Cada vez que es elegido un nuevo sucesor de san Josemaría y, posteriormente, nombrado por el Papa, esa persona pasa de ser hijo a ser Padre de esta familia sobrenatural. El Espíritu Santo obra una transformación en su corazón. Ocurrió en 1975, año en que falleció el fundador, así como en 1994, en 2017, y seguirá sucediendo mientras la Obra continúe su camino. Cuando acontece esta sucesión, también cada fiel de la Obra aprende a ser hijo de una manera nueva. En realidad, se trata de una oportunidad que se nos presenta, diariamente, toda la vida.
Aunque uno sea hijo por generación natural o por vínculos espirituales, aquella relación puede permanecer simplemente como un «hecho», como algo que está allí, tal vez olvidado, y que no es elegido en presente con una fuerza personal. Porque, por encima de ese «hecho», podemos además escoger «vivir como hijos», de la misma manera que un padre de familia supera el simple «saberse padre» para, efectivamente, escoger «vivir como padre», para asumir la belleza de esa relación. Aquella elección supone no contentarnos con «ser hijos», que ya es bastante, sino también «querer ser hijos», abrirnos al calor de un hogar.
El Espíritu Santo: escuela para ser hijos y para ser Padre
Sin irnos muy lejos, san Josemaría tuvo que aprender a ser padre. «Hasta el año 1933 me daba una especie de vergüenza el llamarme “Padre” de toda esta gente mía», comentaba, refiriéndose a los primeros años que siguieron a la fundación del Opus Dei. «Por eso yo les llamaba casi siempre “hermanos” en vez de “hijos”»[1]. Se puso, sin embargo, a la escucha del Espíritu Santo, y pronto pudo entreverse en sus expresiones ese sentimiento de sano orgullo por los suyos: «No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra, por haberme dado esta paternidad espiritual que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra solo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre»[2].
Muchas veces el fundador del Opus Dei confesaba que, inexplicablemente, sentía su corazón ensancharse cada vez más, conforme eran más numerosas las personas que se acercaban al calor de esta familia. Al mismo tiempo, era consciente de que él, personalmente, no era imprescindible. Sabía que estaríamos bien cuidados cuando ya no se encontrara físicamente en la tierra para ejercer su paternidad: «Hijos míos, os quiero –no me importa decirlo, porque no exagero– más que vuestros padres. Y estoy seguro de que en el corazón de los que me sucedan, encontraréis este mismo cariño –iba a añadir que más, aunque me parece imposible–, porque tendrán muy metido dentro del alma este espíritu tan de familia que informa la Obra entera. Llamadles Padre, como lo hacéis conmigo»[3].
La familia es mayor que la parte
La decisión de asumir una paternidad o asumir una filiación –querer vivir verdaderamente como padres o como hijos– supone superar la lógica del aislamiento y entrar en la lógica de la familia. Decía san Juan Pablo II que «Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor»[4]. Por eso, siempre hace germinar su palabra en el terreno fértil de esos vínculos humanos: una familia, una agrupación, un pueblo… hasta llegar a la comunidad universal que es la Iglesia. De Dios Padre, señala san Pablo, «toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,15).
Dice el refrán africano: «Si quieres ir rápido ve solo, si quieres llegar lejos, ve acompañado». Una familia nos regala una mirada más amplia: nos enriquecemos con muchas otras sensibilidades y perspectivas. En el caso de la Obra, nos enriquecemos de los fieles de todas las latitudes, guiados por el Padre. El Papa Francisco ha hablado muchas veces sobre la bonita tarea de conjugar nuestro afán santo por mejorar lo que tenemos a mano, con la pertenencia a una familia que se extiende más allá de lo que alcanzamos a tocar: «El todo es más que las partes y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar»[5].
A medida que van creciendo, los hijos se entusiasman cuando su padre les confía algo importante. Sentirse valorados forma parte del proceso que les lleva a ser adultos. Y esos actos de confianza suelen ser cada vez de mayor envergadura. No siempre hace falta que la petición sea expresa. Cuando el hijo ha aprendido a adelantarse a las necesidades de su familia, le basta una insinuación. Trata de comprender la voluntad de su padre, quiere asumirla como propia, se ofrece para realizarla. En el caso de la familia de la Obra, esas señales del Padre las podemos recibir a través de sus frecuentes comunicaciones en mensajes y cartas; teniendo la atención despierta para detectar sus preocupaciones cuando participa en encuentros o entrevistas; procurando reconocer su guía en las orientaciones y sugerencias que nos hace llegar para toda la Obra que, de algún modo, tienen prioridad sobre lo particular. Los hijos buscan sorprender al padre demostrándole que no solamente comprenden bien sus palabras, sino que incluso van más allá: las recuerdan en cada momento, se impulsan en ellas y las hacen fecundas.
Dificultades de moverse al ritmo divino
Mirando la vida de Cristo comprendemos bien que filiación y cruz no son incompatibles, sino todo lo contrario: ambas están marcadas por la promesa de la resurrección. Toda filiación natural y espiritual tienen también, de alguna manera, esta doble dimensión. Su fundamento es el amor y, por eso, el dolor puede hacerse presente: no para estropearlo todo, sino para mostrar hasta qué punto esa relación es firme, segura, resistente a la fuerza de cualquier vaivén. Ser hijo implica estar unido a la voluntad amorosa de un padre. Y no debe sorprendernos que esto requiera, en ocasiones, sufrir.
Esta actitud no anula las dificultades que podamos encontrar, ni siquiera nos asegura que se optará por la mejor solución desde el punto de vista humano, pues todos nos podemos equivocar. Lo que sí sabemos es que el Espíritu Santo es quien nos guía, y que para él no hay obstáculo insalvable, ni descamino que no tenga retorno. Este dinamismo es parte de sabernos insertados en una lógica sobrenatural, de Dios, con muchas más dimensiones que solamente ese largo y ancho que se asoma ante nuestros ojos. Tantos santos se han movido con estas coordenadas, a veces sin mucho acuerdo humano, pero de acuerdo con el Espíritu Santo que suena una melodía que a veces no comprendemos del todo. «Para ser buen bailarín contigo –decía una escritora del siglo XX, refiriéndose a la docilidad hacia aquella música divina– no es preciso saber adónde lleva el baile. Hay que seguir, ser alegre, ser ligero (…). No hay por qué querer avanzar a toda costa sino aceptar el dar la vuelta, ir de lado, saber detenerse y deslizarse»[6].
Esa cruz que puede venir junto a cualquier filiación no será de ordinario grande y pesada. No pretendemos sostener todo el peso, sino solamente lo que un hijo puede llevar. Es nuestro deseo más grande aportar, con nuestros ahorros, un granito de arena al negocio familiar.
Un mensaje velado
Entre las costumbres que san Josemaría, por inspiración de Dios, quería que vivieran las personas del Opus Dei, se encuentran la oración y la mortificación diarias por el Prelado. A ojos humanos puede parecer muy poco, pero, unidas y avivadas con la caridad de Dios que las impulsa, se convierten en un potente flujo de gracia.
Es lógico que los sucesores de san Josemaría hayan sentido el peso de esa bendita carga que Dios ha puesto en sus hombros. Al mismo tiempo, es el Espíritu Santo quien de verdad realiza la misión sobrenatural que se les ha encomendado como pastores. El Padre confesaba, al final de su carta del 14 de febrero de 2017, pocos días después de ser nombrado Prelado del Opus Dei por el Papa: «Hijas e hijos míos, si en este mundo, tan bello y a la vez tan atormentado, alguno se siente alguna vez solo, que sepa que el Padre reza por él y le acompaña de verdad, en la comunión de los santos, y que lo lleva en su corazón. Me gusta recordar en ese sentido cómo la liturgia canta la presentación del Niño en el Templo (…): parecía, dice, que Simeón sostuviera a Jesús en sus brazos; en realidad, era al revés, (…) era el Niño quien sostenía al anciano y lo dirigía. Así nos sostiene Dios, aunque a veces podamos percibir solamente lo que nos pesan las almas»[7].
Detrás de estas palabras, quizá podemos intuir un mensaje velado y discreto para cada uno. Es como si el Padre nos dijera que le sostenemos nosotros. Siente el peso de ser el Padre, de haberse convertido en guía y pastor de este rebaño, pero le alivia descubrir que somos nosotros los que le sostenemos con nuestra oración, con nuestro sacrificio y con nuestro impulso en la aventura que nos propone. Dios se sirve de nosotros para sostenerle.
[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, 28-X-1935. Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid 1997, p. 555.
[2] San Josemaría, Cartas 11, n. 23.
[3] San Josemaría, Comunicación leída por don Álvaro del Portillo al inicio del Congreso Electivo del primer sucesor del Opus Dei, 15-IX-1975.
[4] San Juan Pablo II, Homilía, 28-I-1979.
[5] Francisco, Ex. ap. Evangelii Gaudium, n. 235.
[6] Sierva de Dios Madeleine Delbrêl, “El baile de la obediencia”.
[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 14-II-2017, n. 33.