Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
A medida que nos acercamos a la Semana Santa, procuremos fomentar en nosotros el deseo de prepararnos lo mejor posible para esos días, en los que hacemos memoria y revivimos los acontecimientos centrales de la redención. Redoblemos los afanes de conversión personal, propios del tiempo de Cuaresma.
En su mensaje cuaresmal de este año, el Santo Padre invita a considerar que cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria[1].
El Señor bajó a la tierra para curar nuestra indigencia, que reviste formas muy diversas. Además de la pobreza material, que afecta a tantas personas, el Papa pone de relieve otras formas de miseria más graves, consecuencia del alejamiento de Dios: la miseria moral y la miseria espiritual. La primera se manifiesta en que muchos hombres y mujeres —sobre todo jóvenes— padecen una seria adicción —de hecho, una esclavitud— al alcohol, a las drogas, al juego, a la pornografía, originando una triste angustia en los propios interesados y en sus familias, que no saben cómo comportarse para ayudarlos. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera[2].
No olvidemos que, también con nuestra lucha personal, con nuestra vida, es necesario —lo será siempre— mostrar a esas personas la senda para recuperar la alegría y la paz; y ese camino pasa por el recurso al sacramento de la Penitencia. Tratemos de mejorar nuestras disposiciones personales al acercarnos a este medio de salvación instituido por Jesucristo, y comuniquemos a otros cómo beneficiarse de la misericordia divina.
Éste es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente, el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana[3].
San Pablo instaba a los cristianos a revestirse de Nuestro Señor Jesucristo[4]; y precisamente en el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos[5], escribió san Josemaría. Movido por su ejemplo y sus palabras, don Álvaro también insistía en la necesidad de prepararse con delicadeza para recibir este sacramento. Vivía persuadido de que las personas escucharán las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, si se afanan —con empeño y con paz— en caminar por las sendas de la gracia, guiados por Dios. «Por eso —añadía—, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Sólo cuando media una amistad habitual con el Señor —amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante—, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí... (Mt 16, 24)»[6].
Ahora, cerca ya de la Semana Santa, podemos examinar cómo hemos aprovechado personalmente este medio de santificación, cómo lo estamos difundiendo entre nuestros conocidos, cómo lo cuidamos a lo largo del año. La próxima canonización de Juan Pablo II me recuerda con cuánta frecuencia este santo Pontífice comentaba que los fieles de la Prelatura del Opus Dei han recibido el carisma de la Confesión: una gracia especial de Dios para acercar a muchas almas a este tribunal de misericordia y de perdón, y así recuperar la alegría cristiana. No cejemos en esta tarea de recurrir al perdón de Dios, de mantenernos en su amistad.
A medida que se acercaba la Pascua, crecía en don Álvaro la preparación para aprovechar el Triduo pascual. Nos decía en una ocasión: «Hemos de procurar ser uno más, viviendo en intimidad de entrega y de sentimientos, los diversos pasos del Maestro durante la Pasión; acompañar con el corazón y la cabeza a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen en aquellos acontecimientos tremendos, de los que no estuvimos ausentes cuando sucedieron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto por los pecados de cada una y de cada uno de nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima que nos conceda la gracia de entrar más a fondo en el dolor que cada uno ha causado a Jesucristo, para adquirir el hábito de la contrición, que fue tan profundo en la vida de nuestro santo Fundador, y le llevó a heroicos grados de Amor»[7].
Lógicamente, impresionaba a don Álvaro la liturgia del Jueves Santo; y lleno de esperanza, de gozo —también humano—, consideraba la entrega de Cristo por la Iglesia, por cada alma, manifestada en la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. Visitaba los Monumentos con ánimo de meditar y asumir el Sacrificio supremo de Jesús. Le gustaba pasar por las iglesias donde lo colocaban con mayor solemnidad, también con el deseo de prepararse mejor para dar una acogida constante a Dios en su alma.
Muy a menudo comentó que le removían las lecturas de los diversos oficios litúrgicos de esos días, y de modo muy particular la narración de la Pasión según san Juan. Recomendaba la lectura y meditación de la Pasión del Señor y la adoración de la Santa Cruz. Rezaba detenidamente el canto de las Lamentaciones, el Viernes Santo, y el Exsúltet, el pregón de la Vigilia Pascual.
En señal de agradecimiento y de esperanza, besaba con frecuencia el crucifijo que llevaba consigo en el bolsillo, o el que colocaba sobre la mesa de trabajo. Tratemos a Jesús con verdadero cariño de enamorados, como hacía don Álvaro de acuerdo con el consejo de nuestro Padre: tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también[8]. He comprobado que este modo de proceder contagiaba a otras personas, que acababan imitándole en esas prácticas llenas de piedad recia y cristiana naturalidad.
Los recuerdos del primer sucesor de san Josemaría, precisamente en el año de su beatificación, pueden muy bien servirnos para avanzar en la piedad personal; ahora, en concreto, preparándonos para recorrer con amor y gratitud la Semana Santa. «Meditemos a fondo y despacio las escenas de estos días. Contemplemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, miremos cómo busca en la oración la fuerza para enfrentarse a los terribles padecimientos, que Él sabe tan próximos. En aquellos momentos, su Humanidad Santísima necesitaba la cercanía física y espiritual de sus amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? (Mc 14, 37). Nos lo dice también a ti y a mí, que tantas veces hemos asegurado, como Pedro, que estábamos dispuestos a seguirle hasta la muerte y que, sin embargo, a menudo le dejamos solo, nos dormimos.
»Hemos de dolernos por estas deserciones personales, y por las de los otros, y hemos de considerar que abandonamos al Señor, quizá a diario, cuando descuidamos el cumplimiento de nuestro deber profesional, apostólico; cuando nuestra piedad es superficial, ramplona; cuando nos justificamos porque humanamente sentimos el peso y la fatiga; cuando nos falta la divina ilusión para secundar la Voluntad de Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo»[9].
En la escuela de san Josemaría aprendió don Álvaro a meditar la Pasión del Señor; y por eso —como he escrito— nos impulsaba a meternos más y más en el Evangelio, como un personaje más, traduciendo en oración personal las escenas que contemplamos. Así surgirá en nuestras almas el empeño poderoso de reparar, con corazón grande, por los pecados de toda la humanidad, y no sólo por las faltas propias. «Al meditar en la Pasión —nos confiaba en una carta de familia— surge espontáneo en el alma un afán de reparar, de dar consuelo al Señor, de aliviarle sus dolores. Jesús sufre por los pecados de todos y, en estos tiempos nuestros, los hombres se empeñan, con una triste tenacidad, en ofender mucho a su Creador.
»¡Decidámonos a desagraviar! ¿Verdad que todos sentís el deseo de ofrecer muchas alegrías a nuestro Amor? ¿Verdad que comprendéis que una falta nuestra —por pequeña que sea— tiene que suponer un gran dolor para Jesús? Por eso os insisto en que valoréis en mucho lo poco, en que afinéis en los detalles, en que tengáis auténtico pavor a caer en la rutina: ¡Dios nos ha concedido tanto, y Amor con amor se paga! Me dirijo a Jesús, contemplándole en el patíbulo de la Santa Cruz, y le ruego que nos alcance el don de que nuestras confesiones sacramentales sean más contritas: porque —como nos enseñaba nuestro Padre— sigue en ese Madero, desde hace veinte siglos, y es hora de que ahí nos coloquemos nosotros. Le suplico también que nos aumente el imperioso afán de llevar más almas a la Confesión»[10].
Al principio de la Semana de Pascua recordaremos con agradecimiento el aniversario de la primera Comunión de san Josemaría. Era el 23 de abril de 1912. Desde entonces, hasta el día de su marcha al Cielo, ¡cuántas veces Jesús sacramentado se alojó en el corazón y en el alma de este siervo bueno y fiel que fue nuestro Fundador! Así le preparaba con un derroche de gracias, para la misión que iba a confiarle en el seno de la Iglesia. Luego, el día 27, tendrá lugar la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II. En esa fecha, nuestra acción de gracias subirá al Cielo impregnada por el gozo de tener dos nuevos intercesores, que conocieron y amaron el Opus Dei cuando se encontraban en la tierra.
Seguid presentando al Señor todos los días mis intenciones, especialmente en el Santo Sacrificio del altar. Ahí estáis siempre todos y todas, con la Iglesia, con la entera humanidad. Y no cesemos de rezar —de querer, porque lo necesitan— por quienes se alejan o atacan a nuestra Santa Madre la Iglesia.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de abril de 2014.
[1] Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma, 26-XII-2013.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Cfr. Rm 13, 14.
[5] San Josemaría, Camino, n. 310.
[6] Don Álvaro del Portillo, Carta, 1-XII-1993.
[7] Don Álvaro, Carta, 1-IV-1987.
[8] San Josemaría, Camino, n. 302.
[9] Don Álvaro, Carta, 1-IV-1987.
[10] Don Álvaro, Carta, 1-IV-1987.