El cisma familiar fue en el año 2002. Hasta entonces la relación con su padre siempre había ido de maravilla, y eso que a Manuel le mandaron a estudiar interno a un colegio de Jesuitas cuando tenía nueve años y ya nunca volvió a convivir con su familia, más allá de las vacaciones. “Había distancia entre nosotros pero la convivencia, los ratos que estábamos, era muy buena”.
Aquel huracán, que duró sólo un paréntesis y cuando acabó nadie volvió a recordar, fue intenso. “Pero mi padre no me lo tuvo en cuenta. No se enfadó por eso, ni empeoró nuestra relación lo más mínimo”.
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Todo empezó el día que Manuel padre les invitó a todos —en persona, porque la noticia quiso dársela a la cara y viajó hasta Madrid para hacerlo— a Roma, para asistir a la canonización de Josemaría Escrivá. A Manuel, a su mujer y a sus tres niños. Le hacía especial ilusión pagarles a todos el viaje. El motivo le pareció al hijo de lo más rocambolesco: aquel Carcinoma que tuvo su padre hace muchos años, que desapareció de repente, de la noche a la mañana, era ahora el milagro que la Iglesia reconocía para la canonización del fundador del Opus Dei. ¡Lo que le faltaba!
El milagro está en sus manos
Todo había ocurrido hacía mucho tiempo, a principios de los 90. Manuel padre era médico, como su hijo, y con los años había desarrollado una radiodermitis en las manos. Era una enfermedad bastante común en los traumatólogos de aquella época que, durante años, habían trabajado con rayos X sin protección y consiste en una displasia de la piel, es decir, algo precanceroso.
“Yo conocía bien las manos de mi padre, daban pena. Tenía unas manchas negras, algunas muy adheridas a la piel, con una pinta muy fea. Él estaba preocupado porque le molestaban muchísimo y había perdido movilidad y sensibilidad”. Para un cirujano traumatólogo eso significa dejar de trabajar, que es lo que finalmente tuvo que hacer.
Ese episodio había sucedido sin que su hijo le hiciera el más mínimo caso porque le pilló en Madrid, en plena Residencia. “A mi bola. De vez en cuando me las enseñaba y me decía: mira, yo creo que esto ya es un carcinoma epidermoide (un cáncer). Ya está infiltrando. Pero yo no lo veía para tanto”. Más adelante, Manuel padre le contó que seguramente tendría que amputarse algún dedo, que era lo que le había sucedido a sus colegas en la misma situación. “Pero yo, de broma, le decía “¿Tú solo, no?”. No era consciente de la gravedad.
En un momento determinado, una persona le dio al enfermo una estampa del entonces Beato Josemaría Escrivá de Balaguer y el caso es que funcionó. “A mí la escena de la estampita me la han contado luego… entonces no la vi”.
A la vuelta de un Congreso en Viena el padre volvió a pasar por casa de su hijo y le comentó que las manos se le habían curado. “Habían cambiado de aspecto radicalmente: se reconocía donde habían estado las manchas pero ya no había piel negra, ni dura, ni adherida. Lo que quedó fue una piel fina y quebradiza, enrojecida, como la de un niño pequeño”. Manuel hijo les hizo a aquellas manos sanadas el mismo caso que cuando estaban enfermas, o sea, ninguno.
A partir de ahí, la curación empezó a estudiarse a fondo y, después de muchos años, aquello terminó en el milagro que la Iglesia reconoció para la canonización del Beato. “En ese tiempo, mi padre viajó varias veces a Roma, pasó varios exámenes y para mí, como si estas cosas no existieran. No hacía ningún caso, no me impresionaba nada, no creía en nada… y, por supuesto, no lo reconocía como milagro”.
Su mujer recuerda de aquella época las llamadas, los mensajes constantes: habéis salido en el periódico, en las noticias, los titulares de el médico que le dio la santidad a Escrivá de Balaguer.
Al principio, a ella le pareció que debían ir a Roma. Lleva al lado de Manuel desde que tenían 14 años y, aunque al milagro en sí no le daba ninguna importancia, veía importante hacerlo por sus suegros, que son como sus padres.
Pero Manuel dijo que ellos no iban participar en nada de eso. “Cuando mi padre insistió un poco más, yo me cabree a lo bestia. De portazo. Él me pidió que al menos dejara que fueran los niños y mi mujer pero le dije que no estaba nada de acuerdo con que fueran y no insistió más.Fue a Roma con toda la familia, mis tres hermanos con sus familias. Todos menos yo”. Porque, en ese momento, Manuel pensó que ir a Roma era una incoherencia con su ateísmo.
Coherencia de ateo
Su particular guerra de Troya, aquella que le alejó de Dios y de la Iglesia, había empezado a los 14 años cuando, sin más motivo, dejó de atender en Misa. A partir de ahí, el resto fue en picado y a toda velocidad hasta que llegó un momento en el que se reconocía ateo.
“Como era médico y me creía científico, leía de todo y me influyó mucho el positivismo”. Para él la ciencia era la herramienta que iba a salvar a la humanidad y Dios no era necesario para nada aunque, en realidad, seguía conservando en el corazón los valores morales típicos del cristianismo. “No es que fuera mala persona, simplemente me creía que se podía construir un mundo maravilloso, sin Dios: sin guerras, donde la gente fuera solidaria… Pensaba que la Iglesia era perniciosa y, también, que era imposible conciliar la fe y la ciencia”.
A finales de los 90, gracias a Internet, Manuel se desarrolló totalmente como ateo: “Me dedicaba a intervenir en foros de religión —que eran como la versión primitiva de Facebook— por entretenerme. Tenía una gran afición a escribir cosas contra Dios y contra la Iglesia y tenía bastantes seguidores, gente a la que le parecía muy bien lo que yo decía. También otros con los que discutía y disfrutaba viendo cómo se ponían de mi parte”.
Ya no pienso nada de eso
Dos años después del episodio de la canonización, a su padre le diagnosticaron una enfermedad de la sangre grave, mielodisplasia. “Para mí fue un golpe duro porque mi padre era una roca fuerte en mi vida, alguien muy importante y, con ese diagnóstico, el promedio de vida era de dos años. Fue una noticia malísima y una fuente de angustia”.
Manuel padre empezó a recibir un tratamiento semanal, cada lunes, en el hospital donde trabajaba su hijo. Venía con su mujer desde Badajoz hasta Madrid los domingos y se quedaban con él hasta al día siguiente. Como siempre habían hecho, cada domingo, los padres de Manuel iban a Misa. “Al principio iban ellos solos pero empezó a preocuparnos que se pusieran malos o que les pasara algo, porque además mi madre estaba prácticamente ciega”. Así que Manuel y su mujer empezaron a acompañarlos y, aunque podrían haberse quedado fuera esperando, entraban en la Iglesia. Con respeto: si la gente se ponía de pie ellos también, pero Manuel de rodillas, no.
Después de varios meses yendo, “como las vacas miran al tren”, un día Manuel empezó a escuchar lo que decía el cura, y le gustó. “Este tío tiene buen método porque primero lee el Evangelio y luego lo explica”. Otro domingo empezó a pensar que lo que allí se decía era interesante y se podía aplicar. Eran como consejos para la vida. “De hecho, no sabía por qué pero solía entrar en Misa angustiado por el estado de su padre y salía como consolado. Una cosa un poco rara…”.
Empezó a estar de acuerdo con lo que escuchaba en Misa, tanto, que llegó a tener un cierto sentido de pertenencia. “Empecé a recordar que yo también era cristiano: también estoy bautizado, y esto es mi cultura. Hasta que llegó un momento en que pensé que era tonto por seguir ahí sentado sin hacer nada”. Y decidió que ahora lo coherente era volver a practicar, a confesarse, a comulgar…
Habían pasado cuatro años desde que empezó a ir a Misa con sus padres.
El primer paso fue contárselo a su mujer que, aunque nunca se había declarado atea, ni contraria a la Iglesia, tampoco practicaba. “Ya llevábamos años yendo a Misa juntos pero nunca habíamos hablado del tema. A mí me daba vergüenza pero resultó que ella pensaba exactamente lo mismo y no sabía cómo decírmelo”.
Lo siguiente, buscar a alguien de confianza para confesarse. Manuel se acordó del colegio y del Padre Prefecto de su época. Un cura que se sabía el nombre de todos los alumnos, de sus hermanos, de sus padres… y que, gracias al cariño, era capaz de preguntar por cada uno de ellos años después. Lo encontraron en una casa de los Jesuitas en Madrid y, por supuesto, se acordaba de ellos y se alegró mucho de saber lo que les había pasado. “Nos confesamos los dos con él y fue fácil porque él nos ayudó mucho. Yo me acordaba de que había que hacer algo de examen de conciencia pero poco más… Sentí una alegría muy profunda —no de dar saltos—, por dentro”.
Aquel sacerdote les puso de penitencia ir a Misa y a comulgar al día siguiente, que era miércoles de ceniza y, al cumplirla, Manuel sintió un cosquilleo en la nuca cuando oyó, después de tantos años conviértete y cree en el Evangelio. Todavía hoy vuelve a sentirlo cuando se acuerda de esa frase.
“Puedo recordar perfectamente cuando era ateo, porque ha sido hace nada. Ahora tengo un consuelo perpetuo, algo a lo que recurrir todos los días. Se vive de otra forma, pero no es fácil de expresar. Si alguien me pidiera que valorara la diferencia de mi vida de antes y la de ahora del 1 al 10, le pondría un 1.000, pero no puedo explicar exactamente en qué. Más bien en todo”.
A su padre, que aún no había fallecido, no le contaron mucho del cambio. Simplemente lo vio. Y un día, cuando ya estaba ingresado, Manuel le dijo: “¿recuerdas cuando no quise ir a la canonización de san Josemaría y te dije todas esas cosas? Sí. Pues ya no pienso nada de eso. Nada más”.
“Me siento muy identificado con el Evangelio del hijo pródigo. Como él, en todo mi proceso, siempre me sentí acogido, nadie me echó en cara nada. A todo el mundo le pareció bien mi vuelta a casa”.
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