Es cierto que una imagen vale más que mil palabras, pero también lo es que una anécdota, a veces, vale más que mil discursos. Por eso, aunque no sabría abarcar en palabras la imagen que conservo de monseñor Romero, pienso que la pequeña historia de su último día en esta tierra, aunque no agote su poderosa personalidad, puede ser lo bastante elocuente como para trascender las palabras con que intentaré recordarle.
En El Salvador, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz organizaba todos los meses unas convivencias para sacerdotes, Monseñor Romero asistía con frecuencia. Yo era entonces vicario delegado del Opus Dei en El Salvador —lo fui hasta que el Papa me nombró obispo auxiliar de Santa Ana algunos años después—.
Hacía las 10,30 de aquel día fui a recogerle a las oficinas del Arzobispado, situadas entonces en el actual Seminario Menor, Monseñor Romero me propuso antes de salir que aprovecháramos aquella reunión con sacerdotes para estudiar un documento sobre la formación de seminaristas. Salimos en Coche hacia la playa de San Diego, donde nos habían prestado una casa para la convivencia, y llegamos en poco más de media hora. Se habían previsto bien todas las cosas, pero, por algún malentendido, al llegar nos encontramos con la desagradable sorpresa de que la casa estaba cerrada.
Los asistentes a la convivencia tuvimos que acomodarnos sobre la hierba, en el pequeño jardín de la casa. Y allí, a la sombra de unas palmeras, leímos y comentamos el documento que había traído monseñor Romero. Después extendimos un mantel en el suelo y disfrutamos de una agradable comida y de un rato de sobremesa. Al poco llegó el guardián de la casa, se disculpó por lo que había pasado y nos sacó unas sillas. Se lo agradecimos de veras.
Seguimos de tertulia, y recuerdo, entre otras cosas, que monseñor Romero comentó con el párroco de la catedral de San Salvador que los ornamentos litúrgicos —antiguos, de gran valor histórico— corrían serio peligro en aquellos tiempos de frecuente ocupación del templo por la guerrilla urbana. Le sugirió, en concreto, que, mientras durasen aquellas penosas circunstancias, los depositara en custodia en algún lugar donde estuvieran seguros.
Monseñor Romero, de quien muchos sólo conocían sus audaces comentarios semanales —después de la homilía dominical— sobre los dramáticos hechos que estaban turbando la vida del país, era un obispo bueno y sencillo, y su vida de piedad era patente tanto en el rico contenido espiritual de su predicación como en hechos tan materiales como el desvelo por los ornamentos y a las cosas de Dios.
Recuerdo también que durante aquel breve coloquio, monseñor Romero habló con el párroco de San José de Guayabal de la posibilidad de que, en el entorno de su parroquia, se cultivaran maíz y frijoles con vistas al aprovisionamiento del seminario.
En fin, la conversación discurrió por muchos otros derroteros. En algún momento se habló del Padre Pro y de los cristeros de México…
Hacia las 3 de la tarde, él mismo nos sugirió que levantáramos la reunión. Quería regresar pronto a la ciudad, pues tenía un compromiso. Le dejé en el Hospital de la Divina Providencia en torno a las 3,30 o las 4. Poco después, durante el Ofertorio de la Misa, le abatió una bala explosiva.
Siempre que recuerdo aquella jornada vienen a mi mente esas virtudes menos conocidas de monseñor Romero: su preocupación por los sacerdotes, su sincera piedad, su sencillez. Cualidades que pude percibir muchas veces, también con ocasión de aquella última cita de su vida, cuando nadie —ni él mismo— sabía que estaba ya citado ese día con la muerte.
Fuente: El Adelanto Bañezano, Agosto de 1995