Meditaciones: miércoles de la 3.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el miércoles, III semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: una semilla que toca el corazón; buscar la felicidad profunda; crecer entre abrojos.

- Una semilla que toca el corazón.

- Buscar la felicidad profunda.

- Crecer entre abrojos.


ES TAN grande la multitud que ha comenzado a seguir a Jesús, que se ve obligado a usar de su creatividad para que sus palabras puedan llegar a los oídos de todos. Decide entonces subirse a una barca y hablar desde ahí a la muchedumbre. Entre muchas otras parábolas, se detiene especialmente a describir las condiciones para que las semillas consigan dar fruto. Se trata de una imagen con la que el Señor quiere hacernos reflexionar sobre nuestra disposición a recibir su mensaje y que, por lo tanto, apela a la sinceridad con nosotros mismos.

«Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos» (Mc 4,15). La enseñanza de Cristo se dirige a toda la persona. Es decir, no solo se refiere a ciertos aspectos de la vida, sino que interpela todo nuestro ser y, por tanto, requiere también una adhesión plena, pues lo que busca es nuestra felicidad en la tierra y en el cielo. Hoy en día, al recibir tantas noticias y estímulos, quizá podemos comportarnos como caminantes curiosos. Escuchamos distintas informaciones sin tiempo para valorarlas con pausa y sin discernir demasiado aquello que permitimos que entre en nuestro corazón. De este modo, tal vez podamos hallar dificultad para percibir con claridad lo que puede ser relevante para nuestra vida y lo que responde solamente a cierto interés superficial.

La semilla de la Palabra «está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla. A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre»[1]. Jesús nos invita a dejar que su Palabra toque nuestra cabeza y nuestro corazón. Así es como podrá arraigar y crecer, y será más difícil que el demonio se la lleve. «La fe no proporciona solo alguna información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación personal con él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia, voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo»[2].


«HAY otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra, enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes, y cuando viene una persecución por la palabra, enseguida sucumben» (Mc 4,16-17). La alegría es una señal de que lo escuchado encuentra resonancia en el propio corazón. Toda noticia buena va acompañada de cierto gozo. Sin embargo, Jesús nos invita a reflexionar sobre la profundidad de nuestra felicidad. En este mundo, todo lo que vale la pena cuesta, y muchas veces en el sacrificio se muestran las prioridades profundas de nuestro corazón.

Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder disfrutar después en la eternidad. «La felicidad del cielo –escribió san Josemaría– es para los que saben ser felices en la tierra»[3]. La propuesta de Jesús se encamina más bien a desear aquellos ideales que dan un rumbo a nuestra vida y que nos llenan por completo, y a manifestar esos anhelos en nuestra conducta. Él sabe que hay algunas alegrías más fáciles de lograr, pero que son más superficiales, y otras que requieren un mayor esfuerzo interior porque son más profundas. Una sonrisa cuando se está de mal humor cuesta, por lo general, mucho más que el disfrute de un plato favorito, pero puede proporcionar una felicidad más perdurable porque el bien que buscamos es mucho más ambicioso: el deseo de que las circunstancias externas o internas no nos impidan ser sembradores de paz y de alegría.

Al final, como decía el fundador del Opus Dei, la verdadera felicidad no depende tanto de acumular vivencias intensas o placeres inmediatos, sino de la disposición interior de sentirse siempre acompañado por Dios: «Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban! Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. –“Laetetur cor quaerentium Dominum!” –cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»[4].


«HAY otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril» (Mc 4,18-19). A veces la semilla de la palabra divina puede ir perdiendo espacio en nuestro interior debido a las preocupaciones del día a día. Desde luego, Jesús no pretende que nos desentendamos de ellas. Posiblemente nuestra vida, como tantas otras personas, la enfocamos con el deseo de seguir a Dios en medio del mundo, y es lógico que los asuntos familiares y laborales ocupen un espacio importante de nuestro tiempo y de nuestra cabeza.

Esas ocupaciones conforman buena parte del camino a la santidad. Por eso el Señor desea que esas realidades no se queden al margen de nuestra vida cristiana, sino que sepamos vivirlas con él. «Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»[5]. El mensaje de Cristo no es un tema más de nuestra existencia, sino el horizonte desde el cual se comprenden y cobran sentido todos los demás aspectos de nuestra biografía. La semilla puede crecer cuando encuentra buen terreno e incluso si encuentra algunas zarzas en su desarrollo; si buscamos en todo momento la unión con el Señor, poco a poco encontraremos el modo de vivir conforme a su voluntad.

La parábola del sembrador, pronunciada por Jesús desde una barca, puede ayudarnos a hacer examen sobre la sinceridad interior con la que dejamos que Cristo reine en nuestros corazones. Sin duda, tenemos el deseo, como la Virgen, de ser contado entre aquellos en los que la palabra de Dios da un fruto que perdura y que regala felicidad a todos los que los rodean. «Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).


[1] Francisco, Ángelus, 12-VII-2020.

[2] Benedicto XVI, Homilía, 21-VIII-2011.

[3] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[4] San Josemaría, Surco, n. 72.

[5] San Josemaría, Camino, n. 271.