Hay libros que le cambian a uno la vida. Así le sucedió a san Agustín cuando leyó el Hortensius de Cicerón: el libro, escribiría años más tarde en las Confesiones, «cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros (…) y comencé a levantarme para volver a ti»[1]. Su camino hacia Dios, después de muchos vaivenes, cobró una dirección más decidida hacia la conversión, que se selló también con un libro entre las manos: un pasaje de la epístola a los Romanos derrumbó el último muro que lo retenía[2].
Compartir los buenos descubrimientos
Aunque no todos los libros van a marcar un antes y un después tan neto en nuestra vida, lo que leemos nos cambia: nos afina el alma, o nos la embota; nos abre horizontes, o nos los estrecha. Nuestra personalidad refleja –más a medida que pasa el tiempo– tanto los libros que hemos leído como los que no hemos leído. Quien, a lo largo de los años, se nutre de lecturas seleccionadas con buen criterio, adquiere una mirada abierta sobre el mundo y las personas, sabe medirse con la complejidad de las cosas, y desarrolla la sensibilidad necesaria para dejar de lado la banalidad y no pasar de largo ante la grandeza.
Aunque no todos los libros marcan un antes y un después en nuestra vida, lo que leemos nos cambia: nos afina el alma, o nos la embota; nos abre horizontes, o nos los estrecha.
No siempre es fácil dar con libros que nos ayuden a crecer, incluso cuando se trata simplemente de entretenerse; por eso es muy útil acudir al consejo de los demás. Al intentar situarse en una población, si uno pregunta a la gente del lugar, constata con frecuencia cómo las personas aportan datos valiosos que con el GPS quizá se le escaparían. Y, del mismo modo que nos orientamos con personas expertas, podemos recomendar a otros los buenos libros que vamos leyendo. Hablar de lo que se lee enriquece la vida familiar y las conversaciones con amigos, que a veces acabarán por tomar la forma de tertulias literarias u otras actividades culturales, como las que tienden puentes entre literatura y cine. Y si las buenas lecturas se transmiten muy eficazmente de boca en boca, también es útil organizar clubes de lectura, frecuentar buenas librerías, mantener el contacto con libreros y establecer con ellos un diálogo frecuente, que suele enriquecer a ambas partes.
Existen muchas selecciones de libros de calidad, clasificadas por edades, temáticas, gustos. Con todo, la mejor selección es la que cada uno va haciéndose por su cuenta, a partir de los consejos de amigos con gustos afines, de referencias aisladas en una clase, una charla, una conversación... Como no podemos leer inmediatamente todo lo que suscita nuestro interés, es bueno hacerse un plan de lecturas, recogiendo las referencias para más adelante; eso nos da la serenidad de saber que, en cierto modo, un título no se nos escapa; y permite que, cuando queramos leer algo más, no vayamos necesariamente a buscar lo primero que nos caiga entre las manos.
Si veo que un programa no es bueno para mí, me echa por tierra los valores, me hace ser vulgar, incluso con cosas sucias, tengo que cambiar de canal (Papa Francisco) .
Se ha dicho que internet es, en cierto sentido, una inmensa máquina de repetición. Con la invención de la imprenta ya se constató que cuanto más fácil es la publicación de textos, más proliferan los libros mediocres o banales. Sin embargo, junto a una gran cantidad de material de escasa calidad -a veces realizado con la mejor de las intenciones-, internet esconde en sus pliegos textos que permiten dar con muchas claves de la actualidad, apuntando también a las ideas de fondo, por las que apenas se preguntan muchos de los medios de comunicación. También aquí es bueno acotar, con ayuda de buenos consejos, y con la propia experiencia, los sitios o autores a los que queremos seguir. Las aplicaciones para suscribirse a determinados contenidos, o para la lectura offline de textos puntuales que nos interesen, son una buena ayuda en este sentido. La red aumenta además las posibilidades de acceso a algunas obras clásicas, o a otras antiguas, agotadas o difíciles de encontrar en librerías o en bibliotecas.
Dialogar con los libros
Crítica, del griego krinein, significa originariamente discernir, escoger. Leer con capacidad crítica supone tomar lo mejor de cada libro. Los autores, igual que nosotros, están condicionados por su contexto y cultura; por eso cuando leemos es bueno preguntarse, por ejemplo: ¿por qué se expresa de este modo el autor? ¿Cuáles son los ideales de su época que proyecta en sus personajes? ¿Cuál es su percepción de los valores perennes, como la amistad, el perdón, la lealtad, etc.? No se trata, obviamente, de adoptar una actitud reactiva, que escondería quizá cierto pesimismo o inseguridad. Interesa más bien descubrir las luces y sombras de cada obra y, si es el caso, purificar algunas ideas o propuestas. Se entra así en un diálogo interior con el libro, que incluso puede desembocar en diálogos reales con los autores (de hecho suelen agradecer la correspondencia y sugerencias de sus lectores), en el que saldrán a flote las propias convicciones: algunas se corregirán quizá con el intercambio, y otras al menos adquirirán nuevos matices. Para un cristiano, probablemente el mejor modo de fomentar un equilibrado sentido crítico es leer con sentido apostólico: no solo con ganas de pasar un rato agradable, sino también con ánimo de comprender las categorías intelectuales de nuestros contemporáneos, para purificarlas y reconciliarlas con los valores del Evangelio.
Con estas coordenadas, la lectura nos ayuda a formar convicciones profundas y sólidas, bien razonadas, de manera que cada uno adquiera sus criterios de juicio y desarrolle su propia personalidad y estilo. Algo similar ocurre con las películas que vemos: cuando una nos sorprende, por los valores que descubrimos en ella, o por su estética, se nos muestran con mayor plasticidad aspectos de nuestra vida, de nuestra visión del mundo, de las personas. Así cada uno forma su propio discernimiento, y sabe que toma las decisiones rectas sobre la base de criterios que entiende y que él mismo es capaz de explicarse. Se logra, de este modo, una visión personal, enraizada a la vez en la fe cristiana, que robustece la unidad de vida.
Algo se mueve en el alma
Un buen lector suele ser también un relector: alguien que vuelve sobre obras que en su día le marcaron. Un modo eficaz de ser relector es tomar a veces algunas notas, que nos permitan volver más adelante sobre el rincón de nuestro interior que se iluminó con una determinada lectura. Esta costumbre nos ayuda a conocernos y a adquirir una mirada más penetrante sobre la realidad y sobre los demás. Hay veces en que nos gustaría evocar una historia o un pasaje que en su día nos llamaron la atención, y no somos capaces de dar con él; haberlo anotado será entonces una gran cosa.
Como con todo, también en esto hay que dar con un equilibrio: es bueno dejarse sorprender por nuestra memoria, que retiene más de lo que nos parece. A la vez, la lectura deja un rastro mucho más profundo en quien, con la escritura, alimenta el diálogo interior del alma: muchas veces no se tratará tanto de copiar pasajes enteros como de anotar nuestras impresiones; intentar dar forma, quizá balbuceando, a las intuiciones que se quieren abrir paso dentro de uno. Con esa labor paciente se enriquece nuestro viaje a través de geografías, culturas y sensibilidades: los paisajes no pasan simplemente ante nosotros, sino que nos dan forma por dentro, y nos permiten hacernos cargo de los problemas, los anhelos, el talento de las personas. Mejora así nuestra comprensión del mundo, y nos mantenemos a la altura del reto constante de la nueva evangelización a la que nos urge el Santo Padre, que pasa por una nueva inculturación.
Responsabilidad personal
Al recordar sus visitas con gente joven a los hospitales en Madrid, San Josemaría contaba en una ocasión cómo procuraban hacerles «un rato de compañía y algún servicio material: lavarles las manos, los pies o la cara; cortarles las uñas; peinarles... No podíamos llevarles comida, porque estaba prohibido, pero siempre les dejábamos alguna buena lectura»[3]. Su solicitud de pastor de almas le llevaba a recordar a todos la importancia de elegir las lecturas con sentido de responsabilidad, por el profundo impacto que tienen en la formación intelectual y espiritual de cada uno. El Catecismo nos recuerda, en este sentido, cómo «el primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella»[4]. Así lo aconseja también el Papa: «Si veo que un programa no es bueno para mí, me echa por tierra los valores, me hace ser vulgar, incluso con cosas sucias, tengo que cambiar de canal. Como se hacía en mi “época de la piedra”: cuando un libro era bueno, lo leías; cuando un libro te hacía daño, lo tirabas»[5]. Elegir un libro, como elegir a los amigos, ir al cine o a ver una obra de teatro, es un acto responsable y libre para cada cristiano, y tiene también sus connotaciones morales[6].
El hecho de que un libro se valore de un modo concreto es siempre orientativo y prudencial, y no debe extrañar que algunas de esas valoraciones cambien con el tiempo.
Ante el riesgo de la ignorancia o la superficialidad, un consejo que se podría dar es que conviene leer en abundancia: a distintos autores y de contextos variados. Se forma así una mentalidad abierta, que supera los prejuicios infundados y los lugares comunes, y que está preparada para vivir y comunicar la fe de una manera atractiva. Al mismo tiempo, la responsabilidad en la propia formación lleva a tratar de leer libros de calidad: elegir aquello que ayuda realmente a crecer, humana y sobrenaturalmente. Un sabio consejo para este discernimiento: «Los grandes libros tienen cortesía de reyes magnánimos: acogen al lector como si fuese su igual. El escritor mediocre trata de humillarnos para ocultar su baja posición»[7].
El consejo de personas más leídas puede resultar una herramienta muy valiosa para formar nuestro plan de lecturas, para comprender bien a los distintos autores y para saber en qué puntos pueden tener una visión algo parcial o incompleta. En muchas ocasiones, un comentario amigo puede descubrirnos una obra hasta entonces desconocida, y abrirnos un amplio horizonte cultural, intelectual o espiritual. En otras, nos evitará perder el tiempo con lecturas banales, que promueven conductas en contra de la convivencia pacífica, que atacan la religión, etc. También sabemos que ciertos libros podrían hacernos daño, porque en ese momento nos falta la formación para digerirlos: hay panes que podrían ser demasiado duros para nuestros dientes. Es bueno tener la humildad intelectual de reconocer nuestros límites: no es mojigatería; es prudencia. Con la ayuda de otros, se encuentran alternativas para canalizar nuestras inquietudes: lecturas más ponderadas, que con el tiempo quizá nos permitirán, si fuera necesario, enfrentarnos a esos otros panes que en su día nos habrían hecho daño. En definitiva, se trata de que la cultura que cada uno va construyendo con la lectura encarne las enseñanzas de Jesucristo y se engarce con nuestra experiencia vital. Tanto quien lee libros desaconsejables como quien lee poco son especialmente vulnerables ante el error, aunque sea por caminos distintos.
Aconsejar y aconsejarse
Una consecuencia del valor del consejo ajeno es inmediata: la necesidad de que cada uno colabore también con los demás en este ámbito. El consejo personal ayudará siempre a nuestros familiares y amigos a escoger obras de calidad que puedan enriquecerle. También es útil participar en las iniciativas que ofrecen valoraciones literarias, cinematográficas, culturales, etc. El esfuerzo de dedicar unos minutos a compartir las propias impresiones puede ayudar a muchas personas; también aquí rige el principio de que lo mejor puede ser a veces enemigo de lo bueno: es preferible una breve reseña, escrita cuando tenemos fresca la lectura, a un proyecto de recensión pormenorizada que acaba por no concretarse. Cuántos más colaboradores participen en estas iniciativas, más objetivo y atinado resultará el consejo.
La información que ofrecen las revistas, los suplementos culturales, etc. puede ser también valiosa. No es difícil descubrir a los críticos certeros, por su buen hacer, por la buena preparación cultural y doctrinal, por el tono ponderado de sus opiniones. Son indicadores diversos que nos ayudan antes de tomar la decisión de leer o de adquirir un determinado libro.
En todo caso, es bueno evitar visiones reduccionistas o superficiales sobre la necesidad de pedir consejo o de tener en cuenta las orientaciones que nos puedan facilitar. El hecho de que un libro se valore de un modo concreto es siempre orientativo y prudencial, y no debe extrañar que algunas de esas valoraciones cambien con el tiempo; o que lo que para una determinada persona no tenga inconvenientes los ofrezca para otra. La valoración es una guía para ayudarnos a elegir con responsabilidad; a la vez, no excluye que pidamos consejo en la dirección espiritual, cuando lo veamos oportuno para nuestra alma. Por otro lado, el hecho de estar atentos a la valoración moral de un producto cultural no debe desenfocarnos de lo esencial: la importancia de leer y, en la medida de nuestras posibilidades, de leer mucho.
No extingáis el Espíritu, ni despreciéis las profecías; sino examinad todas las cosas, retened lo bueno y apartaos de toda clase de mal[8]. La apertura del alma, la amplitud de horizontes, son auténticos cuando vibran con la búsqueda y el encuentro, cada vez más apasionados y a la vez más serenos, de la Verdad y de la Belleza.
Texto: Luis Ramoneda - Carlos Ayxelá
Fotos: Pingz Man / Nicki Man (cc)
[1] San Agustín, Confesiones III.4.7.
[2] San Agustín, Confesiones VIII.12.29.
[3] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 20-XII-1970.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2088.
[5] Francisco, Discurso, 6-VI-2015.
[6] Sobre este aspecto, cfr. Ángel Rodríguez Luño, Factores culturales de especial incidencia en la formación espiritual, apartado 2 (“La lectura”), disponible en collationes.org.
[7] N. Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito (vol. 1), Instituto Colombiano de Cultura, 1977, p. 325.
[8] 1 Te 5, 19-22.