¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
La vez pasada explicamos lo que proclamamos sobre el Espíritu Santo en el Credo. Sin embargo, la reflexión de la Iglesia no se detuvo en esa breve profesión de fe. Continuó, tanto en Oriente como en Occidente, gracias a grandes Padres y Doctores. Hoy, en particular, queremos recoger algunos fragmentos de la doctrina del Espíritu Santo desarrollada en la tradición latina, para ver cómo ilumina toda la vida cristiana, y en especial el sacramento del matrimonio.
El principal artífice de esta doctrina es san Agustín, quien desarrolló la enseñanza sobre el Espíritu Santo. Él parte de la revelación de que «Dios es amor» (1 Jn 4,8). El amor implica a uno que ama, a otro que es amado, y el amor mismo que los une. En la Trinidad, el Padre es quien ama, la fuente y principio de todo; el Hijo es quien es amado, y el Espíritu Santo es el amor que los une. Por lo tanto, el Dios cristiano es un Dios “único”, pero no solitario; su unidad es una comunión de amor. En esta línea, algunos han propuesto llamar al Espíritu Santo no “la tercera persona” singular de la Trinidad, sino más bien “la primera persona plural”. En otras palabras, Él es el Nosotros, el Nosotros divino del Padre y del Hijo, el vínculo de unidad entre diferentes personas, principio mismo de la unidad de la Iglesia, que es, de hecho, “un solo cuerpo” formado por muchas personas.
Como mencioné, hoy quiero reflexionar con vosotros en particular sobre lo que el Espíritu Santo tiene que decir a la familia. ¿Qué puede tener que ver el Espíritu Santo con el matrimonio, por ejemplo? Mucho, quizás lo esencial, ¡y trataré de explicarlo! El matrimonio cristiano es el sacramento de la entrega mutua entre el hombre y la mujer. Así lo pensó el Creador cuando «creó al hombre a su imagen: […] los creó hombre y mujer» (Gn 1,27). La pareja humana es, por lo tanto, la primera y más elemental realización de la comunión de amor que es la Trinidad.
Los esposos también deberían formar una primera persona plural, un “nosotros”. Estar uno frente al otro como un “yo” y un “tú”, y estar frente al mundo, incluidos los hijos, como un “nosotros”. Qué hermoso es escuchar a una madre decir a sus hijos: «Tu padre y yo…», como dijo María a Jesús cuando lo encontraron a los doce años en el templo enseñando a los Doctores (cf. Lc 2,48), y a un padre decir: «Tu madre y yo», como si fueran un solo sujeto. ¡Cuánta necesidad tienen los hijos de esta unidad, papá y mamá juntos, y cuánto sufren cuando esa unidad falta! ¡Cuánto sufren los hijos de padres que se separan, cuánto sufren!
Para responder a esta vocación, el matrimonio necesita el apoyo de Aquel que es el Don, de hecho, la entrega por excelencia. Donde entra el Espíritu Santo, la capacidad de entregarse renace. Algunos Padres de la Iglesia han afirmado que, siendo el don recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, el Espíritu Santo es también la causa de la alegría que reina entre ellos, y no temieron utilizar, al hablar de ello, la imagen de gestos propios de la vida conyugal, como el beso y el abrazo.
Nadie dice que esta unidad sea una meta fácil, mucho menos en el mundo actual; pero esta es la verdad de las cosas como las pensó el Creador y está, por lo tanto, en su naturaleza. Ciertamente, puede parecer más fácil y rápido construir sobre la arena que sobre la roca; pero Jesús nos dice cuál es el resultado (cf. Mt 7,24-27).
En este caso, ni siquiera necesitamos la parábola, porque las consecuencias de los matrimonios construidos sobre la arena están, lamentablemente, a la vista de todos, y los que más sufren son los hijos. ¡Los hijos sufren la separación o la falta de amor de los padres! De muchos esposos se puede repetir lo que María dijo a Jesús en Caná de Galilea: «No tienen vino» (Jn 2,3).
El Espíritu Santo es quien sigue realizando, en el plano espiritual, el milagro que hizo Jesús en esa ocasión, es decir, convertir el agua de la costumbre en una nueva alegría de estar juntos. No es una ilusión piadosa: es lo que el Espíritu Santo ha hecho en tantos matrimonios cuando los esposos han decidido invocarlo.
Por lo tanto, no estaría mal que, junto a la información de carácter jurídico, psicológico y moral que se ofrece en la preparación de los novios para el matrimonio, se profundizara en esta preparación “espiritual”, en el Espíritu Santo que hace la unidad. “Entre marido y mujer no metas el dedo”, dice un proverbio italiano. Sin embargo, hay un “dedo” que debe estar entre marido y mujer, y es precisamente el “dedo de Dios”: ¡el Espíritu Santo!