Meditaciones: domingo de la 23.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el domingo de la 23ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: desprendimiento para seguir a Jesús; acompañar al Señor con nuestras cruces; espíritu de examen.

-Desprendimiento para seguir a Jesús.

-Acompañar al Señor con nuestras cruces.

-Espíritu de examen.


MUCHOS habían decidido seguir a Jesús. Movidos por sus enseñanzas y milagros, recorrían junto a él los lugares a los que se dirigía. No podemos conocer los motivos personales que movían a cada uno. Algunos, probablemente, habían experimentado tal alegría en su presencia que no querían separarse de él. Otros, quizá, lo seguían por simple curiosidad. E incluso es posible que algunos trataran de aprovechar el poder de Jesús en beneficio propio con intención menos recta. En cualquier caso, Jesús hace un alto en el camino para explicar a las gentes lo que supone seguirle: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Y a continuación añade: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

Ciertamente, Cristo no pretende que despreciemos nuestras relaciones familiares ni tampoco los bienes materiales, ya que Dios mismo nos lo ha dado todo. De hecho, Jesús pasó la mayor parte de su existencia en el hogar familiar y, al haber asumido la naturaleza humana, tuvo la necesidad y el gozo de emplear los bienes terrenos. Más bien, con lenguaje fuerte, Cristo nos invita a que le pongamos a él en el centro de nuestra vida por encima de todas las cosas. Acercarnos adecuadamente a las realidades terrenas, de modo que no sean el punto de referencia de nuestra vida, es un modo de recordar que nuestra seguridad y nuestra plena felicidad están en Jesús. Cuando nos disponemos a ser sus discípulos, también las relaciones familiares y los bienes terrenos adquieren una nueva luz: el brillo sobrenatural.

«Corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor –dice san Josemaría–. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia»[1]. Entonces conseguiremos disfrutar genuinamente de los afectos y de los bienes materiales.


«EL QUE NO CARGA con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27). A lo largo de su vida, Jesús fue revelando progresivamente su identidad, así como la identidad de quien quisiera ser su discípulo. La liberación que iba a ofrecer a los hombres no consistía, como muchos pensaban, en una rebelión contra las autoridades políticas del momento. El camino que siguió fue más bien el contrario: entregarse a una muerte de cruz. El hecho de asociar la cruz a ser su discípulo debió de sorprender a los oyentes, pues se trataba de la condena más atroz que reservaba el imperio romano para los proscritos. Posiblemente consideraban que liberación y cruz eran dos términos opuestos. «¿Cómo pueden ser compatibles la victoria y la muerte?», se preguntarían. Lo cierto es que «no se puede entender a Jesucristo Redentor sin la cruz. Podemos incluso llegar a pensar que es un gran profeta, que hace cosas buenas, que es un santo. Pero a Cristo Redentor sin la cruz no se le puede entender»[2].

Por eso, paso a paso, Jesús iría disponiendo el corazón de la muchedumbre para que su muerte en la cruz no fuera considerada una derrota, sino un triunfo; para que, pasados los años, incluso los decenios y los siglos, las dificultades de la vida no fueran vistas como desgracias inevitables, sino como realidades que pueden llevar la identificación con Dios hecho hombre. Cristo advierte a sus discípulos que sufrirán persecuciones y calamidades, «pero con la esperanza perseverante en la victoria de la cruz, el corazón humano encontrará siempre un suelo firme, la auténtica paz, en la presencia constante del Señor, verdadero fin de todas las cosas, y cuya ayuda nunca nos abandona»[3].

A través de esas contrariedades, Jesús «nos prepara para acompañarlo con nuestras cruces por su camino hacia la redención. Nos prepara para ser cireneos y ayudarle a llevar la cruz. Nuestra vida cristiana, sin eso, no es cristiana»[4]. Como escribía san Josemaría: «¿La cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la cruz sobre tus hombros, la cruz en tu carne, la cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol»[5]. Como en la cruz estaba ya el germen de la resurrección y de la nueva vida, así sucede también en los momentos de nuestro caminar que quizás son más oscuros: podemos pedirle al Señor su luz que disipa las tinieblas y que anticipa, como la aurora, el resplandor del día sereno.


«¿QUIÉN de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla?» (Lc 14,28). Estas palabras de Jesús están llenas de sentido común. A la hora de lanzarse a un proyecto, lo lógico es pararse antes y analizar la situación: ¿Con qué medios cuento para llevar a cabo esta empresa? ¿Qué es lo que la dificulta? El Señor anima a sus oyentes, especialmente a quienes quieren seguirle, a plantearse estas mismas cuestiones. Después de haber señalado dos características de un discípulo –el desprendimiento y el amor a la cruz–, Jesús quiere que consideremos personalmente si estamos dispuestos a recorrer este camino. El Señor desea que, antes de tomar una resolución, tengamos claro en qué podemos confiar, y en dónde no debemos situar nuestras seguridades: se trata de lo que san Juan de la Cruz considera «el primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios»[6].

En el examen de conciencia confrontamos nuestra vida con la del Señor, lo que somos con lo que nos gustaría ser, cómo observamos a la realidad y de qué la observa el Señor, que siempre lo hace desde su infinita misericordia, deseoso de concedernos su amor y su ayuda. Su objetivo no es que seamos personas sin errores, sino más bien «encendernos más en el amor a Dios con realidades –obras– de entrega»[7]. Dios nos ofrece continuamente su perdón y nos permite recomenzar de nuevo en la edificación de esa torre que construimos junto al Espíritu Santo: la santidad. Esta torre, a diferencia de las construcciones humanas, cuenta con esta peculiaridad: no depende únicamente de nuestros propios medios. Además, tenemos muchísimos aliados que, desde el cielo, nos ayudan siempre. «Antes, solo, no podías... Ahora, has acudido a la Señora, y, con ella, ¡qué fácil!»[8].

[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 115.

[2] Francisco, Homilía, 26-IX-2014.

[3] Benedicto XVI, Ángelus, 18-XI-2012.

[4] Francisco, Homilía, 26-IX-2014.

[5] San Josemaría, Camino, n. 929.

[6] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1.

[7] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 8-XII-1976, n. 8.

[8] San Josemaría, Camino, n. 513.