Ya a punto de concluir el año 2022, no queremos dejar de recordar a una gran poeta y voz femenina de la Generación del 27, Ernestina de Champourcin (1905-1999), de cuyo regreso del exilio en México se han cumplido cincuenta años. Una mujer siempre fiel a sí misma y a sus temas recurrentes: Dios, el amor y la poesía. Siempre defendió que la poesía es una vocación “que se tiene o no se tiene”. Se atrevió a hablar de Dios cuando muy pocos lo hacían y, de hecho, dos años antes de su regreso del exilio en México, donde vivió treinta y tres años, publicó en 1970 una antología encargada por la Biblioteca de Autores Cristianos y titulada Dios en la poesía actual. En ella recogía una selección de poemas de diversos poetas españoles e hispanoamericanos, desde el mayor Unamuno (1864) al menor Carlos Murciano (1931). En todos ellos se muestra un anhelo de trascendencia, de búsqueda, de encuentro con Dios, o a veces incluso de rebeldía, a través del lenguaje poético.
Ernestina de Champourcin es, posiblemente, la primera mujer poeta de “Las Sinsombrero”, vinculadas a la Generación del 27, que recibieron este nombre por quitarse el sombrero como gesto de rebeldía ante una sociedad que no reconocía sus méritos.
La poeta nació en Vitoria en 1905 donde su familia veraneaba ese año, aunque hasta la guerra civil vivió en Madrid. Gerardo Diego la incluyó, junto con Josefina de la Torre, en la segunda edición de Poesía española. Antología (Contemporáneos) publicada en 1934. Entre las mujeres del 27, fue la única que siguió publicando poemarios desde los 21 a los 91 años. Tras su matrimonio en noviembre de 1936 con el también poeta Juan José Domenchina, secretario particular del que sería presidente de la República española, Manuel Azaña, salen de España en febrero de 1939, cruzan la frontera francesa y parten al exilio mexicano al acabar la guerra, tras sus estancias en Valencia, Barcelona y Toulouse. Azaña dimite en febrero de 1939 en París. Ernestina simpatizaba con la causa republicana, lo que provocó el distanciamiento de su familia monárquica. Tras su crisis espiritual en la primavera de 1948, volvió a retomar la escritura poética abandonada tras dieciséis años desde 1936, año en que publicó Cántico inútil. En México trabajó como traductora, como medio de supervivencia. Tras su conversión, escribe poemarios de temática religiosa, ya preanunciada de algún modo, en su segunda novela María de Magdala publicada en México en 1943 y de la que nunca habló. Un cierto misterio envuelve esta novela sobre dónde y cuándo la escribió. Retoma la actividad poética. Entretanto, ha conocido el Opus Dei en México en torno a 1951 y ha descubierto su vocación. Posiblemente la nueva espiritualidad promovida por su fundador, el español Josemaría Escrivá, le ayuda a encontrar a Dios en el trabajo ordinario, reforzando su deseo de trascendencia descubierto en su crisis interior de 1948. Sus poemarios de esta segunda etapa se orientan hacia el amor divino. Nos referimos a Presencia a oscuras, publicado en Madrid en 1952, pero escrito en Washington en torno a 1949, tras el impacto que le produjo la lectura en inglés del bestseller La montaña de los siete círculos de Thomas Merton. A este autor le dedicaría una carta en su poemario de 1968. Luego seguirán libros como El nombre que me diste (1960), Cárcel de los sentidos (1964), Cartas cerradas (1968), Hai-kais espirituales (1968) y Poemas del ser y el estar (1972). Ernestina ha pasado en estos años de exilio en México, de un misticismo sensorial y estético de su primera etapa previa a la guerra civil, en que identificaba Dios y belleza, como se muestra en sus primeros libros En silencio (1926), La voz en el viento (1931) y Cántico inútil (1936), a un misticismo de corte existencial y religioso en el exilio. En esta primera etapa de amor humano y poesía pura se advierte la influencia de san Juan de la Cruz, de Juan Ramón Jiménez y Henri Bremond. El momento de su conversión lo describe así en sus apuntes personales del 17 de febrero de 1977: «Ego vocavi te nomine tuo», “a veces se me olvida que me llamó por mi nombre. Aquel 24 de marzo de 1947 o tal vez 1948. Si pudiera recordarlo… pero esas cosas trascendentales se me olvidan pronto ahora, ¿por qué?”.
Ella misma dice en carta a Carmen Conde del 7 de mayo de 1948: “me ha salido una voz nueva, clásica y mística que canta a pesar mío y a la que no puedo resistir”. Es la etapa del amor divino en su poesía. No experimenta el exilio de modo negativo a pesar de las estrecheces, sino que se siente bien en México. En una entrevista confiesa a José Hierro: “Yo soy la única persona, creo, que habla bien del exilio”. Hay un anhelo de trascendencia que se refleja en una poesía más existencial, fruto de sus vivencias interiores y de sus análisis psicológicos, ya presentes en sus dos novelas precedentes La casa de enfrente (1936) y María de Magdala (1943). Descubre a Dios que le busca en su propio ambiente. Si su pasión perenne había sido desde su adolescencia la poesía, en su madurez la ve reforzada por su vocación al Opus Dei, que no la saca de su lugar. Piensa que, escribiendo poesía, puede santificarse y santificar esa tarea poética. Josemaría Escrivá le animaba en su correspondencia a escribir, porque le decía que su poesía le ayudaba a él y a sus posibles lectores, a hacer oración. Ernestina comparte con su marido, Juan José Domenchina: “la poesía es un diálogo con Dios”. Y, por tanto, es, ante todo, oración.
Con su regreso a Madrid se inicia, sin embargo, un exilio interior. Sufre el cambio geográfico, la viudedad de Juan José Domenchina, fallecido en 1959 en México y las consecuencias de la vejez con el progresivo deterioro de la vista. De hecho, los últimos poemarios los dicta. Entonces rememora, el paraíso perdido de México donde se sintió feliz. En Primer exilio (1978) figura su poema “Saint Nazaire” en el que recuerda su viaje en el barco francés Flandre a Veracruz (México): Un ligero vaivén/ mece la pasarela/ y desfilamos mudos/ y lentos hacia arriba/ hay interrogaciones/en todos los semblantes/pero algunos sonríen/como recién nacidos/ Tras un miedo otro miedo/y también la belleza de ese mar que muy pronto/ perderá sus orillas/(…)/ Adiós a lo que fuimos./ Aunque tú me acompañas/ sé que roza mi hombro/ otro tú diferente.
A su vuelta se siente en un Madrid muy distinto al que había dejado en 1936, con escasa vida cultural, un ambiente social que le disgusta, inseguridad ciudadana y un mayor aislamiento. Le dice a una amiga mexicana en una carta de 1986: “Madrid es una especie de cárcel donde solo cuentas con la imaginación para volar”.
Esta etapa, según uno de sus mejores críticos, José Ángel Ascunce, autor del libro más completo de la obra poética de Ernestina hasta 1991, titulado Poesía en el tiempo, es la de la poesía de amor, de la evocación y el deseo. Para Ernestina en toda poesía está Dios, aunque no se le nombre porque según ella, la inspiración poética tiene origen divino. Sus libros de esta tercera etapa siguen siendo un diálogo personal con Dios, aunque no se traduzcan siempre en temática religiosa. Es más bien una presencia implícita, más sugerente que directa, más inefable que verbalizada. Es un modo poético de mirar la realidad desde una perspectiva trascendente. Es la poesía de una mujer cristiana del Opus Dei que hace poesía, más que una poesía religiosa. Poemarios como La pared transparente (1984), Huyeron todas las islas (1988), Los encuentros frustrados (1991), Del vacío y sus dones /1993) y Presencia del pasado (1996) cierran el amplio arco de una vida dedicada a la poesía.
Tras su regreso a España recibió diversos premios como el Euskadi de poesía en 1989, Mujer progresista en 1992 y fue nominada al premio Príncipe de Asturias de las Letras. Anualmente la Diputación de Álava convoca un concurso de poesía que lleva su nombre y la Universidad de Navarra el concurso Ernestina de Champourcin para promover estudios sobre la mujer. Diversos estudios y tesis doctorales sobre su obra ponen de manifiesto el interés de esta poeta que pretendió pasar desdibujada “entre los equívocos linderos de la vaguedad y la vagancia”, como escribía en su breve poética para la antología de Gerardo Diego.
En México había dejado una gran impronta cultural junto con la de otros muchos exiliados españoles acogidos por “La Casa de España”, que más tarde se llamaría “El Colegio de México”. Allí Ernestina participó en revistas fundadas por exiliados como Romance, Rueca, Gaceta para ellas, Las dos Españas, etc. Y sobre todo está pendiente de estudio su faceta de traductora, gracias a su dominio del inglés y del francés desde pequeña, que le facilitó poder sobrevivir económicamente en el exilio junto con su marido. Tradujo para la editorial de Rafael Jiménez Siles y luego para el Fondo de Cultura Económica, fundado por Daniel Cossío Villegas en torno a cuarenta libros. Ha sido una de las más destacadas traductoras españolas del siglo XX por su carácter trilingüe y por haber tratado variedad de materias. También trabajó como intérprete en congresos, lo que le permitió viajar a Washington donde visitó varias veces a sus amigos Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí.
En una entrevista en su casa en Madrid, le dijo al mexicano Luis Antonio Sánchez Ibarrola: “Quiero regresarme a México”.
Concluimos este breve reconocimiento a una gran mujer del 27 en su 50 aniversario del regreso del exilio mexicano, con un fragmento de uno de sus últimos poemas no incluido en libro:
“¡Qué hermosura de frutos si nadie los deforma!
Vivamos siempre ebrios de sabor y perfume,
Sin exigirle a nadie extraños rendimientos”.
Pensamos que el mejor homenaje que se le puede brindar a esta gran poeta, voz femenina e incontestable de la Generación del 27, con motivo de su 50 aniversario de su regreso del exilio, es publicar sus Obras Completas.
Magdalena Aguinaga Alfonso
Profesora de lengua y literatura y doctora en literatura española.