Sumario
• Pasiones y acciones
• Moralidad de los actos humanos
• El objeto moral
• La intención
• Las circunstancias
• El objeto indirecto de la voluntad
• La imputabilidad moral
• El mérito
• Bibliografía básica
Pasiones y acciones
Conviene aclarar inicialmente la distinción entre las pasiones (llamadas también sentimientos) y las acciones voluntarias. A veces alguien se ve sorprendido por una reacción imprevista ante personas, acontecimientos o cosas: un movimiento de cólera que viene inesperadamente ante una palabra que se considera ofensiva; sentimiento espontáneo de tristeza y desconcierto ante el fallecimiento inesperado de un amigo; movimiento de envidia ante un objeto valioso. Estos fenómenos anímicos que se producen sin que lo decidamos, ante los que somos por así decir sujetos pasivos, se llaman comúnmente sentimientos o pasiones. Otras veces, en cambio, vemos que somos sujetos activos de nuestras acciones, porque las proyectamos y realizamos por propia iniciativa: decidimos ponernos a estudiar o ir a casa de un amigo enfermo para estar un rato con él. Son también acciones los actos con los que detenemos o damos rienda suelta a las pasiones: ante una palabra ofensiva que suscita en nosotros un movimiento de ira podemos decidir no responder, sino callar poniendo una sonrisa, o bien responder a quien nos trata mal con otra palabra igualmente ofensiva.
Solo las acciones voluntarias son objeto de una valoración moral propiamente dicha, es decir, solo ellas pueden ser una culpa moral o una acción laudable. Esto no quiere decir sin embargo que los sentimientos sean fenómenos neutros, ni que carezcan de importancia para la vida cristiana. Las pasiones presuponen un juicio sobre la persona o cosa ante la que surgen, y sugieren una toma de posición y una línea de conducta. Ante una persona o cosa considerada como buena surge una pasión de signo positivo (alegría, entusiasmo), que sugiere una toma de posición y una línea de acción positiva (aprobar, alabar, acercarse a esa persona); ante una persona o acontecimiento considerado como malo, surge una pasión de signo negativo (cólera, tristeza) que sugiere una toma de posición y una línea de acción negativa (desaprobación, agresión). En términos generales se puede decir que las pasiones que surgen de un juicio verdadero y sugieren una toma de posición y una línea de acción buena, son una ayuda para la vida cristiana, porque permiten entender con rapidez lo que es bueno y consienten realizar de modo fácil y placentero las acciones que son apropiadas para un buen hijo de Dios. Las pasiones que presuponen un juicio falso (por ejemplo, porque ven una ofensa donde no la hay) y sugieren una toma de posición y una línea de acción moralmente negativas (por ejemplo, una falta de caridad o un comportamiento violento) constituyen un notable obstáculo para la vida cristiana.
Quien experimenta pasiones negativas podría no obstante comportarse bien, resistiendo a la pasión y realizando con gran esfuerzo una obra buena. Pero se entiende fácilmente que no se puede ir toda la vida cuesta arriba, resistiendo continuamente los embates de las malas pasiones, haciendo lo que no apetece hacer y rechazando siempre aquello hacia lo que los sentimientos (la afectividad) inclinan. Si no se logra corregir y educar el mundo interior de los sentimientos, será difícil discernir lo que es bueno, porque las pasiones negativas oscurecen la mente, con frecuencia se cederá ante ellas y se obrará mal, y además es muy posible que la continua lucha lleve al desánimo o al agotamiento.
Por estas razones es parte fundamental de la formación y de la vida cristiana la educación del complejo mundo de los sentimientos. Educar quiere decir conformar, dar una forma buena y cristiana al mundo de los sentimientos, de modo que los movimientos que surgen espontáneamente en nosotros nos ayuden a discernir y a realizar el bien de modo rápido, certero y agradable. El medio para ordenar las pasiones es la adquisición de los hábitos morales llamados virtudes (prudencia, justicia, templanza, etc.), que modifican las tendencias que están en la raíz de las pasiones. La afectividad ordenada por la virtud hace que nos guste hacer lo que es bueno, y que lo que nos da la gana hacer y lo que Dios espera de nosotros coincidan casi siempre. Decimos “casi siempre” porque el desorden consiguiente al pecado original no suele permitir un orden siempre perfecto. Hasta las personas más santas se enfadan alguna vez más de lo debido.
Para el estudio de la moralidad de los actos humanos es importante tener en cuenta lo que se acaba de decir sobre las pasiones y los sentimientos, porque muchas de nuestras acciones voluntarias están motivadas por pasiones y sentimientos; son como nuestro modo de reaccionar o de gobernar las pasiones que experimentamos. Por ejemplo, no se podría valorar en su justa medida unas palabras poco caritativas de una persona hacia otra si no se sabe que la primera fue ofendida gravemente por la segunda, y que ha tenido que luchar mucho para no pasar a la agresión física, y las palabras poco caritativas que ha pronunciado en el fondo expresan un auto control bastante bueno, aunque no perfecto. La poca aplicación al estudio de una persona dominada por un sentimiento vital de apatía es menos mala de lo que sería si la negligencia fuese fruto del desinterés voluntario. Con las acciones voluntarias, que se estudian a continuación, muchas veces estamos gobernando el paso al ámbito de la libertad de instancias, movimientos y solicitaciones que proceden del mundo, en sí involuntario, del sentimiento.
Moralidad de los actos humanos
Como se ha anunciado antes, solo las acciones voluntarias (llamadas también actos humanos) son propiamente acciones morales, buenas o malas. La doctrina moral católica enseña que «la moralidad de los actos humanos depende:
—del objeto elegido;
—del fin que se busca o la intención;
—de las circunstancias de la acción.
El objeto, la intención y las circunstancias son las “fuentes” o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos» (Catecismo, n. 1750).
Vamos a ver qué son estos tres elementos de la acción.
El objeto moral
El objeto moral «es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto de querer de la persona que actúa»[1]. Veamos primero qué es el objeto de una acción, y luego qué es el objeto moral.
Las acciones se definen y se distinguen entre sí por su objeto. Pero aquí “objeto” se refiere al contenido inmediato de una acción voluntaria, es decir, a lo que se propone inmediatamente el acto de voluntad, y no a la cosa externa que se maneja. Por ejemplo: si Juan compra un libro, el objeto de la voluntad de Juan (lo que quiere hacer) es “comprar un libro”, y no el libro; si Pedro roba un libro, el objeto de la voluntad de Pedro es “robar un libro”, y no el libro. Si el libro fuese el objeto de ambas acciones, tendríamos que aceptar la tesis falsa de que “comprar un libro” y “robar un libro” son acciones idénticas, pues ambas tendrían el mismo objeto: el libro.
Para poner de manifiesto la necesidad de atender a lo que el sujeto se propone hacer, san Juan Pablo II escribió que para saber cuál es el objeto moral de un acto, «hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. [...]. Así pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo»[2].
La expresión “objeto moral” quiere decir que el objeto de la voluntad se pone en relación con las virtudes y los vicios. “Comprar un libro” es un objeto bueno, mientras que “robar un libro” es un objeto malo, porque el primero es conforme con la virtud de la justicia, mientras que el segundo se opone a esa virtud.
La doctrina católica sostiene que el valor moral de los actos humanos (el que sean buenos o malos) depende ante todo y fundamentalmente del valor positivo o negativo del objeto moral[3], es decir, de la conformidad del objeto o del acto querido con la recta razón, cuyos principios fundamentales son las virtudes. Los actos que por su objeto se oponen a exigencias esenciales de las virtudes (justicia, templanza, etc.), son intrínsecamente malos, es decir, son malos «siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias»[4]. Son intrínsecamente malos, por ejemplo, el adulterio, el aborto y el robo.
El proporcionalismo y el consecuencialismo son teorías erróneas sobre la noción y la formación del objeto moral de una acción, según las cuales hay que determinarlo sobre la base de la “proporción” entre los bienes y males que se persiguen, o de las “consecuencias” que pueden derivarse[5].
La intención
Mientras el objeto moral se refiere a lo que la voluntad quiere con el acto concreto (por ejemplo: comprar un libro), la intención se refiere al por qué lo quiere (por ejemplo: para preparar un examen, para hacer un regalo). La intención comporta que lo que ella quiere no se puede obtener inmediatamente, sino a través de otras acciones. Querer regalar un libro es objeto de intención si para regalar el libro hay que elegir antes otras acciones: comprarlo, trasladarse a casa de la persona a la que se quiere obsequiar, etc.
La intención «no se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último»[6]. En el comportamiento humano suele haber una serie de fines subordinados el uno al otro: se quiere un libro para preparar un examen, se hace el examen para obtener un título profesional, se quiere tener ese título para tener un buen sueldo y para hacer un trabajo útil para la sociedad, y así sucesivamente. Al final, en cada comportamiento, hay un fin último querido por sí mismo y no por otra cosa, que debería ser Dios, pero que puede ser también la vanagloria, el afán de poder o de enriquecerse, etc. Se dice por eso que un acto que, por su objeto, es “ordenable” a Dios, «alcanza su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios»[7].
La intención, como cualquier otro acto de voluntad, puede ser moralmente buena o mala. Si es buena, puede confirmar o incluso aumentar la bondad que la acción tiene por su objeto, pero en cambio no puede hacer «ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado. El fin no justifica los medios»[8]. Si la intención es mala, puede confirmar o aumentar la malicia que el acto tiene en virtud de su objeto moral, y podría también hacer malo un acto que por su objeto es bueno, como sucedería cuando alguien comienza a tratar con benevolencia a otra persona con el único propósito de corromperla más adelante[9].
Las circunstancias
Las circunstancias «son los elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte)»[10]. Las circunstancias «no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala»[11] . Hay circunstancias que pueden añadir una nueva razón de maldad a un acto, como es el caso de un acto impuro cometido por una persona que tiene un voto de castidad. Este tipo de circunstancias se han de declarar en la confesión sacramental.
Se puede decir, en síntesis, que «el acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias»[12].
El objeto indirecto de la voluntad
Se llama objeto indirecto de la voluntad a una consecuencia de la acción (un efecto colateral) que no interesa ni es querido de ningún modo, ni como fin ni como medio, pero es previsto y permitido en cuanto que está inevitablemente unido a lo que se quiere. Así, por ejemplo, una persona se somete a una cura contra la leucemia que provoca, como efecto colateral, la calvicie; una mujer que querría formar una familia permite que le sea extirpado el útero en el cual se ha desarrollado un tumor maligno grave y no tratable por otros medios, y como consecuencia queda estéril. La calvicie y la esterilidad son objeto indirecto de la voluntad, no queridos, sino efectos colaterales conocidos y previstos que la necesidad obliga a tolerar. Cuando una acción conlleva un efecto indirecto negativo para sí mismo o para otros, se plantea el problema de su licitud moral. Así San Pablo enseña que se deben evitar ciertas acciones que, aun siendo en sí lícitas, tienen como efecto colateral o indirecto el escándalo de los débiles en la fe[13].
Esto tiene importancia en la vida moral, porque sucede a veces que hay acciones que tienen dos efectos (acciones de doble efecto), uno bueno y otro malo, y puede ser lícito realizarlas para obtener el efecto bueno (querido directamente), aunque no se pueda evitar el malo (que, por tanto, se quiere sólo indirectamente). Se trata a veces de situaciones muy delicadas, en las que lo prudente es pedir consejo a quien puede darlo.
Se pueden indicar algunas condiciones que han de ser observadas —todas juntas— para que sea lícito ejecutar (o bien omitir) una acción cuando provoca también un efecto negativo. Estas condiciones son:
1) El acto realizado ha de ser en sí mismo bueno, o al menos indiferente.
2) El efecto bueno no se debe conseguir a través del malo: no se puede hacer el mal para que venga el bien. Si el bien deseado procediese del mal, este no es ya “indirectamente voluntario”, sino querido directamente como medio.
3) La persona ha de buscar directamente el efecto bueno (es decir, tener una intención recta), y tolerar por necesidad el efecto malo. En este sentido pondrá todo el esfuerzo posible para evitar, o al menos limitar, este último.
4) Que haya proporcionalidad entre el bien que se intenta y el mal que se tolera: no está moralmente justificado arriesgar la propia vida para ganar unos pocos dólares, o poner en peligro el embarazo tomando una medicina con el fin de evitar algunas ligeras molestias. La citada proporcionalidad exige que el efecto bueno sea tanto más importante cuanto: a) más grave sea el mal tolerado; b) mayor proximidad exista entre el acto realizado y la producción del mal: es diverso invertir los propios ahorros en una editorial que tiene muchas publicaciones inmorales o invertirlos en un banco que controla parte de la editorial; c) mayor sea la certeza de que se producirá el efecto malo: como vender alcohol a un alcohólico; d) mayor sea la obligación de impedir el mal: por ejemplo, cuando se trata de una autoridad civil o eclesiástica.
La imputabilidad moral
Un acto es moralmente imputable a quien lo realiza en la exacta medida en que el acto es voluntario[14]. «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores psíquicos o sociales»[15]. También las pasiones, si son fuertes, pueden disminuir la imputabilidad del acto, y en casos extremos (fuerte pánico ante un terremoto) podrían suprimirla por completo.
El mérito
«El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige»[16].
En términos absolutos el hombre no puede reivindicar ningún derecho o mérito ante Dios[17]. Sin embargo, en virtud del designio divino de asociarnos a la obra de su gracia[18], al hombre que realiza obras buenas estando en gracia de Dios se le confiere «según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la herencia prometida de la vida eterna»[19].
Acerca de lo que se puede merecer, conviene tener en cuenta que «nadie puede merecer la gracia primera, en el inicio de la conversión, del perdón y de la justificación. Bajo la moción del Espíritu Santo y de la caridad, podemos después merecer en favor nuestro y de los demás gracias útiles para nuestra santificación, para el crecimiento de la gracia y de la caridad, y para la obtención de la vida eterna. Los mismos bienes temporales, como la salud, la amistad, pueden ser merecidos según la sabiduría de Dios. Estas gracias y bienes son objeto de la oración cristiana, la cual provee a nuestra necesidad de la gracia para las acciones meritorias»[20].
Ángel Rodríguez Luño
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, 1749-1761.
— Juan Pablo II, Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 71-83.
Lecturas recomendadas
— Enrique Colom y Ángel Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 147-200. Una versión más reciente de este mismo texto se encuentra en: https://www.eticaepolitica.net/corsodimorale/Fundamental06.pdf
[1] Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 78. Cf. Catecismo, n. 1751.
[2] Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 78.
[3] «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 78).
[4] Ibíd., n. 80; Cf. Catecismo, n. 1756.
[5] Estas teorías no afirman que “se puede hacer un mal para obtener un bien”, sino que no se puede decir que haya comportamientos que son siempre malos, porque depende en cada caso de la “proporción” entre bienes y males, o de las “consecuencias” (Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 75). Por ejemplo, un proporcionalista no sostendría que “es moralmente lícito hacer una estafa por un fin bueno”, sino que examinaría si lo que se hace es o no es una estafa (si lo “objetivamente elegido” es una estafa o no) teniendo en cuenta todas las circunstancias, y la intención. Al final podría decir que no es una estafa lo que en realidad sí que lo es, y podría justificar esa acción (o cualquier otra).
[6] Catecismo, n. 1752.
[7] Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 78.
[8] Catecismo, n. 1753. «Sucede frecuentemente que el hombre actúa con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. “Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena” (Rm 3,8)» (Santo Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis: Opuscula theologica, II, n. 1168).
[9] Cf. Catecismo, n. 1753.
[10] Ibíd., n. 1754.
[11] Ibíd.
[12] Ibíd., n. 1755.
[13] Cf. Rm 14,14-21.
[14] Cf. Catecismo, n. 1734.
[15] Catecismo, n. 1735.
[16] Catecismo, n. 2006. La culpa es, en consecuencia, la responsabilidad que contraemos ante Dios al pecar, haciéndonos merecedores de castigo.
[17] Cf. Catecismo, n. 2007.
[18] Cf. Ibíd., n. 2008.
[19] Ibíd., n. 2009. Cf. Concilio de Trento: DS 1546.
[20] Catecismo, n. 2010.