Meditaciones: domingo 12.º del Tiempo ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la duodécima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el miedo de los apóstoles; aquello que nadie puede hacernos perder; los calvarios de la imaginación.

– El miedo de los apóstoles.

– Aquello que nadie puede hacernos perder.

– Los calvarios de la imaginación.


EL SEÑOR está preparando a sus discípulos para la primera misión apostólica. Los Doce se encuentran a punto de marcharse a las localidades vecinas para anunciar la llegada del Reino de Dios. Pero antes escuchan de labios de Jesús unas palabras que, a simple vista, desconciertan: les anticipa que tarde o temprano sufrirán el odio, la persecución e incluso la muerte. El Señor no les esconde las dificultades que atravesarán, aunque sepa que quizá provoque algunas dudas o tensiones entre los apóstoles. Por eso, antes de partir, añade: «No tengáis miedo (...). A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,26.32).

A la hora de emprender una aventura, es normal que experimentemos cierto vértigo ante las contrariedades que nos esperan. De algún modo, forma parte de nuestra naturaleza, que nos alerta cuando nos disponemos a explorar un territorio desconocido. Jesús sabe bien que somos así, de ahí que, cuando más adelante mande a sus discípulos a difundir el Evangelio por todo el mundo, les diga: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta es la razón por la que los apóstoles no se paralizarán ante el miedo: saben que cuentan en todo momento con la cercanía y la ayuda de Jesús.

El profeta Jeremías vivió una situación similar a la anunciada por el Señor. En su libro lo vemos desahogarse ante Dios por las burlas y calumnias que recibe, aunque lo que más le duele son los ataques de aquellos que le están más cerca y que esperan su fracaso: «Todos mis conocidos aguardan mi tropiezo: “¡Ojalá se deje seducir, entonces podremos con él, y nos tomaremos venganza!”». Sin embargo, no se deja derrumbar ante el miedo, pues está seguro de su victoria final: «El Señor está conmigo como bravo guerrero, por eso, los que me persiguen caerán impotentes» (Jer 20,10-11).


UNA de las dificultades con las que se encontrarán los apóstoles será la violencia física. Esta es una realidad que ha estado presente en la vida de la Iglesia desde los primeros siglos e incluso sigue siendo así hoy en día. Son innumerables los cristianos que han dado su vida por el Evangelio: muriendo han mostrado a Cristo, que derrotó al mal con la misericordia, y han logrado la salvación eterna. Por eso el Señor advierte: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno» (Mt 10,28).

En algunos lugares del mundo anunciar a Cristo conlleva serios problemas. En otros –gracias a Dios, la mayoría– no lleva consigo un sufrimiento físico, pero quizá sí que podemos experimentar dificultades de otro tipo. En esos casos, el Señor nos anima a que no demos demasiado peso a las seguridades de aquí abajo, y a que sepamos valorar con más fe lo realmente importante: nada nos puede separar de su amor. «El único temor que debe tener el discípulo es el de perder este don divino, la cercanía, la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado»[1].

Esta certeza de que lo más valioso de nuestra vida es la relación con Dios le llevó a escribir a san Josemaría: «Un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad. –Pero, ¿tú y yo actuamos, de verdad, como hijos de Dios?»[2].


CUALQUIER persona que quiera llevar a cabo un noble ideal en esta vida encontrará dificultades. Muchas de estas son, efectivamente, reales, pero en tantas ocasiones somos nosotros los que las acrecentamos con nuestra imaginación. Quién no ha empezado a preocuparse y a dar vueltas a un problema que todavía no ha sucedido y que no llegará a tener lugar. La imaginación inventa obstáculos que, en muchos casos, no son reales y nos empujan a meternos «en tortuosos calvarios; pero en esos calvarios no está Cristo, porque donde está el Señor se goza de paz y de alegría»[3]. La tendencia a anticipar problemas, para poder así afrontarlos si se presentaran, nos impide disfrutar de la realidad que tenemos entre manos. Y esto nos puede provocar miedo, inseguridad, pues estamos en un constante estado de alerta para evitar peligros.

Jesús nos propone vivir al día: «No os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6, 34). No se trata de una invitación a la dejadez o una declaración ingenua que ignora los obstáculos, sino de una máxima llena de sentido común. No parece razonable preocuparse por problemas que quizá no ocurrirán cuando cada jornada ofrece sus propios retos y que reclaman nuestra atención: un hijo al que hay que cuidar por la noche, un proyecto laboral que a duras penas arranca, un amigo que está pasando por un periodo difícil… La Virgen María nos ayudará a vivir despreocupados, sin miedo, sabiendo que contamos con la gracia de su Hijo en todo momento.


[1] Francisco, Ángelus, 21-VI-2020.

[2] San Josemaría, Forja, n. 987.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 77.