Como en una película: «Mi Hijo amado»

Con su bautismo en el Jordán, Jesús sale al encuentro de todos los hombres y les abre el camino hacia su Padre. En su primer día de ministerio el Señor desvela el estilo con que viene a redimirnos: tomando nuestros pecados y compartiendo el amor de Dios por cada uno.

El pueblo de Israel se agita: hay un nuevo profeta. Siglos llevaba sin resonar la voz de Dios en la tierra de Judá con esa fuerza. Por eso la gente se estremece y se acerca a Juan, el Bautista: «Acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán» (Mt 3,5). Podemos representar ante nosotros la escena a vista de pájaro. Vemos a lo lejos la ciudad de Jericó, rodeada de palmeras. Y una cinta plateada, el río Jordán, que cruza por medio de un desierto seco y rocoso. Es fácil suponer que la gente se agolparía en su ribera, porque lejos del frescor del agua el calor se volvería insoportable. Allí aquella multitud escucha el sencillo mensaje de Juan: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (Mt 3,2). Sobre los corazones de aquella gente no pesa el cansancio del camino ni el ardor del sol: lo que les pesan son sus pecados.

Lágrimas amargas

La palabra de Juan atraviesa el espíritu de esas gentes que repasan en su conciencia todas aquellas faltas contra Dios. En la mente de algunos de ellos, judíos piadosos que conocían a fondo la Escritura, la voz de Juan les recordaría a las de los antiguos profetas. Como Jonás anunció en términos muy duros a los ninivitas la necesidad de arrepentirse y volverse a Dios, Juan Bautista reclamaba del mismo modo una genuina conversión. Los judíos arremolinados a la vera del Jordán pensarían, tal vez, como los antiguos habitantes de Nínive: «¿Quién sabe si Dios se dolerá y se retraerá, y retornará del ardor de su ira, y no pereceremos nosotros?» (Jon 3,9).

Esos hombres, que se saben pecadores, no se contentan con un arrepentimiento interno, por sincero que sea. Les quema dentro el dolor de sus pecados, y por ello se acercan uno a uno al profeta y «confesaban sus pecados» (Mt 3,6). Lo que nunca habrían dicho a otras personas, se lo confiaban a aquel desconocido, porque en él veían a un hombre de Dios. Muchos de ellos, al confesarse, llorarían con lágrimas tan ardientes y amargas como aquel desierto. Lágrimas que se mezclarían con el agua del río, en la que el profeta los sumergía por entero bautizándoles.

Juan predicaba «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1,4), pero bien sabía él que esa agua no podía llegar hasta el alma para limpiarla. Ellos solos no podían hacer más, confiaban en la promesa de Dios que decía: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros» (Mal 3,7). Se volvían tanto como podían, ¡y ojalá Dios se estuviera fijando en su aflicción y les trajese la salvación! Así lo deseaban ellos, y así también se lo prometía Juan, llenándoles de consuelo: «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). Un Espíritu y un fuego que les permitieran empezar de nuevo. El pueblo se arrepentía, lloraba sus pecados y los confesaba, y se sumergían en el agua suplicando al Señor que hiciese el milagro de sanar sus corazones. ¿Estaría Dios escuchando su lamento?

Cumplir toda justicia

Lejos del centro de la escena se encuentra un hombre que escucha las palabras de Juan. Podemos imaginárnoslo sentado sobre una piedra, con el manto sobre la cabeza para defenderse de la fuerza del sol. Su atención se dirige también a la gente que le rodea. Se fija en sus rostros llenos de dolor y de esperanza. Y va más allá. Con su espíritu penetra también sus corazones y conoce lo que hay en ellos. Ese hombre es el Verbo eterno «por medio del cual se hizo todo, y sin el cual no se hizo nada de cuanto se ha hecho» (Jn 1,3). El Verbo que en la plenitud de los tiempos «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Revestido de nuestra condición, igual en todo a nosotros menos en el pecado, atiende al clamor silencioso de esos espíritus penitentes.

Jesús se levanta de la piedra y se acerca a la fila que espera su turno para hacerse bautizar. Aunque no tiene pecado, se sitúa entre los pecadores, como uno más. Se muestra así «solidario con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le aceptamos en nuestra vida, él es capaz de levantarnos de nuevo y conducirnos a la altura de Dios Padre»[1]. Y una vez llegado a la orilla del río, se quita el manto y avanza hasta Juan, que espera en medio del agua.

Probablemente el Bautista habría soñado con el momento en que se encontraría a Jesús. Cierto es que de niños los dos primos –el hijo de Isabel y el hijo de María– se habrían visto en varias ocasiones, pero de eso ha pasado ya mucho tiempo. Ahora bien, lo que seguramente no se esperaba Juan era reencontrarlo en esta situación, de ahí que se sobresaltara, como ya hizo en el vientre de su madre: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14). Juan ha orientado toda su vida para preparar el camino a Cristo: su oración en el desierto, su rigurosa penitencia, su ardiente predicación… ¡Es él, Juan, el que necesita recibir el bautismo de Cristo, y no al revés! Pero el Señor, mirándole a los ojos, contesta seguro: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3,15). Esta frase pertenece al género de esas enigmáticas expresiones que usa Nuestro Señor y que nos dejan perplejos. ¿A qué se refiere con cumplir toda justicia?

Con frecuencia relacionamos la justicia con la severidad. Es verdad que la justicia puede ser severa cuando es necesario, pero en Dios justicia y misericordia son lo mismo. Para el Señor es de justicia atender la demanda de esos corazones afligidos que buscan el perdón de Dios. Cumplir toda justicia significa realizar la justificación de los pecadores. Que Dios es justo significa que es leal, que cumple con su palabra y que concede el perdón al que se arrepiente: «Apartad de vosotros los delitos que habéis cometido, renovad vuestro corazón y vuestro espíritu. ¿Por qué habríais de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie –oráculo del Señor Dios–. Convertíos y viviréis» (Ez 18, 31-32). Ha llegado el momento de cumplir las antiguas profecías. Con el bautismo de Cristo acaba el tiempo de las promesas, porque comienza el tiempo de hacerlas realidad.

Juan, obediente, bautiza al Señor como a uno más. Le sumerge en las aguas, y al hacerlo «se abrieron los cielos» (Mt 3,16). El agua en la que los judíos habían dejado sus pecados tiene un profundo significado: Cristo baja a lo más hondo de la miseria humana –representada en el agua– para abrir a todos el camino al Padre. Desde ese momento el agua en la que se sumerge se mezcla con el cielo que se abre y comunicará la gracia divina. Se ha inaugurado el Bautismo cristiano, el que da la vida eterna y perdona los pecados. Toda la justicia se ha cumplido: ahora los penitentes pueden ser bautizados en Cristo y quedar libres de las culpas que les pesaban.

Una voz imperceptible

En el primer día de su ministerio, después de treinta años de vida oculta, Jesús desvela el estilo con el que ha venido a redimirnos. «Nos dice que él no nos salva desde lo alto, con una decisión soberana o un acto de fuerza, un decreto, no: él nos salva viniendo a nuestro encuentro y tomando consigo nuestros pecados. Es así como Dios vence el mal del mundo: bajando, haciéndose cargo. Es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, com-padeciendo, compartiendo el amor de Dios. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros»[2].

Por el cielo que se ha abierto, como por una fisura, Dios entra en nuestro mundo: «El Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,16-17)». Dios se revela en este instante con claridad como Trinidad Santa: Padre –en la voz–, Hijo –en la carne asumida– y Espíritu –en la figura de la paloma–. Un único Dios en una trinidad de personas.

No parece que, salvo Juan, los judíos allí presentes percibieran esta manifestación de Dios, pero el milagro estaba hecho y ya actuaba entre ellos. Muy probablemente aquellos hombres penitentes no aspiraran a tanto. Ellos solo esperaban el perdón de sus pecados, pero se les brindó mucho más: Dios no solo quería perdonarlos, quería tenerlos junto sí, introducirlos en el misterio de su Trinidad de personas, que fueran sus íntimos. «Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad»[3].

A veces puede parecer que el misterio de la Trinidad es algo alejado de la vida de un cristiano. Pero volviendo a la escena del Jordán y viendo a Jesús salir de las aguas, recordamos que también nosotros salimos un día de las aguas del bautismo, hechos uno con Cristo –hijos en el Hijo–. También en ese momento descendió el Espíritu, con la promesa de la liberación definitiva, como la paloma representó para Noé la promesa de una nueva tierra. Y ese día resonó la voz del Padre sobre nosotros. Una voz que no oyeron los que asistían a nuestro bautismo, como tampoco la oyeron los judíos entonces. Pero una voz verdadera que dijo de nosotros, que ya estábamos unidos a Cristo, «este es mi Hijo amado, en quien me complazco». «Esta voz paterna, imperceptible al oído pero bien audible para quien cree, nos acompaña para toda la vida, sin abandonarnos nunca. Durante toda la vida el Padre nos dice: “Tú eres mi hijo amado, tú eres mi hija amada”»[4].

Este milagro permanece en el alma de cada cristiano en gracia. En todo lo que hacemos, allá donde nos encontremos y con quien estemos, vamos con Cristo, nos inunda su Espíritu y el Padre nos guarda. Toda la vida de piedad del cristiano está orientada a que cobremos conciencia de esto, a adquirir esa contemplación en medio de todas nuestras actividades. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. […] Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna. Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[5].


[1] Benedicto XVI, Homilía, 13-I-2013.

[2] Francisco, Ángelus, 10-I-2021.

[3] Es Cristo que pasa, n. 65.

[4] Francisco, Audiencia, 9-V-2018.

[5] Amigos de Dios, n. 306.

Miguel Forcada