Acaba de llegar a oídos de Jesús la noticia de la muerte de su primo Juan el Bautista. Está dolido y busca alejarse «hacia un lugar apartado él solo» (Mt 14,13). Sin embargo, al ver la gran muchedumbre que le sigue, se llena de compasión. Decide entonces cambiar de planes. Además de curar a los enfermos, realiza la multiplicación de los panes y de los peces, para que la gente no vuelva hambrienta a sus casas. Solo al final de la tarde, después de despedir al último de los presentes, encuentra ese momento de intimidad con su Padre que tanto deseaba. El evangelista señala que incluso «cuando se hizo de noche seguía él solo allí» (Mt 14,23).
Esta actitud del Señor «nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, “apartándonos” del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la raíz que sostiene y alimenta la vida» [1]. Es un recogimiento que va más allá del lógico descanso después de una atareada jornada; se trata, más bien, del deseo de entrar en diálogo exclusivo con su Padre.
También san Josemaría sentía la necesidad de esa «bendita soledad» [2] para alimentar su vida espiritual. Por eso concretó que en la Obra se viviera la costumbre del tiempo de la noche y del tiempo de trabajo de la tarde: dos momentos para «recoger los sentidos y potencias –que andaban quizá dispersos en las otras ocupaciones–, y así centrarlos en un diálogo íntimo con el Huésped divino que habita en el santuario del corazón» [3]. En el tiempo de la tarde, esa conversación se dirigirá más bien al cumplimiento del trabajo hecho por amor al Señor y a los demás; el de la noche, en cambio, estará más enfocado a hablar con Dios de nuestra jornada y a reavivar el deseo de recibirle en la Comunión el día siguiente.
Ciertamente, el modo en que se viven estas dos costumbres dependerá de las circunstancias de cada uno, como pueden ser el ritmo de su propio hogar, el lugar donde reside o el tipo de trabajo que realiza. De hecho, nos puede suceder, como a Jesús, que tengamos que interrumpir ese recogimiento ante las necesidades de los demás: un hijo que merece especial atención, un hermano que necesita conversar para desconectar o desahogarse, un desplazamiento con un grupo de colegas, un amigo que nos busca… Por eso, no siempre será posible lograr el silencio exterior. Sin embargo, siempre podemos cultivar el deseo, propio de una persona enamorada, de establecer un diálogo íntimo con el Señor, tratando de sentirnos acompañados por él en medio de las ocupaciones y con ocasión del encuentro de las personas que pone a nuestro lado. «Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos –decía san Josemaría–: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura» [4].
Oración y trabajo: la misma realidad
El fundador del Opus Dei, en una de sus Cartas, escribía: «Parte esencial de esa obra –la santificación del trabajo ordinario– que Dios nos ha encomendado es la buena realización del trabajo mismo, la perfección también humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales y sociales» [5]. Por este motivo, a la hora de comentar el tiempo de trabajo de la tarde, san Josemaría sugería evitar la dispersión en muchas actividades sueltas e intensificar aquellas mortificaciones «que faciliten el cumplimiento intenso, fiel, acabado y amoroso de nuestro trabajo ordinario» [6]. Es decir, que la prioridad de esta costumbre es crear el ambiente propicio para desempeñar un buen trabajo, primera condición para santificarlo y poder ofrecérselo al Señor. «Una persona piadosa, con una piedad sin beatería, cumple su deber profesional con perfección, porque sabe que ese trabajo es plegaria elevada a Dios» [7].
En este sentido, el esfuerzo por vivir el silencio puede ser un buen aliado para vivir el trabajo de la tarde y llevar a cabo con profesionalidad nuestra tarea. Ese silencio, en ocasiones, no consistirá tanto en la ausencia de ruidos externos, pues las circunstancias no siempre lo harán posible; se trata, sobre todo, de realizar nuestras ocupaciones con la serenidad y la concentración que cada oficio exige. «Muchas veces estamos haciendo un trabajo y cuando terminamos enseguida buscamos el móvil para hacer otra cosa, siempre estamos así. Y esto no ayuda, esto nos hace caer en la superficialidad. La profundidad del corazón crece con el silencio» [8]. La multitarea, la prisa y la búsqueda de estímulos que distraigan nos llenan de un ruido interno que nos dificultan trabajar bien y, por tanto, santificarnos con ese trabajo. En cambio, dirigir toda nuestra atención a lo que tenemos entre manos, sabiéndonos mirados con amor por el Señor en cada momento, facilitará que con nuestro trabajo podamos dar gloria a Dios.
El espíritu contemplativo –el deseo de convertir en oración todo nuestro día– no nos aparta de las propias responsabilidades. Más bien nos impulsa a realizar bien cada tarea concreta por amor a Dios y servicio a los demás. Así es como esa ocupación, que humanamente puede pasar desapercibida, adquiere un sentido divino, de eternidad, pues se entra en diálogo con el Señor. San Josemaría solía repetir que él no distinguía «entre la oración y el trabajo: todo es contemplación y apostolado» [9]. Y don Álvaro, comentando esta idea, decía que nuestro fundador «no sabe cuándo reza y cuándo trabaja, porque para él las dos cosas están en el mismo plano y se confunden en una sola» [10].
Vivir de este modo el tiempo de trabajo de la tarde será, por así decir, un buen campo de entrenamiento para extender ese espíritu contemplativo las veinticuatro horas del día. Así, cualquier tarea «no nos quita el pensamiento de Dios: nos refuerza el deseo de hacerlo todo por él, de vivir por él, con él, en él» [11]. Incluso cuando este tiempo no lo dedicamos propiamente al trabajo –pues quizá ya hemos terminado nuestra jornada o etapa laboral o bien es un día de descanso–, podemos llevar a cabo cualquier actividad buscando el silencio interior y un recogimiento contemplativo. Así preparamos el terreno para la oración de la tarde de ese día, de manera que podamos llegar sin mucha agitación interior y con la cabeza y el corazón en el Señor, a quien hemos procurado dirigirnos las horas precedentes.
Por eso, la oración mental será, a fin de cuentas, una prolongación del diálogo que hemos mantenido con el Señor durante todo el día y, de manera más intensa, durante el tiempo de la tarde. Gracias a esos ratos de meditación «sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman» [12].
Un silencio que se paladea
La residencia DYA lleva dos años funcionando. San Josemaría, que hasta entonces cargaba con todo el peso de las actividades de formación con gente joven, pide que algunos de sus hijos le ayuden en esta tarea. Por eso, decide escribir una instrucción que les facilite su preparación y recoja algunas ideas que inspiren el trabajo apostólico con los chicos de san Rafael. Entre los rasgos que considera importante fomentar en la residencia, señala el amor al silencio: «Nuestros estudiantes no olvidarán que su silencio es: la oración, el trabajo y el descanso de los demás. Después del comentario, a la noche, habrá silencio mayor hasta después de la Misa del siguiente día» [13]. San Josemaría consideraba este silencio no como una cuestión de disciplina u orden, sino sobre todo como un pulmón para la oración y la Misa del día siguiente: «Se paladea, se hace indispensable» [14].
Muchas veces podemos pensar que necesitamos alzar la voz para que alguien nos escuche. Creemos que solo así seremos capaces de llamar su atención o exponer nuestra opinión de manera más atractiva. Dios, en cambio, actúa al revés. «Cuando la noche estaba en el silencio más profundo –recoge el libro de la Sabiduría–, ahí tu palabra bajó a la tierra» (Sb 18,14-15). Fue en la tranquilidad del portal, y no en el ajetreo de la posada, donde Dios se hizo niño. Frente al estilo de vida marcado por el estímulo constante, Jesús nos pide buscar el silencio y apartarnos del ruido.
Quizá un día nos ha ocurrido algo que nos ha contrariado. No acabamos de entender su sentido y nos marchamos a dormir inquietos o preocupados. En otras ocasiones sucederá lo contrario: llegamos a la noche satisfechos por cómo ha ido la jornada o gozosos con una alegría. De todo esto podemos meditar con el Señor en el tiempo de la noche, recorriendo con él los sentimientos que han ocupado nuestro corazón. Esos ruidos, problemas que no entendíamos, se transforman en una melodía al compás de otros sonidos de esa jornada. También lo que nos ha dado alegría adquiere un sentido más amplio: no es una buena nota aislada, sino que forma parte de la canción de nuestra entrega. Y esta es una melodía que no imponemos nosotros mismos según nuestras expectativas, sino que es fruto de escuchar en el silencio lo que Dios nos quiere decir.
Decía un filósofo que «toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación» [15]. El tiempo de la noche nos adentra en la habitación más profunda de nosotros mismos: aquella «adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» [16]. Es decir, nos aleja de la superficialidad y abre «un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida» [17].
Por eso, esta costumbre nos puede ayudar a crecer en el afán por vivir junto a Jesús. Al fin y al cabo, este es el tesoro por el que hemos vendido todo (cfr. Mt 13,44). El corazón necesita esa soledad para purificarse, para nutrirse de la única pasión que lo libera de las ataduras. Este ideal encuentra su expresión en la oración y en la Misa del día siguiente. Del mismo modo que nos ilusionamos humanamente cuando se acerca algo que llevamos tiempo esperando, en el tiempo de la noche podemos reavivar el deseo de llegar a esa doble cita con Dios. Un deseo que va más allá de las ganas que vienen y van: es una gracia que nos da el Señor y que informa nuestra existencia. De ahí que san Josemaría sintiera como una necesidad este momento: era la ocasión para alimentar el ideal que movía su vida, aquello que Dios había puesto en su corazón. Se trata, en definitiva, de la misma actitud de Jesús, que después de un día ajetreado ansiaba estar a solas con su Padre.
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Probablemente Jesús aprendería a valorar esos ratos de silencio en el hogar de Nazaret. En efecto, de san José no se recoge ninguna palabra en el Evangelio: era un hombre que daba más importancia a la escucha. Y gracias a esa actitud atenta supo reconocer la voz de Dios, por medio del ángel (cfr. Mt 1,20-24). María meditaba en su corazón todo lo que ocurría: tanto la maravilla que rodeó al nacimiento de su Hijo (cfr. Lc 2,19) como el no comprender la respuesta que le dio cuando lo encontró en el templo (cfr. Lc 2,51). Necesitaba paladear estos sucesos, descubrir la melodía que Dios estaba preparando con lo que le llenaba de gozo y con lo que no terminaba de entender. Jesús solo comenzará su vida pública después de treinta años oculto. Un tiempo de trabajo y de silencio, en el que fue creciendo «en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52).
[1]. Benedicto XVI, Audiencia, 7-III-2012.
[2]. Cfr. Camino, n. 304.
[3]. Don Javier, Cartas de familia (IV), 1-IX-1997, n. 222.
[4]. Forja, n. 738.
[5]. De nuestro Padre, Carta 24, n. 18.
[6]. De nuestro Padre, Crónica, 1967, p. 788.
[7]. Forja, n. 739.
[8]. Francisco, Audiencia, 15-XII-2021.
[9]. Instrucción 19-III-1934, nota 35.
[10]. Don Álvaro, comentario a Instrucción 8-XII-1941, nota 38.
[11]. En diálogo con el Señor, n. 212.
[12]. Es Cristo que pasa, n. 119.
[13]. Instrucción 9-I-1935, n. 169.
[14]. Ibid., nota 115.
[15]. Pascal, Pensamientos, n. 139.
[16]. Santa Teresa de Jesús, Las moradas, I, n. 14.
[17]. Benedicto XVI, Audiencia, 7-III-2012.