Obediencia (Voz del diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer)

Voz «Obediencia» del diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que aborda la figura y la predicación del fundador del Opus Dei sobre esta virtud. Para el fundador del Opus Dei, la obediencia no se basa en razones humanas, sino en motivaciones teológicas, derivadas del marco trinitario e histórico-salvífico en el que la Escritura sitúa el significado y el alcance de la obediencia.

San Josemaría Escrivá de Balaguer

1. La obediencia en el contexto de la familia y de la sociedad civil.
2. La obediencia en el contexto de la comunidad eclesial.
3. Dimensión teologal de la obediencia cristiana.
4. La obediencia en la vida de san Josemaría.
5. El camino de la obediencia de los hijos de Dios en medio del mundo.
6. Obediencia, libertad y responsabilidad personal del cristiano.


La palabra “obediencia” indica el acto de obedecer, es decir, de cumplir o realizar la voluntad de otro. La obediencia presupone la autoridad del que manda, esto es, del que posea el derecho de imperar o aconsejar una conducta y que actúe dentro del ámbito de su competencia. Y, por lo que se refiere al que obedece, que cumpla ese mandato consciente y libremente, ya que, en caso contrario –es decir, el de quien hace lo que otro desea como consecuencia de una violencia física o moral– no estaríamos ante un acto de obediencia, sino ante una voluntad forzada. La obediencia es, en suma, un acto eminentemente interpersonal, con el que quien obedece hace propia la voluntad del que manda.

Pero el vocablo “obediencia” se usa también para indicar no un simple acto, sino una virtud, es decir, la cualidad moral de quien tiene un ánimo pronto para obedecer. La comprensión de la obediencia como virtud implica esa referencia a la libertad, de la que acabamos de hablar, pero, además otros factores; concreta- mente, la bondad moral de lo mandado. Cuando la persona que manda impera una conducta inmoral, la respuesta no debe ser la obediencia, sino, al contrario, negar- se a realizar esa acción y, dando un paso más, poner los medios para contribuir a que quien la imperaba cambie de modo de pensar, o al menos, deje de tratar de imponer esa conducta a otros.

San Josemaría nos transmite una doctrina teológica, espiritual y pastoral sobre esta virtud, vivida, meditada, predicada y difundida desde su experiencia cristiana y su llamada a santificarse en medio del mundo. De ahí su tono vital. Para exponerla, haremos referencia primero a los aspectos antropológicos de la obediencia, para pasar luego a los teologales y exponer finalmente algunos aspectos complementarios.

1. La obediencia en el contexto de la familia y de la sociedad civil

El hombre es un ser social por naturaleza: nace en el seno de una comunidad(la familia) y en ese contexto, y en el de la sociedad civil, crece y se desarrolla. El niño necesita de los padres no sólo para recibir el alimento corporal, sino también para ir conformando su personalidad y adquirir las luces y los valores que le permitirán afrontar las posteriores etapas de su vida. De ahí la responsabilidad de los padres, y también la de los hijos, que deben reconocer la autoridad de sus progenitores y dejarse guiar por ellos, en otras palabras, obedecer (cfr. ECP, 22-23, 27-29).

La obediencia está llamada a estar presente no sólo en la infancia y en la primera juventud, sino a lo largo de toda la existencia; no sólo en la familia, sino en otros muchos ámbitos. El ideal al que debe aspirar el ser humano es el de llegar a ser una persona madura, de carácter y de criterio (cfr. C, Prólogo y nn. 1 ss.), pero no el de convertirse en un ser aislado de los demás, encerrado en su propio modo de pensar y de actuar. El hombre es un ser esencialmente social y relacional. Un adecuado vivir humano implica conciencia de las dimensiones sociales de la persona, de la importancia de la sociedad no sólo como fuente de bienes que permiten satisfacer las propias necesidades, sino, sobre todo, como ámbito en el que la persona se despliega y realiza en la relación con los demás, en la amistad, en la participación en tareas comunes, en la solidaridad.

Todo esto sin olvidar que la sociedad humana implica pluralidad de funciones y tareas, diversidad en quienes la componen; más aún estructura, orden, jerarquía, autoridad. Y por tanto obediencia: “Jerarquía. –Cada pieza en su lugar. –¿Qué que- daría de un cuadro de Velázquez si cada color se fuera por su sitio, cada hilo de la tela se soltase, cada trozo, de madera del bastidor se separase de los otros?” (C, 624). La obediencia –con sus múltiples manifestaciones en el seno de la familia, en el ejercicio de la vida profesional, en la vida de relación y en los demás ámbitos de la sociedad civil– presupone, por parte de quien obedece, conciencia de la propia responsabilidad; pero también –e incluso primaria y precedentemente– una actitud de servicio al bien común por parte de quien manda, así como la existencia de un orden justo en la sociedad. Si esa actitud y ese orden justo faltaran, la obligación de obedecer podría quedar en entredicho, y transformarse en una invitación a resistir y a modificar ese orden, a lo que no puede permanecer indiferente ninguna persona noble y menos aún un cristiano, ya que “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo” (ECP, 167).

La obediencia, una obediencia verdadera y plena –ejercicio de virtud–, implica sentido de la justicia, espíritu de servicio y docilidad, es decir, disponibilidad para cumplir lo que justamente ha sido manda- do. Y también humildad, reconocimiento de la limitación de la propia inteligencia – ningún ser humano posee la totalidad del saber, ni especulativo, ni práctico– y, en consecuencia, la apertura a escuchar a los demás y a admitir que existan otros a quienes corresponda dar orientaciones e incluso mandatos. De ahí que a la obediencia se oponga el egoísmo: “¡Parece mentira que se pueda ser tan feliz en este mundo donde muchos se empeñan en vivir tristes, porque corren tras su egoísmo, como si todo se acabara aquí abajo! –No me seas tú de ésos..., ¡rectifica en cada instante!” (S, 296). “Te encuentras solo..., te quejas..., todo te molesta. –Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos, y porque no te acercas a Dios” (S, 709). Y, junto al egoísmo, la soberbia: “Si la obediencia no te da paz, es que eres soberbio” (C, 620).

De ahí que requiera una serie de características o propiedades que a san Josemaría le gustaba enumerar: sincera; sin reticencias ni comentarios indebidos; atenta, lo que significa “escuchar”; inteligente, poniendo en ejercicio el propio saber y la propia capacidad de iniciativa en servicio de la ejecución de lo mandado; pronta, sin dilación o retraso innecesarios; confiada; íntegra, etc. (cfr. ECP, 17 y 42, donde remite al ejemplo de san José; C, 616, 619, 623, 627; F, 231; S, 379, 380, 572, 578).

Los tratados de ética y de teología moral se han ocupado copiosamente de diversas cuestiones relacionadas con la obediencia, sea en referencia a esta virtud, sea al hablar de la justicia y del conjunto de las virtudes sociales, al analizar la naturaleza y fundamento de las leyes, al considerar los derechos y deberes de la persona en cuanto ser social, etc. Han desarrollado así una doctrina amplia, completada con una variada casuística (en qué casos es lícito no obedecer a un mandato, cuándo se puede –e incluso se debe– acudir a la objeción de conciencia...). Aunque en la predicación de san Josemaría no faltan referencias a esas cuestiones, no parece necesario entrar aquí en su consideración detenida; nos podemos, por eso, limitar a los principios generales ya esbozados.

2. La obediencia en el contexto de la comunidad eclesial

“Fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdady le sirviera santamente” (LG, 9). Fruto de esa voluntad divina es la Iglesia, signo y sacramento de una salvación destinada a la humanidad. Habiendo sido incorporado a la Iglesia por el Bautismo, el cristiano, varón o mujer, crece en el seno de la comunidad cristiana, en la que tiene acceso a la palabra de Dios y a esas fuentes de vida que son los sacramentos. La Iglesia es, como señala también el documento arriba citado (cfr. LG, 11), una comunidad organice structa, orgánicamente estructurada, con una configuración que, partiendo de la distinción entre sacerdocio común (sacramento del Bautismo) y sacerdocio ministerial (sacramento del Orden), comprende una diversidad de instituciones surgidas de la acción del Espíritu Santo y de desarrollos históricos. En la Iglesia hay, pues, una igualdad y fraternidad radicales, y al mismo tiempo una autoridad, una jerarquía. Y, por tanto, obediencia.

Aquí la enseñanza de san Josemaría está informada por un principio fundamental: el reconocimiento sincero de la asistencia que el Espíritu Santo presta a la Iglesia y, por tanto, la necesidad de actuar en todo momento con actitud de fe. De ahí que, más que de simple obediencia, habla de amor, de unidad, de fidelidad filial: “¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!” (C, 518). “Ese grito –«serviam!»– es voluntad de «servir» fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios” (C, 519).

Para concretar algo más lo que implica la obediencia en la Iglesia, podemos señalar dos campos fundamentales:

a) Ante todo, la obediencia de la fe (cfr. Rm 10, 16), la aceptación rendida de la fe que trasmite la Iglesia y, en ella, el magisterio ejercido por los obispos y particularmente por el Romano Pontífice. Se trata de verdadera obediencia, pues el contenido u objeto de la fe trasciende la razón humana, y por tanto reclama la adhesión profunda y confiada al magisterio eclesiástico (S, 275; F, 133, 581). Pero, de otra parte, trasciende el concepto de obediencia, pues no se trata de rendir la propia voluntad ante la de otro, sino de acoger un testimonio y, al hacerlo, abrirse a la verdad que ese testimonio trasmite, dejándose llenar de la “luz”, del “esplendor”, de la “seguridad”, del “calor” que la fe implica (cfr. C, 575).

b) Pero la Iglesia ha recibido de Cristo no sólo la misión de transmitir la verdad revelada, sino también la de guiar al cristiano, orientando su conducta para que cumpla todo lo que Cristo ha mandado (cfr. Mt 28, 30). Hay, por eso, en la vida de la Iglesia, mandamientos y preceptos (la Misa dominical, por ejemplo), que el cristiano está llamado a cumplir, y a cumplir “fielmente” (cfr. C, 522), y hay también consejos (la práctica de determinadas devociones, también por ejemplo), que deben ser recibidos y considerados con la atención y docilidad que su origen reclama. La disciplina eclesiástica es, por lo demás, amplia y deja un dilatado espacio a la iniciativa individual en todo lo referente a esa busca de la santidad y a ese ejercicio del apostolado a los que todo cristiano, en razón de su bautismo, está llamado.

En el seno de la Iglesia, en ocasiones como efecto de una inspiración especial del Espíritu Santo, en otras como fruto de la iniciativa de personas o de instituciones concretas, hay múltiples instituciones con finalidades apostólicas, educativas, asistenciales, etc., que en uno u otro campo desarrollan la misión de la Iglesia o contribuyen a ella. Todas estas instituciones poseen, más determinada, en algunos casos, menos definida, en otros, una estructura de gobierno, lo que conlleva relaciones de decisión y de obediencia. En los capítulos de Camino y Surco que san Josemaría dedica a la obediencia, se contienen diversos puntos que hacen referencia a esta realidad. Citemos tres que nos parecen significativos: “En los trabajos de apostolado no hay desobediencia pequeña” (C, 616); “¡Qué lástima que quien hace cabeza no te dé ejemplo!... –Pero, ¿acaso le obedeces por sus condiciones personales?... ¿O el «obedite praepositis vestris» –«obedeced a vuestros superiores?», de San Pablo, lo traduces, para tu comodidad, con una interpolación tuya que venga a decir..., siempre que el superior tenga virtudes a mi gusto?” (C, 621, citando Hb 13, 17); “No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado” (S, 375).

3. Dimensión teologal de la obediencia cristiana

Cuanto antecede es, sin duda, importante, pero si nos quedáramos ahí, permaneceríamos en la superficie de lo que la fe cristiana manifiesta respecto de la obediencia. El dato fundamental, y podríamos decir específico, del mensaje cristiano sobre la virtud de la obediencia está relacionado con la revelación del amor de Dios hacia los hombres, con la proclamación de su paternidad, de su atención a la criatura humana, a la que acompaña con amor de Padre en todas las circunstancias de su vida. La conciencia de esa paternidad, y de la correspondiente filiación, lleva al cristiano a asumir la propia existencia sabiendo que puede afrontar todo momento, toda tarea, viviéndola con conciencia de la cercanía amorosa de Dios, y por tan- to con actitud de amor, de adoración, de obediencia, de deseos de cumplir en todo instante la voluntad divina.

La virtud de la obediencia adquiere así los rasgos propios de una virtud general (S.Th., I-II, 9-104), de una virtud que hace referencia sobre todo a lo que determina la autoridad de la Iglesia, a quien tiene función de gobierno en los distintos ámbitos de la sociedad civil, a la totalidad de la existencia. Ya que, como escribe san Pablo, “no hay autoridad que no venga de Dios: las que existen han sido constituidas por Dios”, de modo que “quien se rebe- la contra la autoridad, se rebela contra el ordenamiento divino” (Rm 13, 1-2); lo que reclama que se obedezca también interior- mente, “no sólo por temor al castigo, sino también por motivos de conciencia” (Rm 13, 5). Siempre, claro está, que el mandato responda a la justicia y no se oponga al querer de Dios, ya que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). La obediencia es, en este sentido, una virtud general, puesto que impulsa a vivir de modo que “siempre y en todo” (C, 287) se busque agradar a Dios, cumplir su voluntad sea cual sea la vía a través de la que se nos manifieste. De ahí la exclamación que encontramos en Forja: “Ojalá pueda decirse que la característica que define tu vida es «amar la Voluntad de Dios»” (F, 48), porque en la identificación con la voluntad divina está la plena realización de la persona humana, y la fuente de la felicidad que, incoada en el vivir terreno, desemboca en la eternidad.

Esta comprensión teologal de la obediencia se completa, en san Josemaría, con dos consideraciones fundamentales. En primer lugar, la conciencia de la dignidad de la persona humana, no sólo criatura, sino hijo de Dios. De ahí un fuerte acento puesto en la relación entre obediencia y libertad: no hay verdadera obediencia sin libertad, y la libertad se realiza en relación al bien y, por tanto, incluye la obediencia cuando es a través del mandato como el bien se manifiesta. “Hemos de estimar especialmente la obediencia. Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural” (ECP, 17). “El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años –añade inmediatamente–, me ha he- cho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia (...) es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad. Y para saber llevarlo a cabo, hemos de ser humildes, hemos de sentirnos hijos pequeños y amar la obediencia bendita con la que respondemos a la bendita paternidad de Dios” (ibidem; cfr. AD, 28-31). La obediencia, y la obediencia delicada, llevada hasta el de- talle, no es señal de servilismo y de inmadurez, sino por el contrario, de “señorío”, de un dominio de la propia libertad, ordenándola al servicio, al amor y a la entrega (cfr. ECP, 19, 173).

La consideración de la obediencia como fruto de la libertad que tiene conciencia de su ordenación al bien, con todo lo que esto implica, se completa con la referencia a la identificación con Cristo, que hace que la obediencia cristiana esté entrañada en el misterio de la redención. “Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención” (LG, 3). En efecto, Dios, en su infinita sabiduría y bondad, creó y decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina y, como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó al poder de la muerte sino que llevó a cabo su designio según una modalidad redentora que pasa por la amorosa y obediente entrega a la muerte de su pro- pio Hijo, en oblación salvífica por todos los hombres (cfr. Rm 5, 19). Por eso, desde su entrada en el mundo (cfr. Hb 10, 5) hasta su muerte (cfr. Flp 2, 8), la vida de Cristo está marcada por una obediencia filial que nace de su amor al Padre (cfr. Jn 4, 34). En esta realidad radica el origen y el fundamento de la obediencia como virtud cristiana: en la libre, amorosa y confiada identificación con Cristo, y, en Cristo, con la voluntad redentora de Dios Padre.

Estas realidades constituyen el humus de las enseñanzas de san Josemaría sobre la obediencia. Comentémoslo glosando a continuación sus coordenadas.

a) Trinitaria e histórico-salvífica

Para san Josemaría, la obediencia no se basa en razones humanas, aunque éstas –como la eficacia, el orden, la disciplina o, incluso, la abnegación o el mismo amor– sean reconocidas y estimadas en todo su valor, sino en motivaciones teológicas, derivadas del marco trinitario e histórico-salvífico en el que la Escritura sitúa el significado y el alcance de la obediencia. Se trata de razones radicadas en la fe en Cristo: “El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento” (AD, 25) y, llegada su hora, “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), para dar así cumplimiento al designio del Padre. Cristo redentor obedece filial y amorosamente con el deseo de restituir al Padre la gloria lesionada por la ofensa de los hombres, y para ofrecer esta salvación perdida. Cristo se convierte así en el puente, en el arcaduz por el que el Amor de Dios fluye en el interior de los corazones que, reanimados por la caridad y correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo, aprenden a obedecer siguiendo las huellas del Verbo encarnado (cfr. ECP, 84). En esta respuesta humana, incoada en el fiat obediente de María (cfr. ECP, 173; AD, 25), se hace presente, de algún modo, el misterio de Jesús obediente, contribuyendo así con Él a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad. Desde las coordenadas del eterno proyecto creador y redentor de la Trinidad, y de su economía en la historia de la salvación por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, es como san Josemaría ilumina la lógica de esta virtud.

b) Cristocéntrica

La predicación del fundador del Opus Dei toma constantemente inspiración del texto evangélico, llevando al interlocutor a imitar y a tratar personalmente a Cristo. Su discurso adopta siempre una perspectiva cristocéntrica, en la que la obediencia apa- rece connotada por dos rasgos inseparables: su perfil cristológico y su virtualidad cristiconformadora.

El primero se apoya en un dato bíblico central: Cristo obedeció. La obediencia cristiana tiene su modelo en el Hijo de Dios, que se hace hombre y secunda con su vida el cumplimiento del designio salvífico del Padre. Dos son los textos neotestamentarios más recurrentes en su predicación: Lc 2, 51 y Flp 2, 8. Para san Josemaría, la obediencia caracteriza de modo tan central la existencia de Cristo, que adquiere la categoría de síntesis biográfica: “Los Santos Evangelios nos han transmitido otra biografía de Jesús, resumida en tres palabras latinas, que nos da la respuesta: erat subditus illis (Lc 2, 51), obedecía” (ECP, 17). Todo el arco de la vida terrena del Hijo de Dios, desde que entra en el mundo por la Encarnación (Lc 1, 26), hasta que entrega su espíritu en la Cruz (Flp 2, 8), permanece bajo el signo de la obediencia filial, de una adhesión amorosa y rendida a la voluntad de Dios. Desde esta perspectiva, que tiene como trasfondo la escena del Calvario, los años de la infancia y juventud de Cristo, su obediencia oculta en Nazaret, resultan especialmente luminosos y elocuentes: “Miremos de nuevo el ejemplo de Cristo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas” (ECP, 17). El sometimiento del Hijo a los planes de Dios durante todo el tiempo de su vivir “ordinario” aparece, en su sobria normalidad, cargado de un significado salvífico que se desvela plenamente en el Gólgota: “con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor” (ECP, 21).

El segundo rasgo –virtualidad cristiconformadora– indica que Cristo obediente, plenamente identificado por amor a la voluntad de su Padre, no es sólo un mero ejemplo, sino un modelo que el Maestro interior –el Espíritu Santo– reproduce en la vida del cristiano con la colaboración de su libertad. En ese camino de identificación con Cristo, de “cristificación” (cfr. CECH, p. 268), que es la senda de la santidad, la obediencia tiene una especial función “cristiconformadora”: inclina a incorporar la propia voluntad a la adhesión amorosa y filial de Cristo respecto al querer de su Padre. La comprendemos así como la virtud por “la que respondemos a la bendita paternidad de Dios” (ECP, 17); y, por tanto, como una actitud de hijos, no de esclavos; como una actitud llena de señorío y de amor, no de servilismo.

Sin la obediencia no puede haber auténtico seguimiento ni plena identificación con Cristo, pues su ser Hijo se manifiesta  precisamente como adhesión amorosa al Padre. La obediencia es, en consecuencia, virtud central, eminentemente positiva y fe- cunda, que reproduce misteriosamente en el cristiano el núcleo mismo del misterio de Cristo, su sí filial y completo a Dios Padre. “Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum (Flp 2, 8). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo” (ECP, 21).

c) Filial y fundamentada en la fe, la esperanza y el amor

    La constante invitación de san Josemaría a mirar y a identificarse con Cristo, Hijo obediente del Padre, va acompañada de esta otra: la llamada a vivir una “obediencia rendida a la voluntad de Dios” (ECP, 19). Se trata de una disposición estable, de una apertura sin defensas, de una radical y completa adhesión al querer divino que ha de brotar del corazón de los hijos de Dios. La vida de Cristo no tuvo “otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios” (ECP, 21), y así ha de acontecer en la vida del cristiano.

    Este movimiento filial que implica la virtud cristiana de la obediencia se opone, en san Josemaría, tanto a la pasividad como al esfuerzo voluntarista. Es siempre el fruto de su engarce con los ejes de toda vida cristiana: las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo (cfr. ECP, 43). Como señala el que fue su primer sucesor al frente del Opus Dei, san Josemaría “amaba la obediencia porque la contemplaba en conexión con las virtudes más importantes: desde la fe a la caridad, des- de la humildad a la sencillez” (del Portillo, 1993, p. 197). La obediencia se apoya en las virtudes que acompañan la vida de la gracia y, en sinergia con ellas, caracteriza el obrar de los hijos de Dios. La virtud aparece así firmemente radicada en la vida teologal y lleva el sello y el dinamismo de su impronta sobrenatural.

    Para san Josemaría, la vida cristiana se teje con los hilos de fibras humanas y divinas: la voluntad de un hijo que, como la de Cristo, enlaza con la de su Padre Dios. En esta comunión de voluntades, la inclinación propia de la obediencia juega un papel clave. Ciertamente la respuesta filial –obediente– del cristiano al querer de Dios Padre exige sacrificio, entrega y, en ocasiones, renuncia. Sin embargo, la fuente de la que esa respuesta se alimenta no está en el sacrificio o en la renuncia –aunque éstos se precisen– sino en el amor, y por tanto en las virtudes teologales y en la acción del Espíritu Santo, que suscita la sintonía –que es “docilidad” (ECP, 130)– con el querer divino. Dios mismo, en definitiva, hace posible la respuesta filial y libre –obediente– a sus planes.

    La obediencia procede de una fe humilde y dócil, llena de una confianza en Dios, a la vez activa y rendida (cfr. ECP, 42), porque la voluntad divina “no se manifiesta con bombo y platillo” (ECP, 17), decía san Josemaría con expresión gráfica. De hecho, “a veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar aten- tos, para distinguir esa voz y serle fieles. En muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informa- dos, de si han entendido todos los datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer” (ibidem). La obediencia supera esas dificultades abriéndose al querer de Dios, que la mirada de fe –la “visión sobrenatural”– lleva a reconocer como Padre, de modo que el obedecer se configura según su forma propia, reproduciendo la fisonomía que la respuesta de amor adoptó en Cristo: el servicio a su Padre y a todos los hombres. “El Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? (…). Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas”(ECP, 19). La obediencia se edifica, además, sobre la esperanza, porque el cristiano sabe que su respuesta filial a Dios –aunque comporte sufrimiento– le permite pregustar, ya aquí en la tierra, el triunfo definitivo de Cristo: “si hemos imita- do a Cristo en hacer el bien –en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras mi- serias–, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere! (Lc 24, 34), que resucitó de verdad” (ECP, 21). Y finalmente sobre el amor, ya que “el secreto para dar relieve a lo más humilde, y aun a lo más humillante, es amar” (C. 418); “¿Que cuál es el fundamento de nuestra fidelidad? –Te diría, a grandes rasgos, que se basa en el amor de Dios, que hace vencer todos los obstáculos: el egoísmo, la soberbia, el cansancio, la impaciencia...” (F, 532)

    Para san Josemaría, la obediencia cristiana tiene su engarce en la vida teologal y se forja en su fragua, haciendo al cristiano capaz de vivir de un modo nuevo –divino– en la tierra: filial y confiadamente situado ante un Padre que lo busca personalmente y espera en todo momento la respuesta a su amoroso designio; con la alegre y serena certeza –apoyada en la promesa divina– de que, con su gracia, resucitará con Cristo si acoge hasta el fin la amable, aunque también exigente, voluntad divina. Por eso el cristiano mira siempre a Cristo. Y también a Santa María, porque la vida de la Madre de Dios, y la de su esposo san José, constituyen la realización más acabada de esa obediencia que tiene en Cristo la fuente y el modelo (cfr. ECP, 41-43, 173).

    4. La obediencia en la vida de san Josemaría

    San Josemaría fue un fiel “hijo de la obediencia” (1 P 1, 14). Su entera biografía estuvo marcada por la obediencia, de modo que su vida es inseparable de sus enseñanzas, y constituye un testimonio de primer orden y un criterio hermenéutico de lo que estas enseñanzas contienen. Desde el 2 de octubre de 1928, la obediencia de san Josemaría se forjó como paciente búsqueda, atenta y confiada escucha, amorosa acogida y correspondencia filial al carisma y a la misión que Dios le había desvelado y confiado. Desde entonces, se abocó enteramente al encargo divino (cfr. AVP, I, pp. 308 ss.).

    Por eso, su obediencia se manifiesta de modo particular durante la acogida, el despliegue y la realización del carisma fundacional, así como en su traducción canónica. Como señalan los estudiosos del ca- mino jurídico de la institución, la sumisión filial del fundador al plan divino significó, por una parte, “esfuerzo de coherencia con la inspiración originaria, como fidelidad a una luz inicial, que va poco a poco des- plegando sus virtualidades”, y, por otra, “implicó (...) mucho más: dejarse llenar del don recibido, encarnarlo en la propia existencia, transmitirlo a otros, defenderlo frente a posibles y reales incomprensiones. Y todo, sin cerrarse en sí mismo, sino, al contrario, abriéndose a la entera Iglesia, dejándose juzgar por Ella, ya que sólo en la Iglesia hay garantía de verdad, y sólo en y por la Iglesia toda concreta misión cristiana puede alcanzar su objetivo” (IJC, p. 15).

    En su respuesta al plan de Dios, san Josemaría puso la única aspiración de su vida.Con imagen familiar, decía: “Señor, tu borrico quiere merecer que le llamen el que ama la Voluntad de Dios” (Apuntes íntimos, n. 711, 28-IV-1932: AVP, II, p. 531). Este anhelo constituyó hasta tal punto el hilo conductor de su entera existencia que, en él, vida y obediencia a la vocación-misión divina se entrelazan y fusionan. En esa inseparable unidad formó también a numerosos cristianos y a los fieles –sacerdotes y laicos– del Opus Dei (cfr. del Portillo, 1993, pp. 197-199).

    5. El camino de la obediencia de los hijos de Dios en medio del mundo

    En conformidad con el camino fundacional y la proclamación de la vocación universal a la santidad y al apostolado que el carisma fundacional implica, san Josemaría recordó que el ámbito en el que Dios llama al cristiano corriente al seguimiento de Cristo es el mundo, el existir, vivir y actuar ordinario. Ahí se encuentra el lugar teológico –y no meramente sociológico– en el que Dios espera de los hombres una respuesta libre y obediente a su plan salvífico (cfr. CONV, 114). El camino de la santidad –y, por tanto, de la obediencia– del cristiano corriente, a imitación de lo que fue la obediencia de Cristo en sus años de vida oculta, atraviesa las condiciones ordinarias de su existencia mundana (cfr. ECP, 20-21). “Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejar- se de las circunstancias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su esta- do, por su profesión, por su situación en la sociedad” (ECP, 20). En este horizonte, el ejercicio de la obediencia adquiere rasgos y concreción eminentemente seculares y laicales, aunque no por eso menos exigen- tes: “Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los de- más hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo” (ECP, 17).

    Es un hecho, por lo demás, que los ámbitos de la existencia secular son muy variados: la familia, la vida profesional, la enseñanza, la política, la diversión. Y que cada uno de esos ámbitos tiene sus leyes propias, de modo que la obediencia presenta matices e implicaciones diversas en cada uno de ellos. En ese contexto, y teniendo presente cuanto enseñan la deontología y la teología moral, enseñó siempre que el cristiano debe no sólo respetar, sino cumplir, esas leyes, y proclamó que la actividad del Opus Dei se desarrolla en todo momento en plena coherencia con las le- yes civiles de cada país (cfr. CONV, 30). Todos los fieles del Opus Dei –al igual que los demás cristianos– deben “vivir el espíritu evangélico en el ejercicio de su profesión”, lo que “exige de ellos” que vivan “escrupulosamente la justicia y la honestidad”, cumpliendo “todas las leyes del país” y evitando “cualquier clase de partidismos o favoritismos” (CONV, 52)

    El camino de la obediencia en medio del mundo es, para san Josemaría, no sólo testimonio de hombría de bien y del sentido de la justicia, sino vía de auténtica santificación e, inseparablemente, de participación en la obra redentora que Cristo realizó mediante su filial sumisión al diseño del Padre. Con su obediencia en lo ordinario, los fieles laicos redimen con Cristo porque, al descubrir y acoger los requerimientos divinos que se esconden en la vida corriente, asimilan su voluntad al sí de Cristo al Padre y, como Él, dan su vida en amoroso servicio por sus iguales.

    6.  Obediencia, libertad y responsabilidad personal del cristiano

    La llamada a reconducir en Cristo la creación a Dios desde la misma entraña del mundo, determina que el campo propio y específico –aunque no exclusivo– en el que los fieles laicos han de vivir la virtud de la obediencia sea el ámbito temporal. En ese orden han de actuar con libertad y responsabilidad personales, es decir, con pericia profesional y con una conciencia bien formada, mediante el debido conocimiento de los principios de orden moral que la Jerarquía interpreta y enseña, y asumiendo en nombre propio la responsabilidad de las decisiones que adopten y de las actuaciones a las que preceden. Esa libertad y responsabilidad en lo temporal comporta que, junto a la unidad en la fe, se dé un amplio y legítimo pluralismo entre los laicos respecto a sus libres actuaciones personales en materias de tipo profesional, social, político, etc., ya que la doctrina católica no crea dogmas en materias opinables.

    Estamos ante una enseñanza constantemente pregonada en la vida y en el ministerio de san Josemaría: la obediencia del cristiano a Dios y a la autoridad de la Iglesia no está reñida con la libertad y la responsabilidad personal en el orden temporal; es más, la realización de los planes divinos en ese orden –a la que los laicos están convocados por llamada divina– pasa por una obediencia sobrenatural y, a la vez libre e inteligente, reflexiva, madura, responsable. La ilustraba así: “Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la Voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida. Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas” (CONV, 116-117). En toda su actuación temporal, el cristiano actúa con libertad personal y, por tanto, con responsabilidad también personal.

    María Pilar Río