Meditaciones: sábado de la 18.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el sábado de la decimoctava semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la desesperación de un padre; recuperar la confianza en Dios; oración y fe.

- La desesperación de un padre.

- Recuperar la confianza en Dios.

- Oración y fe.


UN HOMBRE tenía un hijo que llevaba tiempo poseído por un demonio. En cualquier sitio se apoderaba de él y le arrojaba al suelo, le hacía echar espumarajos y lo dejaba rígido. Otras veces, incluso, le hacía tirarse al fuego o al agua. Como es lógico, esta situación hacía sufrir mucho a los dos. Probablemente habían hecho todo lo posible para lograr la curación, pero no habían logrado ningún resultado. Un día, sin embargo, el padre oyó hablar de los discípulos de un Maestro que, al parecer, obraban grandes milagros. Presentó a su hijo ante ellos pero, para sorpresa de todos, los apóstoles no consiguieron hacer nada: lo intentaron, pero les resultó imposible expulsar aquel espíritu (cfr. Mt 17,14-16).

Podemos imaginar la tristeza del padre. Aquellos hombres habían realizado toda clase de prodigios, pero justo fracasan cuando llega la hora de curar al muchacho. «¿Por qué me sucede esto? –se preguntaría– ¿Por qué son capaces de sanar a los demás y no a mi único hijo?». Quizá nos hemos encontrado alguna vez en una situación similar. Oímos que personas conocidas han recibido algún favor de Dios –un trabajo, la resolución de un problema, una alegría familiar–, mientras nuestra súplica parece no dar fruto. «¿Por qué Dios ayuda a los demás y no a mí?», podemos preguntarnos, como el padre del niño.

No hay una respuesta que pueda resolver completamente esta pregunta. Sin embargo, a veces Dios puede permitir ese aparente silencio para hacer más grande nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. En la Sagrada Escritura podemos ver también a muchos otros personajes a los que Dios no parecía escuchar su petición. Ellos supieron perseverar y se dejaron transformar cada día, aceptando la voluntad del Señor, sea cual sea. Y este fue, en muchos casos, el principal fruto que obtuvieron: el de saber amar con todo el corazón lo que Dios quería para ellos. Cuando, como el padre del muchacho, quizá se avecine la desesperación, «en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por él. (...) Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros»[1].


EL PADRE, al ver que ni siquiera los apóstoles lograban curar a su hijo, probó un último recurso: acercarse a Jesús. Lo hizo sin mucha esperanza, pues no quería volver a ilusionarse con una curación que parecía ya imposible. Por eso manifestó así su necesidad al Maestro. «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos». Cristo, conociendo sus dudas, respondió: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!» (Mc 9,22-23). «Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad»[2]. Este fue el primer milagro que obró el Señor: ayudar a ese padre a ser un testimonio de humildad y a recuperar la confianza en Dios.

Jesús, después de escuchar la súplica del hombre, «increpó al espíritu impuro diciéndole: “¡Espíritu mudo y sordo: yo te lo mando, sal de él y ya no vuelvas a entrar en él!”. Y gritando, y agitándole violentamente, salió» (Mc 9,25-26). Los apóstoles entonces le preguntaron por qué ellos no habían podido expulsarlo, y el Señor les dio una respuesta precisa: «Por vuestra poca fe» (Mt 17,20). Quizá los discípulos, al ver la violencia con que el espíritu atormentaba al niño, se habían llenado de temor o se habían sentido incapaces de un milagro tan grande. Vivir de fe no consiste tanto en ignorar el miedo o en tener una seguridad inquebrantable en uno mismo, sino en reconocer humildemente la necesidad de Dios y la grandeza de sus designios. «Es la fe la que nos da la capacidad de mirar con esperanza los altibajos de la vida, la que nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene nunca, no tendrá nunca la última palabra»[3]. Jesús tiene poder ante todo mal: solo espera un alma paciente y humilde, como aquel padre, para derrochar su fuerza sobre nosotros, de maneras que quizás no imaginamos.


SAN JOSEMARÍA solía decir que encomendar con fe una petición a Dios no exime al hombre de hacer cuanto esté en su mano para lograr lo que busca. La confianza en el Señor «no supone prescindir de los medios naturales convenientes para conseguir el fin propuesto. No; en cualquier empresa, junto a los medios sobrenaturales, resulta imprescindible poner siempre todos los medios humanos honrados que estén a nuestro alcance. Si esos fallan, se buscan otros y se aplican con la misma fe»[4].

Al mismo tiempo, en la vida del fundador del Opus Dei se puede ver la prioridad que daba a la oración, pues la consideraba «el cimiento de la vida espiritual»[5]. Cuando tenía un asunto que sacar adelante o que le preocupaba, pedía a sus hijos e hijas que rezaran con mayor intensidad. Tenía la seguridad de que la oración era siempre fecunda. Aunque no siempre percibiera directamente los resultados, sabía que en cualquier caso habría producido frutos en uno mismo, pues esa oración nos había acercado a Dios. Además, podía haber fructificado externamente también de un modo inesperado, en un lugar o en una persona no conocida.

Jesús pone una condición para que la oración sea eficaz: tener fe. Así es como los apóstoles podrán lograr lo imposible: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: “Trasládate de aquí allá”, y se trasladaría» (Mt 17,20). La Virgen María acogió con fe la palabra del ángel y permitió que Dios creciese en su seno. A ella le podemos pedir que interceda por nosotros para que sepamos presentar nuestras necesidades a su Hijo con la seguridad de que, sea cual sea el resultado, siempre habrá fruto.


[1] Francisco, Audiencia, 10-VI-2020.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 204.

[3] Francisco, Ángelus, 6-X-2019.

[4] San Josemaría, Apuntes de una meditación, 27-VIII-1937.

[5] San Josemaría, Camino, n. 84.