Meditaciones: jueves de la 4.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el jueves de la 4.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la llamada universal al apostolado; siempre estamos acompañados en la misión; el estilo sencillo de la evangelización.


JESÚS QUISO que los doce apóstoles, después de unos meses de convivencia con él, se lanzaran a una experiencia en primera persona de la misión. «Comenzó a enviarlos de dos en dos» (Mc 6,7) para llevar su mensaje de salvación a las aldeas vecinas. El término «apóstoles» significa, precisamente, «enviados». Durante aquellos días, los doce fueron protagonistas del poder de Dios, de la eficacia que tenían sus palabras y sus obras. Ellos mismos quedaban impresionados y sorprendidos por los milagros que realizaban en nombre del Señor.

La misión de la Iglesia entera –por lo tanto, de cada uno de nosotros– está prefigurada en este primer envío. Para traer el Reino de Dios, Jesucristo funda un nuevo pueblo universal, la Iglesia. Y para ello elige a los doce apóstoles, que suceden y sustituyen a los patriarcas de las doce tribus de Israel: ellos son el germen de su Iglesia. En el nombre de Jesús «expulsaban muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,13). Esta misión los llevará, finalmente, a todos los rincones de la tierra: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15).

«Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es enviada al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío»1. Por tanto, como subraya el Concilio Vaticano II, «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado»2. Nosotros también estábamos presentes en aquel envío de Cristo, forma parte esencial de nuestra llamada. Los cristianos somos enviados, en primera persona, como testigos de un mensaje recibido, de un encuentro experimentado. Los discípulos, por tanto, «deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios»3.


LOS DOCE partieron, por deseo de Jesús, «de dos en dos». Esta indicación nos sugiere que los apóstoles no van solos, sino que se ayudan y se apoyan entre sí. La misión no es una tarea individual, al contrario, se realiza en la Iglesia y es parte de ella. En la misión apostólica, que atañe a todos, el cristiano es consciente de que no está haciendo una cosa suya. «Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad de la Iglesia, cuando advierte la urgencia de anunciar la nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que ha de hacerse “todo para todos, para salvarlos a todos” (1 Cor 9,22)»4.

Con ocasión de la canonización del fundador del Opus Dei, san Juan Pablo II afirmó: «San Josemaría estaba profundamente convencido de que la vida cristiana implica una misión y un apostolado, de que estamos en el mundo para salvarlo con Cristo. Amaba el mundo apasionadamente, con amor redentor (cfr. Catecismo de la Iglesia, n. 604). Por eso sus enseñanzas han ayudado a tantos cristianos corrientes a descubrir el poder redentor de la fe, su capacidad de transformar la tierra»5. Y en esa misión, aunque alguna vez nos encontremos físicamente solos, en realidad nos acompañan todos los cristianos del cielo y de la tierra, especialmente quienes comparten una misma vocación específica con nosotros.

Es importante notar que, en la descripción de la misión de los doce, la persona misma de Jesús está en el centro de todo: él llama, él envía, él confiere su poder y él concreta cómo deben actuar los discípulos. Es más, él mismo es el mensaje, su misma persona. La Buena Nueva no se resume en unas normas morales ni en una forma de vivir, tampoco en un conjunto de artículos en los que creer. Cristiano es el que sigue a Jesús, en quien estamos todos reunidos desde antes de la creación del mundo hasta el fin de los tiempos.


«CRISTO JESÚS es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo (...). Él es la luz, la verdad; más aún, el camino, y la verdad, y la vida. Él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed. Él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano (...). ¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación»6.

Antes de emprender la misión, Jesús da a los discípulos algunas instrucciones muy concretas: «Que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas» (Mc 6,8-9). No es una larga lista de cuestiones a tener en cuenta. Todo se concentra en un aspecto esencial: un estilo sencillo y pobre. Han de caminar sin demasiados accesorios, con lo indispensable, sin poner la seguridad en nada al margen del mandato de Cristo. Al rechazar lo superfluo, lo que probablemente es accidental, el discípulo camina con más facilidad al ritmo que el Señor le marque. El pan que nos alimenta es la certeza de estar cumpliendo una misión divina. Todo lo que no esté de alguna manera al servicio de esa misión pasa a un segundo plano.

Esta manera de relacionarnos con las cosas materiales forma parte esencial del mensaje cristiano. «Así, pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir momentos de desaliento (...). La cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso»7. Cuando se levante la nube de la confusión, podemos imitar a los primeros discípulos que, después del envío, «aún tienen dudas: no saben qué hacer y se reúnen con María, Reina de los Apóstoles, para convertirse en celosos pregoneros de la Verdad que salvará al mundo8.


Catecismo de la Iglesia, n. 863.
Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 2.
Benedicto XVI, Homilía, 15-VII-2012.
San Josemaría, Cartas 4, n. 15.
San Juan Pablo II, Audiencia, 7-X-2002.
San Pablo VI, Homilía, 29-XI-1970.
San Juan Pablo II, Catequesis, 6-IX-2000.
San Josemaría, Surco, n. 232.