Queridos hermanos y hermanas:
Seguimos con las catequesis sobre el discernimiento del espíritu: cómo discernir lo que sucede en nuestro corazón, en nuestra alma. Y después de haber considerado algunos aspectos de la desolación —esa oscuridad del alma— hablamos hoy de la consolación, que sería la luz del alma, y que es otro elemento importante para el discernimiento, que no debe darse por descontado, porque se puede prestar a equívocos. Nosotros debemos entender qué es la consolación, como hemos tratado de entender bien qué es la desolación.
¿Qué es la consolación espiritual? Es una experiencia de alegría interior, que consiente ver la presencia de Dios en todas las cosas; esta refuerza la fe y la esperanza, y también la capacidad de hacer el bien.
La persona que vive la consolación no se rinde frente a las dificultades, porque experimenta una paz más fuerte que la prueba. Se trata por tanto de un gran don para la vida espiritual y para la vida en su conjunto. Y vivir esta alegría interior.
La consolación es un movimiento íntimo, que toca lo profundo de nosotros mismos. No es llamativa, sino que es suave, delicada, como una gota de agua en una esponja (cfr. S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 335): la persona se siente envuelta en la presencia de Dios, siempre de una forma respetuosa con la propia libertad.
Nunca es algo desafinado, que trata de forzar nuestra voluntad, tampoco es una euforia pasajera: al contrario, como hemos visto, también el dolor —por ejemplo, por los propios pecados— puede convertirse en motivo de consolación.
Pensemos en la experiencia vivida por san Agustín cuando habla con su madre Mónica de la belleza de la vida eterna; o en la perfecta leticia de san Francisco —asociada además a situaciones muy duras de soportar—; y pensemos en tantos santos y santas que han sabido hacer grandes cosas, no porque se consideraban buenos y capaces, sino porque fueron conquistados por la dulzura pacificante del amor de Dios.
Es la paz que san Ignacio notaba en sí con estupor cuando leía las vidas de los santos. Ser consolado es estar en paz con Dios, sentir que todo está arreglado en paz, todo es armónico dentro de nosotros.
Es la paz que siente Edith Stein después de la conversión; un año después de haber recibido el Bautismo, ella escribe – así dice Edith Stein: «Cuando me abandono a este sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y que, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, va a impulsarme hacia nuevas realizaciones. Este aflujo vital me parece ascender de una actividad y de una fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí» (Psicologia e scienze dello spirito, Città Nuova, 1996, 116). Es decir, una paz genuina es una paz que hace brotar los buenos sentimientos en nosotros.
La consolación tiene que ver sobre todo con la esperanza, mira hacia el futuro, pone en camino, consiente tomar iniciativas hasta ese momento siempre postergadas, o ni siquiera imaginadas, como el Bautismo para Edith Stein.
La consolación es una paz grande, pero no para permanecer sentados ahí disfrutándola, no, te da la paz y te atrae hacia el Señor y te pone en camino para hacer cosas, para hacer cosas buenas. En tiempo de consolación, cuando somos consolados, nos vienen ganas de hacer mucho bien, siempre.
En cambio, cuando llega el momento de la desolación, nos vienen ganas de cerrarnos en nosotros mismos y de no hacer nada. La consolación te impulsa adelante, al servicio de los demás, de la sociedad, de las personas.
La consolación espiritual no es “controlable” —tú no puedes decir ahora que venga la consolación, no, no es controlable— no es programable a voluntad, es un don del Espíritu Santo: permite una familiaridad con Dios que parece anular las distancias. Santa Teresa del Niño Jesús, visitando la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a la edad de catorce años en Roma, intenta tocar el clavo allí venerado, uno de aquellos con los que Jesús fue crucificado. Teresa siente esta osadía suya como un arranque de amor y confianza. Y luego escribe: «Fui realmente demasiado audaz. Pero el Señor ve el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura […]. Actuaba con él como niña que se cree todo permitido y considera como propios los tesoros del Padre» (Manuscrito autobiográfico, 183).
La consolación es espontánea, te lleva a hacer todo espontáneo, como si fuéramos niños. Los niños son espontáneos, y la consolación te lleva a ser espontáneo con una dulzura, con una paz muy grande.
Una chica de catorce años nos da una descripción espléndida de la consolación espiritual: se advierte un sentido de ternura hacia Dios, que nos hace audaces en el deseo de participar de su misma vida, de hacer lo que le agrada, porque nos sentimos familiares con Él, sentimos que su casa es nuestra casa, nos sentimos acogidos, amados, revitalizados.
Con esta consolación no nos rendimos frente a las dificultades: de hecho, con la misma audacia, Teresa pedirá al Papa el permiso para entrar en el Carmelo, aunque sea demasiado joven, y le será concedido. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la consolación nos hace audaces: cuando estamos en tiempo de oscuridad, de desolación, y pensamos: “Esto no soy capaz de hacerlo”. Te abate la desolación, te hace ver todo oscuro: “No, yo no puedo hacerlo, no lo haré”. En cambio, en tiempo de consolación, ves las mismas cosas de forma diferente y dices: “No, yo voy adelante, lo hago”. “Pero ¿estás seguro?”. “Yo siento la fuerza de Dios y voy adelante”. Y así la consolación te impulsa a ir adelante y a hacer las cosas que en tiempo de desolación tú no serías capaz; te impulsa a dar el primer paso. Esto es lo hermoso de la consolación.
Pero estemos atentos. Tenemos que distinguir bien la consolación que es de Dios, de las falsas consolaciones. En la vida espiritual sucede algo similar a lo que sucede en las producciones humanas: están los originales y están las imitaciones.
Si la consolación auténtica es como una gota en una esponja, es suave e íntima, sus imitaciones son más ruidosas y llamativas, son puro entusiasmo, son un fuego fatuo, sin consistencia, llevan a plegarse sobre uno mismo, y a no cuidar de los otros.
La falsa consolación al final nos deja vacíos, lejos del centro de nuestra existencia. Por esto, cuando nosotros nos sentimos felices, en paz, somos capaces de hacer cualquier cosa. Pero no confundir esa paz con un entusiasmo pasajero, porque el entusiasmo hoy está, después cae y ya no está.
Por eso se debe hacer discernimiento, también cuando uno se siente consolado. Porque la falsa consolación puede convertirse en un peligro, si la buscamos como fin en sí misma, de forma obsesiva, y olvidándonos del Señor.
Como diría san Bernardo, se buscan las consolaciones de Dios y no se busca al Dios de las consolaciones. Nosotros debemos buscar al Señor y el Señor, con su presencia, nos consuela, nos hace ir adelante. Y no buscar a Dios porque nos trae las consolaciones: no, esto no va, no debemos estar interesados en esto. Es la dinámica del niño de la que hablábamos la vez pasada, que busca a los padres solo para obtener cosas de ellos, pero no por ellos mismos: va por interés. “Papá, mamá”. Y los niños saben hacer esto, saben jugar y cuando la familia está dividida, y tienen esta costumbre de buscar ahí y buscar aquí, esto no hace bien, esto no es consolación, eso es interés.
También nosotros corremos el riesgo de vivir la relación con Dios de forma infantil, buscando nuestro interés, buscando reducir a Dios a un objeto para nuestro uso y consumo, perdiendo el don más hermoso que es Él mismo.
Así vamos adelante en nuestra vida, que procede entre las consolaciones de Dios y las desolaciones del pecado del mundo, pero sabiendo distinguir cuando es una consolación de Dios, que te da paz hasta el fondo del alma, de cuando es un entusiasmo pasajero que no es malo, pero no es la consolación de Dios.