– Ana, la profetisa, anuncia la llegada del Mesías
– Jesús crecía como un niño más
«CUANDO un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sb 18,14-15). Así arranca la antífona de entrada de la Misa de hoy. En esta Octava de Navidad queremos vivir de este hecho prodigioso: Dios nos ha enviado su Palabra, se ha hecho carne, es uno de nosotros. Nos gustaría agradecer a la Trinidad todo lo que ha sucedido. Nos unimos a la voz de los ángeles que cantan sin cesar la gloria de Dios, su felicidad, es decir, nuestra salvación. El cielo está de fiesta y la tierra se contagia de este gozo.
Hoy, en la lectura del evangelio, aparece Ana, viuda desde hace muchos años. San Lucas la describe como una profetisa. Es significativo que Dios haya elegido a una humilde viuda para comunicar su nacimiento, en lugar de algún personaje conocido o prestigioso del pueblo. Todos los testigos del nacimiento de Jesús son personas corrientes a quienes no era sencillo que la sociedad creyera.
Quizá algunos pensaron que Ana estaba un poco confundida a causa del sufrimiento y la soledad de tantos años de viudez, o por el rigor de sus ayunos y oraciones. No sabemos si le hicieron caso. Pero el Señor quiso servirse de ella para anunciar el nacimiento del Mesías: «Llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). En ocasiones, Dios elige a testigos que son aparentemente poco creíbles. Algo similar sucede con los pastores o volverá a pasar años después con María Magdalena, a quien los discípulos no creyeron. «Solo los que tienen el corazón como los pequeños —la gente sencilla— son capaces de recibir esta revelación: el corazón humilde, manso, el que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, porque se siente pobre»[1].
DESPUÉS de relatar el encuentro con Ana, el evangelio de hoy continúa narrando que la Sagrada Familia, tras haber cumplido todo lo que prescribía la ley, toma el camino de vuelta a Nazaret. Y termina con un versículo breve pero lleno de contenido, porque resume en pocas palabras gran parte de la vida oculta de Jesús: «El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Dios asume los tiempos del crecimiento normal de un niño; no tiene prisa, quiere hacer la redención de ese modo tan natural y discreto.
San Josemaría dirigiéndose a la Virgen de Guadalupe en México pedía que en nuestros corazones crecieran «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis»[2].
Durante treinta años, vuelve a hacerse silencio en la vida de Jesús, como antes de que naciera en Belén. Pero ese silencio es muy elocuente porque allí se está cumpliendo nuestra redención. Luego muchos dirán: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55). La naturalidad de la vida ordinaria fue también el camino que recorrió Jesús durante su adolescencia, su juventud y su madurez. Y de ahí tomamos ejemplo para la santificación de nuestro trabajo y nuestras relaciones; de lo de cada día y lo más cercano.
HEMOS ESPERADO nueve meses para que naciera Dios y ahora vamos a esperar treinta años hasta que comience su vida pública. Sin embargo, sabemos que la redención se está haciendo desde el mismo momento de la Anunciación. El sí de nuestra Madre a los designios divinos de salvación de los hombres ha puesto en marcha el plan trazado desde la eternidad por Dios. Es imparable, pero no sigue nuestro compás. Va despacio pero no da ningún paso atrás. «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[3]. Con frecuencia, la rutina nos vence y no somos capaces de encontrar a Dios en lo corriente, en lo repetido un día y otro.
«Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo»[4]. Nuestra salvación ya ha comenzado y la fidelidad de Dios dura por siempre.
Ana esperó durante muchos años la manifestación del Mesías, haciendo en su alma un espacio para que el Señor pudiera hablar. Quizá a veces reprochamos a Dios su silencio y en realidad somos nosotros quienes nos envolvemos en ruido que no nos deja oírlo. En medio de la noche y del silencio, Dios ha enviado su Palabra y es definitiva. No se arrepentirá de su alianza. María fue la que custodió ese silencio, esa normalidad, durante los nueve meses y después: podemos pedirle a ella ayuda y compañía en nuestro silencio, porque tampoco queremos perdernos la manifestación de su Hijo.
[1] Francisco, Homilía, 2-XII-2014.
[2] San Josemaría, Oración personal ante la Virgen de Guadalupe, 20-V-1970.
[3] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[4] Francisco, Homilía, 24-XII-2015.