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El amor lo consideramos como algo espontáneo y la palabra “obligación” la entendemos como algo forzado y poco auténtico. Sin embargo, cuando se trata de una gustosa obligación las cosas se entienden de otra manera, por ejemplo, cuando se nos pide que amemos a nuestros padres o a nuestros amigos. Así, cuando descubrimos que Dios nos ha amado primero, la obligación de amarlo se entiende como una respuesta a un gran don que sobrepasa nuestra existencia. 

Pues tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna.
Jn. 3, 16

Esta es la gran verdad que ilumina la vida de un cristiano e ilumina la obligación de amar a Dios.

Que Dios nos amó primero quiere decir que hay un amor que funda nuestra existencia, y que es anterior a todo lo que hayamos hecho o haremos, que no depende de nuestra bondad o maldad y que estará siempre disponible para llenar nuestra vida. Es una certeza, que da la fe, que sobrecoge el corazón cuando la tocamos y que será más asombrosa cuando la traspasemos o, mejor dicho, cuando nos dejemos traspasar por ella. Se traduce en la capacidad de ver la vida como un regalo y como una oportunidad para desarrollar ese amor fundante. Este mandamiento, como los nueve restantes, suponen la mejor dirección para nuestra libertad.

Con esta premisa, los diez mandamientos son en realidad uno solo: amar a Dios. Lo que cambia en los nueve restantes es el rostro de ese amor, sabiendo que en todos está Dios. Por ejemplo, el mandamiento de honrar a nuestros padres se entiende como amar a Dios en nuestros padres, intentando descubrir dónde está ese amor de Dios que nos llega a través de ellos. Lo mismo podríamos decir de los demás mandamientos.

Amar a Dios es dejarse amar.

Tal vez nos parece imposible amar a alguien a quien no vemos ni imaginamos, pero nos puede ayudar pensar que este amor es diferente. Para aprender ciertas habilidades, la única manera es ejercitándolas: a nadar se aprende nadando, se aprenden algunas nociones teóricas y después, ¡al agua! Lo mismo podría decirse del amor: a amar se aprende amando. Sin embargo, con el amor a Dios pasa algo diferente: para amar a Dios hay que dejarse amar por Él. Y dejarse amar por Dios quiere decir abrir nuestro corazón justamente en el lugar donde nos creemos suficientes. Es recibir su misericordia donde nos vemos pecadores, su perdón para poder perdonar, su ayuda para cumplir esos deseos que nos parecen imposibles; su gracia para llegar a Él.

Obviamente nuestro amor es imperfecto, pero es amor. Siempre notaremos que nuestros esfuerzos por devolver ese amor que nos da no son suficientes, o que sus preceptos no los queremos con “todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente”, como dice la Escritura. O notamos que nos acercamos a Él para que nos retribuya o nos conceda favores. Muchas veces lo amamos de forma interesada, para recibir así un favor a cambio. Pero esta imperfección es muestra de la necesidad absoluta que tenemos de Él. Por tanto, amarlo significa reconocer nuestra vulnerabilidad y abrirnos a su mensaje. San Juan lo expresa de una manera más clara: 

En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y nos envió a su Hijo.
1Jn 4, 10

Este amor es un camino, es decir, va creciendo conforme nosotros vamos madurando. Cuando experimentamos de forma tangible el amor de Dios es fácil sentirse amado; este es el primer paso, un enamoramiento podríamos decir. Pero para que ese inicio continúe hay que implicar también a la voluntad y a la inteligencia en un acto único de amor. En esto consiste el camino del Amor: con el paso del tiempo llegar a querer lo mismo que Dios quiere y rechazar lo que Dios rechaza.

Jesucristo nos enseñó cómo debemos pedirle cosas a Dios en la oración del Padrenuestro. Ahí decimos que “no se haga mi voluntad sino la tuya”. Esto tiene mucho que ver con el amor que debemos a Dios. Amar a Dios es querer que se cumpla su voluntad y no al revés, es decir, no que Dios se someta a nuestra voluntad y deseos (por buenos y nobles que sean) sino que seamos nosotros los que nos abramos a su voluntad.

¿Qué quiere Dios de nosotros?

Una primera voluntad de Dios sobre nosotros son justamente los mandamientos, lo que supone una lucha contra el pecado. Pero además está esa voluntad particular en la vida de cada uno de nosotros que puede ser difícil de esclarecer: ¿quiere Dios que me case con esa persona, que me case ahora o después? ¿me quiere Dios en una vocación específica dentro de la Iglesia? ¿quiere Dios que acepte ese trabajo o ese otro? Resulta útil considerar que Dios nos quiere libres, con la libertad de quien vive la vida del Espíritu (que es el amor de Dios). Por tanto, hay un montón de decisiones que Dios deja a la libertad del hombre y no están predeterminadas; y otras muchas en las que tenemos que buscar una respuesta. Sin embargo, no vamos a encontrar una respuesta escrita con nubes en el cielo, sino que la encontraremos en nuestro interior. Es nuestra misión abrir ese interior al Creador, o dicho de manera más clara, abrir el interior al amor que nos ha creado y responder por amor.

Una dificultad a la que, tarde o temprano, tendremos que enfrentarnos es cuando aparece en nuestra vida el dolor: una enfermedad, una injusticia o el mal en sus distintas formas. Es difícil querer la voluntad de Dios cuando ese querer toma la forma del dolor. En esa situación amar a Dios es algo más profundo que requiere una apertura al misterio de la Pasión del Señor. Dios es siempre bueno, todo lo que sale de Él es bueno, aunque esa bondad no se muestre claramente en esta tierra. Pero necesitamos su luz para que ese dolor no cierre nuestro interior, sino que le dé un sentido.

Todos tenemos un corazón inquieto que busca saciarse.

Pero podemos aquietar ese corazón con dioses falsos tales como el dinero, el placer, el éxito, el poder o el propio yo. Amar por sobre todas las cosas esos dioses nos llenan de angustia porque siempre vamos a querer más y esos dioses cada vez nos dan menos. “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).