Tema 12. Creo en el Espíritu Santo. Creo en la Santa Iglesia católica

El Espíritu Santo une íntimamente a los fieles con Cristo de modo que forman un solo cuerpo, la Iglesia, donde existe una diversidad de miembros y funciones.

El día de Pentecostés el Espíritu descendió sobre los Apóstoles y los primeros discípulos, mostrando con signos externos la vivificación de la Iglesia fundada por Cristo.

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1. Creo en el Espíritu Santo

1.1. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad

En la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo es llamado con distintos nombres: Don, Señor, Espíritu de Dios, Espíritu de Verdad y Paráclito, entre otros. Cada una de estas palabras nos indica algo de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es “Don”, porque el Padre y el Hijo nos lo envían gratuitamente: el Espíritu ha venido a habitar en nuestros corazones (cfr. Ga 4,6); Él vino para quedarse siempre con los hombres. Además, de Él proceden todas las gracias y dones, el mayor de los cuales es la vida eterna junto con las otras Personas divinas: en Él tenemos acceso al Padre por el Hijo.

El Espíritu es “Señor” y “Espíritu de Dios”, que en la Sagrada Escritura son nombres que se atribuyen sólo a Dios, porque es Dios con el Padre y el Hijo. Es “Espíritu de Verdad” porque nos enseña de modo completo todo lo que Cristo nos ha revelado, y guía y mantiene la Iglesia en la verdad (cfr. Jn 15, 26; 16, 13-14). Es el “otro” Paráclito (Consolador, Abogado) prometido por Cristo, que es el primer Paráclito (el texto griego habla de “otro” Paráclito y no de un paráclito “distinto” para señalar la comunión y continuidad entre Cristo y el Espíritu).

En el Símbolo Niceno-Constantinopolitano rezamos «Et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem: qui ex Patre [Filioque] procedit. Qui cum Patre et Filio simul adoratur, et conglorificatur: qui locutus est per Prophetas». En esta frase los Padres del Concilio de Constantinopla (381) quisieron utilizar algunas de las expresiones bíblicas con las que se nombraba al Espíritu. Al decir que es “dador de vida” se referían al don de la vida divina dado al hombre. Por ser Señor y dador de vida, es Dios con el Padre y el Hijo y recibe por tanto la misma adoración que las otras dos Personas divinas. Al final, también han querido señalar la misión que el Espíritu realiza entre los hombres: habló por los profetas. Los profetas son aquéllos que hablaron en nombre de Dios movidos por el Espíritu para mover a la conversión a su pueblo. La obra reveladora del Espíritu en las profecías del Antiguo Testamento encuentra su plenitud en el misterio de Jesucristo, la Palabra definitiva de Dios.

«Son numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu Santo: el agua viva, que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados; la unción con el óleo, que es signo sacramental de la Confirmación; el fuego, que transforma cuanto toca; la nube oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina; la imposición de manos, por la cual se nos da el Espíritu; y la paloma, que baja sobre Cristo en su bautismo y permanece en Él» (Compendio, 139).

1.2. La Misión del Espíritu Santo

La Tercera Persona de la Santísima Trinidad coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación hasta su consumación; pero en los “últimos tiempos” –inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo– el Espíritu se reveló y nos fue dado, fue reconocido y acogido como Persona (cfr. Catecismo, 686). Por obra del Espíritu, el Hijo de Dios tomó carne en las entrañas purísimas de la Virgen María. El Espíritu lo ungió desde el inicio; por eso Jesucristo es el Mesías desde el inicio de su humanidad, es decir, desde su misma Encarnación (cfr. Lc 1, 35). Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Patriarcas (cfr. Lc 4, 18s), y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección (cfr. Compendio, 143). En Pentecostés el Espíritu fue enviado para permanecer desde entonces en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, vivificándola y guiándola con sus dones y con su presencia. Por esto también se dice que la Iglesia es Templo del Espíritu Santo, y que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia.

El día de Pentecostés el Espíritu descendió sobre los Apóstoles y los primeros discípulos, mostrando con signos externos la vivificación de la Iglesia fundada por Cristo. «La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria» (Compendio, 144). El Espíritu hace entrar al mundo en los “últimos tiempos”, en el tiempo de la Iglesia.

La animación de la Iglesia por el Espíritu Santo garantiza que se profundice, se conserve siempre vivo y sin pérdida todo lo que Cristo dijo y enseñó en los días que vivió en la tierra hasta su Ascensión [1]; además, por la celebración-administración de los sacramentos, el Espíritu santifica la Iglesia y los fieles, haciendo que ella continúe siempre llevando las almas a Dios [2].

«La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Padre” (Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia» (Compendio, 137).

1.3. ¿Cómo actúan Cristo y el Espíritu Santo en la Iglesia?

Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y les ofrece la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu Santo también actúa concediendo gracias especiales a algunos cristianos para el bien de toda la Iglesia, y es el Maestro que recuerda a todos los cristianos aquello que Cristo ha revelado (cfr. Jn 14, 25s).

«El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den “el fruto del Espíritu” (Ga 5, 22)» (Compendio, 145).

2. Creo en la Santa Iglesia Católica

2.1. La revelación de la Iglesia

La Iglesia es un misterio (cfr., p. ej., Rm 16,25-27), es decir, una realidad en la que entran en contacto y comunión Dios y los hombres. Iglesia viene del griego “ekklesia”, que significa asamblea de los convocados. En el Antiguo Testamento fue utilizada para traducir el “quahal Yahweh”, o asamblea reunida por Dios para honrarle con el culto debido. Son ejemplos de ello la asamblea sinaítica, y la que se reunió en tiempos del rey Josías con el fin de alabar a Dios y volver a la pureza de la Ley (reforma). En el Nuevo Testamento tiene varias acepciones, en continuidad con el Antiguo, pero designa especialmente el pueblo que Dios convoca y reúne desde los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que, por la fe en su Palabra y el Bautismo, son hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo (cfr. Catecismo, 777; Compendio, 147).

En la Sagrada Escritura la Iglesia recibe distintos nombres, cada uno de los cuales subraya especialmente algunos aspectos del misterio de la comunión de Dios con los hombres. “Pueblo de Dios” es un título que Israel recibió. Cuando se aplica a la Iglesia, nuevo Israel, quiere decir que Dios no quiso salvar a los hombres aisladamente, sino constituyéndolos en un único pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que le conociera en la verdad y le sirviera santamente [3]. También significa que ella ha sido elegida por Dios, que es una comunidad visible que está en camino –entre las naciones– hacia su patria definitiva. En ese pueblo todos tienen la común dignidad de los hijos de Dios, una misión común, ser sal de la tierra, y un fin común, que es el Reino de Dios. Todos participan de las tres funciones de Cristo, real, profética y sacerdotal (cfr. Catecismo, 782-786).

Cuando decimos que la Iglesia es el “cuerpo de Cristo” queremos subrayar que, a través del envío del Espíritu Santo, Cristo une íntimamente consigo a los fieles, sobre todo en la Eucaristía, los incorpora a su Persona por el Espíritu Santo, manteniéndose y creciendo unidos entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo en la diversidad de los miembros y funciones. También se indica que la salud o la enfermedad de un miembro repercute en todo el cuerpo (cfr. 1 Co 12, 1-24), y que los fieles, como miembros de Cristo, son instrumentos suyos para obrar en el mundo (cfr. Catecismo, 787-795). La Iglesia también es llamada “Esposa de Cristo” (cfr. Ef 5, 26ss), lo cual acentúa, dentro de la unión que la Iglesia tiene con Cristo, la distinción de ambos sujetos. También señala que la Alianza de Dios con los hombres es definitiva porque Dios es fiel a sus promesas, y que la Iglesia le corresponde asimismo fielmente siendo Madre fecunda de todos los hijos de Dios.

La Iglesia también es el “templo del Espíritu Santo”, porque Él vive en el cuerpo de la Iglesia y la edifica en la caridad con la Palabra de Dios, con los sacramentos, con las virtudes y los carismas [4]. Como el verdadero templo del Espíritu Santo fue Cristo (cfr. Jn 2, 19-22), esta imagen también señala que cada cristiano es Iglesia y templo del Espíritu Santo. Los carismas son dones que el Espíritu concede a cada persona para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y particularmente para la edificación de la Iglesia. A los pastores corresponde discernir y valorar los carismas (cfr. 1 Ts 5, 20-22; Compendio, 160).

«La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su Muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos» ( Compendio, 149; cfr. Catecismo, 778).

Cuando Dios revela su designio de salvación que es permanente, manifiesta también cómo desea realizarlo. Ese designio no lo llevó a cabo con un único acto, sino que primero fue preparando la humanidad para acoger la Salvación; sólo más adelante se reveló plenamente en Cristo. Ese ofrecimiento de Salvación en la comunión divina y en la unidad de la humanidad fue definitivamente otorgado a los hombres a través del don del Espíritu Santo que ha sido derramado en los corazones de los creyentes poniéndonos en contacto personal y permanente con Cristo. Al ser hijos de Dios en Cristo, nos reconocemos hermanos de los demás hijos de Dios. No hay una fraternidad o unidad del género humano que no se base en la común filiación divina que nos ha sido ofrecida por el Padre en Cristo; no hay una fraternidad sin un Padre común, al que llegamos por el Espíritu Santo.

La Iglesia no la han fundado los hombres; ni siquiera es una respuesta humana noble a una experiencia de salvación realizada por Dios en Cristo. En los misterios de la vida de Cristo, el ungido por el Espíritu, se han cumplido las promesas anunciadas en la Ley y en los profetas. También se puede decir que la fundación de la Iglesia coincide con la vida de Jesucristo; la Iglesia va tomando forma en relación a la misión de Cristo entre los hombres, y para los hombres. No hay un momento único en el que Cristo haya fundado la Iglesia, sino que la fundó en toda su vida: desde la encarnación hasta su muerte, resurrección, ascensión y con el envío del Paráclito. A lo largo de su vida, Cristo –en quien habitaba el Espíritu– fue manifestando cómo debía ser su Iglesia, disponiendo unas cosas y después otras. Después de su Ascensión, el Espíritu fue enviado a la Iglesia y en ella permanece uniéndola a la misión de Cristo, recordándole lo que el Señor reveló, y guiándola a lo largo de la historia hacia su plenitud. Él es la causa de la presencia de Cristo en su Iglesia por los sacramentos y por la Palabra, y la adorna continuamente con diversos dones jerárquicos y carismáticos [5]. Por su presencia se cumple la promesa del Señor de estar siempre con los suyos hasta el final de los tiempos (cfr. Mt 28, 20).

El Concilio Vaticano II retomó una antigua expresión para designar a la Iglesia: “comunión”. Con ello se indica que la Iglesia es la expansión de la comunión íntima de la Santísima Trinidad a los hombres; y que en esta tierra ella ya es comunión con la Trinidad divina, aunque no se haya consumado aún en su plenitud. Además de comunión, la Iglesia es signo e instrumento de esa comunión para todos los hombres. Por ella participamos en la vida íntima de Dios y pertenecemos a la familia de Dios como hijos en el Hijo por el Espíritu [6]. Esto se realiza de forma específica en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía, también llamada muchas veces comunión (cfr. 1 Co 10, 16). Por último, se llama también comunión porque la Iglesia configura y determina el espacio de la oración cristiana (cfr. Catecismo , 2655, 2672, 2790).

2.2. La misión de la Iglesia

La Iglesia tiene que anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Cristo. En la tierra es el germen e inicio de este Reino. Después de su Resurrección, el Señor envió los Apóstoles a predicar el Evangelio, a bautizar y a enseñar a cumplir lo que Él había mandado (cfr. Mt 28, 18ss). El Señor entregó a su Iglesia la misma misión que el Padre le había confiado (cfr. Jn 20, 21). Desde el inicio de la Iglesia esta misión fue realizada por todos los cristianos (cfr. Hch 8, 4; 11, 19), que muchas veces han llegado al sacrificio de la propia vida para cumplirla. El mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y a su Espíritu porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4).

En ese envío misionero están contenidas las tres funciones de la Iglesia en la tierra: el munus profeticum (anunciar la buena noticia de la salvación en Cristo), el munus sacerdotale (hacer efectivamente presente y transmitir la vida de Cristo que salva por los sacramentos) y el munus regale (ayudar a los cristianos a cumplir la misión y crecer en santidad). Aunque todos los fieles comparten la misma misión, no todos desempeñan el mismo papel. Algunos de ellos fueron elegidos por el Señor para ejercer determinadas funciones, como los Apóstoles y sus sucesores, que son conformados por el sacramento del orden con Cristo cabeza de la Iglesia de una forma específica, distinta de los demás.

Porque la Iglesia recibió de Dios una misión salvífica en la tierra para los hombres, y fue dispuesta por Dios para realizarla, se dice que la Iglesia es el sacramento universal de Salvación, pues tiene como fin la gloria de Dios y la salvación de los hombres (cfr. Catecismo, 775). Es sacramento universal de salvación porque es signo e instrumento de la reconciliación y de la comunión de la humanidad con Dios, y de la unidad de todo el género humano [7]. También se dice que la Iglesia es un misterio porque en su realidad visible se hace presente y actúa una realidad espiritual y divina que sólo se percibe mediante la fe.

La afirmación «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Nadie puede salvarse si, habiendo reconocido que ha sido fundada por Cristo para la salvación de los hombres, la rechaza o no persevera. Al mismo tiempo, gracias a Cristo y a su Iglesia, pueden alcanzar la salvación eterna todos aquellos que, sin culpa alguna, ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan en cumplir su voluntad, conocida mediante el dictamen de la conciencia. Todo cuanto de bueno y verdadero se encuentra en las otras religiones viene de Dios, puede preparar para la acogida del Evangelio y conducir hacia la unidad de la humanidad en la Iglesia de Cristo (cfr. Compendio, 170 y ss.).

2.3. Las propiedades de la Iglesia: una, santa, católica, apostólica

Llamamos propiedades a aquellos elementos que caracterizan la Iglesia. Los encontramos en muchos de los Símbolos de la fe desde épocas muy antiguas de la Iglesia. Todas las propiedades son un don de Dios que conlleva una tarea que cumplir por parte de los cristianos.

La Iglesia es Una porque su origen y modelo es la Santísima Trinidad; porque Cristo –su fundador– restablece la unidad de todos en un sólo cuerpo; porque el Espíritu Santo une a los fieles con la Cabeza, que es Cristo. Esta unidad se manifiesta en que los fieles profesan una misma fe, celebran unos mismos sacramentos, están unidos en una misma jerarquía, tienen una esperanza común y la misma caridad. La Iglesia subsiste como sociedad constituida y organizada en el mundo en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él [8]. Sólo en ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación puesto que el Señor confió los bienes de la Nueva Alianza al Colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro. En las iglesias y comunidades cristianas no católicas hay muchos bienes de santificación y de verdad que proceden de Cristo e impulsan a la unidad católica; el Espíritu Santo se sirve de ellas como instrumentos de salvación, puesto que su fuerza viene de la plenitud de gracia y verdad que Cristo dio a la Iglesia católica (cfr. Catecismo , 819). Los miembros de esas iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo y por eso los reconocemos como hermanos. Se puede crecer en unidad: acercándonos más a Cristo y ayudando a los demás cristianos a estar más cerca de Él; fomentando la unidad en lo esencial, la libertad en lo accidental y la caridad en todo [9]; haciendo más habitable la casa de Dios a los demás; creciendo en veneración y respeto por el Papa y la jerarquía, ayudándoles y siguiendo sus enseñanzas.

El movimiento ecuménico es una tarea eclesial por la que se busca restaurar la unidad entre los cristianos en la única Iglesia fundada por Cristo. Es un deseo del Señor (cfr. Jn 17, 21). Se realiza con la oración, con la conversión del corazón, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico.

La Iglesia es Santa porque Dios es su autor, porque Cristo se entregó por ella para santificarla y hacerla santificante, porque el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. Por tener la plenitud de los medios salvíficos, la santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Es santa porque da constantemente frutos de santidad en la tierra, porque su santidad es fuente de santificación de sus hijos –aunque en esta tierra se reconocen todos pecadores y necesitados de conversión y purificación–. La Iglesia también es santa debido a la santidad alcanzada por sus miembros que ya están en el Cielo, de modo eminente la santísima Virgen María, que son sus modelos e intercesores (cfr. Catecismo, 823-829). La Iglesia puede ser más santa, a través de la tarea de santidad realizada por sus fieles: la conversión personal, la lucha ascética por parecerse más a Cristo, la reforma que ayuda a cumplir mejor la misión y a huir de la rutina, la purificación de la memoria que remueve los falsos prejuicios sobre los demás, y el cumplimiento concreto de la voluntad de Dios en la caridad.

La Iglesia es Católica –es decir, universal– porque en ella está Cristo, porque conserva y administra todos los medios de salvación dados por Cristo, porque su misión abarca a todo el género humano, porque ha recibido y transmite en su integridad todo el tesoro de la Salvación y porque tiene la capacidad de inculturarse, elevando y mejorando cualquier cultura. La catolicidad crece extensiva e intensivamente a través de un mayor desarrollo de la misión de la Iglesia. Toda iglesia particular, es decir, toda porción del pueblo de Dios que está en comunión en la fe, en los sacramentos, con su obispo –a través de la sucesión apostólica–, formada a imagen de la Iglesia universal y en comunión con toda la Iglesia (que la precede ontológica e cronológicamente) es católica.

Como su misión abarca toda la humanidad, cada hombre, de modos diversos, pertenece o al menos está ordenado a la unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia quien, poseyendo el Espíritu de Cristo, se encuentra unido por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. Los católicos que no perseveren en la caridad, aunque incorporados a la Iglesia, le pertenecen con el cuerpo pero no con el corazón. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica (cfr. Compendio, 168).

La Iglesia es Apostólica porque Cristo la ha edificado sobre los Apóstoles, testigos escogidos de su Resurrección y fundamento de su Iglesia; porque con la asistencia del Espíritu Santo, enseña, custodia y transmite fielmente el depósito de la fe recibido de los Apóstoles. También es apostólica por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los Apóstoles y sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro. La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena su misión apostólica a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra. Todos los miembros de la Iglesia participan, según las distintas funciones, de la misión recibida por los Apóstoles de llevar el Evangelio al mundo entero. La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado (cfr. Catecismo , 863).

Miguel de Salis Amaral

Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012


Bibliografía básica

Sobre el Espíritu Santo

Catecismo de la Iglesia Católica, 683-688; 731-741.

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 136-146.

Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 3-26.

Juan Pablo II, Catequesis sobre el Espíritu Santo, VIII-XII.1989.

San Josemaría, Homilía El Gran Desconocido, en Es Cristo que pasa, 127-138.

Lecturas recomendadas

Catecismo de la Iglesia Católica, 748-945. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 147-193.

San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia (4-VI-1972), en Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, pp. 13-36.


[1] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, 8.

[2] «La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de El y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana […] Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 127 y ss.).

[3] Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 4 y 9; San Cipriano, De Orat Dom, 23 (CSEL 3, 285).

[4] «Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta» (San Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. N. Iesu Christi , hom. 1, De Sancta Pentecostes, n. 3-4, PG 50, 457).

[5] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 4 y 12.

[6] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22.

[7] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 1.

[8] Cfr. Ibidem, 8.

[9] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 92.

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