El libro del Génesis narra la vida de Abraham a partir del momento en que el Señor se cruzó en su camino y transformó su existencia radicalmente. Aunque el escritor sagrado no pretende ofrecer una biografía detallada, nos presenta numerosos episodios que ponen de manifiesto la profunda fe del santo patriarca, y el modo en que deja obrar a Dios en su vida.
En efecto, se le promete una tierra y una descendencia numerosa, pero Abraham deberá iniciar un camino: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré; de ti haré un gran pueblo, te bendeciré, y engrandeceré tu nombre que servirá de bendición»[1]. Tiempo después, Dios mismo le cambiará el nombre –«no te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abraham»[2]– para indicar que le ha conferido «una personalidad nueva y una nueva misión, que quedan reflejadas en el significado del nuevo nombre: “padre de multitudes”[3]. Se manifiesta así que toda la singularidad del patriarca depende de la alianza con Dios y está al servicio de ésta.
Abraham escucha la voz de Dios y la pone por obra, sin prestar demasiada atención a lo que las circunstancias podían aconsejarle. ¿Por qué abandonar la seguridad de su patria, esperar una descendencia cuando tanto él como su mujer son de edad avanzada? Pero Abraham se fía de Dios, de su omnipotencia, de su sabiduría y bondad. El episodio de Sodoma y Gomorra[4] muestra, además de la gravedad del pecado que ofende a Dios y destruye al hombre, la familiaridad que tiene Abraham con su Señor. Dios no le oculta lo que está por hacer y acoge la oración de intercesión del santo patriarca. La respuesta de fe se apoya en la confianza, es decir, en un trato personal con Dios.
El conocimiento de las cosas, el sentir común, la experiencia, los medios humanos tienen su importancia, pero si todo se quedara ahí, “de tejas abajo”, nuestra percepción de la realidad sería falsa por ser incompleta, porque nuestro Padre Dios no se desentiende de nosotros ni su poder ha menguado. Así lo expresaba san Josemaría Escrivá de Balaguer: «En las empresas de apostolado, está bien —es un deber— que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...»[5]
Las dificultades habituales, por muy adversas que parezcan, nunca son la última palabra. Dios es fiel y cumple siempre sus promesas. Abraham actúa de acuerdo con esta lógica. El valor ejemplar de la fe de Abraham se compendia en tres rasgos fundamentales: la obediencia, la confianza y la fidelidad.
En la obediencia de la fe
Abraham manifiesta su propia fe principalmente obedeciendo a Dios. La obediencia presupone la escucha, pues es necesario, en primer lugar, “prestar oído”, es decir, conocer la voluntad de otro para darle respuesta y cumplirla. En la Sagrada Escritura obedecer no es sólo “cumplir” mecánicamente lo mandado: implica una actitud activa, que pone en juego la inteligencia delante de Dios que se revela, y que conduce a la persona a adherirse a la voluntad divina con todas las fuerzas y capacidades. «Cuando Dios le llama, Abraham parte "como se lo había dicho el Señor" (Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece»[6].
La obediencia que proviene de la fe va mucho más allá de la simple disciplina: supone la aceptación libre y personal de la Palabra de Dios. Así ocurre también en muchos momentos de nuestra vida cuando podemos acoger esa Palabra o rechazarla, dejando que nuestras ideas prevalgan sobre lo que Él quiere. La obediencia de la fe es la respuesta a la invitación de Dios al hombre a caminar junto a Él, a vivir en amistad con Él. «Obedecer ("ob-audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma»[7].
Con confianza y abandono en Dios
Cuando consideramos la vida de Abraham, vemos que la fe está presente en toda su existencia, manifestándose especialmente en los momentos de oscuridad, en los que las evidencias humanas fallan. La fe implica siempre una cierta oscuridad, un vivir en el misterio, sabiendo que no se llegará nunca a alcanzar una perfecta explicación, una perfecta comprensión, pues lo contrario ya no sería fe. Como dice el autor de la carta a los Hebreos, «la fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven»[8]. La falta de evidencia de la fe es superada por la confianza del creyente en Dios; por la fe, el patriarca se pone en camino sin saber a dónde va, pero esa es sólo la primera ocasión en que deberá poner en juego esta virtud. Porque, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, se necesita confiar mucho en Dios para vivir «como extranjero y peregrino en la Tierra prometida»[9], y para afrontar el sacrificio del hijo: «Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que tú amas, a Isaac, y vete a la región de Moria. Allí lo ofrecerás en sacrificio, sobre un monte que yo te indicaré»[10].
La fe de Abraham se muestra en toda su grandeza cuando se dispone a renunciar a su hijo Isaac. El sacrificio del propio hijo es profecía de la entrega de Jesucristo para la salvación del mundo. Es algo tan tremendo que no precisa comentario. Pero Abraham no se rebela contra Dios, no lo cuestiona ni lo pone en duda: se fía de Él. Se pone en camino, sigue atento a escuchar la voz del Señor y, al final del viaje al monte Moria, descubre que no quiere la sangre de Isaac: «Y Dios le dijo: –No extiendas tu mano hacia el muchacho ni le hagas nada, pues ahora he comprobado que temes a Dios y no me has negado a tu hijo, a tu único hijo. (…) Abrahan llamó a aquel lugar "El Señor provee", tal como se dice hoy: "en la montaña del Señor provee"»[11].
Sucesos similares suelen acaecer en la vida de los santos. Recordemos, por ejemplo, cuando san Josemaría pensó que el Señor le estaba pidiendo dejar el Opus Dei para poder realizar una nueva fundación, dirigida a los sacerdotes diocesanos. ¡Qué gran sacrificio! De hecho, después de hablar con varias personas en la Santa Sede, llegó incluso a comunicar su decisión a don Álvaro, a Tía Carmen, a Tío Santiago, a los miembros del Consejo general y a algunos más. «Pero Dios no lo quiso así, y me libró, con su mano misericordiosa –cariñosa– de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado oficiosamente de mi decisión a la Santa Sede (...), pero vi después con claridad que sobraba esa fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían perfectamente dentro de la Obra»[12]. Como Abraham había sido liberado, san Josemaría lo fue, pues el Señor le hizo entender que los sacerdotes diocesanos podían formar parte del Opus Dei y ser admitidos como socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sin que esto afectase a su situación en la diócesis; más aún, fortaleciéndose así su unión con el resto del clero y con su Obispo.
Fe que es fidelidad
La fe de Abraham se manifiesta también como fidelidad: ante los diversos acontecimientos persevera en su decisión de seguir la voluntad de Dios. La fe se apoya en la palabra de Dios, y por eso da pie a decisiones tomadas en profundidad, que no están sometidas a posteriores “revisiones” o “re-pensamientos”. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa»[13]. En nuestra vida, siempre habrá momentos que nos servirán –con la gracia de Dios– para fortalecer y consolidar nuestra fe. Abraham fue sometido a una prueba tremenda: se vio en la tesitura de tener que sacrificar a quien era fruto de la promesa que se le había hecho. El santo patriarca no sólo tuvo que afrontar circunstancias difíciles, sino que esperó contra toda esperanza[14], porque las circunstancias invitaban a “juzgar” la voluntad divina, a dudar de Dios mismo y de su fidelidad. En esto radica la tentación que se presentó a Abraham.
También nosotros nos podemos encontrar, a veces, con situaciones donde intuimos que el Señor espera algo que quizá nos contraría: un paso adelante en la vida cristiana, la renuncia a un modo de hacer o incluso a una manera de ser, a lo mejor profundamente arraigada pero que quizá no favorece la fecundidad del apostolado. Puede surgir el impulso de silenciar esa inquietud, identificando lo que a uno le gustaría con lo que debería ser la voluntad divina: «La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos a nosotros mismos en el centro está siempre a la puerta»[15].
Abraham no obra así: marcha hacia el monte Moria, con un gran conflicto interior, pero convencido de que antes o después «Dios proveerá»[16]. Y Dios, que está empeñado en hacerse entender, al final provee. Para que se haga la luz, Abraham ha debido recorrer el camino completo, ha tenido que ponerse en marcha y llegar hasta el final. También nosotros, si buscamos secundar en todo momento la voluntad divina, descubriremos que, a pesar de nuestras limitaciones, Dios da eficacia a nuestra vida. Sabremos y sentiremos que Dios nos ama, y no tendremos miedo de amarle: «la fe se profesa con la boca y con el corazón, con la palabra y con el amor»[17].
Javier Yániz
[1]Gn 12, 1-2.
[2]Gn17, 5.
[3]Biblia de Navarra(tomo I, 1997), comentario a Gn 17, 5.
[4] Cfr. Gn 18-19.
[5]San Josemaría, Camino, n. 471.
[6]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2570.
[7]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144.
[8]Hb 11, 1.
[9] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 145.
[10]Gn22, 2.
[11]Gn 22, 12-14.
[12]San Josemaría, Carta 24-XII-1951, n. 3, en A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. 3, Rialp, Madrid 2003, p. 171.
[13]Hb 10, 23.
[14] Cfr. Rm 4, 18.
[15] Francisco, Audiencia general, 10-IV-2013.
[16]Gn22, 8.
[17] Francisco, Audiencia general, 3-IV-2013.