Las primeras convivencias de supernumerarias (España 1952-1957)

En este episodio, la historiadora María Luisa Galdón relata cómo fueron la primeras convivencias de supernumerarias en España entre 1952 y 1957. Galdón es coautora, junto a Julio Montero, del libro "Las mil primeras supernumerarias del Opus Dei".

A través del estudio de testimonios y relatos biográficos, Galdón reconstruye el impacto de estos encuentros, que ofrecían formación espiritual y doctrinal, además de ser un espacio de descanso, convivencia y encuentro con Dios. Antes de adentrarse en estas jornadas, la autora repasa los inicios de la labor de san Gabriel entre mujeres, para luego analizar cómo estas experiencias marcaron la vida de aquellas primeras supernumerarias.

María Luisa Galdón es historiadora y desde hace años se dedica al estudio de la historia de la mujer. Es coautora, junto a Julio Montero, del libro Las mil primeras supernumerarias del Opus Dei, en el que profundiza en las historias y testimonios de las primeras mujeres que se incorporaron como supernumerarias a la Obra.


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Al estudiar y escribir la historia de las primeras mil supernumerarias del Opus Dei en España, pude conocer detalles biográficos de cada una de ellas y adentrarme en sus historias personales. Tras leer muchos de sus testimonios y entrevistar a un buen grupo de estas mujeres, noté que un recuerdo común y especialmente vívido se repetía con frecuencia: el impacto y la ayuda que significó en sus vidas asistir a las convivencias de supernumerarias.

San Josemaría explicó en numerosas ocasiones que la actividad principal del Opus Dei consiste en ofrecer formación a sus miembros y a todas las personas que desean acercarse a sus apostolados. En una entrevista comentó que esa formación ofrecía «los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo». A través de ella se puede «conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia», lo cual «proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres».

Entre los medios de formación específicos que se organizan en la Obra están las convivencias anuales, cuyo objetivo primordial es el encuentro personal con Dios. Podríamos decir que este encuentro se despliega alrededor de tres ejes. Primero, el descanso que permite tomar distancia de las tareas del día a día y transcurrir un tiempo más exclusivo y distendido con Dios; después, el estudio y la asimilación de la formación, profunda y de calidad, que encienda y prepare para la propia misión de santificar el mundo en las propias circunstancias y acompañar a las personas hacia Dios; y, por último, la vida en familia, es decir, la convivencia fraterna, el servicio y cuidado mutuo, compartiendo intereses y afanes.

En este episodio hablaremos sobre las primeras convivencias de supernumerarias, que tuvieron lugar entre 1952 y 1957. Pero vamos paso a paso: primero explicaremos los inicios de la obra de san Gabriel entre mujeres; luego nos adentraremos en las primeras convivencias y compartiremos algunos detalles de esas jornadas, así como el impacto que tuvieron en aquellas mujeres.

Primeros pasos

Lo primero que debemos preguntarnos es cuándo y de qué manera comenzaron las actividades de la obra de san Gabriel entre las mujeres. Sabemos que, desde 1932, san Josemaría llamó obra de san Gabriel a las actividades formativas con personas casadas o abiertas al matrimonio. Años después, esta labor apostólica comenzó a consolidarse, primero entre los hombres y, más tarde, entre las mujeres.

A mediados de 1950, se organizó un día de retiro espiritual en el oratorio de la residencia Zurbarán, ubicada en Madrid, en el que participó un grupo de mujeres. El sacerdote José María Hernández Garnica predicó una meditación en la que explicó detenidamente en qué consistía la labor de san Gabriel y les habló de que cada una de ellas estaba llamada a la santidad en su vida cotidiana, acercando a sus maridos, hijos y amigas a Cristo; y convirtiendo sus casas en “hogares luminosos y alegres”.

Unos meses más tarde, a partir de enero de 1951, algunas mujeres comenzaron a pedir la admisión como supernumerarias. Muchas de ellas habían conocido el Opus Dei a través de sus maridos, novios, o por parientes cercanos, ya que la labor con hombres se había afianzado bastantes años antes. Otras, en cambio, se habían acercado a la Obra al participar en alguna actividad formativa o bien por diversas circunstancias.

No es fácil hacer generalizaciones, pero podemos señalar algunos rasgos comunes entre estas primeras. Al igual que la mayoría de las españolas de los años 50, eran una minoría quienes tenían estudios universitarios y apenas alguna ejercía trabajos profesionales fuera de su hogar. La mayoría habían estudiado en colegios dirigidos por religiosas, donde no era infrecuente que se planteara a las alumnas el "tema de la vocación". A grandes rasgos podemos decir que tenían una formación católica se basaba en la memorización del catecismo de la doctrina cristiana; vivirían las prácticas de piedad habituales (el rosario, visita al santísimo, etc.) y, al menos, la frecuencia de sacramentos que señalaban los mandamientos de la Iglesia.

Según muchos de los testimonios que recogimos, bastantes de ellas tenían inquietudes espirituales y un deseo de crecer en su vida interior. Por ejemplo, una recordaba: «Me acerqué a la Obra por la confesión. Pregunté a mi novio, que ya era supernumerario, si conocía algún sacerdote a quien pudiera acudir, y me habló de la residencia Zurbarán. El sacerdote era don José María Hernández Garnica, quien me hablaba mucho del amor de Dios». Otro testimonio menciona: «Yo iba buscando algo. Era muy feliz con mi marido, con mi vida, pero buscaba a Dios de una forma impresionante y no sabía dónde encontrarlo […] conocí a san Josemaría, me habló de Amor de Dios y además me dijo, “haremos muchas cosas buenas en Valencia, trabajaremos juntos” y aquello me llenó muchísimo».

Las primeras convivencias

A principios de los años cincuenta, la Obra crecía a buen ritmo, y se hacía necesario que todos tuviesen un buen conocimiento de la fe cristiana y del espíritu del Opus Dei. San Josemaría dijo, en una meditación del año 1954, «sin una adecuada formación, nada podemos hacer. La santidad y el apostolado: estos son los fines que nos proponemos (...) Y para lograr estos fines, necesitamos formación. Para nuestra santidad, doctrina. Para el apostolado, doctrina. Y para la doctrina, tiempo, un lugar oportuno, con los medios oportunos»[1].

Para el fundador, la tarea formativa del Opus Dei abarcaba los campos humano, profesional, doctrinal-religioso, espiritual y apostólico. Solía insistir en que la formación tenía un carácter permanente: «no termina nunca»[2], decía, porque se actualiza a lo largo de la vida. Las formas en las que se ofrecía eran variadas, algunas personales como la dirección espiritual y otras colectivas, como clases, círculos, retiros y convivencias.

Como ya adelanté en la introducción, quisiera detenerme en estas últimas: las convivencias.

En 1951, cuando se conformó un grupo más o menos numeroso de supernumerarias, san Josemaría encargó a María Cruz Tabernero desplegar la labor de san Gabriel impulsando en concreto las convivencias como algo fundamental. En una carta de Tabernero a Carmiña Cameselle, numeraria que se ocupaba de esta labor en Valencia, le anima a impulsar la asistencia: «que las señoras se ilusionen mucho con la “semana” (así se refería a las convivencias) y que vengan las más posibles» pues era la ocasión de que recibieran la formación que favorecía el crecimiento personal y el conocimiento entre ellas, ensanchándose de ese modo los horizontes de su vocación.

Para entonces, ya se contaba con la experiencia de convivencias con supernumerarios, que habían dado resultados muy positivos. Estos encuentros demostraban la importancia de reunirse, para descubrir, de manera tangible, el sentido de familia que caracteriza su vocación a la Obra.

Las cartas conservadas reflejan el gran interés de las supernumerarias por asistir a esos días de formación. Así lo testimonia una de ellas: «Cuando nos casamos nos fuimos a un pueblo de la sierra de Huelva –Cabezas Rubias– donde Carlos iba de médico titular y llevaba varias minas, y hasta una empresa forestal […]. Yo por mi cuenta, hacía apostolado, tenía una charla con jóvenes del pueblo y venían a casa a coser. […] Yo estaba sola, pero a mi manera hacía el apostolado que podía. En estos años de soledad el Señor me ha ido llevando por sus caminos y yo salía adelante con mis convivencias y cursos de retiro».

Sin embargo, como es de suponer, participar en las convivencias no siempre resultaba sencillo. Muchos testimonios mencionan las dificultades que debían sortear. En términos generales, hubo dos tipos de limitaciones: una cultural y otra de orden material. En cuanto a la primera, no era común en la década de 1950 que una mujer casada viajara sin su marido, y esto era considerado, al menos socialmente, como algo raro. En aquella España de los años 50, la libertad e independencia de la mujer estaban muy limitadas; por ejemplo, no podían comprar un billete de tren si no tenían mayoría de edad (por entonces situada en los 24 años), ni firmar un contrato de trabajo o abrir una cuenta corriente. Plantear a la familia (padres o maridos) la posibilidad de viajar solas y ausentarse del hogar durante una semana era, en muchos casos, sencillamente inconcebible. A veces, incluso con el consentimiento del marido, la oposición provenía de los padres, que consideraban esa ausencia como un abandono irresponsable del hogar y de las obligaciones familiares. En cualquier caso, el permiso del marido permitía la asistencia, aunque no evitaba en ocasiones la incomprensión por parte de la familia y del entorno social más cercano.

A las dificultades citadas de base cultural y de contexto social del momento se sumaban otras de carácter material. Por entonces, el sistema de transportes era muy deficiente en España: recordemos que en esos primeros años cincuenta aún se sentían los efectos de los destrozos materiales de la guerra civil y que la red de carreteras y ferrocarriles era muy limitada. Dependiendo de la ciudad de origen, llegar a la casa donde tenía lugar solía implicar un viaje que, en muchos casos, podía extenderse por más de un día. La mayoría de las veces, este trayecto se realizaba en tren. Además, para algunas mujeres, viajar solas en ese contexto suponía una preocupación añadida debido a la inseguridad de la época.

Estas circunstancias tuvieron un peso distinto en cada una. Las propias directoras entendían que en algunos casos la asistencia era tan difícil que lo prudente era no insistir y esperar a que se resolvieran las dificultades.

Por otro lado, se comprobaba que el haber asistido ya a alguna convivencia facilitaba el volver. La experiencia era muy positiva, especialmente para aquellas que vivían en ciudades donde aún no había centros de mujeres y recibían la formación por correspondencia y al compás de los viajes que realizaban las numerarias desde Madrid, Córdoba, Valencia, Barcelona, Santiago o Zaragoza. Entendían la necesidad de la convivencia para conocer con más profundidad el Opus Dei y el contenido de su compromiso. En ese contexto se reconoce que merecía la pena el esfuerzo por la formación que recibían tanto doctrinal como espiritualmente, de conocimiento del espíritu de la Obra y, desde el punto de vista humano también, el descubrimiento de la fraternidad que les llevaba a sentirse en familia desde el primer momento. Por ejemplo, la autora del diario de la convivencia en Llerena (Sevilla) afirmaba: «De esta semana de convivencia la primera encantada soy yo misma. Es la primera a la que asisto, y no podía imaginarme que fueran tan necesarias y tan eficaces».

A pesar de estas dificultades, entre 1952 y 1957 se llevaron a cabo unas 17 convivencias para supernumerarias. La mayoría tuvieron lugar en Molinoviejo, una casa situada en Ortigosa del Monte (Segovia, España). También se hicieron en La Estila, una residencia universitaria en Santiago de Compostela, que contaba con una zona independiente; otras tuvieron lugar en Vallvidrera (Barcelona) y en Lerena (Huévar de Aljarafe, Sevilla), esta última era una finca de la familia de Dolores Díaz, la primera supernumeraria de Sevilla.

Atención y desarrollo de las convivencias.

El contenido de formación y la organización de cada convivencia corría a cargo de algunas numerarias y un sacerdote. Sobre éste recaía, al menos en un principio, la mayor parte de la formación impartida, tanto de manera colectiva (a través de clases y meditaciones) como personal (mediante conversaciones de orientación espiritual y confesiones). Las numerarias, por su parte, daban clases y charlas sobre el espíritu del Opus Dei y estaban disponibles para recibir confidencias de aquellas que lo desearan, que consistía en una conversación personal, confiada y de índole espiritual con algún otro miembro del Opus Dei, de forma periódica, buscando orientación en la vida interior y el apostolado.

El horario y desarrollo de las convivencias fue muy similar. Se llegaba la víspera por la tarde/noche; después de cenar y de hacer un rato de tertulia se iban a dormir. Además de la oración dirigida por los sacerdotes y la asistencia a la Santa Misa, la mayoría del tiempo se dedicaba a leer y comentar, algunos escritos de san Josemaría. Generalmente se hacía cargo de esto el sacerdote.

La formación abarcaba tanto la doctrina de la Iglesia como el espíritu y los modos apostólicos propios de la Obra. Sobre lo primero, se explicaba la doctrina sobre los sacramentos de la vida cristiana, la Misa como centro de la vida espiritual, el valor santificador del trabajo ordinario y la importancia de las virtudes humanas y de las sobrenaturales: caridad, sinceridad, laboriosidad, desprendimiento, etc. Con respecto a lo segundo, se impartían clases y sesiones donde se comentaban documentos de san Josemaría de carácter fundacional, sobre todo Instrucciones que eran unos escritos dirigidos sobre todo a personas del Opus Dei que contienen orientaciones e indicaciones de carácter operativo, consideraciones espirituales y doctrinales, etc.

Además de estos formatos, no hay que olvidar aquellos de estilo más informal, pero igualmente importantes: las tertulias y los momentos de conversación en los ratos libres. En estos espacios, se compartían narraciones y experiencias que construían los lazos familiares a menudo a través de canciones o relatos “históricos”, frecuentemente sobre la vida del Fundador o de algunos otros de los primeros años, como Isidoro Zorzano, quien había muerto con fama de santidad y cuyo proceso de canonización se había iniciado en 1948. A veces hablaban sobre los inicios del Opus Dei en otros países y nuevas labores apostólicas.

Además, durante esos días, las asistentes también disponían de tiempo para hacer deporte: «las más jóvenes y modernas juegan al tenis» recoge un diario; o se bañaban en verano, si la casa contaba con piscina. Sin embargo, eran más frecuentes los paseos por la finca y alrededores, que ofrecían una ocasión para comentar y preguntar informalmente a las numerarias las dudas que habían surgido en las clases o del estudio del catecismo.

La aportación de las primeras convivencias

Conocer el impacto que tuvieron las primeras convivencias sobre las mujeres que participaron no es tarea sencilla. Pero al menos quisiera detenerme en algunos fragmentos de los diarios de esos días que reflejan un poco el ambiente que se vivió en esas experiencias. En uno de ellos se anotó: «Muchas anécdotas ejemplares se podrían contar de esta Semana. Como siempre que se tienen más medios de conocer la Obra más de cerca, la gente se entusiasma».

Una característica que destaca de forma muy llamativa y es común a todos los diarios, es el ambiente de alegría, casi festivo, en el que discurrían estos días de formación, familia y descanso. Esos días constituían una oportunidad para cuidar de aquellas personas a través del servicio y la amistad.

Por otra parte, el descubrimiento más repetido en estas primeras convivencias por parte de las asistentes fue el de entender la Obra como una familia de carácter sobrenatural. En el diario de la convivencia de 1953 se recoge el comentario de Piluca, una chica joven (era la primera vez que salía de su casa sin la compañía de su familia), de Valencia, supernumeraria: «nunca creí que me iba a encontrar con tanto cariño y tan en familia». Como consecuencia se señala que «se nota un interés especial por hacer la vida agradable a las demás».

Abundan también los comentarios referentes a la vida cotidiana en que se desenvolverán estas mujeres al regresar a sus hogares. Es decir, estos días no son algo ajeno a su normalidad sino un modo de incidir decisivamente en ellas. El empeño en santificar ese contexto de normalidad lo recoge un diario: «[Marchan] con el deseo muy vívido de hacer realidad las palabras que el Padre ha escrito para ellas: hacer de sus casas hogares luminosos y alegres».

Otro indicador se refiere al interés con el que las participantes recibían la formación. Se registraba especialmente la buena disposición y actitud positiva. Por ejemplo, en uno de los diarios se anotaba «a medida que pasaban los días las clases tenían más expectación y no había nada que no tuviera interés».

Como fruto de esos días de oración, formación y vida en familia, crecía en ellas el deseo de extender el mensaje sobre la santificación de la vida ordinaria, entre sus familias, amigos, y conocidos. Ya en la primera convivencia se destaca que «tienen un afán de apostolado envidiable». La redactora de otro recoge: «Vamos de excursión a la ermita de la Virgen de Sonsoles y allí piden por todas aquellas hermanas nuestras de San Gabriel encargadas de sembrar la paz y la alegría por todos los confines de la tierra».

Las convivencias fueron también una oportunidad clave para iniciar apostolados y consolidar la labor con cooperadoras, dándoles un impulso que se mantendría a lo largo del tiempo. En estos primeros años, en concreto en 1954 y 1955, se planteó que las supernumerarias tomaran la responsabilidad directa y completa de esta labor, además de otros proyectos que fueron surgiendo.

Por último, llama la atención cómo durante las convivencias, al igual que en los demás medios de formación y en su orientación espiritual personal, se alentaba a las mujeres a actuar en sus respectivos ambientes. Frente a una educación que las relegaba, sobre todo a las casadas, a actitudes de sumisión, a ellas se les animaba a estudiar, rezar, formarse, leer, hablar en público y ayudar a otras amigas a impulsar tareas apostólicas. Quizá el rasgo común diferencial de este grupo de mujeres fuera su firme decisión para superar las dificultades que entrañaba asumir el modo de vida que les ponía delante su incorporación al Opus Dei: una especie de revolución silenciosa por la vía de los hechos. Tal como recomendaba san Josemaría en el punto número 1 de Camino:

“Que tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil.- -Deja poso.-Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. -Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.”

[1] Josemaría Escrivá de Balaguer, En diálogo con el Señor (edición crítico-histórica), Rialp, Madrid 2017, p. 106 (palabras de una meditación del 21-XI-1954)

[2] Palabras de un encuentro familiar de Josemaría Escrivá de Balaguer, 26-V-1972, citadas en Meditaciones, II, p. 718 (AGP, Biblioteca, P06).