[5] Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, 3.

[6] Ibíd.

[7] Ibíd, 7.

[8] San Josemaría, Surco, 302.