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Enrique Muñiz, autor de la semblanza, detalla que no ha pretendido escribir una nueva biografía, sino un libro ágil, con bastantes fotografías en la versión en papel, que permita a los lectores de hoy acercarse a la figura de Isidoro y su ejemplo de búsqueda de la santidad en lo ordinario.
Isidoro, que fue compañero de san Josemaría cuando ambos estudiaban el bachillerato en Logroño, fue el hombre de confianza del fundador en los inicios de la Obra, el primero que perseveró en la vocación al Opus Dei que le planteó directamente en 1930.
“En la introducción del libro —explica Muñiz— cuento por qué me considero vecino de Isidoro y enumero a otros muchos que tienen motivos de sobra para hacer lo mismo que yo: «sus paisanos de Buenos Aires, especialmente los vecinos de la avenida Corrientes con Riobamba, la patria chica del tango... y el lugar donde nació Isidoro; o los parroquianos de san Alberto Magno, en Vallecas (Madrid), donde reposan sus restos; o no digamos los ingenieros industriales y los trabajadores de ferrocarriles, sus colegas. Y ahí no se acaban las vecindades: Isidoro era migrante —tanto en Argentina, por ser hijo de españoles, como en España por haber nacido en Argentina—; estudiaba con el sudor de su frente —sus profesores dudaban de que fuera a terminar el Bachillerato y le costó tres años aprobar el ingreso en la Escuela de Ingenieros—; perdió a su padre a los nueve años, a su abuela en la pandemia conocida como la gripe española de 1918, a su hermano Fernando el día de Reyes de 1920 por unas fiebres tifoideas y a su hermano Paco en la batalla de Brunete, durante la guerra civil española; su familia se arruinó por la quiebra del Banco Español del Río de la Plata; era de familia numerosa —cinco hermanos—, sus padres tenían una mercería —eran lo que hoy llamaríamos autónomos emprendedores—, le gustaba coleccionar sellos de Correos, sabía hacer receptores caseros de radio galena, le apasionaba la educación, era riguroso para llevar la contabilidad de su casa —y la del Opus Dei—, era bajito (1,63 m. al tallarse en 1923) y usaba gafas, hacía excursiones de montaña...».
Además de los testimonios que se recogieron tras su fallecimiento, por supuesto he seguido la biografía de Isidoro que escribió José Miguel Pero-Sanz en 1996 (va ya por la quinta edición), los correos electrónicos de agradecimiento que se reciben en la oficina para las causas de los santos del Opus Dei, y muchos de los mensajes que llegan a través del buzón que existe junto a su tumba. He hablado también con estudiantes y profesores de Industriales, y con vallecanos devotos que acuden a pedir favores a Dios por su intercesión...
Hay en el libro alguna foto inédita, como la del crucifijo ante el que tomó una decisión especialmente importante, y también he podido localizar el emplazamiento de la clínica en la que pasó más tiempo durante su última enfermedad —que, por cierto, estaba en un chalet en el que ahora hay un colegio—; pero en general la novedad del libro no está en que haya hecho grandes descubrimientos.
Isidoro era muy normal. Tal vez lo más original de mi relato es el título: la gente joven usa ahora el "100%" como un comodín. Creo que la gente de mi edad hubiera preferido titular "Isidoro 100% ingeniero", "Isidoro, la búsqueda de la santidad al 100%" o, al menos, "Isidoro al 100%"; pero me he dejado convencer por mis asesores más jóvenes: a ellos no les importa mucho si 100% es la simplificación de una locución adverbial o un atributo nominal sin verbo ser. Ellos son jóvenes 100% y me han persuadido.
El buen ejemplo de las personas normales que encuentran a Dios detrás de los sucesos normales de sus vidas normales —”esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa”, en palabras del Papa Francisco— nos ayuda a ser mejores. Ojalá la lectura de estas páginas sirva también para animar a alguien a pedir a Dios un milagro por la intercesión de Isidoro, que sirva para su beatificación... y luego otro, si Dios quiere, para la canonización”.
Publicado originalmente en noviembre de 2021