Viaje apostólico del Santo Padre a Hungría

Intervenciones del Papa Francisco durante su viaje pastoral a Hungría (28-30 de abril de 2023).

Viernes 28 de abril de 2023

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el antiguo Monasterio Carmelita

Encuentro con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas, seminaristas y agentes pastorales en la Concatedral de San Esteban

Sábado 29 de abril de 2023

Encuentro con los pobres y los refugiados en la iglesia de Santa Isabel de Hungría

Encuentro con los jóvenes en el Papp László Budapest Sportaréna

Domingo 30 de abril de 2023

Santa Misa en la plaza Kossuth Lajos

Regina Caeli

Encuentro con el mundo universitario y de la cultura en la Facultad de Informática y Ciencias Biónicas de la Universidad Católica Péter Pázmány


Viernes 28 de abril

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el antiguo Monasterio Carmelita

Señora Presidenta de la República,
señor Primer Ministro,
distinguidos miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
ilustres autoridades y representantes de la sociedad civil,
señoras y señores:

Los saludo cordialmente y agradezco a la señora Presidenta la acogida y también sus amables y profundas palabras. La política nace de la ciudad, de la polis, de la pasión concreta por vivir juntos garantizando derechos y respetando deberes. Pocas ciudades nos ayudan a reflexionar sobre esto como Budapest, que no es sólo una capital señorial y vivaz, sino un lugar central en la historia. Habiendo sido testigo de cambios significativos a lo largo de los siglos, está llamada a ser protagonista del presente y del futuro. Aquí, como escribió uno de sus grandes poetas, «se abrazan las suaves olas del Danubio, que es pasado, presente y futuro» (A. József, Al Danubio). Quisiera pues compartir algunas ideas inspirándome en Budapest como ciudad de historia, ciudad de puentes y ciudad de santos.

1. Ciudad de historia. Esta capital tiene orígenes antiguos, como atestiguan los restos de época céltica y romana. Sin embargo, su esplendor nos lleva a la modernidad, cuando fue capital del Imperio austro-húngaro, durante el periodo de paz conocido como belle époque, que se extendió desde los años de su fundación hasta la primera guerra mundial. Nacida en tiempo de paz, ha conocido conflictos dolorosos; no sólo invasiones de tiempos lejanos sino, en el siglo pasado, violencia y opresión provocadas por las dictaduras nacista y comunista —¿cómo olvidar el año 1956? Y, durante la segunda guerra mundial, la deportación de cientos de miles de habitantes, con el resto de la población de origen judío encerrada en el gueto y sometida a numerosas atrocidades. En ese contexto hubo muchos justos valientes —pienso, por ejemplo, en el Nuncio Angelo Rotta—, mucha resiliencia y un gran esfuerzo en la reconstrucción, de modo que hoy Budapest es una de las ciudades europeas con el mayor porcentaje de población judía, centro de un país que conoce el valor de la libertad y que, después de haber pagado un alto precio a las dictaduras, lleva en sí la misión de custodiar el tesoro de la democracia y el sueño de la paz.

A este respecto, quisiera volver sobre la fundación de Budapest, que este año se celebra solemnemente. De hecho, se fundó hace ciento cincuenta años, en 1873, con la unión de tres ciudades: Buda y Óbuda, al oeste del Danubio, y Pest, situada en la costa contraria. El nacimiento de esta gran capital en el corazón del continente evoca el camino unitario emprendido por Europa, en la que Hungría encuentra el propio cauce vital. En la posguerra Europa representó, junto con las Naciones Unidas, la gran esperanza, con el objetivo común de que un lazo más estrecho entre las naciones previniera conflictos ulteriores. Lamentablemente no ha sido así. A pesar de todo, en el mundo en que vivimos, la pasión por la política comunitaria y por la multilateralidad parece un bonito recuerdo del pasado; parece que asistiéramos al triste ocaso del sueño coral de paz, mientras los solistas de la guerra se imponen. En general, parece que se hubiera disuelto en los ánimos el entusiasmo de edificar una comunidad de naciones pacífica y estable, delimitando las zonas, acentuando las diferencias, volviendo a rugir los nacionalismos y exasperándose los juicios y los tonos hacia los demás. Parece incluso que la política a nivel internacional tuviera como efecto enardecer los ánimos más que resolver problemas, olvidando la madurez que alcanzó después de los horrores de la guerra y retrocediendo a una especie de infantilismo bélico. Pero la paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino más bien de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos; atentas a las personas, a los pobres y al mañana; no sólo al poder, a las ganancias y a las oportunidades del presente.

En este momento histórico Europa es fundamental. Porque ella, gracias a su historia, representa la memoria de la humanidad y, por tanto, está llamada a desempeñar el rol que le corresponde: el de unir a los alejados, acoger a los pueblos en su seno y no dejar que nadie permanezca para siempre como enemigo. Por tanto, es esencial volver a encontrar el alma europea: el entusiasmo y el sueño de los padres fundadores, estadistas que supieron mirar más allá del propio tiempo, de las fronteras nacionales y las necesidades inmediatas, generando diplomacias capaces de recomponer la unidad, en vez de agrandar las divisiones. Pienso cuando De Gasperi, en una mesa redonda donde también participaron Schuman y Adenauer, dijo: «Es por ella misma, no por oposición a otros, que nosotros preconizamos la Europa unida… trabajamos por la unidad, no por la división» (Intervención en la Mesa redonda de Europa, Roma, 13 octubre 1953). Y también en lo que dijo Schuman: «La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas», en cuanto —¡palabras memorables!— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores, equiparables a los peligros que la amenazan» (Declaración Schuman, 9 mayo 1950). En esta etapa histórica los peligros son muchos; pero, me pregunto, pensando también en la martirizada Ucrania, ¿dónde están los esfuerzos creadores de paz?

2. Budapest es ciudad de puentes. Vista desde lo alto, “la perla del Danubio” muestra su peculiaridad precisamente gracias a los puentes que unen sus partes, armonizando su configuración con la del gran río. Esta armonía con el ambiente me lleva a felicitar el cuidado ecológico que este país realiza con gran esfuerzo. Pero los puentes, que conectan realidades diversas, también nos sugieren reflexionar sobre la importancia de una unidad que no signifique uniformidad. En Budapest esto surge de la notable variedad de las circunscripciones que la componen, que son más de veinte. También la Europa de los veintisiete, construida para crear puentes entre las naciones, necesita del aporte de todos sin disminuir la singularidad de ninguno. A este respecto, un padre fundador preconizaba: «Europa existirá y nada de lo que constituye la gloria y la felicidad de cada nación se podrá perder. Es precisamente en una sociedad más amplia, en una armonía más eficaz, que el individuo puede afirmarse» (Intervención cit.). Se necesita esta armonía: un conjunto que no aplaste las partes y partes que se sientan bien integradas en el conjunto, pero conservando la propia identidad. A este propósito, es significativo lo que afirma la Constitución húngara: «La libertad individual sólo puede desarrollarse en la colaboración con los demás»; y continúa: «Consideramos que nuestra cultura nacional es un aporte valioso a la multicolor unidad europea».

Pienso, por tanto, en una Europa que no sea rehén de las partes, volviéndose presa de populismos autorreferenciales, pero que tampoco se transforme en una realidad fluida, o gaseosa, en una especie de supranacionalismo abstracto, que no tiene en cuenta la vida de los pueblos. Este es el camino nefasto de las “colonizaciones ideológicas”, que eliminan las diferencias —como en el caso de la denominada cultura de la ideología de género—, o anteponen a la realidad de la vida conceptos reductivos de libertad —por ejemplo, presumiendo como conquista un insensato “derecho al aborto”, que es siempre una trágica derrota—. Qué hermoso, en cambio, construir una Europa centrada en la persona y en los pueblos, donde haya políticas efectivas para la natalidad y la familia —tenemos países en Europa con la edad media de 46-48 años—, buscadas con atención en este país; donde naciones diversas sean una familia en la que se vela por el crecimiento y la singularidad de cada uno. El puente más famoso de Budapest, el de las cadenas, nos ayuda a imaginar una Europa así, constituida por muchos anillos grandes y diferentes, que encuentran su propia firmeza al formar juntos vínculos sólidos. En esto, la fe cristiana ayuda, y Hungría puede hacer de “pontonero”, valiéndose de su específico carácter ecuménico; aquí diversas confesiones conviven sin antagonismos —recuerdo la reunión que tuve con ellos hace un año y medio—, colaborando respetuosamente, con espíritu constructivo. Con la mente y el corazón me dirijo a la Abadía de Pannonhalma, uno de los grandes monumentos espirituales de este país, lugar de oración y puente de fraternidad.

3. Y esto me lleva a considerar el último aspecto: Budapest ciudad de santos —la señora Presidenta habló de santa Isabel—, como nos lo sugiere también el nuevo cuadro colocado en esta sala. El pensamiento no puede menos que dirigirse a san Esteban, primer rey de Hungría, que vivió en una época en la que los cristianos en Europa estaban en plena comunión. Su estatua, en el interior del castillo de Buda, sobresale y protege la ciudad, mientras que la basílica dedicada a él en el corazón de la capital es, junto con la de Esztergom, el edificio religioso más imponente del país. Por tanto, la historia húngara nace marcada por la santidad, y no sólo de un rey, sino de toda una familia: su esposa, la beata Gisela, y su hijo san Emerico. Este recibió de su padre algunas observaciones, que constituyen una especie de testamento para el pueblo magiar. Hoy prometieron regalarme el volumen, ¡lo espero! En él leemos palabras muy actuales: «Te recomiendo que seas amable no sólo con tu familia y parientes, o con los poderosos y adinerados, o con tu prójimo y tus habitantes, sino también con los extranjeros». San Esteban motiva todo ello con genuino espíritu cristiano, escribiendo: «La práctica del amor es la que conduce a la felicidad suprema». Y comenta diciendo: «Sé manso a fin de no combatir nunca contra la verdad» (Observaciones, X). De ese modo conjuga inseparablemente la verdad y la mansedumbre. Es una gran enseñanza de fe. Los valores cristianos no pueden ser testimoniados por medio de la rigidez y las cerrazones, porque la verdad de Cristo conlleva mansedumbre, conlleva amabilidad, en el espíritu de las Bienaventuranzas. Aquí radica esa bondad popular húngara, revelada por ciertas expresiones del lenguaje común, como por ejemplo: “jónak lenni jó” [es bueno ser buenos] y “jobb adni mint kapni” [es mejor dar que recibir].

De esto no sólo se desprende la riqueza de una identidad sólida, sino la necesidad de apertura a los demás, como reconoce la Constitución cuando declara: «Respetamos la libertad y la cultura de los otros pueblos, nos comprometemos a colaborar con todas las naciones del mundo». Esta también afirma: «Las minorías nacionales que viven con nosotros forman parte de la comunidad política húngara y son parte constitutiva del Estado», y se propone el esfuerzo «por el cuidado y la protección […] de las lenguas y de las culturas de las minorías nacionales en Hungría». Esta perspectiva es verdaderamente evangélica, tanto que contrasta una cierta tendencia —a veces justificada en nombre de las propias tradiciones e incluso de la fe— a replegarse sobre sí.

Asimismo, el Texto constitutivo, en pocas y decisivas palabras impregnadas de espíritu cristiano, asevera: «Declaramos que la asistencia a los necesitados y a los pobres es una obligación». Esto remite a la sucesiva historia de santidad húngara, representada por los numerosos lugares de culto de la capital: desde el primer rey, que estableció los fundamentos de la vida común, a una princesa que eleva el edificio hacia una pureza mayor. Es santa Isabel, cuyo testimonio ha alcanzado todas las latitudes. Esta hija de vuestra tierra murió con veinticuatro años después de haber renunciado a sus bienes y haber distribuido todo a los pobres. Se dedicó hasta el final al cuidado de los enfermos, en el hospital que había mandado construir; es una piedra preciosa del Evangelio.

Distinguidas autoridades, quisiera agradecerles por la promoción de las obras caritativas y educativas inspiradas por dichos valores y en los que se empeña la estructura católica local, así como por el apoyo concreto a tantos cristianos que atraviesan dificultades en el mundo, especialmente en Siria y en el Líbano. Una provechosa colaboración entre el Estado y la Iglesia es fecunda, pero, para que sea así, necesita salvaguardar bien las oportunas distinciones. Es importante que todo cristiano lo recuerde, teniendo como punto de referencia el Evangelio, para adherir a las decisiones libres y liberadoras de Jesús y no prestarse a una especie de colaboracionismo con las lógicas del poder. Desde este punto de vista, hace bien una sana laicidad, que no decaiga en el laicismo generalizado, que se muestra alérgico a cualquier aspecto sacro para luego inmolarse en los altares de la ganancia. Quien se profesa cristiano, acompañado por los testigos de la fe, está llamado principalmente a dar testimonio y a caminar con todos, cultivando un humanismo inspirado por el Evangelio y encaminado sobre dos vías fundamentales: reconocerse hijos amados del Padre y amar a cada uno como hermano.

En este sentido, san Esteban dejaba a su hijo extraordinarias palabras de fraternidad, diciendo que quien llega allí con lenguas y costumbres diferentes «adorna el país». En efecto —escribía— «un país que tiene una sola lengua y una sola tradición es débil y decadente. Por eso, te recomiendo que acojas con benevolencia a los forasteros y los honres, de manera que prefieran estar contigo y no en otro lugar» (Observaciones, VI). La acogida es un tema que suscita numerosos debates en nuestros días y sin duda es complejo. Sin embargo, la actitud de fondo para los cristianos no puede ser diferente de lo que transmitió san Esteban, después de haberlo aprendido de Jesús, que se identificó con el extranjero necesitado de acogida (cf. Mt 25,35). Pensando en Cristo presente en tantos hermanos y hermanas desesperados que huyen de los conflictos, la pobreza y los cambios climáticos, necesitamos afrontar el problema sin excusas ni dilaciones. Es un tema que debemos afrontar juntos, comunitariamente, porque en el contexto en que vivimos, las consecuencias, tarde o temprano, repercutirán sobre todos. Por eso es urgente, como Europa, trabajar por vías seguras y legales, con mecanismos compartidos frente a un desafío de época que no se podrá detener rechazándolo, sino que debe acogerse para preparar un futuro que, si no lo hacemos juntos, no llegará. Esto requiere en primera línea a quienes siguen a Jesús y quieren imitar el ejemplo de los testigos del Evangelio.

No es posible citar a todos los grandes confesores de la fe de la Pannonia Sacra, pero al menos quisiera mencionar a san Ladislao y santa Margarita, y hacer referencia a algunas figuras majestuosas del siglo pasado, como el cardenal József Mindszenty, los beatos obispos mártires Vilmos Apor y Zoltán Meszlényi, y el beato László Batthyány-Strattmann. Ellos son, junto con muchos justos de varios credos, padres y madres de vuestra patria. A ellos quisiera encomendar el futuro de este país, tan querido para mí. Y mientras les agradezco por haber escuchado cuanto tenía la intención de compartirles —les agradezco su paciencia—, aseguro mi cercanía y mi oración a todos los húngaros, y lo hago con un recuerdo especial por aquellos que viven fuera de la patria y por cuantos he conocido durante mi vida y me han hecho tanto bien. Pienso en la comunidad religiosa húngara que acompañé en Buenos Aires. Isten, áldd meg a magyart! [¡Dios, bendice a los húngaros!]

Encuentro con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas, seminaristas y agentes pastorales en la Concatedral de San Esteban

Eminencia, queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados y seminaristas, queridos agentes pastorales, hermanos y hermanas,

Me alegra estar de nuevo aquí, después de haber compartido con ustedes el 52º Congreso Eucarístico Internacional. Fue un momento de mucha gracia, y estoy seguro de que sus frutos espirituales los siguen acompañando. Agradezco a Mons. Veres el saludo que me ha dirigido y por haber recogido el deseo de los católicos de Hungría en las siguientes palabras: “En este mundo cambiante queremos testimoniar que Cristo es nuestro futuro”. Cristo. No "el futuro es Cristo", no: Cristo es nuestro futuro. No cambiemos las cosas.

Esta es una de las exigencias más importantes para nosotros: interpretar los cambios y las transformaciones de nuestro tiempo, tratando de afrontar los desafíos pastorales de la mejor manera posible. Con Cristo y en Cristo. Nada afuera del Señor, ni nada lejos del Señor.

Pero esto sólo es posible mirando a Cristo como nuestro futuro. Él es «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso» (Ap 1,8), el principio y el fin, el fundamento y la meta última de la historia de la humanidad. Contemplando en este tiempo pascual su gloria, la de Aquel que es «el Primero y el Último» (Ap 1,17), podemos mirar las tormentas que a veces azotan nuestro mundo, los cambios rápidos y continuos de la sociedad y la misma crisis de fe en Occidente con una mirada que no cede a la resignación y que no pierde de vista la centralidad de la Pascua: Cristo resucitado, centro de la historia, es el futuro.

Nuestra vida, aunque marcada por la fragilidad, está puesta firmemente en sus manos. Si olvidamos esto, también nosotros, pastores y laicos, buscaremos medios e instrumentos humanos para defendernos del mundo, encerrándonos en nuestros confortables y tranquilos oasis religiosos; o, por el contrario, nos adaptaremos a los vientos cambiantes de la mundanidad y, entonces, nuestro cristianismo perderá vigor y dejaremos de ser sal de la tierra.

Volver a Cristo, como el futuro para no caer en la mentalidad cambiante de la mundanidad, que es lo peor que le puede suceder a la Iglesia: una Iglesia mundana.

Estas son, pues, las dos interpretaciones —diría yo, las dos tentaciones— de las que siempre debemos cuidarnos como Iglesia. Primero, una lectura catastrofista de la historia presente, que se alimenta del derrotismo de quienes repiten que todo está perdido, que ya no existen los valores del pasado, que no sabemos dónde iremos a parar. Es hermoso que el Rvdo. Sándor haya expresado su gratitud a Dios, que lo ha “liberado del derrotismo”.

¿Y qué hizo de su vida? ¿Una gran Catedral? No, sino una pequeña capilla de emergencia. No se dejó vencer. Gracias, hermano.

Y luego, está el otro riesgo, el de la lectura ingenua de la propia época, que en cambio se basa en la comodidad del conformismo y nos hace creer que al fin de cuentas todo está bien, que el mundo ha cambiado y debemos adaptarnos. Sin discernimiento es feo eso.

Así, contra el derrotismo catastrofista y el conformismo mundano, el Evangelio nos da ojos nuevos, nos da la gracia del discernimiento para entrar en nuestro tiempo con actitud de acogida, pero también con espíritu de profecía. Por tanto, con acogida abierta a la profecía. No me gusta usar el adjetivo profético. Se usa demasiado. Sustantivo, profecía. Estamos viviendo una crisis de sustantivos. No, profecía. Espíritu, actitud acogedora abierta con profecía en el corazón.

A este respecto, quisiera detenerme brevemente en una imagen utilizada por Jesús: la de la higuera (cf. Mc 13,28-29). Nos la ofrece en el contexto del Templo de Jerusalén. A los que se quedaban admirando sus hermosas piedras y vivían así una especie de conformismo mundano, poniendo su seguridad en el espacio sagrado y en su solemne grandeza, Jesús les dice que no hay que absolutizar nada en esta tierra, porque todo es precario y no quedará piedra sobre piedra. Estamos leyendo en estos días el Oficio Divino, el libro del Apocalipsis, donde nos hace ver que no quedará piedra sobre piedra.

Pero, al mismo tiempo, el Señor no quiere inducir al desánimo ni al miedo; y por eso añade: cuando todo pase, cuando se derrumben los templos humanos, sucedan cosas terribles y haya persecuciones violentas, entonces «se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (v. 26). Y es aquí cuando nos invita a mirar a la higuera: «Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta» (vv. 28-29).

Por consiguiente, estamos llamados a acoger como una planta fecunda el tiempo en que vivimos, con sus cambios y sus desafíos, porque a través de todo esto —dice el Evangelio— el Señor se acerca. Y mientras tanto, estamos llamados a cultivar la época que nos ha tocado, a leerla, a sembrar el Evangelio, a podar las ramas secas del mal, a dar fruto. Estamos llamados a una acogida con profecía.

La acogida con profecía supone aprender a reconocer los signos de la presencia de Dios en la realidad, incluso allí donde no aparece explícitamente marcada por el espíritu cristiano y nos sale al encuentro con ese carácter que nos provoca y nos interpela. Y, al mismo tiempo, se trata de interpretarlo todo a la luz del Evangelio, sin mundanizarse. Estén atentos, sin mundanizarse, sino como anunciadores y testigos de la profecía cristiana. Estén atentos al proceso de mundanización. Caer en la mundanización tal vez es lo peor que puede suceder a una comunidad cristiana.

Vemos que también en este país, donde la tradición de fe permanece firmemente arraigada, presenciamos la difusión del secularismo y de cuanto lo acompaña, que a menudo amenaza la integridad y la belleza de la familia, expone a los jóvenes a modelos de vida marcados por el materialismo y el hedonismo, y polariza el debate sobre las nuevas cuestiones y los nuevos desafíos.

Y entonces la tentación puede ser la de volverse rígidos, encerrarse y adoptar una actitud de “combatientes”. Pero tales realidades pueden representar oportunidades para nosotros los cristianos, porque estimulan la fe y la profundización de algunos temas; nos invitan a preguntarnos cómo estos desafíos pueden entrar en diálogo con el Evangelio, a buscar nuevos caminos, instrumentos y lenguajes.

En este sentido, Benedicto XVI afirmó que las distintas épocas de secularización vienen en ayuda de la Iglesia porque «han contribuido de modo esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones [...] han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas» (Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011).

Frente a cualquier tipo de secularización hay un desafío y los invito a purificar a la Iglesia de cualquier tipo de mundanidad. Volvamos a esta palabra mundanidad, que es lo peor que nos puede suceder. Es un paganismo soft, un paganismo que no te quita la paz. ¿Por qué, porque es bueno? No, porque estás anestesiado.

El compromiso de entrar en diálogo con las situaciones de hoy exige que la Comunidad cristiana esté presente y dé testimonio, que sea capaz de escuchar las preguntas y los retos sin miedo ni rigidez. Esto no es fácil en la situación actual, porque tampoco faltan las dificultades internas. En particular, quisiera destacar la sobrecarga de trabajo de los sacerdotes. En efecto, por una parte, las exigencias de la vida parroquial y pastoral son numerosas, pero, por otra, las vocaciones disminuyen y los sacerdotes son pocos, a menudo de edad avanzada y con algunos signos de cansancio.

Se trata de una condición común a muchas realidades europeas, respecto a la cual es importante que todos —pastores y laicos— se sientan corresponsables; ante todo en la oración, porque las respuestas vienen del Señor y no del mundo; del Sagrario y no del ordenador. Y luego, en la pasión por la pastoral vocacional, buscando el modo de ofrecer con entusiasmo a los jóvenes la fascinación de seguir a Jesús también en la especial consagración.

Es hermoso lo que nos contó la hermana Krisztina. Ha sido una vocación difícil porque para convertirse en dominica fue ayudada por un sacerdote de otra orden, no recuerdo, después de un franciscano, después de los jesuitas con los ejercicios. Y al final se volvió dominica. Lindo recorrido has hecho. Es hermoso lo que nos contó acerca de su discutir con Jesús sobre el por qué precisamente la había llamado a ella. Quería que llamara a las hermanas, no a ella.

¡Se necesita quien escuche y ayude a discutir bien con el Señor! Y, más en general, es necesario comenzar una reflexión eclesial —uso la palabra sinodal, que debemos hacer todos juntos— para actualizar la vida pastoral, sin conformarse con repetir el pasado y sin tener miedo a reconfigurar la parroquia en el territorio, sino haciendo de la evangelización una prioridad e iniciando una colaboración activa entre sacerdotes, catequistas, agentes de pastoral y profesores.

Ya están en este camino; por favor no se detengan. Busquen las formas posibles para colaborar con alegría en la causa del Evangelio y lleven adelante juntos, cada uno con su propio carisma, la pastoral como anuncio kerigmático. Eso que mueve las conciencias.

En este sentido, fue bonito lo que nos dijo Dorina sobre la necesidad de llegar al prójimo a través de la narración, de la comunicación, tocando la vida cotidiana. Y aquí me detengo un poco para subrayar el trabajo bello de los catequistas, antiquum ministerium. Hay lugares en el mundo, pensemos en África por ejemplo, donde la evangelización la llevan adelante los catequistas. Pero los catequistas son columnas en la Iglesia. Gracias, gracias por lo que hacen.

Y les agradezco a los diáconos y catequistas, que desempeñan aquí un papel decisivo en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones, y a todos aquellos, profesores y formadores, que están comprometidos generosamente en el campo de la educación. ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Permítanme decirles entonces que una buena pastoral es posible si somos capaces de vivir el mandamiento del amor que el Señor nos ha dado y que es don de su Espíritu. Si estamos distanciados o divididos, si nos volvemos rígidos en nuestras posiciones y en los grupos, no damos fruto. Pensemos en nosotros mismos, en nuestras ideas, en nuestras teologías.

Es triste cuando nos dividimos porque, en vez de jugar en equipo, jugamos al juego del enemigo. El diablo es el que divide. Es un artista en hacer esto. Es su especialidad.

Y vemos obispos desconectados entre sí, sacerdotes en tensión con el obispo, sacerdotes mayores en conflicto con los más jóvenes, diocesanos con religiosos, presbíteros con laicos, latinos con griegos; nos polarizamos en temas que afectan a la vida de la Iglesia, pero también en aspectos políticos y sociales, atrincherándonos en posiciones ideológicas.

Pero no dejen entrar las ideologías. La vida de fe no puede reducirse a la ideología. Esto es del diablo. Por favor no lo hagan.

La primera pastoral es el testimonio de comunión, porque Dios es comunión y está presente ahí donde hay caridad fraterna. Superemos las divisiones humanas para trabajar juntos en la viña del Señor. Sumerjámonos en el espíritu del Evangelio, arraiguémonos en la oración, especialmente en la adoración y en la escucha de la Palabra de Dios, cultivemos la formación permanente, la fraternidad, la cercanía y la atención a los demás. Un gran tesoro ha sido puesto en nuestras manos, ¡no lo desperdiciemos buscando realidades secundarias respecto al Evangelio!

Y aquí me permito de decirles estén atentos al chismerío. El chismerío entre los obispos, entre los sacerdotes, entre las hermanas, entre los laicos. El chismerío destruye. Parece un caramelo de azúcar. Es lindo chismorrear de los demás, se cae a menudo en esto, pero estén atentos porque es el camino de la destrucción.

Si un consagrado, un laico que vive en serio lograse no hablar más de otro, éste es un santo, una santa. Vayan por este camino. Nada de chismerío.

"Es difícil, Padre, porque a veces uno tropieza con un comentario". Hay un lindo remedio, la oración. Hay otro lindo remedio, morderse la lengua. Te muerdes la lengua y nada de chismerío. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Nada de chismerío.

Y quisiera decirles una cosa más a los sacerdotes, para ofrecer al Pueblo santo de Dios el rostro del Padre y crear un espíritu de familia: tratemos de no ser rígidos, sino de tener miradas y enfoques misericordiosos y compasivos.

Sobre esto me gustaría subrayar una cosa. ¿Cuál es el estilo de Dios? El primer estilo de Dios es la actitud de la cercanía. Él mismo lo dijo en el Deuteronomio. La actitud de Dios es la cercanía, con compasión y ternura. Cercanía, compasión y ternura. Éste es el estilo de Dios. ¿Yo soy cercano a la gente, ayudo a la gente? ¿Soy compasivo o condeno a todos? ¿Soy tierno, suave? Nada de rigidez. Cercanía, compasión y ternura.

En este sentido, me han impresionado las palabras de don József, que ha recordado la entrega y el ministerio de su hermano, el Beato János Brenner, bárbaramente asesinado con tan sólo 26 años. ¡Cuántos testigos y confesores de la fe tuvo este pueblo durante los totalitarismos del siglo pasado! Han sufrido tanto. El Beato János experimentó en su propia piel muchos sufrimientos; habría sido fácil para él guardar rencor, encerrarse en sí mismo, volverse rígido. En cambio, fue un buen pastor.

Esto se nos pide a todos, especialmente a los sacerdotes, una mirada misericordiosa, un corazón compasivo, que perdona siempre, que perdona siempre, que perdona siempre. Que ayuda a recomenzar, que acoge y no juzga, anima y no critica, sirve y no murmura.

Esta actitud nos ejercita para una acogida que es profecía. Es decir, a transmitir el consuelo del Señor en las situaciones de dolor y pobreza del mundo, acompañando a los cristianos perseguidos, a los migrantes que buscan hospitalidad, a las personas de otras etnias, a cualquiera que lo necesite.

En este sentido, tienen grandes ejemplos de santidad, como San Martín. Su gesto de compartir la capa con el pobre es mucho más que una obra de caridad; es la imagen de la Iglesia hacia la que hay que tender, es lo que la Iglesia de Hungría puede llevar como profecía al corazón de Europa: misericordia y cercanía. Pero quisiera recordar también a San Esteban, cuya reliquia está aquí junto a mí. Él, que fue el primero en confiar la nación a la Madre de Dios, que fue un intrépido evangelizador y fundador de monasterios y abadías, sabía también escuchar y dialogar con todos y ocuparse de los pobres; por ellos bajó los impuestos e iba a dar limosna disfrazado para no ser reconocido.

Esta es la Iglesia que debemos soñar, capaz de escucha recíproca, de diálogo, de atención a los más débiles; acogedora para con todos y valiente para llevar a cada uno la profecía del Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, Cristo es nuestro futuro, porque es Él quien guía la historia. Él es el Señor de la historia.

De ello estaban firmemente convencidos vuestros confesores de la fe: tantos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas martirizados durante la persecución atea; ellos testimonian la fe granítica de los húngaros. Y esto no es una exageración, ustedes tienen fe granítica y agradecemos a Dios por esto.

Quisiera recordar al Cardenal Mindszenty, que creía en el poder de la oración, hasta el punto de que aún hoy, casi como un dicho popular, se repite aquí: “Si hay un millón de húngaros rezando, no temeré al futuro”.

Sean acogedores, sean testigos de la profecía del Evangelio, pero sobre todo sean mujeres y hombres de oración, porque la historia y el futuro dependen de ello. Les doy las gracias por su fe y su fidelidad, por todo lo bueno que tienen y que hacen.

No puedo olvidar el testimonio valiente y paciente de las hermanas húngaras de la Sociedad de Jesús, a las que conocí en Argentina, después de que abandonaran Hungría durante la persecución religiosa. Eran mujeres de testimonio, eran buenísimas. Con el testimonio me hicieron mucho bien.

Rezo por ustedes, para que, siguiendo el ejemplo de sus grandes testigos de la fe, nunca se dejen vencer por el cansancio interior. Nunca se dejen vencer por ese cansancio interior que nos lleva a la mediocridad. No.

Sigan adelante con alegría. Y les pido que sigan rezando por mí. ¡Gracias!


Sábado 29 de abril

Encuentro con los pobres y los refugiados en la iglesia de Santa Isabel de Hungría

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Me siento feliz de estar aquí entre ustedes. Gracias, Mons. Antal, por sus palabras de bienvenida y gracias por haber recordado el generoso servicio que la Iglesia húngara realiza para y con los pobres. Los pobres y los necesitados —no lo olvidemos nunca— están en el corazón del Evangelio: Jesús, en efecto, vino «a llevar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Ellos, entonces, nos indican un desafío apasionante, para que la fe que profesamos no sea prisionera de un culto alejado de la vida y no se convierta en presa de una especie de “egoísmo espiritual”, es decir, de una espiritualidad que me construyo a la medida de mi tranquilidad interior y de mi satisfacción. La fe verdadera, en cambio, es aquella que incomoda, que arriesga, que hace salir al encuentro de los pobres y capacita para hablar con la vida el lenguaje de la caridad. Como afirma san Pablo, podemos hablar muchas lenguas, poseer sabiduría y riquezas, pero si no tenemos caridad no poseemos nada y no somos nada (cf. 1 Co 13,1-13).

El lenguaje de la caridad. Fue la lengua hablada por santa Isabel, a quien este pueblo profesa gran devoción y afecto. Al llegar esta mañana, vi en la plaza su estatua, con la base que la representa mientras recibe el cordón de la orden franciscana y, al mismo tiempo, ofrece agua para saciar la sed de un pobre. Es una hermosa imagen de la fe. Quien “se une a Dios”, como hizo san Francisco de Asís, en quien Isabel se inspiró, se abre a la caridad hacia el pobre, porque «el que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20). Santa Isabel, hija del rey, había crecido en la comodidad de una vida de corte, en un ambiente lujoso y privilegiado; sin embargo, conmovida y transformada por el encuentro con Cristo, pronto sintió rechazo hacia las riquezas y las vanidades del mundo, advirtiendo el deseo de despojarse de ellas y de cuidar a los necesitados. Así, no sólo gastó sus bienes, sino también su vida en favor de los últimos, de los leprosos y de los enfermos, hasta llegar a curarlos personalmente y a llevarlos sobre sus propios hombros. Ese es el lenguaje de la caridad.

Brigitta, a quien agradezco su testimonio, también nos habló de ello. Tantas privaciones, tanto sufrimiento, tanto trabajo duro para tratar de salir adelante y no hacer faltar el pan a sus hijos y, en el momento más dramático, el Señor vino a su encuentro para socorrerla. Pero —lo hemos escuchado de sus propios labios—, ¿cómo intervino el Señor? Él, que escucha el grito del pobre, «hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos» y «endereza a los que están encorvados» (Sal 146,7-8), casi nunca llega resolviendo nuestros problemas desde arriba, sino que se hace cercano con el abrazo de su ternura, inspirando la compasión de hermanos que se dan cuenta de ellos y no permanecen indiferentes. Brigitta nos dijo que pudo experimentar la cercanía del Señor gracias a la Iglesia greco-católica; a tantas personas que se prodigaron para ayudarla, animarla, encontrarle un trabajo y sostenerla en las necesidades materiales y en el camino de la fe. Este es el testimonio que se nos pide: la compasión hacia todos, especialmente hacia los que están marcados por la pobreza, la enfermedad y el dolor. Compasión que quiere decir “padecer con”. Necesitamos una Iglesia que hable con fluidez el lenguaje de la caridad, idioma universal que todos escuchan y comprenden, incluso los más alejados, incluso los que no creen.

Y a este propósito, expreso mi gratitud a la Iglesia húngara por el esfuerzo realizado en la caridad, un compromiso extenso: han creado una red que conecta a muchos agentes pastorales, a muchos voluntarios, a las Cáritas parroquiales y diocesanas, y también a grupos de oración, comunidades de creyentes y organizaciones pertenecientes a otras confesiones, pero unidas en esa comunión ecuménica que brota precisamente de la caridad. Y gracias por el modo con que han acogido —no sólo con generosidad sino también con entusiasmo— a muchos refugiados procedentes de Ucrania. Escuché conmovido el testimonio de Oleg y su familia; vuestro “viaje hacia el futuro” —un futuro diferente, lejos de los horrores de la guerra— comenzó en realidad con un “viaje en la memoria”, porque Oleg recordó la cálida bienvenida que recibió en Hungría hace años, cuando vino a trabajar como cocinero. La memoria de esa experiencia lo animó a emprender el viaje con su familia y a venir aquí a Budapest, donde encontró una generosa hospitalidad. El recuerdo del amor recibido reaviva la esperanza, anima a emprender nuevos caminos de vida. En efecto, también en el dolor y en el sufrimiento se encuentra la valentía de seguir adelante cuando se ha recibido el bálsamo del amor: y esta es la fuerza que ayuda a creer que no todo está perdido y que un futuro diferente es posible. El amor que Jesús nos da y que nos manda vivir contribuye entonces a extirpar de la sociedad, de las ciudades y de los lugares donde vivimos, los males de la indiferencia —es una peste la indiferencia— y del egoísmo, y reaviva la esperanza de una humanidad nueva, más justa y fraterna, donde todos puedan sentirse en casa.

Lamentablemente, un gran número de personas también aquí están literalmente sin hogar: muchas hermanas y hermanos marcados por la fragilidad —solos, con diversas dificultades físicas y mentales, destruidos por el veneno de la droga, que han salido de la cárcel o han sido abandonados por ser ancianos— están afectados por formas graves de pobreza material, cultural y espiritual, y no tienen un techo o una casa donde vivir. Zoltán y su esposa Anna nos han dado su testimonio sobre esta gran tragedia: gracias por sus palabras. Y gracias por haber acogido esa moción del Espíritu Santo que los ha llevado, con valentía y generosidad, a construir un centro para acoger a personas sin techo. Me ha impresionado escuchar que, junto con las necesidades materiales, prestan atención a la historia y a la dignidad herida de las personas, haciéndose cargo de su soledad, de su fatiga de sentirse amadas y bienvenidas en el mundo. Anna nos dijo que «es Jesús, la Palabra viva, que sana sus corazones y sus relaciones, porque la persona se reconstruye desde dentro»; es decir, renace, cuando experimenta que a los ojos de Dios es amada y bendecida. Esto vale para toda la Iglesia: ¡no es suficiente dar el pan que alimenta el estómago, es necesario alimentar el corazón de las personas! La caridad no es una simple asistencia material y social, sino que se preocupa de toda la persona y desea volver a ponerla en pie con el amor de Jesús: un amor que ayuda a recuperar belleza y dignidad.

Hacer caridad significa tener la valentía de mirar a los ojos. Tú no puedes ayudar a alguien mirando hacia otro lado. Para hacer caridad se necesita la valentía de tocar. Tú no puedes arrojar la limosna desde lejos sin tocar. Tocar y mirar. Y así, tocando y mirando, comienzas un camino, un camino con esa persona necesitada, que te hará entender cuán necesitado estás tú de la mirada y de la mano del Señor.

Hermanos y hermanas, los animo a hablar siempre el lenguaje de la caridad. La estatua que hay en esta plaza representa el milagro más famoso de santa Isabel: se cuenta que, una vez, el Señor transformó en rosas el pan que llevaba a los necesitados. Es así también para ustedes: cuando se empeñan en llevar el pan a los hambrientos, el Señor hace florecer la alegría y perfuma vuestra existencia con el amor que dan. Hermanos y hermanas, les deseo que lleven siempre el perfume de la caridad a la Iglesia y a su país. Y les pido, por favor, que sigan rezando por mí.

Encuentro con los jóvenes en el Papp László Budapest Sportaréna

Dicsértessék a Jézus Krisztus! [¡Alabado sea Jesucristo!]

Queridos hermanos y hermanas, quisiera decirles: köszönöm! [¡gracias!]

Gracias por la danza, el canto, sus valientes testimonios, y gracias a cada uno por estar aquí. Estoy feliz de estar con ustedes. Mons. Ferenc nos dijo que la juventud es un tiempo de grandes preguntas y grandes respuestas.

Es cierto, y es importante que haya alguien que provoque y escuche sus preguntas y que no les dé respuestas fáciles y preconfeccionadas, sino que les ayude a desafiar sin miedo la aventura de la vida en busca de grandes respuestas. Las respuestas preconfeccionadas no nos sirven, no nos ayudan. Esto, de hecho, es lo que hizo Jesús.

Bertalán, has dicho que Jesús no es un personaje de cuento ni el superhéroe de un cómic, y es verdad: Cristo es Dios en carne y hueso, el Dios vivo que se hace cercano; es el Amigo, el mejor de los amigos; es el Hermano, el mejor de los hermanos, y es muy bueno haciendo preguntas.

En el Evangelio, de hecho, Él, que es el Maestro, hace preguntas antes de dar respuestas.

Pienso en el momento en que se encuentra frente a aquella mujer adúltera a la que todos acusaban. Jesús interviene, los que la acusaban se marchan y Él se queda a solas con ella. Entonces le pregunta con dulzura: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?” (Jn 8,10). Ella responde: “Nadie, Señor” (v. 11).

Y así, al decir esto, ella comprende que Dios no quiere condenar, sino perdonar. Fijen esto en su mente: Dios nos perdona siempre.

[Al traductor] ¿Cómo se dice en húngaro “Dios perdona siempre”? ¿Cómo se dice? [Los jóvenes lo repiten dos veces a instancias del Papa] No lo olviden.

Dios perdona siempre, ¡está dispuesto a levantarnos en cada caída! Con Él, por tanto, nunca debemos tener miedo de caminar y avanzar en la vida.

Pensemos también en María Magdalena, que en la mañana de Pascua fue la primera en ver a Jesús resucitado. Ella fue la primera. Estaba llorando junto al sepulcro vacío y Jesús le preguntó: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jn 20,15).

Y así, conmovida en lo más íntimo, María Magdalena le abre su corazón, le cuenta su angustia, le revela sus deseos y su amor.

Y veamos el primer encuentro de Jesús con los que iban a ser sus discípulos. Dos de ellos, enviados por Juan el Bautista, lo siguen. El Señor se vuelve y les hace una sola pregunta: “¿Qué quieren?” (Jn 1,38).

Yo también les hago una pregunta y cada uno la responde en su corazón. Cuando Dios hace una pregunta hagamos silencio. Mi pregunta es: ¿Qué buscas en la vida? ¿Qué buscas en el corazón? En silencio, cada uno responde dentro de sí: ¿Qué busco yo?

Y Jesús no da lecciones, sino que camina con ellos: no quiere que sus discípulos sean alumnos repitiendo una lección, sino jóvenes libres y en camino, compañeros de un Dios que escucha sus necesidades y está atento a sus sueños.

Luego, después de mucho tiempo, dos jóvenes discípulos caen tristemente en un error: piden a Jesús algo equivocado, o sea, que puedan estar a su derecha y a su izquierda cuando se convierta en rey. Querían trepar.

Pero es interesante ver que Jesús no les reprende por tal atrevimiento, no les dice: “¡Cómo se atreven, dejen de soñar esas cosas!”.

No, Jesús no derriba sus sueños, sino que les corrige sobre cómo realizarlos; acepta su deseo de llegar alto, pero insiste sobre un punto, para que lo recuerden bien: uno no se hace grande pasando por encima de los demás, sino abajándose hacia los demás; no a costa de los demás, sino sirviendo a los demás (cf. Mc 10,35-45).

Quisiera repetir esto. Pido al traductor que gentilmente lo repita.

[El traductor repite en húngaro “uno no se hace grande pasando por encima de los demás, sino abajándose hacia los demás; no a costa de los demás, sino sirviendo a los demás”].

¿Han entendido?

Como ven, amigos, Jesús se alegra de que alcancemos grandes metas. No nos quiere vagos y perezosos, no nos quiere callados y tímidos; nos quiere vivos, activos, protagonistas de la historia. Y nunca desprecia nuestras expectativas, sino que, al contrario, sube la barra de nuestros deseos.

Jesús estaría de acuerdo con un proverbio de ustedes, que espero pronunciar bien: Aki mer az nyer [El que no arriesga, no gana].

Ustedes me pueden preguntar: ¿cómo se gana en la vida? Jesús nos presenta que hay dos pasos básicos, como en el deporte: primero, apuntar alto; segundo, entrenar.

Apuntar alto. ¿Tienes un talento? Seguramente lo tienes. No lo dejes de lado pensando que todo lo que necesitas para ser feliz es lo mínimo indispensable: un título, un trabajo para ganar dinero, un poco de diversión. No, pon en juego lo que tienes.

¿Tienes una cualidad particular? Invierte en ella, ¡sin miedo! ¿Sientes en tu corazón que tienes una capacidad que puede hacer mucho bien? ¿Sientes que es hermoso amar al Señor, crear una familia numerosa, ayudar a los necesitados?

Ve adelante. No pienses que sean deseos inalcanzables, ¡invierte en las grandes metas de la vida! ¡Invierte en las grandes metas de la vida!

Este es el primero: Apuntar alto.

El segundo, entrenarse. ¿Cómo? En diálogo con Jesús, que es el mejor entrenador posible. Él te escucha, te motiva, cree en ti, sabe sacar lo mejor de ti. Y siempre te invita a hacer equipo: nunca solo, sino con los demás.

Si tú quieres madurar y crecer en la vida, tienes que ir haciendo equipo. Y haciendo equipo, en la comunidad, juntos, viviendo experiencias comunes.

Pienso, por ejemplo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, y aprovecho para invitarlos a la próxima, que será en Portugal, en Lisboa, a principios de agosto. Hoy en día existe la gran tentación de conformarse con un celular y algunos amigos. ¡Poca cosa, por favor! Pero, aunque eso es lo que hacen muchos, aunque eso es lo que te gustaría hacer, no hace bien.

No te puedes encerrar en un grupo pequeño de amigos y encerrarte con tu celular. Esta es una cosa un poco estúpida.

También hay un elemento importante en este entrenamiento, y tú, Krisztina, nos lo has recordado al decir que, en medio de mil prisas, de tanto frenesí y velocidad, hay algo esencial que les falta hoy a los jóvenes, y también a los adultos.

Dijiste: “No nos damos tiempo para estar en silencio en medio del ruido, porque tenemos miedo a la soledad y entonces todos los días acabamos cansados”. Y lo has dicho tú, Krisztina, ¡gracias!

Quisiera decirles: en esto, no tengan miedo de ir contra corriente, de encontrar cada día un tiempo de silencio para hacer un alto y rezar.

Hoy todo les dice que tienen que ser rápidos, eficientes, prácticamente perfectos, ¡como si fueran máquinas! ¡Pero nosotros no somos máquinas! Luego nos damos cuenta de que a menudo nos quedamos sin gasolina y no sabemos qué hacer.

Es muy bueno poder detenerse para volver a llenar el tanque, para recargar baterías. Pero cuidado: no para sumergirse en las propias melancolías ni para estar rumiando nuestras tristezas; ni tampoco para pensar en la persona que me hizo esto o aquello, haciendo teorías sobre cómo se comportan los demás. Esto no hace bien. Es un veneno. No hace bien.

El silencio es el terreno en el cual se pueden cultivar relaciones provechosas, porque nos permite confiarle a Jesús lo que vivimos, llevarle rostros y nombres, depositar en Él nuestras angustias, pensar en nuestros amigos y hacer una oración por ellos.

El silencio nos da la posibilidad de leer una página del Evangelio que le hable a nuestra vida; de adorar a Dios, encontrando así la paz en nuestro corazón. El silencio te permite escoger un libro que no estás obligado a leer, pero que te ayuda a leer el corazón humano; a observar la naturaleza para no estar sólo en contacto con las cosas hechas por el hombre y descubrir así la belleza que nos rodea.

Pero el silencio no es para quedarse pegado al celular y a las redes sociales. No, por favor. La vida es real, no virtual; no sucede en una pantalla, ¡sino en el mundo! Por favor ¡no virtualizar la vida! Lo repito: ¡no virtualizar la vida que es concreta! ¿Han entendido?

El silencio, pues, es la puerta de la oración, y la oración es la puerta del amor.

Dora, quisiera darte las gracias porque has hablado de la fe como de una historia de amor -es hermoso esto, es tu experiencia-, en la que cada día te enfrentas a las dificultades de la adolescencia, pero sabes que hay Alguien contigo, Alguien para ti, y que ese Alguien, Jesús, no tiene miedo de superar contigo cada obstáculo que encuentres.

La oración ayuda a realizar esto, porque es un diálogo con Jesús, como la Misa es un encuentro con Él y la Confesión el abrazo que recibes de Él.

Me viene a la mente vuestro gran músico Ferenc Liszt. Durante la limpieza de su piano, se encontraron unas cuentas del Rosario que tal vez, al romperse, habían caído en el instrumento.

Es una pista que nos hace pensar cómo, antes de una composición o de una interpretación, quizá incluso después de un momento de diversión con el piano, era habitual para él rezar: hablaba al Señor y a la Virgen de lo que amaba y ponía su arte y sus talentos en oración.

Rezar no es aburrido. Somos nosotros los que lo hacemos aburrido. Rezar es un encuentro con el Señor.

Cuando recen, no tengan miedo de llevar a Jesús todo lo que pasa en su mundo interior: los afectos, los miedos, los problemas, las expectativas, los recuerdos, las esperanzas. Todo, incluso los pecados. El Señor lo entiende todo. La oración es diálogo, es vida.

Bertalán- ¡eres bueno, tú!- hoy no has tenido vergüenza de contarnos a todos sobre la angustia que a veces te paraliza y las luchas para acercarte a la fe. Qué hermoso cuando se tiene la valentía de ser auténticos, que no significa mostrar que nunca se tiene miedo, sino abrirse y compartir las fragilidades con el Señor y con los demás, sin esconderse, sin disimular, sin usar máscaras. Gracias por tu testimonio, Bertalán.

El Señor, como nos dice el Evangelio en cada página, no hace grandes cosas con personas extraordinarias, sino con personas auténticas, como cada uno de nosotros. En cambio, quienes confían en sus propias capacidades y viven de las apariencias para quedar bien, alejan a Dios de su corazón.

Jesús con sus preguntas, con su amor, con su Espíritu, escarba en nosotros para hacernos personas auténticas. Y hoy existe una gran necesidad de personas auténticas. ¡Tanto!

¿Saben cuál es el peligro de hoy? Ser una persona fingida. ¡Sean personas verdaderas! Puede que me avergüence porque mi realidad no es buena. Hablen con el Señor, que nos quiere como somos ahora. Vayan con valentía. Vayan adelante.

A este respecto, nos ha impresionado lo que has dicho, Tódor, empezando por tu nombre, que llevas en honor del beato Teodoro, un gran confesor de la fe que nos llama a no vivir a medias.

Has querido “hacer sonar el despertador”, al decir que el celo por la misión está anestesiado por el hecho de que vivimos en la seguridad y la comodidad, mientras que a pocos kilómetros de aquí la guerra y el sufrimiento están a la orden del día.

He aquí, pues, la invitación: tomar la vida en nuestras manos para ayudar al mundo a vivir en paz. Preguntémonos, cada uno de nosotros y dejemos que nos incomode: ¿Qué hago yo por los demás, por la Iglesia, por la sociedad? ¿Vivo pensando en mi propio bien o me arriesgo por alguien, sin calcular mis propios intereses? Preguntémonos por nuestra gratuidad, por nuestra capacidad de amar según Jesús, es decir, de servir.

Estoy terminando, no se preocupen, no se aburran.

Queridos amigos, hay una última cosa que quisiera compartir con ustedes, una página del Evangelio que resume lo que hemos estado diciendo. Hace un año y medio estuve aquí para el Congreso Eucarístico.

En el Evangelio de Juan, en el capítulo seis, hay una hermosa página eucarística que tiene como centro a un joven. Habla de un muchacho que estaba entre la multitud escuchando a Jesús. Probablemente sabía que el encuentro iba a durar bastante y había sido previsor: había traído consigo su almuerzo. ¿Ustedes han traído un bocadillo? Este joven había traído el almuerzo.

Jesús siente compasión por la multitud y quiere darle de comer; así que, a su estilo, hace preguntas a los discípulos para abrir paso a sus capacidades. Le pregunta a uno de ellos cómo hacerlo y éste le da una respuesta “contable”: “Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan” (Jn 6,7), como dando a entender que era matemáticamente imposible.

Otro, mientras tanto, ve a aquel muchacho y hace una observación, pero de nuevo pesimista: “Aquí hay un joven que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es esto para tanta gente?” (v. 9). En cambio, para Jesús con esos cinco panes y dos peces le basta. Son más que suficientes para realizar el famoso milagro de la multiplicación de los panes y los peces.

Cada uno, con sus pequeñas cosas que tienen, las dejan en manos de Jesús y esto es suficiente.

Sin embargo, el Evangelio no cuenta un detalle y lo deja a nuestra imaginación: ¿Cómo convencieron los discípulos a aquel muchacho para que diera todo lo que tenía? Tal vez le hayan pedido que compartiera su almuerzo y él habrá mirado a su alrededor, notando que había miles de personas.

Y quizás, como ellos, habrá respondido diciendo: “No es suficiente, ¿por qué me lo piden a mí y no se ocupan ustedes, que son los discípulos de Jesús? ¿Quién soy yo?”. Entonces, tal vez, le habrán dicho que era el mismo Jesús quien se lo pedía.

Y el joven hace una cosa extraordinaria: se fía. Ese joven que tenía el almuerzo para sí, se fía, lo da todo, no se guarda nada para sí. Había venido para recibir de Jesús y se encuentra dándole a Jesús. Así es como se produce el milagro. Viene del compartir: la multiplicación realizada por Jesús comienza cuando aquel muchacho comparte con Él y para los demás.

Lo poco que tenía aquel joven, en manos de Jesús, se convierte en mucho. Es ahí a donde conduce la fe: a la libertad de dar, al entusiasmo de entregarse, a superar los miedos, a arriesgar.

Amigos, termino con esto: cada uno de ustedes es valioso para Jesús, ¡y también para mí! Recuerden que nadie puede ocupar su lugar en la historia de la Iglesia y del mundo; nadie puede hacer lo que sólo ustedes pueden hacer.

Así que ayudémonos mutuamente a creer que somos amados y valiosos, que estamos hechos para cosas grandes.

Recemos por ello y animémonos mutuamente. Y no se olviden tampoco de ayudarme con sus oraciones.

Köszönöm! [¡Gracias!]


Domingo 30 de abril

Santa Misa en la plaza Kossuth Lajos

Las últimas palabras que Jesús pronuncia, en el Evangelio que hemos escuchado, resumen el sentido de su misión: «Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Esto es lo que hace un buen pastor: da la vida por sus ovejas. Así Jesús, como un pastor que va en busca de su rebaño, vino a buscarnos cuando estábamos perdidos; como un pastor, vino a arrancarnos de la muerte; como un pastor, que conoce a cada una de sus ovejas y las ama con ternura infinita, nos ha hecho entrar en el redil del Padre, haciéndonos hijos suyos.

Contemplemos entonces la imagen del buen Pastor, y detengámonos en dos acciones que, como narra el Evangelio, Él realiza por sus ovejas: primero las llama, después las hace salir.

1. En primer lugar, “llama a sus ovejas” (cf. v. 3). Al comienzo de nuestra historia de salvación no estamos nosotros con nuestros méritos, nuestras capacidades, nuestras estructuras; en el origen está la llamada de Dios, su deseo de alcanzarnos, su preocupación por cada uno de nosotros, la abundancia de su misericordia que quiere salvarnos del pecado y de la muerte, para darnos la vida en abundancia y la alegría sin fin. Jesús vino como buen Pastor de la humanidad para llamarnos y llevarnos a casa. Nosotros entonces, con memoria agradecida, podemos recordar su amor por nosotros; por nosotros que estábamos alejados de Él. Sí, mientras «todos andábamos errantes como ovejas» y «siguiendo cada uno su propio camino» (Is 53,6), Él soportó nuestras iniquidades y cargó con nuestras culpas, conduciéndonos nuevamente al corazón del Padre. Así lo hemos escuchado del apóstol Pedro en la segunda Lectura: «Porque antes andaban como ovejas perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes» (1 P 2,25). Y, aún hoy, en cada situación de la vida, en aquello que llevamos en el corazón, en nuestros extravíos, en nuestros miedos, en el sentido de derrota que a veces nos asalta, en la prisión de la tristeza que amenaza con encerrarnos, Él nos llama. Viene como buen Pastor y nos llama por nuestro nombre, para decirnos lo valiosos que somos a sus ojos, para curar nuestras heridas y cargar sobre sí nuestras debilidades, para reunirnos en su grey y hacernos familia con el Padre y entre nosotros.

Hermanos y hermanas, mientras estamos aquí esta mañana, sentimos la alegría de ser pueblo santo de Dios. Todos nosotros nacemos de su llamada; Él es quien nos ha convocado y por eso somos su pueblo, su rebaño, su Iglesia. Nos ha reunido aquí para que, aun siendo diferentes entre nosotros y perteneciendo a comunidades distintas, la grandeza de su amor nos congregue a todos en un único abrazo. Es hermoso estar juntos: los obispos y los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos; y es hermoso compartir esta alegría junto con las Delegaciones ecuménicas, los jefes de la Comunidad judía, los representantes de las Instituciones civiles y del Cuerpo diplomático. Esto es catolicidad: todos nosotros, llamados por nuestro nombre por el buen Pastor, estamos invitados a acoger y difundir su amor, a hacer que su redil sea inclusivo y nunca excluyente. Y, por eso, todos estamos llamados a cultivar relaciones de fraternidad y colaboración, sin dividirnos entre nosotros, sin considerar nuestra comunidad como un ambiente reservado, sin dejarnos arrastrar por la preocupación de defender cada uno el propio espacio, sino abriéndonos al amor mutuo.

2. Después de haber llamado a las ovejas, el Pastor «las hace salir» (Jn 10,3). Primero, llamándolas, las hizo entrar en el rebaño, luego las conduce hacia afuera. Primero somos reunidos en la familia de Dios para ser constituidos su pueblo, pero después somos enviados al mundo para que, con valentía y sin miedo, seamos anunciadores de la Buena Noticia, testigos del amor que nos ha regenerado. Este movimiento —entrar y salir— podemos comprenderlo con otra imagen que usa Jesús; la de la puerta. Él dice: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (v. 9). Volvamos a escuchar bien esto: entrará y saldrá. Por una parte, Jesús es la puerta que se abre de par en par para hacernos entrar en la comunión del Padre y experimentar su misericordia; pero, como todos saben, una puerta abierta sirve tanto para entrar como para salir del lugar en el que se encuentra. Y entonces Jesús, después de habernos conducido nuevamente al abrazo de Dios y al redil de la Iglesia, es la puerta que nos hace salir al mundo. Él nos impulsa a ir al encuentro de los hermanos. Y recordémoslo bien: todos, sin excepción, estamos llamados a esto, a salir de nuestras comodidades y tener la valentía de llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).

Hermanos y hermanas, estar “en salida” significa para cada uno de nosotros convertirse, como Jesús, en una puerta abierta. Es triste y hace daño ver puertas cerradas: las puertas cerradas de nuestro egoísmo hacia quien camina con nosotros cada día, las puertas cerradas de nuestro individualismo en una sociedad que corre el riesgo de atrofiarse en la soledad; las puertas cerradas de nuestra indiferencia ante quien está sumido en el sufrimiento y en la pobreza; las puertas cerradas al extranjero, al que es diferente, al migrante, al pobre. E incluso las puertas cerradas de nuestras comunidades eclesiales: cerradas entre nosotros, cerradas al mundo, cerradas al que “no está en regla”, cerradas al que anhela al perdón de Dios. Hermanos y hermanas, por favor, por favor, ¡abramos las puertas! También nosotros intentemos —con las palabras, los gestos, las actividades cotidianas— ser como Jesús, una puerta abierta, una puerta que nunca se le cierra en la cara a nadie, una puerta que permite entrar a experimentar la belleza del amor y del perdón del Señor.

Repito esto sobre todo a mí mismo, a los hermanos obispos y sacerdotes; a nosotros pastores. Porque el pastor, dice Jesús, no es un asaltante o un ladrón (cf. Jn 10,8); no se aprovecha de su cargo, es decir, no oprime al rebaño que le ha sido confiado; no “roba” el espacio de los hermanos laicos; no ejercita una autoridad rígida. Hermanos, animémonos a ser puertas cada vez más abiertas; “facilitadores” de la gracia de Dios, expertos en cercanía, dispuestos a ofrecer la vida, así como Jesucristo, nuestro Señor y nuestro todo, nos lo enseña con los brazos abiertos desde la cátedra de la cruz y nos lo muestra cada vez en el altar, Pan vivo que se parte por nosotros. Lo digo también a los hermanos y a las hermanas laicos, a los catequistas, a los agentes pastorales, a quienes tienen responsabilidades políticas y sociales, a aquellos que sencillamente llevan adelante su vida cotidiana, a veces con dificultad: sean puertas abiertas. Dejemos entrar en el corazón al Señor de la vida, su Palabra que consuela y sana, para luego salir y ser, nosotros mismos, puertas abiertas en la sociedad. Ser abiertos e inclusivos unos con otros, para ayudar a Hungría a crecer en la fraternidad, camino de la paz.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús buen Pastor nos llama por nuestro nombre y nos cuida con ternura infinita. Él es la puerta y quien entra por Él tiene la vida eterna. Él es nuestro futuro, un futuro de «Vida en abundancia» (Jn 10,10). Por eso, no nos desanimemos nunca, no nos dejemos robar nunca la alegría y la paz que Él nos ha dado; no nos encerremos en los problemas o en la apatía. Dejémonos acompañar por nuestro Pastor; con Él, nuestra vida, nuestras familias, nuestras comunidades cristianas y toda Hungría resplandezcan de vida nueva.

Regina Caeli

Agradezco al cardenal Erdő sus palabras. Saludo a la señora Presidenta, al Primer Ministro y a las autoridades presentes. Ya próximo a regresar a Roma, deseo expresarles mi agradecimiento a ellos, a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a las consagradas y a los consagrados, y a todo el amado pueblo húngaro por la acogida y el afecto que he sentido en estos días. Y manifiesto mi gratitud a los que han venido desde lejos y a los que han trabajado tanto y tan bien por esta visita. A todos les digo: köszönöm, Isten fizesse! [¡gracias, que Dios los recompense!] Un recuerdo especial por los enfermos y los ancianos, por quienes no han podido estar aquí, por quienes se sienten solos y por quienes han perdido la fe en Dios y la esperanza en la vida. Estoy cerca de ustedes, rezo por ustedes y los bendigo.

Saludo a los diplomáticos y a los hermanos y hermanas de otras confesiones cristianas. Gracias por su presencia y gracias porque en este país diversas confesiones y religiones se encuentran y se sostienen recíprocamente. El cardenal Erdő ha dicho que aquí se vive “en la frontera oriental de la cristiandad occidental desde hace mil años”. Es hermoso que las fronteras no representen barreras que separan, sino zonas de contacto; y que los creyentes en Cristo pongan en primer lugar la caridad que une y no las diferencias históricas, culturales y religiosas que dividen. Nos congrega el Evangelio y es volviendo allí, a las fuentes, donde el camino entre los cristianos proseguirá según la voluntad de Jesús, Buen Pastor, que nos quiere unidos en un solo rebaño.

Nos dirigimos ahora a la Virgen. A ella, Magna Domina Hungarorum, a quien invocan como Reina y Patrona, le encomiendo a todos los húngaros. Y desde esta gran ciudad y desde este noble país quisiera confiar de nuevo a su corazón la fe y el futuro de todo el continente europeo, en el que he estado pensando estos días y, de modo particular, la causa de la paz. Santísima Virgen, mira a los pueblos que más sufren. Mira sobre todo al cercano y martirizado pueblo ucraniano y al pueblo ruso, consagrados a ti. Tú eres la Reina de la paz, infunde en los corazones de los hombres y de los responsables de las naciones el deseo de construir la paz, de dar a las jóvenes generaciones un futuro de esperanza, no de guerra; un futuro lleno de cunas, no de tumbas; un mundo de hermanos, no de muros.

Acudimos a ti, Santa Madre de Dios: después de la resurrección de Jesús acompañaste los primeros pasos de la comunidad cristiana, haciéndola perseverante y unánime en la oración (cf. Hch 1,14). Así mantuviste unidos a los creyentes, preservando la unidad con tu ejemplo dócil y servicial. Te pedimos por la Iglesia en Europa, para que encuentre la fuerza de la oración; para que descubra en ti la humildad y la obediencia, el ardor del testimonio y la belleza del anuncio. A ti te encomendamos esta Iglesia y este país. Tú, que exultaste por tu Hijo resucitado, llena nuestros corazones de su alegría. Queridos hermanos y hermanas, les deseo que difundan la alegría de Cristo: Isten éltessen! [¡Felicidades!]. Agradecido por estos días, los llevo en el corazón y les pido que recen por mí. Isten áld meg a magyart! [¡Que Dios bendiga a los húngaros!]

Encuentro con el mundo universitario y de la cultura en la Facultad de Informática y Ciencias Biónicas de la Universidad Católica Péter Pázmány

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Saludo a cada uno de ustedes y agradezco las hermosas palabras que se han dicho y sobre las cuales me detendré dentro de poco. Este es el último encuentro de mi visita a Hungría y, con el corazón agradecido, me da gusto pensar en el curso del Danubio, que conecta este país con muchos otros, uniendo, además de su geografía, también su historia. La cultura, en cierto sentido, es como un gran río: recorre varias regiones de la vida y de la historia poniéndolas en relación, permite navegar en el mundo y abrazar países y tierras lejanas, sacia la mente, riega el alma, hace crecer a la sociedad. La misma palabra cultura deriva del verbo cultivar. El saber conllevar una siembra cotidiana que, penetrando en los surcos de la realidad, da fruto.

Hace cien años, Romano Guardini, gran intelectual y hombre de fe, precisamente mientras se encontraba inmerso en un paisaje único por la belleza de las aguas, tuvo una fecunda intuición cultural. Escribió: «Estos días he comprendido claramente que existen dos modos de conocer. El primero, nos conduce a sumergirnos en las cosas y su contexto. El que conoce pretende penetrar, adentrarse en el objeto, convivir con él. El segundo modo consiste en aprehender, descomponer, clasificar, tomar posesión del objeto, dominarlo» (cf. Cartas del Lago de Como. La técnica y el hombre, Pamplona 2013, p. 59). Distingue entre un conocimiento humilde y relacional, que es como “un reinar sirviendo; una creación conforme a las posibilidades que ofrece la naturaleza, que no franquea los límites impuestos” (cf. p. 61), y otro modo de saber, que «no se detiene en la contemplación, sino que analiza. No se sumerge en las cosas, sino que se apodera de ellas» (pp. 60-61).

Y, de esa manera, en este segundo modo de conocer «las energías y la materia han sido conducidas hacia un fin único: las máquinas» (p. 62), y «así se constituye una técnica cuyo fin es subyugar al hombre en su vida» (p. 64). Guardini no demoniza la técnica, que permite vivir mejor, comunicar y tener muchas ventajas, sino que advierte el riesgo de que esta se vuelva reguladora, si no dominadora, de la vida. En ese sentido veía un gran peligro: «El hombre ha perdido su consistencia interior derivada de un sentimiento orgánico de la medida y de las formas naturales» y, «mientras permanece en su interior privado de equilibrio, sin orientación, establece arbitrariamente sus fines y obliga a las fuerzas de la naturaleza, que él mismo sometió, a convertirlos en realidad» (pp. 64-65). Y dejaba a las futuras generaciones una pregunta inquietante: «¿Qué va a ser de la vida si se deja someter por este orden de cosas? [...] ¿Qué será de la vida [...] si se somete a los imperativos despóticos de la técnica? Un sistema mecanicista se cierne sobre la vida [...]. ¿Puede la vida permanecer floreciente en medio de este sistema?» (pp. 65-66).

¿Puede la vida permanecer floreciente? Es una cuestión que, especialmente en este lugar, donde se profundizan la informática y las “ciencias biónicas”, es bueno plantearse. De hecho, lo que había intuido Guardini es evidente en nuestros días. Pensemos en la crisis ecológica, en la naturaleza que simplemente está reaccionando al uso instrumental que le hemos dado. Pensemos en la falta de límites, en la lógica del “se puede hacer, por tanto, es lícito”. Pensemos también en la voluntad de poner en el centro de todo no a la persona y sus relaciones, sino al individuo centrado en sus propias necesidades, ávido por acumular y voraz por aferrar la realidad. Y, en consecuencia, pensemos en la erosión de los vínculos comunitarios, por la que la soledad y el miedo, de condiciones existenciales, parecen transformarse en condiciones sociales. Cuántos individuos aislados, muy “de redes sociales” y poco sociales, recurren, como en un círculo vicioso, a los consuelos de la técnica para llenar el vacío que experimentan, corriendo de manera aún más frenética mientras, esclavos de un capitalismo salvaje, sienten de manera aún más dolorosa las propias debilidades, en una sociedad donde la velocidad exterior va a la par de la fragilidad interior. Este es el drama. Diciendo esto no quiero generar pesimismo —sería contrario a la fe que tengo la alegría de profesar—, sino reflexionar sobre esta “arrogancia de ser y de tener”, que ya en los albores de la cultura europea Homero veía como una amenaza y que el paradigma tecnocrático exaspera, con un cierto uso de los algoritmos que puede representar un ulterior riesgo de desestabilización de lo humano.

En una novela que he citado muchas veces, Señor del mundo, de Robert Benson, se observa “que la complejidad mecánica no es sinónimo de verdadera grandeza y que en la exterioridad más fastuosa se esconde la insidia más sutil”. En este libro, en cierto sentido “profético”, escrito hace más de un siglo, se describe un futuro dominado por la técnica y en el que todo, en nombre del progreso, está uniformado; en todas partes se predica un nuevo “humanismo” que suprime las diferencias, anulando la vida de los pueblos y aboliendo las religiones, aboliendo todo. Ideologías opuestas convergen en una homologación que coloniza ideológicamente; el hombre, en contacto con las máquinas, se achata cada vez más, mientras la vida común se vuelve triste y enrarecida. En ese mundo avanzado pero sombrío, que describe Benson, donde todos parecen insensibles y anestesiados, parece obvio descartar a los enfermos y aplicar la eutanasia, así como abolir las lenguas y las culturas nacionales para alcanzar la paz universal, que en realidad se transforma en una persecución fundada sobre las imposiciones del consenso, hasta el punto de hacer afirmar a uno de los protagonistas que “el mundo parece a merced de una vitalidad perversa, que lo corrompe y lo confunde todo”.

Me he extendido en este análisis sombrío precisamente porque es en ese contexto donde los roles de la cultura y de la universidad brillan mejor. La universidad es, en efecto, como indica el mismo nombre, el lugar donde el pensamiento nace, crece y madura abierto y sinfónico. Es el “templo” donde el conocimiento está llamado a liberarse de los límites estrechos del tener y del poseer para convertirse en cultura, es decir, en “cultivo” del hombre y de sus relaciones fundamentales: con el trascendente, con la sociedad, con la historia, con la creación. A este respecto, afirma el Concilio Vaticano II: «La cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse y ser capaces de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social» (Const. past. Gaudium et spes, 59). En esta perspectiva, he apreciado mucho sus palabras. Las suyas, señor Rector, cuando ha dicho que «en todo verdadero científico hay algo de escriba, de sacerdote, de profeta y de místico»; y también que «con la ayuda de la ciencia no queremos sólo entender, queremos también hacer lo correcto, es decir, construir una civilización humana y solidaria, una cultura y un ambiente sostenibles. Es con el corazón humilde que podemos subir no sólo al monte del Señor, sino también al monte de la ciencia».

Es verdad, los grandes intelectuales, de hecho, son humildes. Por otra parte, el misterio de la vida se revela a quien sabe introducirse en las pequeñas cosas. A este respecto, es hermoso lo que nos ha dicho Dorottya: “Descubriendo detalles cada vez más pequeños nos sumergimos en la complejidad de la obra de Dios”. La cultura así entendida representa verdaderamente la salvaguardia de lo humano. Ahonda en la contemplación y moldea personas que no están a merced de las modas del momento, sino bien arraigadas en la realidad de las cosas. Y que, humildes discípulas del saber, sienten que deben ser abiertas y comunicativas, nunca rígidas y combativas. De hecho, quien ama la cultura no se siente nunca satisfecho, sino que lleva en sí una sana inquietud. Busca, interroga, arriesga y explora; sabe salir de sus propias certezas para aventurarse con humildad en el misterio de la vida, que se armoniza con la inquietud, no con la costumbre; que se abre a las otras culturas y advierte la necesidad de compartir el saber. Este es el espíritu de la universidad, y les agradezco porque lo viven así, como nos ha dicho el profesor Major, que ha explicado la belleza de cooperar con otras realidades educativas, por medio de programas de investigación compartidos y también acogiendo a estudiantes provenientes de otras regiones del mundo, como Oriente Medio, en particular de la martirizada Siria. Abriéndonos a los demás nos conocemos mejor a nosotros mismos.

La cultura nos acompaña en el conocimiento de nosotros mismos. Lo recuerda el pensamiento clásico, que nunca debe desaparecer. Vienen a la mente las célebres palabras del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Es una de las dos frases que quisiera dejarles como conclusión. Pero, ¿qué significa conócete a ti mismo? Quiere decir saber reconocer los propios límites y, en consecuencia, frenar la propia presunción de autosuficiencia. Nos hace bien, porque es sobre todo reconociéndonos criaturas cuando nos volvemos creativos, sumergiéndonos en el mundo, en vez de dominarlo. Y mientras que el pensamiento tecnocrático persigue un progreso que no admite límites, el hombre real está hecho también de fragilidad, y es a menudo justamente ahí cuando comprende que depende de Dios y que está conectado con los otros y con la creación. Por tanto, la frase del oráculo de Delfos invita a un conocimiento que, partiendo de la humildad del límite, descubre sus maravillosas potencialidades, que van más allá de las de la técnica. En otras palabras, conocerse a sí mismo requiere mantener unidas, en una dialéctica virtuosa, la fragilidad y la grandeza del hombre. Del asombro de este contraste surge la cultura; nunca satisfecha y siempre en búsqueda, inquieta y comunitaria, disciplinada en su finitud y abierta al absoluto. Me gustaría que cultiven este apasionante descubrimiento de la verdad.

La segunda frase se refiere precisamente a la verdad. Fue Jesucristo quien dijo: «La verdad los hará libres» (Jn 8,32). Hungría ha visto subseguirse de ideologías que se imponían como verdad, pero no daban libertad. Y hoy también el riesgo no ha desaparecido; pienso en el riesgo del paso del comunismo al consumismo. En ambos “ismos” hay una falsa idea de libertad; la del comunismo era una “libertad” forzada, limitada desde fuera, decidida por otro; la del consumismo es una “libertad” libertina, hedonista, aplanada, que nos vuelve esclavos del consumo y de las cosas. Qué fácil es pasar de los límites impuestos al pensar, como en el comunismo, al pensarse sin límites, como en el consumismo; de una libertad frenada se pasa a una libertad sin frenos. Jesús, en cambio, nos ofrece una salida, diciendo que la verdad es todo aquello que libera al hombre, que libra al hombre de sus dependencias y de sus cerrazones. La clave para acceder a esta verdad es un conocimiento que nunca se desvincula del amor, relacional, humilde y abierto, concreto y comunitario, valiente y constructivo. Esto es lo que las universidades están llamadas a cultivar y la fe a alimentar. Les deseo, por tanto, a esta y a todas las universidades, que sean un centro de universalidad y de libertad, una fecunda obra de humanismo, un taller de esperanza. Los bendigo de corazón y les agradezco todo lo que hacen aquí: Köszönöm szépen! [¡Muchas gracias!]

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