Meditaciones: viernes de la 4.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la 4.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Juan Bautista es un mártir de la verdad; un corazón limpio para amar a Dios; buscar la gloria del Señor y no la propia.


CUANDO APENAS HAN regresado los apóstoles de su primera experiencia evangelizadora, el Nuevo Testamento nos relata la muerte de san Juan Bautista. Esta sucesión de hechos parece sugerir que la misión apostólica exige la misma vida, y que el martirio es la forma suprema de seguir a Jesucristo, por la semejanza entre ambas suertes1. Se nos ofrecen algunos detalles de la muerte de Juan, decapitado en uno de los palacios de Herodes durante la celebración del cumpleaños del rey. A causa de su predicación, valiente e incómoda, y a pesar de la alta estima que le guardaba Herodes, este lo había encarcelado. «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano» (Mc 6,18), había dicho el Bautista. Quien motivó su martirio fue Herodías, la mujer con la que convivía el rey y que odiaba a Juan.

Ciertamente, el compromiso con la búsqueda de la verdad es exigente y afecta a lo más profundo de nuestro ser. «La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz de la cual procede también el “Amén” litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, “verdadero”, es el Dios vivo»2.

La verdad plena la alcanzamos solo en Jesucristo, quien dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6); la verdad plena es ese encuentro que sacia sin saciar. Al compás de una vida santa, llena de la misericordia de Dios, la verdad crecerá más y más en nosotros. Herodes, y lo mismo le pasará a Pilato durante la Pasión, sacrificó la verdad para evitar complicaciones. Aunque tenía aprecio por Juan y le escuchaba con agrado, se dejó arrastrar por las circunstancias. Es Herodes, más que Juan, quien estaba realmente encadenado: le faltaba el amor fuerte que mueve la libertad hacia el bien y hacia la verdad.


EL MARTIRIO del Bautista tuvo lugar en un ambiente de frivolidad y venganza: un banquete y un baile que llevaron al juramento imprudente; el odio y la rabia de Herodías; la brutalidad de una decapitación. Frente a la fidelidad de Juan se alza una superficialidad que acaba con el asesinato de un hombre inocente.

Herodes desperdició la ocasión de escuchar las palabras y consejos de Juan. Dos años después se encontró con Jesucristo en la mañana del viernes santo y volvió a desaprovechar otra oportunidad. Aunque, entonces, «se alegró mucho de ver a Jesús» porque «había oído muchas cosas sobre él» (Lc 23,8), no reconoció al Salvador. Le miró con curiosidad pero sin apertura de corazón. Teniéndole delante, solo buscó más espectáculo, un hombre que le pudiera asombrar con algún milagro. Jesús, que dialogaba con todo el mundo, sin embargo, «con Herodes, veleidoso e impuro, ni una palabra: (…) ni aun la voz del Salvador escucha»3.

A Juan, Herodes lo decapitó; a Jesucristo, «le despreció, se burló de él poniéndole un vestido blanco y se lo remitió a Pilato» (Lc 23,11). La situación en la que vivía quizás esconde, detrás de una máscara de risas, un profundo vacío de amor, falta de dominio de sí, escasa sensibilidad para lo sobrenatural. Nosotros, en cambio, queremos mirar a Jesús con ojos limpios, con un corazón delicado y abierto a lo sobrenatural. Porque «este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón»4.


«ES NECESARIO que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), había dicho Juan a sus discípulos cuando le llegaron noticias de la predicación de Jesús. Su misión estaba cumplida: había visto y señalado al Cordero de Dios. Ya podía dar paso al Mesías, haciéndose a un lado para que Cristo pudiera crecer, ser escuchado y seguido. Con esta misma disposición de ánimo, realista y humilde, se enfrentó a su martirio. «Puesto que derramó su sangre por la verdad –escribe san Beda–, ciertamente la derramó por Cristo»5. Y con su testimonio precedió a la muerte del Señor.

El Bautista, «con la libertad de los profetas, reprendió a Herodes. Encarcelado por esta audacia, no se preocupó de la muerte, ni de un juicio cuyo fin era incierto, sino que, en medio de sus cadenas, sus pensamientos iban dirigidos a Cristo a quien había anunciado»6. San Josemaría veía en la actitud de san Juan un modelo para su vida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca»7. Esa discreción de san Juan, esa sincera búsqueda de la gloria de Jesús y no la propia, son los rasgos que le permitieron dar el supremo testimonio del martirio.

«La vida cristiana exige, por decirlo así, el “martirio” de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones»8. María, Reina de los mártires, presentará al Padre nuestro deseo de buscar la verdad y de compartir ese encuentro con valentía.


1  Cfr. Catecismo de la Iglesia, n. 2473: «El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte».
Francisco, Mensaje para la 52 jornada mundial de las comunicaciones sociales, 2018.
San Josemaría, Via crucis, I misterio doloroso, n. 3.
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 183.
San Beda, Homilía 23, libro 2.
Orígenes, Homilía 27, sobre san Lucas 2-4.
San Josemaría, Carta, 28-I-1975.
Benedicto XVI, Audiencia, 29-VIII-2012.