Durante la última Jornada Mundial de la Juventud, el Papa Benedicto XVI consideró la herencia recibida de las generaciones pasadas, y animó a los que le escuchaban a construir, con su vida cristiana firme, una sociedad y un mundo un poco más humanos[1].
Cada generación ha de pensar qué dejará a la sociedad, a los hombres que han de venir, qué hacer –y cómo– para que se encuentren mañana un mundo mejor. «La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cfr. Gaudium et spes, n. 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna»[2]. El mensaje cristiano permite reconocer la verdadera dignidad del hombre, y proporciona los medios para obrar de acuerdo a la verdad.
La sociedad necesita el espíritu evangelizador de la Iglesia, que nos transmite, siempre actuales, las enseñanzas de Jesucristo; y el Señor quiere –nos lo ha demostrado con el ejemplo de su vida– que los cristianos pensemos en quienes nos rodean, y sirvamos a la sociedad. Ahí está también el secreto de la felicidad cristiana: hacerse portador del mensaje de Jesús.
El apostolado, manifestación de la caridad
El Señor quiere que los cristianos pensemos en quienes nos rodean, y sirvamos a la sociedad. Ahí está también el secreto de la felicidad cristiana: hacerse portador del mensaje de Jesús
El apostolado nace precisamente de la conciencia de la misión de caridad a la que Dios nos llama. El cristiano es testigo de la caridad de Cristo entre los demás hombres y de la comunión. Por eso, el apostolado no puede convertirse en una técnica, ni en una estrategia para llevar las almas a Dios; tampoco consiste en un conjunto de deberes, pues desde el amor sale natural, y siempre se tiene presente que la eficacia es divina, aunque Dios cuenta con la disposición de las personas.
Caridad y apostolado van de la mano; es más, se puede decir que son inseparables, pues la caridad agudiza el ingenio para descubrir cómo mejorar la categoría del servicio a los otros. El mensaje recibido por San Josemaría también habla de la relación entre caridad y apostolado, y nos indica que ambas –la caridad apostólica, el apostolado vivido por amor– se identifican con la amistad: La caridad exige que se viva (…) la amistad[3].
En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor[4]. La virtud de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en el otro al hermano, a un hijo de Dios, hermano de Jesucristo; encuentra a Dios mismo que nos entrega su imagen hecha hombre para que la respetemos y le demos la honra debida. El apostolado, que tiende a identificarse con la amistad, no es sino venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo[5].
La caridad verdadera se distingue de la sociabilidad natural, y va mucho más allá de los lazos de sangre y de la camaradería entre amigos de diversión o de juego; también se distingue de la compasión que podemos sentir por la soledad y la miseria ajenas. Su medida es el amor que Cristo expresó en el “mandamiento nuevo”, el amor divino, un cariño como el que yo os he tenido y sigo manteniendo vivo, porque nace de las mismas entrañas de la Vida de la Trinidad. Un amor que no se para en los defectos físicos o de carácter, un deseo de estar con los hijos de los hombres que no ha frenado ni el pecado ni el rechazo ni la Cruz. La virtud de la caridad es el mismo Amor que Dios pone en el corazón del cristiano para asumir y elevar sobrenaturalmente los amores humanos, nuestros anhelos y aspiraciones.
El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor[6]. Parafraseando a San Juan, podríamos añadir que quien no ama tampoco conoce a su prójimo, porque no es capaz de reconocer la imagen de Dios en los demás. La falta de caridad embota tanto la inteligencia y las demás potencias que le hace insensible a los requerimientos del Señor, y le impide dar el justo agradecimiento al prójimo. Pero, lo que es todavía más grave, le imposibilita que el Señor lo reconozca en calidad de hijo suyo: es como si se impidiese a Dios tocar el alma de quien se ha cerrado completamente a la gracia.
La importancia de cada persona
La caridad adquiere su pleno sentido cuando nos ponemos al servicio de los demás; cuando aceptamos que la vocación cristiana consiste en ser un don para los otros, de modo que muchos encuentren a Cristo.
Es el ejemplo que Jesús mismo nos ha dejado, y del que nos hablan los testigos de su paso por la tierra: se alegra con las alegrías de sus amigos[7], y sufre ante su dolor[8]. Siempre tuvo tiempo para detenerse con los demás: se sobrepuso al cansancio para hablar con la samaritana[9]; se detuvo con la hemorroísa, cuando le esperaban en la casa de Jairo[10]; y en el dolor de la Cruz, entabla con el buen ladrón un diálogo que abre las puertas del Cielo[11]. Además, el suyo fue un cariño concreto: le vemos preocupado por el alimento de quienes le rodean, y poniendo los medios para atender esa necesidad material[12]; se interesa por que los discípulos descansen, y los lleva a un lugar apartado para gozar de su compañía[13]. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero en el fondo todos nos indican la categoría que Dios da a cada persona.
En esto se manifiesta la amistad, en poner en primer lugar a los demás, en dedicarles tiempo, es decir, trato personal. Esa fue la clave que nos dio nuestro Padre para mostrar a Cristo, y Jesús nos lo enseñó con su vida: siempre tuvo tiempo para dedicarse a cada uno, para detenerse con todos. La caridad conquista su verdadero sentido cuando la vida del otro se convierte en la prioridad de mi vida. Las personas que se acercan a un auténtico cristiano han de descubrir el amor personal de Dios, al palpar cómo se les trata, cómo se les valora, cómo se les escucha, cómo se tienen en cuenta sus virtudes, cómo se les hace partícipes de esta aventura sobrenatural.
¿Cómo ayudar a las almas en esa dirección espiritual que, quizá sin ese nombre, se da en el apostolado? Medita: los instrumentos más fuertes y eficaces, si se les trata mal, se mellan, se desgastan y se inutilizan[14]. Expresado en positivo, se trata de hacer ver a cada persona los talentos que ha recibido de Dios, y algunos modos de ponerlos al servicio de quienes le rodean; se estimula su iniciativa, como hizo Jesús con los apóstoles formándoles uno a uno, buscando que todos den lo mejor de sí; nos hacemos cargo de su situación, de sus imperativos familiares o laborales, situándonos en su lugar; compartimos los proyectos, los desafíos de la sociedad de hoy, la misión de la Iglesia y de la Obra en un mundo que clama sal y luz, aun sin saberlo.
Y todo ello, aderezado con la sal de la caridad. La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta[15]. La caridad está dispuesta a buscar el bien de todos, por eso requiere un corazón grande, generoso, que aprenda a superar los propios defectos y los ajenos, los enfados, el malhumor, las contestaciones desagradables. Es paciente, con fortaleza de espíritu: sabe esperar, no humilla, por amor soporta cualquier cosa. No murmura ni se goza en el dolor o en las contrariedades que sufren los otros, no intenta sobresalir. Tiene siempre a mano una palabra amable de comprensión y serenidad.
El valor de la amistad
San Josemaría ha dado un ejemplo de cómo ser amigos de nuestro amigos. El amigo, como han dicho los clásicos, es como otro yo. Alguien que nos ayuda a hacer más llevadera la vida, que nos acompaña en los apuros y comparte alegrías y penas. Es alguien con quien nos confiamos, porque de él podemos fiarnos. Solía decir que necesitamos apoyarnos los unos en los otros, para recorrer el camino de la vida, convertir en realidad nuestras ilusiones, superar las dificultades, gozar del producto de nuestros afanes.
«El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza», dijo San Ignacio de Antioquía
La amistad es algo que se comunica, que se nota, que se puede casi palpar: se siente que estamos en sintonía con el amigo, que hay afinidad, que nos encontramos a gusto. Para un cristiano, la amistad es asumida y elevada por la gracia; consiste, en definitiva, en comunicar a los otros la vida de Cristo. La amistad se transforma así en un verdadero regalo de Dios, inseparable de la caridad.
Cada cual debe profundizar en el valor que da a la amistad, para salir del limitado círculo de personas que trata. El cristiano ha de fomentar un sano espíritu de diálogo con todo tipo de personas, evitando que las propias opiniones le lleven a discriminaciones injustas, o que su modo de ser o decir se haga odioso para quienes piensen de modo distinto. Para lograrlo, es importante escuchar las razones del otro, interiorizar sus argumentos; de otro modo no habría verdadero diálogo, porque notarían que no nos interesa lo que dicen: es preciso saber mirar también desde su punto de vista.
Esto no significa transigir en cuestiones que no nos pertenecen, pues son de Dios, o que –por temor a contristar– se oculten o tergiversen las enseñanzas de Jesús. Una actitud así supondría engañar a quienes queremos, o cerrarles el camino a la única verdad que puede satisfacer plenamente sus corazones y aplacar sus inquietudes. Antes bien, la caridad de Cristo robustece las propias opiniones, al tiempo que sosiega el corazón y dulcifica los modos de decir. De esta forma, hacemos más cercano el mensaje de Jesús, portador de esperanza y salvación: al dar un consejo, o al corregir una actitud, el cariño hace que nuestras palabras no hieran, ni presupongan que se está juzgando al interesado; hace, en definitiva, que sean percibidas como lo que son: sincero deseo de que nuestros amigos sean felices.Se experimenta, entonces, la profundidad de aquellas palabras de San Ignacio de Antioquía: «El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza»[16]. Esa grandeza es la caridad de Cristo, pues las personas se acercarán a Dios no tanto por nuestros argumentos, sino sobre todo por lo que somos, con la gracia de Dios.
Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio[17].
[1] Cfr. Benedicto XVI, Discurso, 17-VII-2008; Homilía, 19-VII-2008.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 19-VII-2008.
[3] Conversaciones, n. 62.
[4] Forja, n. 565.
[5] Amigos de Dios, n. 226.
[6] 1 Jn 4, 8.
[7] Cfr. Lc 10, 21.
[8] Cfr. Jn 11, 35.
[9] Cfr. Jn 4, 6 ss.
[10] Cfr. Mc 5, 30-32.
[11] Cfr. Lc 23, 42-43.
[12] Cfr. Mt 14, 15-16.
[13] Cfr. Mc 6, 31.
[14] Surco, n. 391.
[15] 1 Co 13, 4-7.
[16] San Ignacio de Antioquía, Epistola ad Romanos, 3, 3.
[17] Es Cristo que pasa, n. 132.