La gente convive y se reúne en lugares muy distintos: pisos de estudiantes, salas multiusos, clubes sociales, locales parroquiales, cafeterías, oficinas administrativas, centros comerciales… Cuando san Josemaría soñó con los centros de la Obra, tuvo que imaginar a cuál de estos lugares quería que se parecieran, y concluyó que lo más adecuado para el ambiente que buscaba de confianza, generosidad y cariño es una casa de familia, un hogar.
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Para conseguirlo, puso mucho esfuerzo e ilusión en perfilar un estilo propio de los centros, para que fueran verdaderos entornos familiares. Parafraseando unas palabras que escribió en los años 30, podría decirse que para los chicos o chicas de San Rafael que van a un centro de la Obra, “el centro no es el centro, es una extensión de su casa”.
Hoy en día, con las evoluciones propias de los cambios sociales, en la Obra se mantiene idéntica ilusión: convertir cada asociación juvenil o universitaria en un entorno acogedor y familiar, donde quienes viven o acuden allí a formarse puedan sentirse a gusto, como en casa.
¿Cómo se consigue esto? ¿Qué es lo propio de una casa de familia, de un hogar? Sin ánimo de hacer mucha filosofía, podemos decir que en una casa destacan tres aspectos.
En primer lugar, un hogar es un lugar en el que somos importantes por ser quienes somos, en el que se nos quiere y se nos escucha, donde lo nuestro preocupa y ocupa a los demás. En casa podemos equivocarnos, nos van a ayudar, nadie se va a reír de nosotros: interesan los aniversarios, las enfermedades, los exámenes, las tradiciones, y hasta las manías de cada persona.
En segundo lugar, un hogar es un equipo: todos participan y cooperan, todos tienen que aportar. A diferencia de otros lugares en los que reina el interés o el individualismo, en casa todos estamos por todos. Cada uno recibe lo que necesita, y aporta lo que puede dar.
Finalmente está el ambiente material. Un hogar es un entorno acogedor, cuidado, donde se percibe una mano que se anticipa a las necesidades de los otros y piensa en el bienestar de los demás. Tal vez no es el aspecto formal el más importante al principio, porque una sede material decorada con gusto cuesta dinero que no siempre se tiene a mano, sobre todo en los inicios. San Josemaría, por ejemplo, a falta de un lugar más adecuado reunía a los primeros chicos de San Rafael en una chocolatería cerca de la madrileña puerta de Alcalá.
Veamos cómo en los centros de la Obra se intentan plasmar estos tres aspectos.
Por lo que se refiere a la confianza, en los centros se procura que todas las personas que acudan se sientan comprendidas e importantes y que haya un verdadero interés por las preocupaciones de cada uno. Las personas de la Obra —entre ellos los directores y los sacerdotes— pretenden ser una ayuda eficaz en el desarrollo de la vida cristiana personal, en sintonía con el proyecto educativo que se lleva a cabo en cada centro, más dedicado en unos casos a lo académico y en otros a lo deportivo o lo artístico, etc. Siempre de la mano de los padres, especialmente en el caso de los menores de edad, para encauzar las inquietudes y solucionar las dificultades que se puedan presentar (familiares, académicas, de salud, etc.).
Junto con eso, san Josemaría siempre subrayó la importancia de las tertulias. Reuniones informales y sin guion, en las que todos participan con espontaneidad, compartiendo sus preocupaciones, sus alegrías o sus ocurrencias. Estas tertulias a veces derivan hacia lo cultural, lo cómico, lo lúdico o lo intrascendente, a veces también a lo sobrenatural. Se descansa del trabajo y se comparten vivencias, a menudo el contenido de lo que se habla es lo de menos; el peso está en el hecho de estar juntos, de compartir, de poder escuchar, aprender y entregarse a los demás.
En todas las casas, en cada familia, cada uno tiene algo que aportar. Incluso los más pequeños asumen tareas asequibles a sus posibilidades. En los centros de la Obra también se procura que todos participen en el servicio, con responsabilidad. Para eso se fomenta que los chicos y chicas de San Rafael, junto con los que viven allí, asuman encargos, hagan algún arreglo casero, preparen la organización de actividades como el voluntariado, aporten dinero con el que poner flores a la Virgen o llevar algún regalo en las visitas a gente sola o enferma, etc.
Don José María Hernández Garnica, uno de los primeros sacerdotes de la Obra, contaba que la primera vez que fue a la residencia de Ferraz, cuando era universitario, san Josemaría lo recibió con una sonrisa y, tras una breve presentación, puso en su mano un martillo y unos clavos, y le pidió que ayudase a colgar unos cuadros. Hoy en día sigue siendo así. Según el ejemplo de san Josemaría, en los centros se intenta que no haya meros “usuarios” o “asistentes”, sino personas implicadas y comprometidas, cada uno hasta donde quiera y pueda dar. Creo que todos los que hemos ido a centros de la Obra nos hemos visto en algún momento (a veces sin saber muy bien cómo ni por qué) pintando muebles, barriendo terrazas, ordenando bibliotecas o preparando unos bocadillos para la cena del sábado. Y es así como hemos experimentado la alegría de estar en nuestra casa, de ser útiles y de formar parte de algo nuestro pero más grande que nosotros.
En su carta sobre las modalidades de la vocación a la Obra, el Prelado ha recordado la influencia decisiva de las administraciones en la creación del ambiente de familia de los centros: “con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor”.
La gente se reúne —y Dios sale a su encuentro— en todo tipo de lugares. En los centros de la Obra se intenta que ese encuentro con los demás y con Dios se lleve a cabo en un clima de cariño y de familia. Para eso se subraya la confianza, se trabaja en equipo y se cuidan los detalles materiales, a fin de lograr espacios de comunión y encuentro, de acogida y escucha con la participación y el compromiso de todos, con la certeza de que hay más alegría en dar que en recibir.