Con la Virgen morena de Guadalupe

El 12 de diciembre se celebra la Virgen de Guadalupe. San Josemaría fue a México en 1970, con el propósito de hacer una novena a Nuestra Madre. Allí dijo: "puedo decir que la quiero tanto como los mexicanos la quieren".

«Hijos míos, durante este mes he ido de romería a Torreciudad, descalzo, a honrar a Nuestra Señora. También he estado en Fátima, descalzo otra vez, a honrar a Nuestra Señora con espíritu de penitencia. Ahora he venido a México a hacer esta novena a Nuestra Madre. Y creo que puedo decir que la quiero tanto como los mexicanos la quieren».

Así explicará el Fundador del Opus Dei el motivo principal de su primer viaje a América en 1970. Alrededor de las tres de la madrugada del 15 de mayo, toma tierra el avión que le trae a la capital azteca.

-«He tardado veintiún años en venir a estas tierras».

Se refiere el Padre a la fecha de llegada de sus hijos al Continente americano. Ahora, Dios le ofrece la oportunidad de presenciar cómo ha bendecido al Opus Dei.

El Padre, don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría descienden la escalerilla del avión.Son recibidos con emoción por un grupo de hombres que lleva mucho tiempo en esta tierra.

Guadalupe no es sólo un Santuario visitado por casi treinta millones de personas al año: es la fe de todo el pueblo unido a la Virgen morena. El 12 de diciembre, conmemoración de una de las apariciones, es fiesta nacional. Desde la víspera, personas de toda la República y mexicanos que viven en el extranjero hacen noche a las puertas de la Basílica para entrar los primeros a saludarla.

Esta devoción se remonta al año 1531. El sábado 9 de diciembre, antes del amanecer, pasaba al pie del cerro de Tepeyac un indio converso, pobre y humilde. Era Juan Diego, que acudía a la primera Misa en la misión. De pronto oye un canto suave, como de una bandada de pájaros. Y al mirar a la cumbre ve una nube blanca y luminosa en medio del arco iris. Una alegría inexplicable pone alas a sus pies y se siente llamado a lo alto del cerro. Sube, y ve una bellísima Señora cuya presencia ilumina los nopales, los espinos y las piedras. Y le habla en su idioma náhuatl:

-«Hijo mío, Juan Diego, a quien amo tiernamente como a pequeñito delicado, ¿a dónde vas?

-A Misa, Señora.

-Hijo mío, muy querido. Yo soy la Siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, y mi deseo es que se me levante un templo en este sitio, donde como Madre piadosa tuya, y de tus semejantes, mostraré mi clemencia amorosa y la compasión que tengo de los naturales y de aquellos que me aman y me buscan, y de todos los que solicitaren mi amparo y me llamaren en sus trabajos y aflicciones, y donde oiré sus lágrimas y ruegos para darles consuelo y alivio. Dirás al obispo que yo te envío para que me edifique un templo».

Juan Diego corre al Palacio de fray Juan de Zumárraga, primer Obispo de México. Pero tiene poca suerte en su embajada y retorna, cariacontecido, a dar cuenta a la Señora. Ella le anima. Ha de insistir. Y el Obispo le pide una prueba. Tiene que demostrarle que ha visto, efectivamente, algo sobrenatural. La Virgen le cita para la mañana siguiente. Le dará una señal.

Pero el amanecer del día 12, martes, encuentra a Juan Diego de camino y desalentado en busca de un fraile. Su tío, Juan Bernardino, se muere. Ni siquiera pasa por lo alto del cerro para no detenerse porque el tiempo urge al moribundo. Y la Virgen sale a su encuentro en la falda de la cuesta:

«Hijo mío, no te aflija cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi amparo? ¿No soy yo vida y salud? ¿No estás en mi regazo y corres por mi cuenta? ¿Tienes necesidad de otra cosa? No temas por tu tío que ya está sano»

La Virgen le pide que antes de ir a casa del Obispo, suba al cerro y recoja las rosas que encontrará en la cumbre.

Nunca hay flores allá arriba en diciembre. Pero ese día, Juan Diego encuentra un vergel y llena la manta india que le sirve de capa. Muy pronto llega ante el Obispo, que le mira asombrado: pensó que no volvería. Y al desplegar la tilma, caen las rosas al suelo y queda dibujada en la manta la imagen de la Virgen de Guadalupe tal como hoy se venera en México. Sobre el tejido de palma silvestre brillan los colores y las formas de una hermosa Mujer de cabello negro, frente serena y color trigueño. Una túnica rosada y con bordado en oro la cubre por entero. El manto es de color verde mar. Lleva corona real e inclina la cabeza hacia la derecha, con los ojos bajos. Todo el sol de México emerge por detrás como si la respaldara: ciento veintinueve rayos. Un ángel de alas desplegadas carga alegremente con el leve peso etéreo de la imagen.

Pintores de gran prestigio acudirán, llamados por el Virrey, Marqués de Mancera, y el Obispo Zumárraga, a informar sobre a pintura. Entre ellos, Juan Salguero, Tomás Conrado, López de Avalos, Alonso de Zárate. Todos afirman la inexplicable textura y calidad del cuadro. El reverso del tejido es muy áspero y gruesa la trama. El lado de la pintura se palpa con tacto de seda. Los colores y técnica, permanecen intactos en el correr del tiempo. En este siglo se ha comenzado a realizar un estudio científico; sin embargo, el misterio continúa a la luz de los conocimientos técnicos y científicos de alta precisión. El sabio Richard Kühn, Premio Nobel de Química, ha atestiguado que la policromía de la Virgen de Guadalupe no procede de colorantes minerales, animales ni vegetales.

Se ha llevado a cabo un análisis más detallado con alta tecnología por los doctores Callaban y Brant, científicos de la NASA, que, mediante rayos infrarrojos han comprobado que la pintura carece de boceto previo y pinceladas. La imagen ha sido pintada directamente. Y, por último, el doctor Aste Tonsmann ha referido, con técnica de digitalización de imágenes fotográficas, el hallazgo de figuras humanas de tamaño infinitesimal en el iris de la Virgen. Figuras que componen una escena equiparable al episodio relatado en náhuatl por Antonio Valenciano en el Nican Mopohua del siglo XVI.

El Padre, al llegar a México, había comentado:

«Cuando vaya a la Villa, tendréis que sacarme de allí con una grúa».

Y lo mismo le repite al Arzobispo, Cardenal Miranda, cuando va a visitarle. Y el Cardenal, que le ha invitado repetidas veces a cruzar el Atlántico para visitar a la Virgen Guadalupana, contesta sonriente:

-«Pues no seré yo quien llame a la grúa».

Está encantado de tener en su país al Fundador de la Obra, y cuando le saluda con una abrazo, dice:

-«¡Por fin lo conseguimos!, ¡por fin lo conseguimos! »

El sábado 16 de mayo, el Padre inicia sus visitas a la Virgen Morena, que se prolongarán durante nueve días. Le acompañan don Álvaro del Portillo, don Javier Echevarría y tres personas más. Un pequeño grupo que se acerca, discretamente, a la Basílica. Acaban de dar las seis de la tarde. El Padre entra, deprisa, con la juventud y el ánimo de quien tiene, desde siempre, una cita gratísima e importante. Llega hasta el presbiterio y se arrodilla. Allí permanecerá largo tiempo rezando, con la mirada puesta en la Virgen.

Suena un reloj distante con campanadas de metal. Don Álvaro del Portillo se acerca al Fundador: «Padre, llevamos dos horas y estamos rodeados de gente del Opus Dei...».

Mientras hacía su oración, han ido llegando hijas e hijos suyos mexicanos. La Basílica se ha poblado de caras conocidas que rezan, todos a una, por aquello que el Padre está poniendo a los pies de la Virgen.

Los siguientes días ocupará una tribuna alta, localizada sobre el presbiterio, a la derecha de la imagen, desde donde la puede ver con intimidad. Allí pasa varias horas con la Señora.

Durante cuarenta días de permanencia en México, el Padre verá a más de veinte mil personas de toda América. En una tertulia, alguien le pregunta qué se puede decir a los que se olvidan de la Virgen:

-«¿Has oído aquellas palabras del Señor cuando, para manifestar su cariño, dice: pero, es posible que una madre se olvide de sus hijos? Aunque eso sucediera, yo en cambio no me olvidaría del amor que os tengo. Pues tampoco los hijos nos podemos olvidar de la Madre».

El indio, por temperamento, es reservado, silencioso. Puede seguir con gran interés una conversación pero mantiene el silencio. Junto al Padre el comportamiento es distinto: los mexicanos campesinos del Valle de Amilpas hablan con él, se ríen, dejan al descubierto la sencillez y el afecto de su corazón.

Y porque les ve y comprende el idioma de su corazón, se hace cargo de sus problemas humanos y sociales, del estado de pobreza de las gentes del campo. Traza los proyectos de vivienda dignas para los campesinos de la zona cercana a Montefalco; se interesa por la formación que reciben los nativos en esta gran escuela profesional que ha representado un esfuerzo gigantesco; se vuelca con las familias de las nativas que acuden a las escuelas del Opus Dei en toda la zona de México.

«Estamos preocupados de que mejoréis, de que salgáis de esta situación, de manera que no tengáis agobios económicos... Vamos a procurar también que vuestros hijos adquieran cultura: veréis como entre todos lo lograremos, y que -los que tengan talento y deseo de estudiar- lleguen muy alto (...). Y ¿cómo lo haremos? ¿Como quien hace un favor?... No (...), ¡eso no! ¿No os he dicho que todos somos iguales?».

El 16 de junio se reúne en Jaltepec, a cincuenta kilómetros de Guadalajara, en el Estado de jalisco, con sacerdotes del Opus Dei que trabajan en México, y con otros muchos que participan de los medios de formación de la Obra. Llegarán desde muy diversos puntos, con la ilusión de tener una charla amable, prolongada y filial con el Fundador de la Obra.

«Estoy muy contento en México, entre otras cosas porque aquí he encontrado un anticlericalismo sano, como el que suelo predicar. Bien es verdad que lo tenéis como fruto de una gran persecución a la Iglesia, pero gracias a Dios ya aquello pasó: entiendo que sabréis mantener siempre el equilibrio que ahora tenéis.

No quise venir sin que lo supieran las autoridades (...), y de vuestros gobernantes no he recibido más que atenciones».

Conversará con estos sacerdotes de los temas que deben ocupar el corazón de los ministros de Cristo: del trabajo entre las almas, de su dedicación total, de su entrega incondicional y de servicio constante.

«Todo el corazón nuestro es para Cristo y -a través de Cristo- para todas las criaturas, sin singularidades».

Les habla de humildad: esa virtud que hace al hombre grande a pesar de sus errores; de la vocación inmensa a que han sido llamados por Dios desde la eternidad. De la ayuda de unos para otros. De esa fraternidad que distingue, inconfundiblemente, a los hijos de Dios.

«No estáis solos. Ninguno de nosotros puede encontrarse solo. Y menos si vamos a Jesús por María, pues es una Madre que nunca nos abandonará»

Pasa el tiempo, entre preguntas y respuestas rápidas, el buen humor del Padre y la alegría espontánea que produce su presencia. Cae fuerte el sol de media mañana y una bruma blanda desciende sobre las aguas de la cercana laguna de Chapala.

El 22 de junio, víspera de su regreso a Roma, el Padre está reunido con un grupo de hijos suyos. Alguien pulsa una guitarra:

-«Padre, es una antigua canción popular. Dicen que es demasiado dulzona, pero a mí me gusta. El comienzo es un poco lento»:

«Quiero cantarte, mujer, mi más bonita canción, porque eres tú mi querer, reina de mi corazón...» (haz click para oír “Maria Elena” en mp3).

Y, de pronto, el Padre se pone de pie:

-«¿Por qué no vamos a la Villa todos a cantarle eso a la Virgen, a darle nuestra serenata?».

El asentimiento es unánime. A las 8,30 de la tarde, todos en la Basílica de Guadalupe.

Media hora antes la iglesia empieza a vaciarse de peregrinos. Pero, en lugar de quedarse el recinto en una penumbra solitaria, hoy se llena a tope de una concurrencia entusiasta. Los encargados del mariachi llegan con sus guitarras y se sitúan en el lugar apropiado. Ya está abarrotada la Villa. Viene el Padre, y los conserjes cierran las puertas. Otra vez, como el primer día de su llegada, el Fundador se arrodilla ante la Virgen de América. Luego entona la Salve, que cantan, unánimes, sus hijas e hijos reunidos en esta despedida imprevista. Se queda en el presbiterio, rodeado de sacerdotes. Los hay ya mayores, encanecidos por el trabajo y el tiempo, y muy jóvenes; todos unidos en un solo afecto. Rompen el silencio las guitarras:

«Tuyo es mi corazón, oh sol de mi querer».

Después entonan «La Morenita» (haz click para oír “La Morenita” en mp3) y, así, una y otra letrilla. La emoción cunde, porque allí está un gran trozo del alma de México: se han reunido junto al Padre todos los que recorren este camino de fidelidad a Cristo que es el Opus Dei.

Al empezar la tercera canción, el Padre se levanta y sale de la Basílica, mientras sigue sonando otra canción a la Virgen: «¡Gracias, por haberte conocido!... » (haz click para oír “Gracias” en mp3). Después se hace el silencio. La gente abandona la nave y se apagan las luces. Los coches regresan a la ciudad mientras cae una lluvia fina, casi imperceptible. Se diría que el cielo mexicano también ha sucumbido a la emoción sencilla y entrañable de este adiós.

(Descarga las letras de las 3 canciones en formato pdf)

Al día siguiente, un avión llevará a Monseñor Escrivá de Balaguer camino de Roma. Allá en Montefalco, junto a los viejos muros de la iglesia, quedan unos árboles que ha plantado antes de partir. Pasados los años, cuando el tiempo los haya apuntalado, su sombra dará paz al caminante.

Cerca de Jaltepec, el cuadro que representa a la Guadalupana dando una flor al indio Juan Diego guarda una petición del Fundador:

-«Quisiera morir así: mirando a la Virgen Santísima y que Ella me entregase una flor...

Y, después de un silencio, añade:

-«Sí, me gustaría morir ante este cuadro, con la Virgen dándome una rosa».

Ana Sastre, Tiempo de Caminar, 1ª. Edición Madrid, 1989, pp. 519-525