Meditaciones: martes de la 4.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el martes de la 4.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la fe humilde de la hemorroísa; el pecado y la muerte no tienen la última palabra; sentirse necesitados de la curación de Cristo.


DE CAMINO HACIA la casa de Jairo, se detuvo Jesús y, mirando a su alrededor, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Una multitud acompañaba al Señor. Todos querían estar cerca, escucharle, pedirle algún favor… Una mujer que padecía frecuentes hemorragias, que le hacían sufrir mucho y le impedían tener una vida normal, se acerca sigilosamente al grupo que rodea a Cristo. Después de mil intentos con todo tipo de tratamientos, el evangelista nos dice que había ido «de mal en peor» (Mc 5,26). La noticia de la llegada de Jesús enciende en su corazón una chispa de esperanza. Ella no pretende exigir nada, no quiere molestar al Señor, pero nace en su interior la fe en su poder de curación.

«Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28), piensa; tal era su disposición. Efectivamente, en cuanto lo hizo, la hemorroísa se curó. Casi podríamos decir que robó un milagro al Señor. Jesús, al sentir que «una fuerza» había salido de él, quiso que se supiera lo que había pasado, así que preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Todo invita a pensar que muchos estaban en contacto con él, pero solo esta buena mujer le «tocaba» de verdad. «Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa “tocó” sino que creyó?»1, comenta san Agustín. Todo sucede rápidamente, casi de manera instantánea. Ella se acercó, llena de vergüenza, pero «nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado»2.

Es envidiable la fe operativa y humilde de la hemorroísa. «Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo –decía san Josemaría–. ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él»3.


JAIRO, QUE ACOMPAÑABA a Jesús, fue testigo de la curación de la hemorroísa. Quizás estaba inquieto por la lentitud con la que avanzaban hacia su casa. Llegaron entonces mensajeros diciéndole: «Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?». Intervino entonces Jesús, tranquilizándole: «No temas, tan solo ten fe» (Mc 5,36). Momentos después, al acercarse a la casa, había un gran alboroto. El Señor hizo salir a la gente, entró en la habitación, y dirigiéndose a la niña le dijo: «A ti te digo, levántate» (Mc 5,41). E inmediatamente ella se levantó, como despertándose de un sueño profundo.

En el sacramento del perdón, Jesús nos dice a cada uno palabras semejantes: levántate, yo te perdono, no te desanimes, porque la gracia es mucho más fuerte que el pecado. Todos los que lloraban en la casa de Jairo pensaban que la niña había muerto. Pero delante de Jesús la muerte nunca es definitiva. El pecado nunca tiene la última palabra, porque la voz tierna y fuerte del Padre nos vuelve a llamar cuando hemos caído, diciéndonos: «A ti te digo, levántate».

Para la mirada de Cristo, la muerte no es más que un sueño. De un modo similar, si miramos con sus ojos a las personas que nos rodean, a las circunstancias y a las dificultades presentes en el camino, no perderemos nunca la esperanza; encontraremos motivos de optimismo también cuando humanamente todo parezca un callejón sin salida. Si miramos con esos ojos de Cristo hacia nosotros mismos y hacia los demás, descubriremos que siempre es momento de volver a la vida. Podemos aprender de Jairo a «creer con fe firme en quien nos salva (...). Creer con tanta más fuerza cuanto mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos»4.


LOS RELATOS de estos dos milagros, el de la hemorroísa y el de la hija de Jairo, están entrelazados. En ambos casos, la fe ocupa un lugar central, junto a la vida nueva que brota de Cristo. «De Cristo sale la vida a torrentes: una virtud divina. Hijo mío, –sugería san Josemaría– tú le hablas, le tocas, le comes todos los días: le tratas en la Sagrada Eucaristía y en la oración, en el Pan y en la Palabra»5.

La mujer venció su timidez con audacia. Jairo superó también las dificultades alentado por Jesús. Ambos se sentían muy necesitados y se postran a sus pies. «Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús, hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo les pregunto: ¿cada uno de ustedes se siente necesitado de curación?»6. Esta combinación entre tener confianza en Jesús y, al mismo tiempo, sentirse muy necesitados de él, es la puerta para la salvación. Al contrario, la autosuficiencia que desecha lo que no nace de uno mismo, y la sospecha sobre el bien que Dios puede traernos, nos aleja de la curación.

Con ocasión de la canonización del fundador de la Obra, escribió el cardenal Ratzinger: «Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad»7. Nadie puede curarse a sí mismo. Nuestras vidas se llenarán de la misericordia divina siempre que estemos disponibles para dejar que Dios actúe. Así sucedió de un modo sublime en la vida de María. Desde el principio ella dijo «hágase en mí» (Lc 1,38), porque estaba convencida de que era Dios quien lo haría todo.


San Agustín, Comentario al evangelio de san Juan, 26,3.
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 199.
Ibíd.
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 193.
San Josemaría, Cartas 2, n. 61.
Francisco, Ángelus, 1-VII-2018.
Joseph Ratzinger, Dejar obrar a Dios, 6-X-2002.