Por fin, aquel 21 de enero de 1933, cinco años después del nacimiento del Opus Dei, san Josemaría piensa que ha llegado el momento de abrir un nuevo modo de formar a los universitarios en la vida corriente, en la vida de santidad en medio del mundo, a través de un medio de formación -los círculos o clases de San Rafael-, en los cuales iban a aprender el espíritu del Opus Dei, muy pegado a la práctica, a la realidad de sus vidas, de estudiantes o de profesionales.
Aquel día san Josemaría había invitado a muchos jóvenes universitarios a acudir a aquella primera clase de formación. Sólo fueron tres. Uno de esos momentos conmovedores de la historia de la Obra tuvo lugar al terminar ese círculo, cuando san Josemaría llevó a esos tres jóvenes a la capilla del Asilo que le habían dejado las monjas y tomó el Santísimo del Sagrario, lo expuso en la custodia y bendijo a aquellos tres jóvenes como si fueran una multitud. De hecho, Dios premió aquel arranque de audacia, haciéndole ver no a tres, sino a tres, a treinta y tres mil, a trescientos mil, de todas las razas y de todos los colores.
Uno de aquellos tres que asistieron a aquella primera clase de formación era Juan Jiménez Vargas, un estudiante madrileño de últimos cursos de medicina, que había nacido en la calle San Bernardo, donde su padre era dueño de una pequeña fábrica de galletas y donde vivía con sus tres hermanas y sus dos tías.
Juan Jiménez Vargas, entusiasmado con la medicina
Juan era un hombre hecho a sí mismo, muy amante de la libertad, castizo, un hombre de pocas palabras, bajito, de estatura, muy echado para adelante. Él, que había estudiado en el Instituto San Isidro, que había hecho sus primeros años de ciencias en el caserón de San Bernardo, estaba terminando la carrera de Medicina en San Carlos, cerca de Atocha, lo que ahora es el Museo Reina Sofía. Allí, en ese lugar se había creado un ambiente universitario en torno a la Facultad de Medicina de mucha categoría. Allí estaba Ramón y Cajal, que sería uno de los grandes sabios de la medicina española. Y allí también estaba la juventud del profesor Jiménez Díaz -Carlos Jiménez Díaz-, que abriría toda una escuela de medicina que todavía hoy sigue en marcha.
Juan se había entusiasmado con la medicina, con la atención de los pacientes, de los enfermos, pero también se había entusiasmado con compaginar esa atención con la investigación en el campo de la fisiología. Juan era un hombre metido ya en esas tareas de envergadura, de investigación, de estudio, de atención de los enfermos, y a la vez era un hombre metido en el ambiente cultural y político de su tiempo, donde los jóvenes vibraban con todos esos problemas que se estaban planteando. Estamos en el año 1933, en plena Segunda República española, donde el ambiente cultural era muy importante, donde había una gran ilusión de hacer cosas grandes, un ambiente europeísta y también donde había una gran confrontación política. El clima, la pregunta que había en la calle entre los jóvenes de la época y que anidaba en el alma de Juan, era "algo hay que hacer".
Por eso, cuando en diciembre del año 32 un estudiante compañero suyo de clase le presentó a san Josemaría, para Juan aquello fue un deslumbramiento. Y por eso, cuando terminó aquella primera sesión, aquella primera clase o círculo de San Rafael, Juan entiende perfectamente que debe poner su vida en el desempeño de la santificación de sus deberes profesionales, pero a la vez debe poner un gran empeño en ayudar a san Josemaría a desarrollar las labores apostólicas del Opus Dei y todo lo que se necesite de él. Por eso el tiempo libre lo emplea en ayudar a san Josemaría en la formación de los jóvenes y a la vez dedica el tiempo necesario a sus estudios.
Un don de Dios inexplicable
Cuando llega la guerra civil española, él es plenamente consciente de que Dios está dándole una gracia especial. Nos lo decía muchas veces en aquellas inolvidables tertulias, cuando nos hablaba de que durante toda la Guerra Civil él asumió la tarea de cuidar de la salud de san Josemaría, del Fundador, cuidar de él humana y espiritualmente, en lo que pudiera ayudarle, pero sobre todo humanamente protegerle, ayudarle a encontrar un lugar donde pudiera desarrollar la labor apostólica, ayudarle en el paso de los Pirineos, para poder seguir trabajando en el otro lado en donde había más libertad en el campo religioso, colaborar con él, cuidar de él, ayudarle. Muchas veces le preguntábamos en las tertulias: Juan, ¿de dónde sacaste esa fuerza, esa serenidad? Y él decía que indudablemente era un don de Dios inexplicable.
Es interesante que cuando termina la Guerra Civil, Juan sigue en los dos planos de su vida: en esa colaboración estrecha con san Josemaría, de hecho, al terminar el conflicto es nombrado director de la primera residencia que el Opus Dei pone en marcha en la calle Jenner.
A la vez va haciendo su tesis doctoral en medicina. Tuve la suerte de ir al Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares, y tener en mis manos el archivo de la oposición, que en el año cuarenta y dos se convoca para dos cátedras: la de Fisiología en Barcelona y la de Fisiología en la Universidad de Santiago de Compostela. Se presentan seis candidatos y allí se puede ver el material consecuente de esa oposición. Ahí están las cajas donde se guardan los expedientes de todos los que se presentan a la oposición. Es muy impresionante ver los nueve trabajos de investigación que Juan había ido haciendo, desde que termina la carrera hasta el año cuarenta y dos que se presenta la oposición. Nueve trabajos muy serios de laboratorio, de gran envergadura sobre temas de fisiología. A la vez, es muy interesante ver las intervenciones orales, ver los documentos que se han presentado, las respuestas a las preguntas del tribunal. Y finalmente me llamó mucho la atención el informe que el secretario del Tribunal redacta, donde habla de Juan -como número uno de la oposición- y explica cómo conoce bien la historiografía, conoce bien la bibliografía, conoce bien las técnicas de laboratorio, pero termina diciendo: muestra un gran amor al trabajo.
Juan en el año 42 se traslada a Barcelona, donde tomará posesión de su cátedra y donde encontrará un ambiente de una gran ilusión profesional, un ambiente de empuje, de desarrollo económico, cultural. Es un ambiente que a él le va como anillo al dedo. Él es un hombre callado, es un hombre silencioso, pero es un hombre muy realista. Sabe que crecerá y madurará como catedrático y podrá crear una escuela de fisiología si trabaja seriamente y si es capaz de contagiar su entusiasmo por el trabajo a otros muchos discípulos.
El comienzo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra
Y efectivamente, en el año 55, cuando san Josemaría invita a Juan Jiménez Vargas a que se traslade a Pamplona para que la incipiente Universidad de Navarra, que ya ha comenzado con algunas facultades humanísticas, ponga la Facultad de Medicina como primera Facultad de Ciencias. Juan se marcha de Barcelona a Pamplona con parte de su equipo, que se lanza a la aventura con su maestro de comenzar una nueva andadura profesional. Enseguida los puestos de la Facultad de Medicina son ocupados por profesores jóvenes. También consigue entusiasmar a Eduardo Ortiz de Landázuri, que tenía un gran proyecto profesional en Granada, abandone Granada y se traslade a poner en marcha la Clínica Universitaria, y las asignaturas clínicas de la carrera de Medicina.
Todo aquel ambiente que se va creando en Pamplona, alrededor de la Facultad de Medicina, alrededor de la Clínica Universitaria, alrededor de la Escuela de Enfermería, se irá contagiando a la Facultad de Ciencias: a la de Biología, la de Farmacia, de modo que dará un marchamo a la Universidad de Navarra en la parte científica, de seriedad científica, de investigación, de trabajo en equipo, de ilusión por santificar esa realidad apasionante que son las asignaturas biosanitarias.
Cuando Juan se jubila y vienen discípulos suyos del mundo entero a colaborar con él en ese volumen homenaje que se le entrega y en el que cada uno aporta sus investigaciones que tienen en marcha, lo que se muestra en ese abanico son dos cosas. La primera es la amplitud de horizontes que había sabido dar a sus discípulos, la gama tan amplia y tan variada de discípulos en el mundo entero. Y en segundo lugar, las temáticas. Porque Juan era un hombre que desde su juventud, desde sus primeros años recién licenciado, está investigando en cosas muy pegadas a la realidad y a los problemas de la gente corriente, pegado a la tos, al sueño, al esfuerzo, al cansancio.
Un encuentro en Ciampino tras la beatificación de san Josemaría
Cuando llegó el 17 de mayo de 1992 y tuvo lugar la beatificación de san Josemaría, la plaza de San Pedro se llenó de una inmensa multitud de personas, de hombres y de mujeres llegados del mundo entero, de todas las razas, de todas las condiciones sociales, de todas las edades. Yo, que había tenido la suerte de convivir con Juan durante cinco cursos de verano en los años anteriores, habíamos podido hablar mucho en una casa que está en Derio, en Bizkaia, llamada Islabe.
Cuando en medio de aquella multitud que llenábamos el aeropuerto de Ciampino, el día 18, a la vuelta de la beatificación a los diversos países de donde procedíamos, el hall del aeropuerto de Ciampino se convirtió en una gran sala de estar, en un gran cuarto de estar donde había una gran conversación. Cuando yo accedí a aquel hall de repente, en medio de toda esa multitud, vi a Juan sentado en su maleta. Él era bajito de estatura y ya estaba jubilado. Estaba sentado sobre su maleta. Se cruzaron nuestras miradas y me hizo un gesto muy suyo de que me acercara.
En el entusiasmo de la beatificación de san Josemaría y por tanto, en cierto modo también de la beatificación del espíritu del Opus Dei, me brotó una pregunta del alma. Bueno, Juan, ayer, cuando viste aquella multitud en la plaza de San Pedro, ¿qué sentiste? Juan me miró como diciendo ¿qué te pasa, cómo me preguntas por sentimientos aquí, en medio de esta multitud? Como diciéndome, parece que te has olvidado quién soy. Y la respuesta fue muy interesante porque me dijo: Normal. Es decir, para un hombre de fe, de la categoría de la fe de Juan Jiménez Vargas, le parecía normal que aquello que le había narrado san Josemaría aquel 21 de enero de 1933, cuando aquellos tres jóvenes en el Asilo Porta Coeli se habían convertido en treinta, en tres mil, en trescientos mil, de todas las razas, sencillamente, aquel sueño de san Josemaría se había hecho realidad.