• El Sagrado Corazón de Jesús • La Transfiguración del Señor • La Exaltación de la Santa Cruz • Cristo Rey del Universo
A través de las diversas solemnidades del Señor que la liturgia nos propone a lo largo del año, podemos contemplar desde distintos perfiles el inagotable misterio de Dios, dejando que su luz bañe nuestra existencia cristiana en el mundo. En el centro del año litúrgico se encuentra la Pascua que, en cierto modo «se prolonga durante tres meses -primero los cuarenta días de la Cuaresma y luego los cincuenta días del Tiempo pascual-», seguida de «tres fiestas que tienen un carácter “sintético”: la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús»[1]. Las dos primeras conmemoraciones las hemos tratado en el editorial anterior: ahora contemplaremos la solemnidad del Sagrado Corazón, para seguir con la Transfiguración, la Exaltación de la Santa Cruz y concluir con la festividad de Cristo Rey
El Sagrado Corazón de Jesús
El viernes siguiente al segundo domingo después de Pentecostés, la Iglesia dirige la mirada al costado abierto de Cristo en la Cruz, expresión del amor infinito de Dios por los hombres y manantial del que brotan sus sacramentos. La contemplación de esta escena ha alimentado la devoción de los cristianos desde los primeros siglos, pues ahí han encontrado una fuente continua de paz y seguridad en las dificultades. La mística cristiana nos invita a abrirnos al Corazón del Verbo Encarnado: «Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer también el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para que os llenéis por completo de toda la plenitud de Dios»[2].
La piedad popular del bajo medioevo desarrolló una veneración profunda y expresiva de la Humanidad Santísima de Cristo sufriente en la Cruz.
La piedad popular del bajo medioevo desarrolló una veneración profunda y expresiva de la Humanidad Santísima de Cristo sufriente en la Cruz. Se difundió así el culto a la corona de espinas, los clavos, las llagas... y al Corazón abierto, síntesis de todos los padecimientos del Salvador por amor a nosotros. Estas formas de piedad dejaron su impronta en la Iglesia, de modo que en el siglo XVII nació la celebración litúrgica de la solemnidad del Sagrado Corazón. El 20 de octubre de 1672 un sacerdote normando, san Juan Eudes, celebró por vez primera una misa propia del Sagrado Corazón y, a partir de 1673, se fueron difundiendo por Europa las visiones de santa Margarita María Alacoque sobre la expansión de este culto. Finalmente, Pío IX extendió oficialmente a la Iglesia latina esta fiesta.
La liturgia del día desarrolla los dos pilares teológicos de la devoción: las riquezas insondables del misterio de amor desplegado en Cristo, y la contemplación reparadora de su corazón traspasado. Los recogen las dos oraciones colecta que el Misal Romano ofrece: «al celebrar la solemnidad del Corazón de tu Hijo unigénito, recordamos los beneficios de su amor para con nosotros; concédenos recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracia»; «en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una cumplida reparación».
La consideración del abismo de ternura del Señor por las almas es también una invitación a conformar el propio corazón al suyo, a unir al afán reparador el deseo eficaz de acercar más almas a Él: «Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad»[3].
La Transfiguración del Señor
La solemnidad de la Transfiguración nace, probablemente, de la conmemoración anual de la dedicación de una basílica en honor a este misterio que se levantó en el Monte Tabor. En el siglo IX la fiesta se introdujo en Occidente y más tarde, durante los siglos XI y XII, comenzó a celebrarse también en Roma, en la basílica vaticana. Fue incorporada al Calendario romano por el Papa Calixto III (1457) en agradecimiento por la victoria de las tropas cristianas frente a los turcos en la batalla de Belgrado, el 6 de agosto de 1456.
En el Oriente cristiano la Transfiguración de nuestro Dios y Salvador Jesucristo es una de las solemnidades más grandes del año, junto con la Pascua, la Navidad y la Exaltación de la Santa Cruz. En ella se expresa toda la teología de la divinización mediante la gracia, de la naturaleza humana que, revistiéndose de Cristo, es iluminada por el esplendor de la gloria de Dios. Unidos a Jesús, señala el oficio de lecturas del rito romano, «brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen»[4]
Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz.
Con Pedro, Santiago y Juan, en esta fiesta se nos invita a poner a Jesús en el centro de nuestra atención: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle»[5]. Hemos de oírlo, y dejar que su vida y enseñanzas divinicen nuestra vida ordinaria. Así rezaba san Josemaría: «Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte»[6].
Escuchar al Señor con la disposición sincera de identificarse con Él nos lleva a aceptar el sacrificio. Jesús se transfigura «para quitar del corazón de sus discípulos el escándalo de la cruz»[7], para ayudarles a sobrellevar los momentos oscuros de su Pasión. Cruz y gloria están íntimamente unidas. De hecho, se fijó el 6 de agosto como fiesta de la Transfiguración en relación a la Exaltación de la Santa Cruz: entre ambas celebraciones transcurren cuarenta días que, en algunas tradiciones, conforman como una segunda cuaresma. Así, la Iglesia bizantina vive este periodo como un tiempo de ayuno y de contemplación de la Cruz.
La Exaltación de la Santa Cruz
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz tiene su origen en la Iglesia de Jerusalén. Desde mediados del siglo IV celebraba el 13 de septiembre el aniversario de la dedicación de la basílica constantiniana levantada en el Gólgota. Según el recuerdo de una peregrina de la antigüedad llamada Egeria, unos años antes, en esa misma fecha, se había encontrado la reliquia de la Cruz del Señor. El gesto de la exaltación se realizaba el segunda día de la octava de la dedicación: en esa jornada, testimonia un libro litúrgico de la época, «se muestra solemnemente a todo el pueblo cristiano la venerable Cruz». Actualmente, el rito más característico de esta fiesta en la liturgia bizantina consiste en la elevación que hace el sacerdote de la Cruz por encima de todas las cabezas, bendiciendo al pueblo y dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales, mientras el coro canta cien veces la letanía Kyrie eleison en cada ostensión. Los fieles, después, pasan a venerar la Cruz y reciben una flor del conjunto que adorna el lugar donde reposa. Es tal el realce de esta solemnidad en el Oriente cristiano, que es considerada como una pascua otoñal.
En Roma, desde inicios del siglo VI, se conmemoraba el 3 de mayo una fiesta paralela: la Invención de la Santa Cruz. A mediados del siglo VII, en la basílica vaticana se adopta el uso procedente de Jerusalén de venerar un fragmento de la reliquia de la Cruz (llamado lignum crucis) el día 14 de septiembre. El Papa Sergio (687-701) trasladó dicha costumbre a la basílica laterana y la revistió de especial solemnidad, de tal manera que ya en el siglo VIII la fiesta se extendió también por todo el Occidente.
Si el árbol del Paraíso fue el lugar de la caída del hombre, el Señor ha previsto que la Cruz sea el nuevo árbol salvador.
En la liturgia romana, el prefacio de la Misa recuerda que si el árbol del Paraíso fue el lugar de la caída del hombre, el Señor ha previsto que la Cruz sea el nuevo árbol salvador «ut unde mors oriebátur, inde vita resúrgeret… para que, de donde tuvo origen la muerte, de allí surgiera la vida»[8]. Las lecturas subrayan la elevación de Cristo en el madero como un anticipo de la elevación en la gloria, y polo que atrae a todas las criaturas: «cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todo hacia mí»[9] La Cruz es el lugar del triunfo de Jesús, desde donde extiende su reinado contando con nuestra colaboración: «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!»[10].
San Josemaría llevaba siempre en el cuello un relicario en forma de cruz con un lignum crucis. Era una manifestación de su devoción a la Santa Cruz en el cumplimiento amoroso del deber de cada jornada. Existen innumerables gestos, incluso pequeños, que también sirven para expresar esta devoción en la vida diaria; por ejemplo, al bendecir la mesa y dar gracias hacemos la señal de la cruz: «Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados»[11].
Cristo Rey del Universo
La señoría de Cristo sobre el universo se conmemora de diversos modos en fiestas del año litúrgico como la Epifanía, la Pascua, la Ascensión. Con la solemnidad de Cristo Rey, instituida en 1925 por el Papa Pío XI en el contexto del avance de la secularización en la sociedad, la Iglesia nos quiere presentar con mayor claridad aún la soberanía de Jesucristo sobre toda la Creación, incluida la historia humana.
El reino de Jesús es, como nos señala la liturgia de la Misa, un Regnum veritátis et vitae; regnum sanctitátis et grátiae; regnum iustítiae, amóris et pacis[12]: verdad, vida, santidad, gracia, justicia, amor, paz. Son los valores que anhela con más fuerza el corazón humano, y a cuya realización podemos contribuir los cristianos. De modo especial, con las obras de misericordia dirigidas a los más pequeños, como se proclama en el evangelio propio del ciclo A: «tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis»[13].
Sin embargo, Jesús mismo nos advierte: «Mi Reino no es de este mundo»[14]. Su señorío se manifestará en plenitud con su segunda venida, gloriosa, cuando se instauren los nuevos cielos y la nueva tierra, y «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, lo sirva y alabe sin fin»[15] Ahora es el tiempo de la esperanza, de trabajar por su reinado, confiados en que la victoria final es suya.
Jesús es el centro de la historia: no solo la de la humanidad en su totalidad, sino también la de cada persona individualmente. Incluso cuando parece que todo está perdido, siempre cabe dirigirse al Señor, como hizo el bueno ladrón, según nos lo presenta el evangelio en el ciclo C[16] Cuánta paz da el hecho de que, a pesar de nuestro pasado, con el arrepentimiento sincero podemos entrar siempre en el Reino de Dios: «Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino”»[17] Esa petición de amor se plasma a lo largo del tiempo litúrgico cuando actualizamos en nuestra vida cotidiana lo que se celebra en la Misa. El Sagrado Corazón de Jesús, su Transfiguración, la Exaltación de la Santa Cruz y la solemnidad de Cristo Rey no solo jalonan el año, sino que llenan de contenido los días en que se celebran.
José Luis Gutiérrez
[1] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Domini, 22-V-2008.
[2] Ef 3, 17-19.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 170.
[4] Anastasio Sinaíta, Sermón en el día de la Transfiguración del Señor (Lectio altera del Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas del 6 de agosto).
[5] Mt 17, 5.
[6] San Josemaría, Santo Rosario, cuarto misterio de luz.
[7] Misal Romano, Prefacio de la Transfiguración del Señor.
[8] Misal Romano, Prefacio de la Santa Cruz.
[9] Jn 12, 32.
[10] Es Cristo que pasa, n. 183.
[11] Francisco, Enc. Laudato si’, 24-V-2015, n. 227.
[12] Misal Romano, Prefacio de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.
[13] Mt 25, 35.
[14] Jn 18, 36.
[15] Misal Romano, Oración colecta de la Misa de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.
[16] Cfr. Lc 23, 35-43.
[17] Francisco, Homilía, 24-XI-2013.