Queridos hijos míos que vais a recibir la ordenación sacerdotal.
Queridos hermanos y hermanas.
Las palabras del Salmo 23 proclaman una verdad que llena de consuelo a los cristianos: “el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”. En cualquier lugar donde nos encontremos, no nos faltan nunca la cercanía, la protección, los cuidados de nuestro Padre Dios. Lo había prometido Él mismo por boca de los profetas del Antiguo Testamento. Jeremías, frente al triste espectáculo de los malos pastores que descarriaban al pueblo de Israel, anuncia de parte del Señor: os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con ciencia y doctrina. Y Ezequiel, advierte que llegará el momento de regresar al hogar paterno: esto dice el Señor Dios: "Yo mismo buscaré mi rebaño y lo apacentaré. Como recuenta un pastor su rebaño cuando está en medio de sus ovejas que se han dispersado, así recontaré mis ovejas”.
Estas promesas divinas se han cumplido plenamente en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, que se presenta a sí mismo como el Pastor anunciado por las antiguas Escrituras. “Yo soy el buen pastor”. Nos ha redimido al precio de su sangre, como recuerda San Pablo ¡Qué segura esperanza nos anima, teniendo un Buen Pastor como el que nos ha dado nuestro Padre Dios! Confiados en su amorosa asistencia, cada uno de nosotros puede hacer suyo el versículo del Salmo: “me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo”. Saboreémoslo con palabras del Fundador del Opus Dei: Dios mío, ¡qué fácil es perseverar, sabiendo que Tú eres el Buen Pastor, y nosotros ‑tú y yo...‑ ovejas de tu rebaño!.
Jesús es además la Puerta de entrada al redil; sólo a través de Él tenemos acceso al Padre celestial. “Nadie va al Padre sino por mí”, nosprecisa.
En su infinita bondad, antes de ascender al Cielo, el Maestro eligió a unos hombres, los Apóstoles, para que ‑como vicarios suyos en la tierra‑ apacentaran en su nombre y con su autoridad las ovejas que Él había redimido con su sangre. Por eso, la víspera de su Pasión, en la última Cena, con las palabras “haced esto en memoria mía”, junto con el sacramento de la Eucaristía instituyó el Orden Sagrado.
Esa potestad sagrada que recibieron los Apóstoles, perdura en los Obispos y, en grado subordinado, en los presbíteros, que participan «de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo. Ellos hacen las veces de Cristo Pastor en medio de su pueblo, representándolo visiblemente. Y hoy tenemos la alegría de asistir de nuevo, en la historia milenaria de la Iglesia, a la transmisión de estos poderes sagrados.
Me dirijo ahora a vosotros, ordenandos: hijos míos, que en vuestra inteligencia se halle siempre encendida la luz de esta nueva llamada. Seréis intermediarios visibles del Sumo y Eterno Sacerdote que nos guía a todos desde el Cielo. Miraos en tan divino Modelo. Aprended las lecciones que Él nos muestra. En primer lugar, la honda decisión ‑siguiendo los pasos de Cristo‑ de gastar vuestra vida por todas y cada una de las ovejas: las que se os encomienden en cada momento de vuestro caminar terreno y la humanidad entera, porque el ministerio sacerdotal, aunque deba ejercitarse especialmente con el pusillus grex confiado a cada uno, no se limita a esa pequeña grey, sino que siempre tiene una proyección universal.
El Señor advierte que el buen pastor entra “por la puerta”, mientras que “el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ése es un ladrón y un salteador”. Hace pocos meses, Benedicto XVI explicaba así este pasaje: «Esta palabra "sube", evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, a convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo».
San Josemaría, desde que atisbó las primeras luces divinas que le llevaban al sacerdocio, comprendió que el Señor le metía por las sendas de una abnegada, alegre y total entrega a Dios y a las almas. Nunca se planteó ‑más aún, le horrorizaba positivamente‑ la posibilidad de considerar el sacerdocio como una carrera, como ganancia. Sabía bien ‑lo había aprendido del mismo Jesucristo‑ que se trata de un servicio total a los demás, exigente y generoso, sin decir nunca basta.
Vosotros, hijos míos diáconos, habéis entrado por la puerta. Habéis respondido a la invitación de vuestro legítimo Pastor, después de años de formación intensa, y os ordenáis para servir a las almas mediante la predicación de la Palabra de Dios, la administración de los sacramentos ‑especialmente la Confesión y la Eucaristía‑ y la dirección espiritual. Sólo os mueve el deseo de dedicar todos vuestros afanes a Dios y a las almas. Os lo comento con palabras de San Josemaría. Porque es preciso estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario, donde está realmente presente El que nos ha escogido para ser suyos. Es una maravillosa entrega llena dé gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan.
Dar la vida por las ovejas es un programa para todos los días, en los mil quehaceres del trabajo sacerdotal, sin esperar la ocasión de llevar a cabo una acción heroica, extraordinaria. Y esta disposición vale también paraos dirás fieles, que en virtud del alma sacerdotal, del sacerdocio común recibido en el Bautismo, hemos de esmerarnos en el servicio amable a los demás. ¡Cuántas ocasiones se nos presentan a todos, diariamente, en el ámbito familiar, en el trabajo profesional, en el descanso, en las relaciones sociales...! Examinemos nuestras jornadas y consideremos con sinceridad si en todo momento nos desvivimos ‑esto significa dar la vida‑ por las personas que están a nuestro alrededor.
El buen pastor conoce a sus ovejas, las llama por su propio nombre. San Josemaría afirmaba que, al relacionarnos con las almas, hemos de actuar siempre con el corazón, pero no sólo con el corazón. Así salía al paso de dos posibles enemigos, que podrían paralizar la acción apostólica del sacerdote y del cristiano: la frialdad de quien, por no poner el corazón, no logra atraer a nadie hasta el Señor; y la sensiblería de quien se deja llevar por un corazón que siga los impulsos sentimentales, sin sujetarse a la razón iluminada por la fe.
«El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas», continuaba el Santo Padre. «Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón (. . .). Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a Él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús».
Finalmente, el buen pastor está siempre al servicio de la unidad, como Jesús mismo afirma al final de este pasaje evangélico: “tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a éstas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor”. Tenemos que ser hombre y mujeres de caridad y unidad.La unidad ha de constituir en todos ‑seglares y sacerdotes‑ una noble pasión que hemos de acrecentar constantemente. Si amamos la unidad de la Iglesia, rezaremos cada día por el Santo Padre y por los Obispos en comunión con el Papa; si deseamos que se realice cuanto antes la unión de los cristianos bajo un solo Pastor Supremo, pediremos con insistencia al Espíritu Santo que guíe la actividad ecuménica de la Iglesia. Los fieles de la Prelatura del Opus Dei, si deseamos cuidar la unidad de esta pequeña parte de la Iglesia, trataremos de vivir con “un solo corazón y una sola alma”, como los primeros cristianos, conscientes de que así serviremos del mejor modo a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas.
No olvidemos, sin embargo, que «la unidad se paga con la Cruz». Los brazos abiertos del Crucificado hablan elocuentemente de que el Señor murió “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban disperso”. Por eso, trabajar por la unidad entraña enclavarse gustosamente con Cristo en el Leño santo, abriendo con Él los brazos y el corazón a todas las criaturas. Cada cristiano está llamado a hacer presente este amor redentor en su propio ambiente; allí debe plantar el árbol de la Cruz con su vida entera, gastándose alegremente por la salvación de las almas.
Felicito de todo corazón a los padres, hermanos, parientes y amigos de los nuevos sacerdotes. A todos os recuerdo que tenemos el deber de rezar por el Papa, por los Obispos, por el Ordinario de esta queridísima Diócesis de Barbastro, por los presbíteros del mundo entero, para que seamos fieles a la vocación que hemos recibido. Pidamos también a nuestro Padre Dios que mande a su Iglesia muchas vocaciones de sacerdotes santos, alegres y generosos, que se entreguen plenamente a las almas.
Lo suplicamos acudiendo a la intercesión de la Virgen Santísima, Madre especialmente de los sacerdotes, que en este santuario de Torreciudad y bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, se muestra siempre dispuesta a escuchar nuestras plegarias. Así sea.