El pasado 15 de diciembre, a primera hora de la mañana, iba camino de la biblioteca, cuando pasé por detrás de un camión, que comenzó a dar marcha atrás, me derribó completamente, pasando por encima de mí. A los pocos segundos había mucha gente a mi alrededor mirándome, paralizados, sin saber qué hacer. Yo sólo quería levantarme e irme corriendo a estudiar, pero no podía moverme. Tenía la pierna totalmente girada y doblada. Al ver sus caras, supe que estaba muy mal y empecé a gritar que me sacaran de allí.
Hasta que, en ese momento, fui consciente de que la vida se me iba, de que me estaba muriendo
Cuando llegó la ambulancia le pregunté a una enfermera si iba a poder volver a andar y ella me contestó: “Claro que no, te acabas de partir la espalda”.
Empecé a desvanecerme, a apagarme, había perdido muchísima sangre. Pero, a pesar de la agitación que había en aquel vehículo, sentí muchísima paz. Cuando eres joven, piensas que vivirás 100 años, que la muerte es algo muy lejano. Al menos yo lo pensaba. Hasta que, en ese momento, fui consciente de que la vida se me iba, de que me estaba muriendo.
Mis padres, en la otra punta del país
Desde el hospital llamaron a mis padres para avisarles de que había tenido un accidente. Primero les dijeron que me había roto la pierna y, al cabo de las horas, conforme iban teniendo más datos, volvían a llamar añadiendo más cosas. El viaje en tren de Marbella a Pamplona se les hizo eterno. Se iban poniendo más nerviosos por momentos, ya que las noticias les llegaban con cuentagotas. Dicen que fue como si les hubieran puesto una venda en los ojos que les impedía ver la gravedad en la que me encontraba. Y, al entrar en el hospital, se les cayó al suelo.
Al llegar, mi madre le hizo una pregunta al médico y éste le contestó que eso no era relevante en ese momento, porque lo que estaban haciendo era intentar salvar la vida de su hija. Les dieron dos bolsas de plástico: una con mis pulseras y otra con mis pendientes. Mi padre pensó que les darían una tercera bolsa conmigo. Y de hecho fue un milagro que no fuera así.
La vida desde una cama de hospital
22 días en la UCI, cuatro operaciones y más de 12 roturas. El dolor te enseña a poner cada cosa en su sitio. Hay algunas insignificantes que, de repente, empiezas a valorar muchísimo. Por ejemplo, recuerdo que, desde el momento en que entré en la ambulancia, estuve pidiendo un vaso de agua y no me lo daban. Al despertarme en la UCI lo mismo, y nada. Hasta que un día me lo dieron y lo vi como “EL VASO DE AGUA”. Es una cosa muy simple pero que valoré tanto… Y así me fue pasando con todo, desde lo más pequeño a lo importante de verdad, como la amistad o mi familia.
Creemos que la vida se reduce a planes, a tiempo. Pero no; la vida es sobre todo amar, es servir, es disfrutar
He descubierto el valor de “perder el tiempo” pensando. Lo que eres, lo que tienes; una reflexión de la vida que nunca me había hecho y que me ha llevado a conocerme mejor y a ponerme metas. Metas que estoy disfrutando muchísimo. He aprendido a mirar hacia adelante y ver que hay mucha gente que está como yo, o en situaciones peores, que puedo ayudarles y pueden ayudarme, y eso es muy gratificante. Creemos que la vida se reduce a planes, a tiempo. Pero no; la vida es sobre todo amar, es servir, es disfrutar.
Tres cosas que comienzan por la letra “A”
Aunque vengo de una familia cristiana, siempre había visto la religión como algo impuesto, ajeno a mí, sin darle el sentido profundo que tiene. Desde el accidente eso ha cambiado.
La relación con Dios es algo muy personal. Cada uno tiene su momento para encontrarse con Él y yo me lo encontré debajo de un camión. Cuando estaba en el suelo, entre las ruedas, me sentí sostenida por Dios y me puse a rezar. Más adelante, en la ambulancia, noté que me moría. Y fue ahí cuando le dije a Dios que me abandonaba en Él y que fuese lo que Él quisiera, que yo quería vivir, pero que si Él quería que me muriese, no pasaba nada porque me sentía con una gran paz sostenida en sus brazos, y no me daba miedo morirme.
La relación con Dios es algo muy personal. Cada uno tiene su momento para encontrarse con Él y yo me lo encontré debajo de un camión
Durante los días en la UCI, el capellán del Colegio Mayor en el que vivo vino a verme cada día y me traía la Comunión. Cuando me dieron el alta y salí del hospital, me di cuenta de lo mucho que me ayudaba poder comulgar, algo que nunca había valorado.
Ahora, ir a Misa cada día es una necesidad que tengo. El hecho de que sea algo que sale de mí y no del exterior, hace que mi relación con Dios sea mucho más íntima, más consolidada que antes. Ahora mi trato con Él es de tú a tú.
A partir de aquel día, mi vida ha dado un giro enorme. Procuro vivir haciendo tres cosas que comienzan por la letra “A”: Adorar (a Dios), alabar (a todas las personas que me cuidan, me vienen a ver y tengo cerca) y agradecer (todos los servicio grandes o pequeños que me prestan)”.
Mis cicatrices son un recordatorio de lo que soy
Si el primer milagro fue sobrevivir, el segundo ha sido que no tenga secuelas, ni siquiera unas muletas. Me he recuperado tan rápido que incluso he podido viajar a Tel Aviv este mes de junio con algunos compañeros de la universidad, como premio de un concurso de emprendedores e innovación.
La vida es un regalo que no nos pertenece. Por eso hay que disfrutarla y vivir con pasión cada momento, porque no sabemos hasta cuándo viviremos. ¡Quién me iba a decir a mí que me iba a atropellar un camión en la universidad! Era algo impensable, pero ocurrió. No me alegro de que me haya pasado esto, pero le doy gracias a Dios de lo que he aprendido gracias al accidente.
Hay una tradición japonesa, Kintsugi, que consiste en reparar con oro jarrones de cerámica que se han roto. Las roturas tienen más valor, te dan historia, te aportan un pasado. Eso son mis cicatrices. Y al final ese pasado forma parte de mí y es lo que hace ser como soy, lo que da valor a cómo soy. Como un jarrón de porcelana fina que cae al suelo, me rompí en pedazos y renací de cada una de mis cicatrices.