- Abrazar la Cruz con alegría.
«¿QUIÉN DICEN las gentes que soy yo?» (Lc 9,18). Parece, en un primer momento, que Jesús quiere conocer, por medio de sus discípulos, la variedad de opiniones sobre su figura. La respuesta no se hace esperar: «Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas» (Lc 9,19). Surgen todas las percepciones que habían llegado hasta sus oídos. Sin embargo, en un segundo momento, el Señor lanza otra pregunta que, esta vez, les deja más pensativos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20).
Se hace silencio. Las miradas se cruzan. Los apóstoles, que segundos antes opinaban todos a la vez, ahora parecen sumergidos en sí mismos, reflexionando. Quizá sienten algo de vértigo al entrar en su propio corazón. Porque esta pregunta exige una respuesta al centro profundo del alma, allí donde habita el Espíritu Santo. Es Pedro el único que responde: «El Cristo de Dios» (Lc 9,20). El «Cristo» significa literalmente el «ungido», el elegido de Dios para cumplir una misión. Y, en este caso, no un ungido más como otros de la historia de Israel, sino el Ungido por excelencia, el Enviado, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Se trata de una toma de posición siempre actual en la vida de cada persona. Aún conociendo con mayor o menor profundidad el cristianismo, y viviendo unas prácticas de piedad, podemos plantearnos siempre con novedad la pregunta que los apóstoles se hicieron en su interior: ¿quién es Jesús para mí? «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina»1.
DESPUÉS DE la confesión de fe de Pedro, la conversación se dirige hacia terrenos que debieron de ser muy sorprendentes para los apóstoles. Era una de las primeras veces que alguien proclamaba públicamente que Cristo era el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Y Jesús no lo niega, pero les pide, por el momento, guardar silencio sobre esto; y, a continuación, anuncia a sus discípulos el modo en que iba a llevar a cabo su misión salvadora. Les revela que «el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).
Cristo revela que la salvación no se hará por la fuerza. El Mesías no será un dominador al modo humano. Reinará, pero desde la cruz, que hasta entonces solo había sido el patíbulo donde se ejecutaba a los malhechores. Nos salvará, pero a través de la donación total de sí mismo en la Pasión. Jesús anuncia una lógica nueva, que no es de este mundo: la lógica del don y de la cruz. La cruz es cátedra de una nueva sabiduría, ante la que habremos de tomar partido: unos la rechazarán como absurda o escandalosa; otros la amarán y llegarán a abrazarla, pues entenderán que la cruz es la «fuerza de Dios» (1 Co 1,18) que libera del pecado y de la muerte.
Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios»2. La paradoja de la Cruz marca la vida cotidiana del cristiano, la llena de esa lógica superior, hecha de humildad y de entrega. «¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (…). Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él»3.
«LOS JUDÍOS piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 22-23). Este pasaje, de la Primera carta de san Pablo a los corintios, fue incluido por san Josemaría en un elenco manuscrito de 122 textos que solía meditar asiduamente a comienzos de los años treinta. Ya en esos momentos transmitía a los primeros que se iban acercando al Opus Dei que no es posible seguir a Jesucristo, querer colaborar con él en su obra salvadora, sin abrazar la Cruz. Al pensar en una cruz grande de madera que tenía en una habitación de la Academia DYA, la primera residencia del Opus Dei, escribió: «Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú»4.
La Cruz, paradójicamente, al estar unida a la vida de Cristo, es fuente de alegría; cuando la abrazamos dejamos que obre en nosotros la omnipotencia de Dios. «¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»5. Y esto lo podemos hacer no solo en momentos extraordinarios, con motivo de una enfermedad, de persecuciones o de una contrariedad grave, sino en cada momento de nuestra vida ordinaria: ser felices con las pequeñas cruces diarias. Poco antes de que culminara la Pasión, Jesús nos entregó a María como Madre. «Cor Mariae perdolentis, miserere nobis! Invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de todos los hombres de todos los tiempos»6.
1. Francisco, Ángelus, 19-VI-2016.
2. Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 18-IV-2019.
3. San Teodoro Estudita, Oratio in adorationem crucis.
4. San Josemaría, Camino, n. 178.
5. San Josemaría, Vía Crucis, estación XI.
6. San Josemaría, Surco, n. 258.