Meditaciones: martes de la 6.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el martes de la 6.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: guardarse de la levadura que acusa a los otros; ojos y oídos de misericordia; la mirada de la filiación divina.


LOS DISCÍPULOS suben a la barca con Cristo y queda atrás la incomprensión de los fariseos. El Señor quizás se ha embarcado con un poco de pena, por la dificultad que entraña muchas veces tocar el corazón del hombre. Y, tal vez, mientras se acomoda en el cabezal, entre redes y telas que usaría para protegerse de eventuales lloviznas, mira la orilla: muchas personas que ha venido a salvar, no han querido abrirle su alma.

«El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios– entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal»1. Nuestra tarea es eminentemente espiritual; se dirige a colaborar con la gracia en sanar lo más profundo del alma –primero la nuestra– para, después, poder ofrecer la misma medicina santa a quienes nos rodean. De ahí que Cristo llame la atención sobre la actitud de los fariseos y de Herodes. «Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes» (Mc 8,15), les dirá a sus apóstoles, una vez se alejan de la orilla.

Aquellos se fijaban solamente en lo exterior, en el cumplimiento de los preceptos, y entonces se habían acostumbrado a acusar a los demás. Pero «primero hay que quitar la viga del propio ojo, acusarse a sí mismo (...). Si uno de nosotros no tiene la capacidad de acusarse a sí mismo, y luego, si es necesario, decir a quien se deba decir las cosas de los demás, no es cristiano; entonces, no entra en esa obra tan bonita de reconciliación, pacificación, ternura, bondad, perdón, magnanimidad y misericordia que nos trajo Jesucristo (...). Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos: ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»2.


JESÚS MIRA con cariño a aquellos hombres que él mismo ha elegido. Tras haberles puesto en guardia frente a la levadura de los fariseos, les pregunta: «¿Por qué vais comentando que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis?» (Mc 8,17). Y ellos quizás se encogen de hombros, como respondiendo que no, que no alcanzan a seguir el hilo. Cristo añade: «¿Tenéis endurecido el corazón? ¿Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís?» (Mc 8,18).

El Señor establece una conexión entre el corazón, de un lado, y la auténtica capacidad de mirar y de escuchar, por otro lado. Cuando se endurece el corazón, todo se ve con ojos humanos, se escucha solamente lo que uno quiere oír; y, al final, se pierde el horizonte sobrenatural de la gracia. Puede suceder que estemos con Cristo en su barca, en su mundo, y que de igual manera nos invada el desánimo porque pensamos que nos faltan cosas o que todo debería ser diferente. Entonces, podemos contemplar la mirada y la escucha de Jesús, podemos considerar cómo su corazón estaba siempre abierto al diálogo con su Padre y a sentirse interpelado por quienes le rodeaban.

«¡Visión sobrenatural! ¡Calma! ¡Paz! –recomendaba san Josemaría–. Mira así las cosas, las personas y los sucesos..., con ojos de eternidad»3. Cuando nos asalte la tentación de convertirnos nosotros mismos en jueces de lo que nos rodea, podemos recordar que «estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida»4. Entonces desarrollaremos, poco a poco, una manera misericordiosa de mirar y de escuchar, cada vez más semejante a la de Cristo.


DURANTE la vida, con frecuencia experimentaremos nuestras limitaciones, incluso en los momentos de mayor cercanía con el Señor. «Estemos siempre serenos –escribía san Josemaría–. Si somos piadosos y sinceros, no habrá penas duraderas y desaparecerán del todo esas otras que a veces nos inventamos, porque no lo son objetivamente. Viviremos con alegría, con paz, en los brazos de la Madre de Dios, como hijos pequeños suyos, que eso somos. De cuando en cuando, cada uno tiene en su mundo interior un conflicto menudo, que la soberbia se encarga de hacer grande, para darle importancia, para arrancarnos la paz. No hagáis caso de esas pequeñeces. Decid: soy un pecador, que ama a Jesucristo»5.

El Señor previene muchas veces a sus discípulos para que no caigan en aquella visión solamente humana, desprovista de la verdadera magnitud que alcanza su misión salvadora. «Si nos ponemos ante Dios la perspectiva cambia. No podemos más que asombrarnos de que seamos para Él, a pesar de todas nuestras debilidades y nuestros pecados, hijos amados desde siempre y para siempre»6. La filiación divina «colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador»7.

Los discípulos se preocupan porque no tienen pan en la barca, pero Jesús les recuerda que están junto a él, y que los multiplica cuando quiere. Le podemos pedir a nuestra Madre afinar cada vez mejor nuestra mirada para ser cada vez más sobrenaturales, para tener ojos y oídos de hijo.


Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Planeta, Barcelona 2012, p. 50.
Francisco, Homilía, 11-IX-2015.
San Josemaría, Forja, n. 996.
Benedicto XVI, Homilía, 28-V-2006.
San Josemaría, Cartas 2, n. 15.
Francisco, Discurso, 6-XII-2021.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 65.