En toda película hay momentos en los que la trama da un respiro al espectador. De este modo, le da tiempo para que pueda entender el argumento, deleitarse con la interpretación de los actores, maravillarse con la banda sonora, contemplar la fotografía… Puede que no sean partes tan importantes como otras para el desarrollo de la historia, pero ayudan a disfrutar aún más de la película en todo su conjunto.
Algo similar ocurre con ciertos episodios del evangelio. Jesús no se encuentra siempre pronunciando discursos a las multitudes u obrando grandes milagros. Algunas veces los evangelistas se detienen a mostrar cómo descansaba con los apóstoles o en uno de sus lugares preferidos: Betania. Ahí podía reposar porque en ese hogar se sentía especialmente querido y quizá podía descansar de las conversaciones que tenía con quienes se dedicaban a retorcer sus palabras para acusarle. «Nos metemos en aquella casa de Betania, cobijo abierto continuamente a Jesús; ahí, el Señor tiene un hogar, como os he repetido en tantas ocasiones; un hogar como el que debe encontrar en nuestros corazones, en nuestros centros, en nuestros sagrarios, porque le tratamos bien, y nos esforzaremos en esperarle y amarle más cada día. Me conmueve Betania; siempre me ha conmovido»[1].
Un ataque de nervios
Los evangelios nos cuentan que aquel lugar tuvo el privilegio de ver uno de los mayores milagros de nuestro Señor –la resurrección de su amigo Lázaro, después de cuatro días de su defunción–; es también donde Jesús nuevamente fue recibido cuando se hospedó en casa de Simón el leproso, seis días antes de su Pasión. Pero, sobre todo, muy cerca de Betania es donde Jesucristo ascendió a los cielos.
San Lucas nos habla de cómo transcurrió una de esas estancias del Señor en Betania, con la normalidad que caracteriza un encuentro entre amigos (cfr. Lc 10, 38). Jesús se dirigía a Jerusalén, pero cuando faltaban solo tres kilómetros decidió hacer un alto en el camino: «Entró Jesús en cierta aldea y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa».
Es fácil imaginarse la emoción que debió de invadir a Marta cuando Jesús aceptó su invitación. Pero a esa alegría le acompañaría también cierto nerviosismo. Como buena dueña del hogar, quería que la estancia del Maestro fuese lo más agradable posible, así que rápidamente se puso con los preparativos. Mientras, los invitados iban entrando. Jesús y sus acompañantes saludaron a María y a Lázaro y rápidamente se acomodaron. Llevaban unos cuantos kilómetros a sus espaldas y no veían el momento de tomar un respiro antes de llegar al ajetreo de Jerusalén. Sin duda Betania era el lugar más indicado.
Pronto Jesús comienza a hablar. Desconocemos el tema de la conversación, pero sí sabemos que María está sentada a sus pies, escuchando sus palabras. Se queda embelesada oyendo su voz amable. Entretanto, Marta sigue ocupada en el afán de agasajar al Señor como se merece. Siguiendo las costumbres, quiere dar a Jesús lo mejor: agua para los pies, aceite para ungir su cabeza... Se esmera para que lleguen los distintos platos, para que todo esté en orden, a la temperatura justa, para que no falte nada. Es el modo que tiene de expresar su amor al Señor. Pero el tiempo que tiene no le basta. Ve que no consigue llegar a todo, que las vasijas se acumulan y que quedan muchas cosas por preparar. Corre de un lugar a otro, pero experimenta la impotencia de no llegar a todo lo que ve que es necesario. Su estado de ánimo se angustia cada vez más. Mientras sigue realizando los servicios, continúa razonando para sus adentros. Se agobia por no llegar y, en un fácil cálculo, llega a la conclusión de que, si su hermana la ayudase, todo cambiaría. Marta tiene en su mente lo que queda por hacer; María, en cambio, está ajena a esa labor. A la preocupación, Marta añade la indignación de ver la pasividad de su hermana. Cada vez ve más claro que la solución de sus problemas está en la ayuda de María.
Y llega un momento en que Marta no puede más e irrumpe en medio de la conversación, dirigiéndose directamente al Maestro: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude». Marta es una mujer de carácter decidido y noble. Manifiesta claramente sus sentimientos, sin rodeos. En otra ocasión no tendrá ningún reparo en reprochar al Señor su ausencia: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (Jn 11, 21). Y ahora no le importa interrumpir y expresar al Señor su enojo delante de todos.
Marta podría haber disimulado su apuro, su desasosiego; podría haberse acercado discretamente a su hermana, procurando que nadie lo notase, y requerir su ayuda. En cambio, ha optado por dirigirse al Maestro y se siente «incluso con el derecho de criticar a Jesús»[2]. En cualquier caso, su petición parece de lo más razonable. Cualquiera de nosotros la habría hecho. Quizás a los circunstantes les pudo parecer una intromisión inoportuna, un reclamo hacia cosas de menor importancia cuando se estaban tratando cuestiones mucho más elevadas. Pero a todos les parecería muy justa la reivindicación de Marta y posiblemente más de uno se preguntara qué hacía María ahí quieta sin ayudar a su hermana.
Un reproche lleno de cariño
A la petición inquieta de Marta respondió la voz sosegada de Jesucristo: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada». El evangelio ha recogido este modo tan amable de responder del Señor. Cuando alguien pronuncia en una conversación el nombre de su interlocutor, está dando un acento de especial confidencia. En este caso Jesús lo hizo dos veces, lo que hace indicar el afecto que le tenía. El tono de su voz era de un cariñoso reproche, de una llamada a que se diese cuenta de algo que había pasado por alto.
¿Por qué Marta se lleva esta represión, si era la que estaba sirviendo a sus invitados? «Porque consideró esencial –explica el Papa Francisco– solo lo que estaba haciendo, es decir, estaba demasiado absorbida y preocupada por las cosas que había que hacer. En un cristiano, las obras de servicio y de caridad nunca están separadas de la fuente principal de cada acción nuestra: es decir, la escucha de la Palabra del Señor, el estar –como María– a los pies de Jesús, con la actitud del discípulo»[3].
Jesús entendía el problema de Marta. Por eso no le pidió que cambiase externamente, que dejase todo lo que tenía entre manos y se sentase a escuchar. ¿Cómo habrían podido comer y descansar del viaje el resto de acompañantes? El cambio que le pidió era principalmente interno, le invitaba a vivir sus quehaceres con otra actitud. Marta estaba haciendo muchas cosas, pero se había olvidado de lo más importante: Jesús estaba en su casa y ella… ¡no escuchaba sus palabras!
La narración del evangelista termina aquí. Pero nosotros podemos imaginar cómo prosiguió la escena. Tal vez María, al sentirse avalada por lo que había dicho Jesús, seguiría sentada a sus pies. Lo más seguro es que Marta continuara sirviendo, pero ya con otra actitud. Trabajaría sin perderse ni una sola palabra que salía de los labios de su Maestro. No olvidaría a quién tenía a su lado ni para quién estaba trabajando. Había aprendido cuál era el verdadero sentido de sus quehaceres: «La persona humana debe trabajar, sí; empeñarse en las ocupaciones domésticas y profesionales; pero ante todo tiene necesidad de Dios, que es luz interior de amor y de verdad. Sin amor, hasta las actividades más importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad sino Jesucristo?»[4].
Ese cambio de actitud que Jesús pidió a Marta –y a cada uno de nosotros– solo es posible a través del amor. No es un simple esforzarse por poner más atención o esmero en las tareas de cada día: es trabajar sintiéndose mirado por el Señor. De este modo, el trabajo se convierte en un acto de amor constante, un “te quiero” continuo, que va más allá de lo que podamos repetir con nuestros labios o nuestros pensamientos. «Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[5] .
Eduardo Baura / Photo: Thimoty Eberly (Unplash)
[1] San Josemaría, Meditación 22-VII-1964.
[2] Benedicto XVI, Audiencia general 18-VII-2010.
[3] Francisco, Audiencia general 21-VII-2013.
[4] Benedicto XVI, Audiencia general 18-VII-2010.
[5] Amigos de Dios, n. 307.