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Los salmos en la tradición de la Iglesia. Miércoles 28 de marzo de 2001
1. En la carta apostólica Novo millennio ineunte expresé el deseo de que la Iglesia se distinga cada vez más en el "arte de la oración", aprendiéndolo siempre de nuevo de los labios mismos del divino Maestro (cf. n. 32). Ese compromiso ha de vivirse sobre todo en la liturgia, fuente y cumbre de la vida eclesial. En esta línea es importante prestar mayor atención pastoral a la promoción de la Liturgia de las Horas, como oración de todo el pueblo de Dios (cf. ib., 34). En efecto, aunque los sacerdotes y los religiosos tienen un mandato preciso de celebrarla, también a los laicos se les recomienda encarecidamente. Esta fue la intención de mi venerado predecesor Pablo VI al publicar, hace poco más de treinta años, la constitución Laudis canticum, en la que establecía el modelo vigente de esta oración, deseando que "el pueblo de Dios acoja con renovado afecto" (cf. AAS 63 [1971] 532) los salmos y los cánticos, estructura fundamental de la Liturgia de las Horas.
Es un dato esperanzador que muchos laicos, tanto en las parroquias como en las agrupaciones eclesiales, hayan aprendido a valorarla. Con todo, sigue siendo una oración que supone una adecuada formación catequística y bíblica, para poderla gustar a fondo.
Con esta finalidad comenzamos hoy una serie de catequesis sobre los salmos y los cánticos propuestos en la oración matutina de las Laudes. De este modo, deseo estimular y ayudar a todos a orar con las mismas palabras utilizadas por Jesús y presentes desde hace milenios en la oración de Israel y en la de la Iglesia.
2. Podríamos introducirnos en la comprensión de los salmos por diversos caminos. El primero consistiría en presentar su estructura literaria, sus autores, su formación, los contextos en que surgieron. También sería sugestiva una lectura que pusiera de relieve su carácter poético, que en ocasiones alcanza niveles altísimos de intuición lírica y de expresión simbólica. No menos interesante sería recorrer los salmos considerando los diversos sentimientos del alma humana que manifiestan: alegría, gratitud, acción de gracias, amor, ternura, entusiasmo, pero también intenso sufrimiento, recriminación, solicitud de ayuda y de justicia, que a veces desembocan en rabia e imprecación. En los salmos el ser humano se descubre plenamente a sí mismo.
Nuestra lectura buscará sobre todo destacar el significado religioso de los salmos, mostrando cómo, aun habiendo sido escritos hace muchos siglos por creyentes judíos, pueden ser usados en la oración de los discípulos de Cristo. Para ello nos serviremos de los resultados de la exégesis, pero a la vez veremos lo que nos enseña la Tradición, y sobre todo escucharemos lo que nos dicen los Padres de la Iglesia.
3. En efecto, los santos Padres, con profunda penetración espiritual, supieron discernir y señalar que Cristo mismo, en la plenitud de su misterio, es la gran "clave" de lectura de los salmos. Estaban plenamente convencidos de que en los salmos se habla de Cristo. Jesús resucitado se aplicó a sí mismo los salmos, cuando dijo a los discípulos: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí" (Lc 24,44). Los Padres añaden que en los salmos se habla de Cristo, o incluso que es Cristo mismo quien habla. Al decir esto, no pensaban solamente en la persona individual de Jesús, sino en el Christus totus, en el Cristo total, formado por Cristo cabeza y por sus miembros.
Así nace, para el cristiano, la posibilidad de leer el Salterio a la luz de todo el misterio de Cristo. Precisamente desde esta perspectiva se descubre también la dimensión eclesial, particularmente puesta de relieve por el canto coral de los salmos. De este modo se comprende que los salmos hayan sido tomados, desde los primeros siglos, como oración del pueblo de Dios. Si en algunos períodos históricos prevaleció una tendencia a preferir otras plegarias, fue gran mérito de los monjes el que se mantuviera en alto la antorcha del Salterio. Uno de ellos, san Romualdo, fundador de la Camáldula, en el alba del segundo milenio cristiano —como afirma su biógrafo Bruno de Querfurt— llegó a sostener que los salmos son el único camino para hacer una oración realmente profunda: "Una via in psalmis" (Passio sanctorum Benedicti et Johannes ac sociorum eorumdem: MPH VI, 1893, 427).
4. Con esta afirmación, a primera vista exagerada, en realidad se remontaba a la mejor tradición de los primeros siglos cristianos, cuando el Salterio se había convertido en el libro por excelencia de la oración eclesial. Esta fue la opción decisiva frente a las tendencias heréticas que continuamente se cernían sobre la unidad de fe y de comunión. A este respecto, es interesante una estupenda carta que san Atanasio escribió a Marcelino, en la primera mitad del siglo IV, mientras la herejía arriana dominaba, atentando contra la fe en la divinidad de Cristo. Frente a los herejes que atraían hacia sí a la gente también con cantos y plegarias que respondían muy bien a los sentimientos religiosos, el gran Padre de la Iglesia se dedicó con todas sus fuerzas a enseñar el Salterio transmitido por la Escritura (cf. PG 27,12 ss). Así, al "Padre nuestro", la oración del Señor por antonomasia, se añadió la praxis, que pronto se hizo universal entre los bautizados, de la oración de los salmos.
5. También gracias a la oración comunitaria de los salmos, la conciencia cristiana ha recordado y comprendido que es imposible dirigirse al Padre que está en los cielos sin una auténtica comunión de vida con los hermanos y hermanas que están en la tierra. No sólo eso; los cristianos, al insertarse vitalmente en la tradición orante de los judíos, aprendieron a orar cantando las magnalia Dei, es decir, las maravillas realizadas por Dios tanto en la creación del mundo y de la humanidad, como en la historia de Israel y de la Iglesia. Sin embargo, esta forma de oración, tomada de la Escritura, no excluye ciertamente expresiones más libres, y estas no sólo continuarán caracterizando la oración personal, sino también enriqueciendo la misma oración litúrgica, por ejemplo con himnos y troparios. En cualquier caso, el libro del Salterio ha de ser la fuente ideal de la oración cristiana, y en él seguirá inspirándose la Iglesia en el nuevo milenio.
La Liturgia de las Horas, oración de la Iglesia. Miércoles 4 de abril de 2001
1. Antes de comenzar el comentario de los salmos y cánticos de las Laudes, completamos hoy la reflexión introductoria que iniciamos en la anterior catequesis. Y lo hacemos tomando como punto de partida un aspecto muy arraigado en la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía entre el Espíritu presente en las Escrituras y el Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que orar con sus propias palabras, se hace eco de los "gemidos inenarrables" de los que habla san Pablo (cf.Rm 8,26), con los cuales el Espíritu del Señor impulsa a los creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8,15; Ga 4,6).
Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se preocupaban de cantar los salmos en su lengua materna, pues les bastaba la convicción de que eran, de algún modo, "órganos" del Espíritu Santo. Estaban convencidos de que por su fe los versículos de los salmos les proporcionaban una "energía" particular del Espíritu Santo. Esa misma convicción se manifiesta en la utilización característica de los salmos que se llamó "oración jaculatoria" —de la palabra latina iaculum, es decir, dardo— para indicar expresiones salmódicas brevísimas que podían ser "lanzadas", casi como flechas incendiarias, por ejemplo contra las tentaciones. Juan Cassiano, escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos monjes habían descubierto la eficacia extraordinaria del brevísimo incipit del salmo 69: "Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme", que desde entonces se convirtió en el pórtico de ingreso de la Liturgia de las Horas (cf. Conlationes 10, 10: CPL 512, 298 ss).
2. Además de la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo realiza en esta oración, asociando a sí a la Iglesia su esposa. A este respecto, precisamente refiriéndose a la Liturgia de las Horas, el concilio Vaticano II enseña: "El sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Jesucristo (...) une a sí toda la comunidad humana y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba al Señor sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero" (Sacrosanctum Concilium, 83).
También la Liturgia de las Horas, por consiguiente, tiene el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente implicada. Así, es iluminador redescubrir cómo la Iglesia fue definiendo progresivamente este compromiso específico suyo de oración realizada de acuerdo con las diversas fases del día. Para ello es preciso remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando aún existía un estrecho vínculo entre la oración cristiana y las así llamadas "plegarias legales" —es decir, prescritas por la Ley de Moisés— que se rezaban en determinadas horas del día en el templo de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que "acudían al templo todos los días" (Hch 2,46) o que "subían al templo para la oración de la hora nona" (Hch 3,1). Y, por otra parte, sabemos también que las "plegarias legales" por excelencia eran precisamente la de la mañana y la de la tarde.
3. Gradualmente los discípulos de Jesús descubrieron algunos salmos particularmente adecuados para determinados momentos del día, de la semana o del año, viendo en ellos un sentido profundo en relación con el misterio cristiano. Un testigo autorizado de este proceso es san Cipriano, que, en la primera mitad del siglo III, escribe: "Es necesario orar al inicio del día para celebrar con la oración de la mañana la resurrección del Señor. Eso corresponde a lo que una vez el Espíritu Santo indicó en los Salmos con estas palabras: "Rey mío y Dios mío. A ti te suplico, Señor, por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando" (Sal 5,3‑4). (...) Luego, cuando se pone el sol y declina el día, es preciso hacer nuevamente oración. En efecto, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, en el momento en que declinan el sol y el día del mundo, pidiendo en la oración que vuelva a brillar sobre nosotros la luz, invocamos que Cristo nos traiga de nuevo la gracia de la luz eterna" (De oratione dominica, 35: PL 39, 655).
4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que innovó algunas cosas, que acabaron por caracterizar de forma diversa toda la experiencia de oración que vivieron los discípulos de Jesús. En efecto, además de rezar, por la mañana y por la tarde, el padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar con ellos su oración diaria. A lo largo de la historia, este proceso sugirió la utilización de determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente significativos. Entre estos ocupaba el primer lugar la oración de la vigilia, que preparaba para el día del Señor, el domingo, en el cual se celebraba la Pascua de Resurrección.
Una característica típicamente cristiana fue, luego, la doxología trinitaria, que se añadió al final de cada salmo y cántico: "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". Así cada salmo y cántico es iluminado por la plenitud de Dios.
5. La oración cristiana nace, se alimenta y se desarrolla en torno al evento por excelencia de la fe: el misterio pascual de Cristo. De esta forma, por la mañana y por la tarde, al salir y al ponerse el sol, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo "luz del mundo" es la lámpara encendida durante la oración de Vísperas, que por eso se llama también lucernario. Las horas del día remiten, a su vez al relato de la pasión del Señor, y la hora Tertia también a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Por último, la oración de la noche tiene carácter escatológico, pues evoca la vigilancia recomendada por Jesús en la espera de su vuelta (cf. Mc 13,35‑37).
Al hacer su oración con esta cadencia, los cristianos respondieron al mandato del Señor de "orar sin cesar" (cf.Lc 18,1; 21,36; 1Ts 5,17; Ef 6,18), pero sin olvidar que, de algún modo, toda la vida debe convertirse en oración. A este respecto escribe Orígenes: "Ora sin cesar quien une oración a las obras y obras a la oración" (Sobre la oración XII, 2: PG 11,452 c).
Este horizonte en su conjunto constituye el hábitatnatural del rezo de los salmos. Si se sienten y se viven así, la doxología trinitaria que corona todo salmo se transforma, para cada creyente en Cristo, en una continua inmersión, en la ola del Espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y de paz en el que se halla sumergido con el bautismo, o sea, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El alma sedienta de Dios. Miércoles 25 de abril de 2001
Salmo 62
1. El salmo 62, sobre el que reflexionaremos hoy, es el salmo del amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque implica el alma y el cuerpo.
Como escribe santa Teresa de Ávila, "sed me parece a mí quiere decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos falta, nos mata" (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura del resto del salmo.
2. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto, el de la sed de Dios (cf. versículos 2‑4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi instintivo, se podría decir "físico". De la misma manera que la tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con él.
Ya el profeta Jeremías había proclamado: el Señor es "manantial de aguas vivas", y había reprendido al pueblo por haber construido "cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2,13). Jesús mismo exclamará en voz alta: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba, el que crea en mí" (Jn 7,37‑38). En pleno mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la samaritana: "El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4,14).
3. Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza con el canto de otro estupendo salmo, el 41: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo" (vv. 2‑3). Ahora bien, en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, "el alma" se expresa con el término nefesh, que en algunos textos designa la "garganta" y en muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona. El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él falta la respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión con Dios: "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). También en el salmo 72 el salmista repite al Señor: "Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (...) Para mí, mi bien es estar junto a Dios" (vv. 25‑28).
4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista modulan el canto del hambre (cf. Sal 62,6‑9). Probablemente, con las imágenes del "gran banquete" y de la saciedad, el orante remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de Sion: el llamado "de comunión", o sea, un banquete sagrado en el que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la comunión con Dios: el hambre se sacia cuando se escucha la palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Aquí el cristiano piensa en el banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6,55‑56).
5. A través del alimento místico de la comunión con Dios "el alma se une a él", como dice el salmista. Una vez más, la palabra "alma" evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática de la alegría: "A la sombra de tus alas canto con júbilo" (Sal 62,8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra (cf. Sal 62,9).
6. En una lectura de ese salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.
Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las palabras de san Juan: de su costado "salió sangre y agua" (cf. Jn 19,34), afirma: "Esa sangre y esa agua son símbolos del bautismo y de los misterios", es decir, de la Eucaristía. Y concluye: "¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido formados y crecemos. En efecto, como la mujer alimenta al hijo que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él mismo ha engendrado" (Homilía III dirigida a los neófitos, 16‑19, passim: SC 50 bis, 160‑162).
SALMO 62
1 Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la salvación.
2 Sólo él es mi Roca salvadora;
él es mi baluarte: nunca vacilaré.
3 ¿Hasta cuándo se ensañarán con un hombre
para derribarlo entre todos,
como si fuera un muro inclinado
o un cerco que está por derrumbarse?
4 Sólo piensan en menoscabar mi dignidad
y se complacen en la mentira;
bendicen con la boca
y maldicen con el corazón.
5 Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la esperanza.
6 Sólo él es mi Roca salvadora,
él es mi baluarte: nunca vacilaré.
7 Mi salvación y mi gloria
están en Dios:
él es mi Roca firme,
en Dios está mi refugio.
8 Confíen en Dios constantemente,
ustedes, que son su pueblo,
desahoguen en él su corazón,
porque Dios es nuestro refugio.
9 Los hombres no son más que un soplo,
los poderosos son sólo una ficción:
puestos todos juntos en una balanza,
pesarían menos que el viento.
10 No se fíen de la violencia,
ni se ilusionen con lo robado;
aunque se acrecienten las riquezas
no pongan el corazón en ellas.
11 Dios ha dicho una cosa,
dos cosas yo escuché:
que el poder pertenece a Dios,
12 y a ti, Señor, la misericordia.
Porque tú retribuyes a cada uno
según sus acciones.
Toda criatura alabe al Señor. Miércoles 2 de mayo de 2001
Daniel 3,57‑88. 56
1. "Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor" (Dn 3,57). Este cántico, tomado del libro de Daniel, que la Liturgia de las Horas nos propone para las Laudes del domingo en las semanas primera y tercera, tiene una dimensión cósmica. Y esta estupenda plegaria en forma de letanía corresponde muy bien al dies Domini, al día del Señor, que en Cristo resucitado nos hace contemplar el culmen del designio de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. En efecto, en él, alfa y omega, principio y fin de la historia (cf. Ap 22,13), encuentra su pleno sentido la creación misma, puesto que, como recuerda san Juan en el prólogo de su evangelio, "todo fue hecho por él" (Jn 1,3). En la resurrección de Cristo culmina la historia de la salvación, abriendo las vicisitudes humanas al don del Espíritu y de la adopción filial, en espera de la vuelta del Esposo divino, que entregará el mundo a Dios Padre (cf. 1Co 15,24).
2. En este pasaje, en forma de letanía, se pasa revista a todas las cosas. La mirada se dirige al sol, a la luna, a los astros; se posa sobre la inmensa extensión de las aguas; se eleva hacia los montes; recorre las más diversas situaciones atmosféricas; pasa del calor al frío, de la luz a las tinieblas, considera el mundo mineral y el vegetal; se detiene en las diversas especies de animales. Luego el llamamiento se hace universal: convoca a los ángeles de Dios, y llega a todos los "hijos de los hombres", pero implica de modo particular al pueblo de Dios, Israel, a sus sacerdotes, a los justos. Es un inmenso coro, una sinfonía en la que las diversas voces elevan su canto a Dios, Creador del universo y Señor de la historia. Recitado a la luz de la revelación cristiana, se dirige al Dios trinitario, como la liturgia nos invita a hacer al añadir al cántico una fórmula trinitaria: "Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo".
3. En cierto sentido, en este cántico se refleja el alma religiosa universal, que percibe en el mundo la huella de Dios, y se eleva a la contemplación del Creador. Pero en el contexto del libro de Daniel, el himno se presenta como acción de gracias elevada por los tres jóvenes israelitas —Ananías, Azarías y Misael— condenados a morir en un horno de fuego ardiente, por haberse negado a adorar la estatua de oro de Nabucodonosor, pero milagrosamente preservados de las llamas. En el fondo de este evento se halla aquella especial historia de salvación en la que Dios elige a Israel para ser su pueblo y establece con él una alianza. Precisamente a esa alianza quieren permanecer fieles los tres jóvenes israelitas, a costa de sufrir el martirio en el horno de fuego ardiente. Su fidelidad se encuentra con la fidelidad de Dios, que envía un ángel a alejar de ellos las llamas (cf. Dn 3,49).
De ese modo, el cántico se sitúa en la línea de los cantos de alabanza de quienes han sido librados de un peligro, presentes en el Antiguo Testamento. Entre ellos es famoso el canto de victoria recogido en el capítulo 15 del Éxodo, donde los antiguos hebreos expresan su acción de gracias al Señor por aquella noche en la que hubieran sido inevitablemente derrotados por el ejército del faraón si el Señor no les hubiera abierto un camino entre las aguas, "arrojando en el mar caballo y carro" (Ex 15,1).
4. No por casualidad, en la solemne Vigilia pascual, la liturgia nos hace repetir cada año el himno que cantaron los israelitas en elÉxodo. Ese camino abierto para ellos anunciaba proféticamente la nueva senda que Cristo resucitado inauguró para la humanidad en la noche santa de su resurrección de entre los muertos. Nuestro paso simbólico por las aguas del bautismo nos permite revivir una experiencia análoga de paso de la muerte a la vida, gracias a la victoria sobre la muerte que Jesús obtuvo en beneficio de todos nosotros.
Los discípulos de Cristo, al repetir en la liturgia dominical de las Laudes el cántico de los tres jóvenes israelitas, queremos ponernos en sintonía con ellos expresando nuestra gratitud por las maravillas que ha realizado Dios tanto en la creación como, sobre todo, en el misterio pascual.
En efecto, el cristiano descubre una relación entre la liberación de los tres jóvenes, de los que se habla en el cántico, y la resurrección de Jesús. En esta última, los Hechos de los Apóstoles ven escuchada la oración del creyente que, como el salmista, canta confiado: "No abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción" (Hch 2,27, Sal 15,10).
Referir este cántico a la Resurrección es muy tradicional. Existen testimonios muy antiguos de la presencia de este himno en la oración del día del Señor, Pascua semanal de los cristianos. Las catacumbas romanas conservan vestigios iconográficos en los que se ven los tres jóvenes que oran indemnes entre las llamas, testimoniando así la eficacia de la oración y la certeza de la intervención del Señor.
5. "Bendito el Señor en la bóveda del cielo, alabado y glorioso y ensalzado por los siglos" (Dn 3,56). Al cantar este himno el domingo por la mañana, el cristiano no sólo se siente agradecido por el don de la creación, sino también por ser destinatario de la solicitud paterna de Dios, que en Cristo lo ha elevado a la dignidad de hijo.
Una solicitud paterna que nos hace mirar con ojos nuevos la creación misma y nos hace gustar su belleza, en la que se vislumbra, como en filigrana, el amor de Dios. Con estos sentimientos san Francisco de Asís contemplaba la creación y elevaba su alabanza a Dios, manantial último de toda belleza. Viene espontáneo imaginar que las elevaciones de este texto bíblico resonaran en su alma cuando, en San Damián, después de haber alcanzado la cima del sufrimiento en su cuerpo y en su espíritu, compuso el "Cántico del hermano sol" (cf. Fuentes Franciscanas, 263).
Daniel 3,57‑88. 56
57 Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
58 Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
59 cielos, bendecid al Señor.
60 Aguas del espacio, bendecid al Señor;
61 ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
62 Sol y luna, bendecid al Señor;
63 astros del cielo, bendecid al Señor.
64 Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
65 vientos todos, bendecid al Señor.
66 Fuego y calor, bendecid al Señor;
67 fríos y heladas, bendecid al Señor.
68 Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
69 témpanos y hielos, bendecid al Señor.
70 Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
71 noche y día, bendecid al Señor.
72 Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
73 rayos y nubes, bendecid al Señor.
74 Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
75 Montes y cumbres, bendecid al Señor;
76 cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
77 Manantiales, bendecid al Señor;
78 mares y ríos, bendecid al Señor.
79 Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
80 aves del cielo, bendecid al Señor.
81 Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
82 Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
83 bendiga Israel al Señor.
84 Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
85 siervos del Señor, bendecid al Señor.
86 Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
87 santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
88 Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo,
ensalcémoslo con himnos por los siglos.
56 Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.
Fiesta de los amigos de Dios. Miércoles 23 de mayo de 2001
Salmo 149
1. "Que los fieles festejen su gloria, y canten jubilosos en filas". Esta invitación del salmo 149, que se acaba de proclamar, remite a un alba que está a punto de despuntar y encuentra a los fieles dispuestos a entonar su alabanza matutina. El salmo, con una expresión significativa, define esa alabanza "un cántico nuevo" (v. 1), es decir, un himno solemne y perfecto, adecuado para los últimos días, en los que el Señor reunirá a los justos en un mundo renovado. Todo el salmo está impregnado de un clima de fiesta, inaugurado ya con el Aleluya inicial y acompasado luego con cantos, alabanzas, alegría, danzas y el son de tímpanos y cítaras. La oración que este salmo inspira es la acción de gracias de un corazón lleno de júbilo religioso.
2. En el original hebreo del himno, a los protagonistas del salmo se les llama con dos términos característicos de la espiritualidad del Antiguo Testamento. Tres veces se les define ante todo como hasidim (vv. 1, 5 y 9), es decir, "los piadosos, los fieles", los que responden con fidelidad y amor (hesed) al amor paternal del Señor.
La segunda parte del salmo resulta sorprendente, porque abunda en expresiones bélicas. Resulta extraño que, en un mismo versículo, el salmo ponga juntamente "vítores a Dios en la boca" y "espadas de dos filos en las manos" (v. 6). Reflexionando, podemos comprender el porqué: el salmo fue compuesto para "fieles" que militaban en una guerra de liberación; combatían para librar a su pueblo oprimido y devolverle la posibilidad de servir a Dios. Durante la época de los Macabeos, en el siglo II a.C., los que combatían por la libertad y por la fe, sometidos a dura represión por parte del poder helenístico, se llamaban precisamente hasidim, "los fieles" a la palabra de Dios y a las tradiciones de los padres.
3. Desde la perspectiva actual de nuestra oración, esta simbología bélica resulta una imagen de nuestro compromiso de creyentes que, después de cantar a Dios la alabanza matutina, andamos por los caminos del mundo, en medio del mal y de la injusticia. Por desgracia, las fuerzas que se oponen al reino de Dios son formidables: el salmista habla de "pueblos, naciones, reyes y nobles".
A pesar de todo, mantiene la confianza, porque sabe que a su lado está el Señor, que es el auténtico Rey de la historia (v. 2). Por consiguiente, su victoria sobre el mal es segura y será el triunfo del amor. En esta lucha participan todos los hasidim, todos los fieles y los justos, que, con la fuerza del Espíritu, llevan a término la obra admirable llamada reino de Dios.
4. San Agustín, tomando como punto de partida el hecho de que el salmo habla de "coro" y de "tímpanos y cítaras", comenta: "¿Qué es lo que constituye un coro? (...) El coro es un conjunto de personas que cantan juntas. Si cantamos en coro debemos cantar con armonía. Cuando se canta en coro, incluso una sola voz desentonada molesta al que oye y crea confusión en el coro mismo" (Enarr. in Ps. 149: CCL 40,7, 1‑4).
Luego, refiriéndose a los instrumentos utilizados por el salmista, se pregunta: "¿Por qué el salmista usa el tímpano y el salterio?". Responde: "Para que no sólo la voz alabe al Señor, sino también las obras. Cuando se utilizan el tímpano y el salterio, las manos se armonizan con la voz. Eso es lo que debes hacer tú. Cuando cantes el aleluya, debes dar pan al hambriento, vestir al desnudo y acoger al peregrino. Si lo haces, no sólo canta la voz, sino que también las manos se armonizan con la voz, pues las palabras concuerdan con las obras" (ib., 8,1‑4).
5. Hay un segundo vocablo con el que se definen los orantes de este salmo: son los anawim, es decir, "los pobres, los humildes" (v. 4). Esta expresión es muy frecuente en el Salterio y no sólo indica a los oprimidos, a los pobres y a los perseguidos por la justicia, sino también a los que, siendo fieles a los compromisos morales de la alianza con Dios, son marginados por los que escogen la violencia, la riqueza y la prepotencia. Desde esta perspectiva se comprende que los "pobres" no sólo constituyen una clase social, sino también una opción espiritual. Este es el sentido de la célebre primera bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Ya el profeta Sofonías se dirigía así a los anawim: "Buscad al Señor, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el día de la cólera del Señor" (So 2,3).
6. Ahora bien, el "día de la cólera del Señor" es precisamente el que se describe en la segunda parte del salmo, cuando los "pobres" se ponen de parte de Dios para luchar contra el mal. Por sí mismos, no tienen la fuerza suficiente, ni los medios, ni las estrategias necesarias para oponerse a la irrupción del mal. Sin embargo, la frase del salmista es categórica: "El Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes (anawim)" (v. 4). Se cumple idealmente lo que el apóstol san Pablo declara a los Corintios: "Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es" (1Co 1,28).
Con esta confianza "los hijos de Sión" (v. 2), hasidim y anawim, es decir, los fieles y los pobres, se disponen a vivir su testimonio en el mundo y en la historia. El canto de María recogido en el evangelio de san Lucas —el Magnificat— es el eco de los mejores sentimientos de los "hijos de Sión": alabanza jubilosa a Dios Salvador, acción de gracias por las obras grandes que ha hecho por ella el Todopoderoso, lucha contra las fuerzas del mal, solidaridad con los pobres y fidelidad al Dios de la alianza (cf. Lc 1,46‑55).
SALMO 149
1 ¡Aleluya!
Canten al Señor un canto nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
2 que Israel se alegre por su Creador
y los hijos de Sión se regocijen por su Rey.
3 Celebran su Nombre con danzas,
cántenle con el tambor y la cítara,
4 porque el Señor tiene predilección por su pueblo
y corona con el triunfo a los humildes.
5 Que los fieles se alegren por su gloria
y canten jubilosos en sus fiestas.
6 Glorifiquen a Dios con sus gargantas
y empuñen la espada de dos filos:
7 para tomar venganza de los pueblos
y castigar a las naciones;
8 para atar con cadenas a sus reyes,
y con grillos de hierro a sus jefes.
9 Así se les aplicará la sentencia dictada:
esta es la victoria de todos tus fieles.
¡Aleluya!
La oración de la mañana para obtener la ayuda del Señor. Miércoles 30 de mayo de 2001
Salmo 5
1. "Por la mañana escucharás mi voz; por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando". Con estas palabras, el salmo 5 se presenta como una oración de la mañana y, por tanto, se sitúa muy bien en la liturgia de las Laudes, el canto de los fieles al inicio de la jornada. Sin embargo, el tono de fondo de esta súplica está marcado por la tensión y el ansia ante los peligros y las amarguras inminentes. Pero no pierde la confianza en Dios, que siempre está dispuesto a sostener a sus fieles para que no tropiecen en el camino de la vida.
"Nadie, salvo la Iglesia, posee esa confianza" (san Jerónimo, Tractatus LIX in psalmos, 5,27: PL 26,829). Y san Agustín, refiriéndose al título que se halla al inicio del salmo, un título que en su versión latina reza: "Para aquella que recibe la herencia", explica: "Se trata, por consiguiente, de la Iglesia, que recibe en herencia la vida eterna por medio de nuestro Señor Jesucristo, de modo que posee a Dios mismo, se adhiere a él, y encuentra en él su felicidad, de acuerdo con lo que está escrito: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra" (Mt 5,4)" (Enarrationes in Psalmos, 5: CCL 38,1, 2‑3).
2. Como acontece a menudo en los salmos de súplica dirigidos al Señor para que libre a los fieles del mal, son tres los personajes que entran en escena en este salmo. El primero es Dios (vv. 2‑7), el Tú por excelencia del salmo, al que el orante se dirige con confianza. Frente a las pesadillas de una jornada dura y tal vez peligrosa, destaca una certeza. El Señor es un Dios coherente, riguroso en lo que respecta a la injusticia y ajeno a cualquier componenda con el mal: "Tú no eres un Dios que ame la maldad" (v. 5).
Una larga lista de personas malas —el malvado, el arrogante, el malhechor, el mentiroso, el sanguinario y el traicionero— desfila ante la mirada del Señor. Él es el Dios santo y justo, y está siempre de parte de quienes siguen los caminos de la verdad y del amor, mientras que se opone a quienes escogen "los senderos que llevan al reino de las sombras" (cf. Pr 2,18). Por eso el fiel no se siente solo y abandonado al afrontar la ciudad, penetrando en la sociedad y en el torbellino de las vicisitudes diarias.
3. En los versículos 8 y 9 de nuestra oración matutina, el segundo personaje, el orante, se presenta a sí mismo con un Yo, revelando que toda su persona está dedicada a Dios y a su "gran misericordia". Está seguro de que las puertas del templo, es decir, el lugar de la comunión y de la intimidad divina, cerradas para los impíos, están abiertas de par en par ante él. Él entra en el templo para gozar de la seguridad de la protección divina, mientras afuera el mal domina y celebra sus aparentes y efímeros triunfos.
La oración matutina en el templo proporciona al fiel una fortaleza interior que le permite afrontar un mundo a menudo hostil. El Señor mismo lo tomará de la mano y lo guiará por las sendas de la ciudad, más aún, le "allanará el camino", como dice el salmista con una imagen sencilla pero sugestiva. En el original hebreo, esta serena confianza se funda en dos términos (hésed y sedaqáh): "misericordia o fidelidad", por una parte, y "justicia o salvación", por otra. Son las palabras típicas para celebrar la alianza que une al Señor con su pueblo y con cada uno de sus fieles.
4. Por último, se perfila en el horizonte la oscura figura del tercer actor de este drama diario: son los enemigos, los malvados, que ya se habían insinuado en los versículos anteriores. Después del "Tú" de Dios y del "Yo" del orante, viene ahora un "Ellos" que alude a una masa hostil, símbolo del mal del mundo (vv. 10 y 11). Su fisonomía se presenta sobre la base de un elemento fundamental en la comunicación social: la palabra. Cuatro elementos —boca, corazón, garganta y lengua— expresan la radicalidad de la malicia que encierran sus opciones. En su boca no hay sinceridad, su corazón es siempre perverso, su garganta es un sepulcro abierto, que sólo quiere la muerte, y su lengua es seductora, pero "está llena de veneno mortífero" (St 3, 8).
5. Después de este retrato crudo y realista del perverso que atenta contra el justo, el salmista invoca la condena divina en un versículo (v. 11), que la liturgia cristiana omite, queriendo así conformarse a la revelación neotestamentaria del amor misericordioso, el cual ofrece incluso al malvado la posibilidad de conversión.
La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz (vv. 12‑13), después del oscuro perfil del pecador que acaba de dibujar. Una gran serenidad y alegría embarga a quien es fiel al Señor. La jornada que se abre ahora ante el creyente, aun en medio de fatigas y ansias, resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que conoce a fondo el corazón y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: "Tú, Señor, bendices al justo y como un escudo lo cubre tu favor" (v. 13).
SALMO 5
1 Del maestro de coro. Para flautas. Salmo de David.
2 Señor, escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos;
3 oye mi clamor, mi Rey y mi Dios,
porque te estoy suplicando.
4 Señor, de madrugada ya escuchas mi voz:
por la mañana te expongo mi causa
y espero tu respuesta.
5 Tú no eres un Dios que ama la maldad;
ningún impío será tu huésped,
6 ni los orgullosos podrán resistir
delante de tu mirada.
Tú detestas a los que hacen el mal
7 y destruyes a los mentirosos.
¡Al hombre sanguinario y traicionero
lo abomina el Señor!
8 Pero yo, por tu inmensa bondad,
llego hasta tu Casa,
y me postro ante tu santo Templo
con profundo temor.
9 Guíame, Señor, por tu justicia,
porque tengo muchos enemigos:
ábreme un camino llano.
10 En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
aunque adulan con la lengua.
11 Castígalos, Señor, como culpables,
que fracasen sus intrigas;
expúlsalos por sus muchos crímenes,
porque se han rebelado contra ti.
12 Así se alegrarán los que en ti se refugian
y siempre cantarán jubilosos;
tú proteges a los que aman tu Nombre,
y ellos se llenarán de gozo.
13 Porque tú, Señor, bendices al justo,
como un escudo lo cubre tu favor.
Sólo a Dios corresponde el honor y la gloria. Miércoles 6 de junio de 2001
1Crónica 29
1. "Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel" (1Cro 29,10). Este intenso cántico de alabanza, que el primer libro de las Crónicas pone en labios de David, nos hace revivir el gran júbilo con que la comunidad de la antigua alianza acogió los grandes preparativos realizados con vistas a la construcción del templo, fruto del esfuerzo común del rey y de tantos que colaboraron con él. Fue una especie de competición de generosidad, porque lo exigía una morada que no era "para un hombre, sino para el Señor Dios" (1Cro 29,1).
El Cronista, releyendo después de siglos aquel acontecimiento, intuye los sentimientos de David y de todo el pueblo, su alegría y admiración hacia los que habían dado su contribución: "El pueblo se alegró por estas ofrendas voluntarias; porque de todo corazón las habían ofrecido espontáneamente al Señor. También el rey David tuvo un gran gozo" (1Cro 29,9).
2. En ese contexto brota el cántico. Sin embargo, sólo alude brevemente a la satisfacción humana, para centrar en seguida la atención en la gloria de Dios: "Tuyos son, Señor, la grandeza (...) y el reino". La gran tentación que acecha siempre, cuando se realizan obras para el Señor, consiste en ponerse a sí mismos en el centro, casi sintiéndose acreedores de Dios. David, por el contrario, lo atribuye todo al Señor. No es el hombre, con su inteligencia y su fuerza, el primer artífice de lo que se ha llevado a cabo, sino Dios mismo.
David expresa así la profunda verdad según la cual todo es gracia. En cierto sentido, cuanto se entrega para el templo no es más que una restitución, por lo demás sumamente escasa, de lo que Israel ha recibido en el inestimable don de la alianza sellada por Dios con los padres. En esa misma línea David atribuye al Señor el mérito de todo lo que ha constituido su éxito, tanto en el campo militar como en el político y económico. Todo viene de él.
3. De aquí brota el espíritu contemplativo de estos versículos. Parece que al autor del cántico no le bastan las palabras para proclamar la grandeza y el poder de Dios. Ante todo lo contempla en la especial paternidad que ha mostrado a Israel, "nuestro padre". Este es el primer título que exige alabanza "por los siglos de los siglos".
Los cristianos, al recitar estas palabras, no podemos menos de recordar que esa paternidad se reveló de modo pleno en la encarnación del Hijo de Dios. Él, y sólo él, puede hablar a Dios llamándolo, en sentido propio y afectuosamente, "Abbá" (Mc 14,36). Al mismo tiempo, por el don del Espíritu, se nos participa su filiación, que nos hace "hijos en el Hijo". La bendición del antiguo Israel por Dios Padre cobra para nosotros la intensidad que Jesús nos manifestó al enseñarnos a llamar a Dios "Padre nuestro".
4. Partiendo de la historia de la salvación, la mirada del autor bíblico se ensancha luego hasta el universo entero, para contemplar la grandeza de Dios creador: "Tuyo es cuanto hay en cielo y tierra". Y también: "Tú eres (...) soberano de todo". Como en el salmo 8, el orante de nuestro cántico alza la cabeza hacia la ilimitada amplitud de los cielos; luego, asombrado, extiende su mirada hacia la inmensidad de la tierra, y lo ve todo sometido al dominio del Creador. ¿Cómo expresar la gloria de Dios? Las palabras se atropellan, en una especie de clímax místico: grandeza, poder, gloria, esplendor, majestad, y luego también poder y fuerza.
Cuanto de hermoso y grande experimenta el hombre debe referirse a Aquel que es el origen de todo y que lo gobierna todo. El hombre sabe que cuanto posee es don de Dios, como lo subraya David al proseguir en el cántico: "Pues, ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para que podamos ofrecerte estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu mano te lo damos" (1Cro 29,14).
5. Esta convicción de que la realidad es don de Dios nos ayuda a unir los sentimientos de alabanza y de gratitud del cántico con la espiritualidad "oblativa" que la liturgia cristiana nos hace vivir sobre todo en la celebración eucarística. Es lo que se desprende de la doble oración con que el sacerdote ofrece el pan y el vino destinados a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: "Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros pan de vida". Esa oración se repite para el vino. Análogos sentimientos nos sugieren tanto la Divina Liturgia bizantina como el antiguo Canon romano cuando, en la anámnesis eucarística, expresan la conciencia de ofrecer como don a Dios lo que hemos recibido de él.
6. El cántico, contemplando la experiencia humana de la riqueza y del poder, nos brinda una última aplicación de esta visión de Dios. Esas dos dimensiones se manifestaron mientras David preparaba todo lo necesario para la construcción del templo. Se le presentaba como tentación lo que constituye una tentación universal: actuar como si fuéramos árbitros absolutos de lo que poseemos, enorgullecernos por ello y avasallar a los demás. La oración de este cántico impulsa al hombre a tomar conciencia de su dimensión de "pobre" que lo recibe todo.
Así pues, los reyes de esta tierra son sólo una imagen de la realeza divina: "Tuyo es el reino, Señor". Los ricos no pueden olvidar el origen de sus bienes. "De ti vienen la riqueza y la gloria". Los poderosos deben saber reconocer en Dios la fuente del "poder y la fuerza". El cristiano está llamado a leer estas expresiones contemplando con júbilo a Cristo resucitado, glorificado por Dios "por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación" (Ef 1,21). Cristo es el verdadero Rey del universo.
1Crónica,29
1 El rey David dijo a toda la asamblea: «Mi hijo Salomón, el único elegido por Dios, es todavía joven e inexperto, mientras que la obra es grande, porque este palacio no es para los hombres, sino para Dios.
2 Por eso, con todas mis fuerzas he preparado para la Casa de mi Dios, oro para los objetos de oro, plata para los de plata, bronce para los de bronce, hierro para los de hierro, madera para los de madera; y también, piedras de ónix y de engaste, piedras brillantes y de varios colores, piedras preciosas de toda clase y alabastro en abundancia.
3 Más aún, lo que yo poseo personalmente en oro y plata, lo entrego por amor a la Casa de mi Dios, además de todo lo que he preparado para el Templo santo:
4 tres mil talentos de oro, en oro de Ofir, y siete mil talentos de plata finísima para recubrir las paredes de los edificios
5 y para hacer los objetos de oro y plata y todas las obras de orfebrería. ¿Quién de ustedes está dispuesto a ofrecer sus dones al Señor con la misma generosidad?».
6 Entonces los jefes de familia, los jefes de las tribus de Israel, los jefes de mil y de cien hombres, y los encargados de las obras del rey, entregaron espontáneamente sus ofrendas,
7 y dieron para el servicio de la Casa de Dios cinco mil talentos de oro, diez mil dáricos, diez mil talentos de plata, dieciocho mil talentos de bronce y cien mil talentos de hierro.
8 Los que tenían piedras preciosas, las entregaron en manos de Iejiel, el gersonita, para el tesoro de la Casa del Señor.
9 El pueblo se alegró por estas ofrendas voluntarias, porque las habían presentado al Señor de todo corazón. Y también el rey David se llenó de alegría.
10 Después David bendijo al Señor en presencia de toda la asamblea, diciendo: «¡Bendito seas, Señor, Dios de nuestro padre Israel, desde siempre y para siempre!
11 Tuya, Señor, es la grandeza, la fuerza, la gloria, el esplendor y la majestad; porque a ti pertenece todo lo que hay en el cielo y en la tierra. Tuyo, Señor, es el reino; tú te elevas por encima de todo.
12 De ti proceden la riqueza y la gloria; tú lo gobiernas todo, en tu mano están el poder y la fuerza, es tu mano la que engrandece y afianza todas las cosas.
13 Por eso, Dios nuestro, te damos gracias y alabamos tu Nombre glorioso.
14 Porque ¿quién soy yo y quién es mi pueblo, para que podamos presentarte estas ofrendas voluntarias? En realidad, todo viene de ti y de tu mano procede lo que te damos.
15 Nosotros somos extranjeros y peregrinos delante de ti, como lo fueron nuestros padres: nuestros días sobre la tierra pasan como una sombra, sin esperanza.
16 Señor, Dios nuestro, todas estas riquezas que hemos preparado para edificar una Casa a tu santo Nombre, proceden de tu mano y todo es tuyo.
17 Yo sé, Dios mío, que tú sondeas el corazón y amas la rectitud: por eso, con rectitud de corazón, te he ofrecido espontáneamente todas estas cosas, y ahora veo con alegría que el pueblo aquí presente te ofrece sus dones generosamente.
18 Señor, Dios de nuestros padres Abraham, Isaac e Israel, conserva para siempre estos mismos pensamientos en el corazón de tu pueblo y dirige su corazón hacia ti.
19 Concede a mi hijo Salomón un corazón íntegro, para que observe y cumpla todos tus mandamientos, tus testimonios y tus leyes, y edifique el Templo que yo te he preparado».
20 Después David dijo a toda la asamblea: «¡Bendigan al Señor, su Dios!». Y toda la asamblea bendijo al Señor, el Dios de sus padres, y se postró delante del Señor y del rey.
21 Al día siguiente ofrecieron sacrificios y holocaustos al Señor: mil novillos, mil carneros y mil corderos, con sus libaciones, y un gran número de sacrificios por todo Israel.
22 Aquel día, comieron y bebieron con gran alegría en la presencia del Señor. Luego proclamaron como segundo rey a Salomón, hijo de David, y lo ungieron como príncipe del Señor. Sadoc fue ungido como sacerdote.
23 Salomón se sentó como rey en el trono del Señor, en lugar de su padre David. El prosperó y todo Israel le obedeció.
24 Todos los jefes y guerreros, lo mismo que todos los hijos del rey David, juraron fidelidad al rey Salomón.
25 El Señor engrandeció sobremanera a Salomón a los ojos de todo Israel, y le concedió un reinado glorioso como nunca había tenido ningún otro rey de Israel antes de él.
26 David, hijo de Jesé, había reinado sobre todo Israel.
27 Cuarenta años duró su reinado sobre Israel. Reinó siete años en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén.
28 Murió después de una dichosa vejez, lleno de años, de riqueza y de gloria, y le sucedió su hijo Salomón.
29 Los hechos del rey David, desde el primero hasta el último, están escritos en las Crónicas de Samuel, el vidente, en las de Natán, el profeta, y en las de Gad, el vidente,
30 con todo lo referente a su reinado y a sus hazañas, y a las vicisitudes que le sobrevinieron a él, a Israel y a todos los reinos de aquellas regiones.
El Señor proclama solemnemente su palabra. Miércoles 13 de junio de 2001
Salmo 28
1. Algunos estudiosos consideran el salmo 28, que acabamos de proclamar, como uno de los textos más antiguos del Salterio. Es fuerte la imagen que lo sostiene en su desarrollo poético y orante: en efecto, se trata de la descripción progresiva de una tempestad. Se indica en el original hebraico con un vocablo, qol, que significa simultáneamente "voz" y "trueno". Por eso algunos comentaristas titulan este texto: "el salmo de los siete truenos", a causa del número de veces que resuena en él ese vocablo. En efecto, se puede decir que el salmista concibe el trueno como un símbolo de la voz divina que, con su misterio trascendente e inalcanzable, irrumpe en la realidad creada hasta estremecerla y asustarla, pero que en su significado más íntimo es palabra de paz y armonía. El pensamiento va aquí al capítulo 12 del cuarto evangelio, donde la muchedumbre escucha como un trueno la voz que responde a Jesús desde el cielo (cf. Jn 12,28‑29).
La Liturgia de las Horas, al proponer el salmo 28 para la plegaria de Laudes, nos invita a tomar una actitud de profunda y confiada adoración de la divina Majestad.
2. Son dos los momentos y los lugares a los que el cantor bíblico nos lleva. Ocupa el centro (vv. 3‑9) la representación de la tempestad que se desencadena a partir de "las aguas torrenciales" del Mediterráneo. Las aguas marinas, a los ojos del hombre de la Biblia, encarnan el caos que atenta contra la belleza y el esplendor de la creación, hasta corroerla, destruirla y abatirla. Así, al observar la tempestad que arrecia, se descubre el inmenso poder de Dios. El orante ve que el huracán se desplaza hacia el norte y azota la tierra firme. Los altísimos cedros del monte Líbano y del monte Siryón, llamado a veces Hermón, son descuajados por los rayos y parecen saltar bajo los truenos como animales asustados. Los truenos se van acercando, atraviesan toda la Tierra Santa y bajan hacia el sur, hasta las estepas desérticas de Cadés.
3. Después de este cuadro de fuerte movimiento y tensión se nos invita a contemplar, por contraste, otra escena que se representa al inicio y al final del salmo (vv. 1‑2 y 9b‑11). Al temor y al miedo se contrapone ahora la glorificación adorante de Dios en el templo de Sión.
Hay casi un canal de comunicación que une el santuario de Jerusalén y el santuario celestial: en estos dos ámbitos sagrados hay paz y se eleva la alabanza a la gloria divina. Al ruido ensordecedor de los truenos sigue la armonía del canto litúrgico; el terror da paso a la certeza de la protección divina. Ahora Dios "se sienta por encima del aguacero (...) como rey eterno" (v. 10), es decir, como el Señor y el Soberano supremo de toda la creación.
4. Ante estos dos cuadros antitéticos, el orante es invitado a hacer una doble experiencia. En primer lugar, debe descubrir que el hombre no puede comprender y dominar el misterio de Dios, expresado con el símbolo de la tempestad. Como canta el profeta Isaías, el Señor, a semejanza del rayo o la tempestad, irrumpe en la historia sembrando el pánico en los malvados y en los opresores. Bajo la intervención de su juicio, los adversarios soberbios son descuajados como árboles azotados por un huracán o como cedros destrozados por los rayos divinos (cf. Is 14,7‑8).
Desde esta perspectiva resulta evidente lo que un pensador moderno, Rudolph Otto, definió lo tremendum de Dios, es decir, su trascendencia inefable y su presencia de juez justo en la historia de la humanidad. Esta cree vanamente que puede oponerse a su poder soberano. También María exaltará en el Magníficat este aspecto de la acción de Dios: "Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos" (Lc 1,51‑52).
5. Con todo, el salmo nos presenta otro aspecto del rostro de Dios: el que se descubre en la intimidad de la oración y en la celebración de la liturgia. Según el pensador citado, es lo fascinosum de Dios, es decir, la fascinación que emana de su gracia, el misterio del amor que se derrama sobre el fiel, la seguridad serena de la bendición reservada al justo. Incluso ante el caos del mal, ante las tempestades de la historia y ante la misma cólera de la justicia divina, el orante se siente en paz, envuelto en el manto de protección que la Providencia ofrece a quien alaba a Dios y sigue sus caminos. En la oración se conoce que el Señor desea verdaderamente dar la paz.
En el templo se calma nuestra inquietud y desaparece nuestro terror; participamos en la liturgia celestial con todos "los hijos de Dios", ángeles y santos. Y por encima de la tempestad, semejante al diluvio destructor de la maldad humana, se alza el arco iris de la bendición divina, que recuerda "la alianza perpetua entre Dios y toda alma viviente, toda carne que existe sobre la tierra" (Gn 9,16).
Este es el principal mensaje que brota de la relectura "cristiana" del salmo. Si los siete "truenos" de nuestro salmo representan la voz de Dios en el cosmos, la expresión más alta de esta voz es aquella con la cual el Padre, en la teofanía del bautismo de Jesús, reveló su identidad más profunda de "Hijo amado" (Mc 1,11 y paralelos). San Basilio escribe: "Tal vez, más místicamente, "la voz del Señor sobre las aguas" resonó cuando vino una voz de las alturas en el bautismo de Jesús y dijo: "Este es mi Hijo amado". En efecto, entonces el Señor aleteaba sobre muchas aguas, santificándolas con el bautismo. El Dios de la gloria tronó desde las alturas con la voz alta de su testimonio (...). Y también se puede entender por "trueno" el cambio que, después del bautismo, se realiza a través de la gran "voz" del Evangelio" (Homilías sobre los salmos: PG 30,359).
Salmo 28
1 ¡Aclamen al Señor, hijos de Dios,
aclamen al gloria y el poder del Señor!
2 ¡Aclamen la gloria del hombre del Señor,
adórenlo al manifestarse su santidad!
3 ¡La voz del Señor sobre las aguas!
El Dios de la gloria hace oír su trueno:
el Señor está sobre las aguas torrenciales.
4 ¡La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es majestuosa!
5 La voz del Señor parte los cedros,
el Señor parte los cedros del Líbano;
6 hace saltar al Líbano como a un novillo
y al Sirión como a un toro salvaje.
7 La voz del Señor lanza llamas de fuego;
8 la voz del Señor hace temblar el desierto,
el Señor hace temblar el desierto de Cades.
9 La voz del Señor retuerce las encinas,
el Señor arrasa las selvas.
En su Templo, todos dicen: «¡Gloria!».
10 El Señor tiene su trono sobre las aguas celestiales,
el Señor se sienta en su trono de Rey eterno.
11 El Señor fortalece a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz.
El Señor entra en su templo. Miércoles 20 de junio de 2001
Salmo 23
1. El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito: "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling, Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97).
2. A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1‑2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
3. Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv. 3‑6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso: "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes ‑como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is 33,14‑16; Mi 6,6‑8)‑ responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
4. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
5. Así llegamos al tercer cuadro, que describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo para encontrarse con el Señor (vv. 7‑10). En un sugestivo juego de llamamientos, preguntas y respuestas, se presenta la revelación progresiva de Dios, marcada por tres títulos solemnes: "Rey de la gloria; Señor valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos". A las puertas del templo de Sión, personificadas, se las invita a alzar los dinteles para acoger al Señor que va a tomar posesión de su casa.
El escenario triunfal, descrito por el salmo en este tercer cuadro poético, ha sido utilizado por la liturgia cristiana de Oriente y Occidente para recordar tanto el victorioso descenso de Cristo a los infiernos, del que habla la primera carta de san Pedro (cf. 1P 3,19), como la gloriosa ascensión del Señor resucitado al cielo (cf. Hch 1,9‑10). El mismo salmo se sigue cantando, en coros que se alternan, en la liturgia bizantina la noche de Pascua, tal como lo utilizaba la liturgia romana al final de la procesión de Ramos, el segundo domingo de Pasión. La solemne liturgia de la apertura de la Puerta santa durante la inauguración del Año jubilar nos permitió revivir con intensa emoción interior los mismos sentimientos que experimentó el salmista al cruzar el umbral del antiguo templo de Sión.
6. El último título: "Señor de los ejércitos", no tiene, como podría parecer a primera vista, un carácter marcial, aunque no excluye una referencia a los ejércitos de Israel. Por el contrario, entraña un valor cósmico: el Señor, que está a punto de encontrarse con la humanidad dentro del espacio restringido del santuario de Sión, es el Creador, que tiene como ejército todas las estrellas del cielo, es decir, todas las criaturas del universo que le obedecen. En el libro del profeta Baruc se lee: "Brillan las estrellas en su puesto de guardia, llenas de alegría; las llama él y dicen: "Aquí estamos". Y brillan alegres para su Hacedor" (Ba 3,34‑35). El Dios infinito, todopoderoso y eterno, se adapta a la criatura humana, se le acerca para encontrarse con ella, escucharla y entrar en comunión con ella. Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el amor.
SALMO 23
1 Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella,
el mundo y todos sus habitantes
2 porque él la fundó sobre los mares,
él la afirmó sobre las corrientes del océano.
3 ¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor
y permanecer en su recinto sagrado?
4 El que tiene las manos limpias
y puro el corazón;
el que no rinde culto a los ídolos
ni jura falsamente:
5 él recibirá la bendición del Señor,
la recompensa de Dios, su Salvador.
6 Así son los que buscan al Señor,
los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.
7 ¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria!
8 ¡Y quién es ese Rey de la gloria?
Es el Señor, el fuerte, el poderoso,
el Señor poderoso no los combates.
9 ¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria!
10 ¿Y quién es ese Rey de la gloria?
El Rey de la gloria
es el Señor de los ejércitos.
Dios castiga y salva. Miércoles 25 de julio de 2001
Tobías, 13
1. "Ensalzaré a mi Dios, rey del cielo" (Tb 13,9). El que pronuncia estas palabras, en el cántico recién proclamado, es el anciano Tobit, del que el Antiguo Testamento traza una breve historia edificante en el libro que toma el nombre de su hijo, Tobías.
Para comprender plenamente el sentido de este himno, es preciso tener presentes las páginas narrativas que lo preceden. La historia está ambientada entre los israelitas exiliados en Nínive. En ellos piensa el autor sagrado, que escribe muchos siglos después, para ponerlos como ejemplo a sus hermanos y hermanas en la fe dispersos en medio de un pueblo extranjero y tentados de abandonar las tradiciones de sus padres. Así, el retrato de Tobit y de su familia se ofrece como un programa de vida. Él es el hombre que, a pesar de todo, permanece fiel a las normas de la ley y, en particular, a la práctica de la limosna. Tiene la desgracia de quedarse pobre y ciego, pero no pierde la fe. Y la respuesta de Dios no tarda en llegar, por medio del ángel Rafael, que guía al joven Tobías en un viaje peligroso, procurándole un matrimonio feliz y, por último, curando la ceguera de su padre Tobit.
El mensaje es claro: quien hace el bien, sobre todo abriendo su corazón a las necesidades del prójimo, agrada al Señor, y, aunque sea probado, experimentará al fin su benevolencia.
2. En este trasfondo resaltan las palabras de nuestro himno. Invitan a mirar a lo alto, a "Dios que vive eternamente", a su reino que "dura por los siglos". A partir de esta mirada dirigida a Dios se desarrolla un breve esbozo de teología de la historia, en el que el autor sagrado trata de responder al interrogante que se plantea el pueblo de Dios disperso y probado: ¿por qué Dios nos trata así? La respuesta alude al mismo tiempo a la justicia y a la misericordia divina: "Él nos azota por nuestros delitos, pero se compadecerá de nuevo" (v. 5).
El castigo aparece así como una especie de pedagogía divina, en la que, sin embargo, la misericordia tiene siempre la última palabra: "Él azota y se compadece, hunde hasta el abismo y saca de él" (v. 2).
Por tanto, podemos fiarnos absolutamente de Dios, que no abandona jamás a su criatura. Más aún, las palabras del himno llevan a una perspectiva que atribuye un significado salvífico incluso a la situación de sufrimiento, convirtiendo el exilio en una ocasión para testimoniar las obras de Dios: "Dadle gracias, israelitas, ante los gentiles, porque él nos dispersó entre ellos. Proclamad allí su grandeza" (vv. 3‑4).
3. Desde esta invitación a leer el exilio en clave providencial nuestra meditación puede ensancharse hasta la consideración del sentido misteriosamente positivo que asume la condición de sufrimiento cuando se vive en el abandono al designio de Dios. Diversos pasajes del Antiguo Testamento ya delinean este tema. Basta pensar en la historia que narra el libro del Génesis acerca de José, vendido por sus hermanos y destinado a ser en el futuro su salvador (cf. Gn 37,2‑36). Y no podemos olvidar el libro de Job. Aquí sufre incluso el hombre inocente, el cual sólo logra explicarse su drama recurriendo a la grandeza y la sabiduría de Dios (cf. Jb 42,1‑6).
Para nosotros, que leemos desde una perspectiva cristiana estos pasajes del Antiguo Testamento, el único punto de referencia es la cruz de Cristo, en la que encuentra una respuesta profunda el misterio del dolor en el mundo.
4. El himno de Tobit invita a la conversión a los pecadores que han sido castigados por sus delitos (cf. v. 5) y les abre la perspectiva maravillosa de una conversión "recíproca" de Dios y del hombre: "Si os convertís a él de todo corazón y con toda el alma, siendo sinceros con él, él se convertirá a vosotros y no os ocultará su rostro" (v. 6). Es muy elocuente el uso de la misma palabra ‑"conversión"‑ aplicada a la criatura y a Dios, aunque con significado diverso.
Si el autor del cántico piensa tal vez en los beneficios que acompañan la "vuelta" de Dios, o sea, su favor renovado al pueblo, nosotros debemos pensar sobre todo, a luz del misterio de Cristo, en el don que consiste en Dios mismo. El hombre tiene necesidad de Dios antes que de sus dones. El pecado es una tragedia, no tanto porque nos atrae los castigos de Dios, cuanto porque lo aleja de nuestro corazón.
5. Por tanto, el cántico dirige nuestra mirada al rostro de Dios, considerado como Padre, y nos invita a la bendición y a la alabanza: "Él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre" (v. 4). En estas palabras se alude a la "filiación" especial que Israel experimenta como don de la alianza y que prepara el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En Jesús resplandecerá entonces este rostro del Padre y se revelará su misericordia sin límites.
Bastaría pensar en la parábola del Padre misericordioso narrada por el evangelista san Lucas. A la conversión del hijo pródigo no sólo corresponde el perdón del Padre, sino también un abrazo de infinita ternura, acompañado por la alegría y la fiesta: "Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó" (Lc 15,20). Las expresiones de nuestro cántico siguen la misma línea de esta conmovedora imagen evangélica. Y de ahí brota la necesidad de alabar y dar gracias a Dios: "Veréis lo que hará con vosotros; le daréis gracias a boca llena; bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos" (v. 7).
Tobías, 13
1 Y Tobit dijo: «¡Bendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reino!
2 Porque él castiga y tiene compasión, hace bajar hasta el Abismo y hace subir de la gran Perdición, sin que nadie escape de su mano.
3 ¡Celébrenlo ustedes, israelitas, delante de todas las naciones! Porque él los ha dispersado en medio de ellas,
4 pero allí les ha mostrado su grandeza. Exáltenlo ante todos los vivientes porque él es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Padre, él es Dios por todos los siglos.
5 Él los castiga por sus iniquidades, pero tendrá compasión de todos ustedes. y los congregará de entre todas las naciones por donde han sido dispersados.
6 Si vuelven a él de todo corazón y con toda el alma, practicando la verdad en su presencia, él se volverá a ustedes y no les ocultará más su rostro.
7 Miren lo que ha hecho con ustedes y celébrenlo en alta voz. Bendigan al Señor de la justicia y glorifiquen al Rey de los siglos.
8 Yo lo celebro en el país del destierro, y manifiesto su fuerza y su grandeza a un pueblo pecador. ¡Conviértanse, pecadores, y practiquen la justicia en su presencia! ¡Quién sabe si él no les será favorable y tendrá misericordia de ustedes!
9 Yo glorifico a mi Dios, el Rey del cielo, y mi alma proclama gozosamente su grandeza.
10 Que todos lo celebren en Jerusalén: Jerusalén, Ciudad santa, Dios te castigó por las obras de tus hijos, pero volverá a compadecerse de los hijos de los justos.
11 Alaba dignamente al Señor y bendice el Rey de los siglos, para que su Templo sea reconstruido con alegría,
12 para que Dios alegre en ti a todos los desterrados y muestre su amor a todos los desdichados, por los siglos de los siglos.
13 Brillará una luz resplandeciente hasta los confines de la tierra; pueblos numerosos llegarán a ti desde lejos, y los habitantes de todos los extremos de la tierra vendrán hacia tu santo Nombre, con las manos llenas de ofrendas para el Rey del Cielo. Todas las generaciones manifestarán en ti su alegría, y el nombre de la ciudad elegida permanecerá para siempre.
14 ¡Malditos sean los que te insulten, malditos los que te destruyan, los que derriben tus murallas, los que echen por tierra tus torres y los que incendien tus casas! Pero ¡benditos para siempre los que te edifiquen!
15 Entonces tú te alegrarás y te regocijarás por los hijos de los justos, porque todos ellos serán congregados y bendecirán al Señor de los siglos. ¡Felices los que te aman, felices los que se alegran por tu paz!
16 ¡Felices los que se afligieron por tus desgracias, porque se alegrarán en ti y verán para siempre toda tu felicidad! ¡Bendice, alma mía, al Señor, el gran Rey,
17 porque Jerusalén será reconstruida, y también su Templo por todos los siglos! ¡Feliz de mí, si queda alguien de mi descendencia para ver tu gloria y celebrar al Rey del cielo! Las puertas de Jerusalén serán hechas de zafiro y esmeralda, y todos sus muros, de piedras preciosas; las torres de Jerusalén serán construidas de oro, y sus baluartes, de oro puro. Las calles de Jerusalén serán pavimentadas de rubíes y de piedras de Ofir;
18 las puertas de Jerusalén resonarán con cantos de alegría; y todas sus casas dirán: ¡Aleluya! ¡Bendito sea el Dios de Israel! Y los elegidos bendecirán el Nombre santo, por los siglos de los siglos».
El salmo 32, un himno a la providencia de Dios. Miércoles 8 de agosto de 2001
Salmo 32
1. El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: "Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones" (vv. 1‑3). Por tanto, esta aclamación (tern'ah) va acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El cántico es "nuevo", no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.
San Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así este pasaje: "Habitualmente se llama "nuevo" a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico nuevo e insólito. Y si repasas con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e insólito" (Homilía sobre el salmo 32, 2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación del salmista, que dice: "Cantad al Señor un cántico nuevo", para los creyentes en Cristo significa: "Honrad a Dios, no según la costumbre antigua de la "letra", sino según la novedad del "espíritu". En efecto, quien no valora la Ley exteriormente, sino que reconoce su "espíritu", canta un "cántico nuevo"" (ib.).
2. El cuerpo central del himno está articulado en tres partes, que forman una trilogía de alabanza. En la primera (cf. vv. 6‑9) se celebra la palabra creadora de Dios. La arquitectura admirable del universo, semejante a un templo cósmico, no surgió y ni se desarrolló a consecuencia de una lucha entre dioses, como sugerían ciertas cosmogonías del antiguo Oriente Próximo, sino sólo gracias a la eficacia de la palabra divina. Precisamente como enseña la primera página del Génesis: "Dijo Dios... Y así fue" (cf. Gn 1). En efecto, el salmista repite: "Porque él lo dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 32,9).
El orante atribuye una importancia particular al control de las aguas marinas, porque en la Biblia son el signo del caos y el mal. El mundo, a pesar de sus límites, es conservado en el ser por el Creador, que, como recuerda el libro de Job, ordena al mar detenerse en la playa: "¡Llegarás hasta aquí, no más allá; aquí se romperá el orgullo de tus olas!" (Jb 38, 11).
3. El Señor es también el soberano de la historia humana, como se afirma en la segunda parte del salmo 32, en los versículos 10‑15. Con vigorosa antítesis se oponen los proyectos de las potencias terrenas y el designio admirable que Dios está trazando en la historia. Los programas humanos, cuando quieren ser alternativos, introducen injusticia, mal y violencia, en contraposición con el proyecto divino de justicia y salvación. Y, a pesar de sus éxitos transitorios y aparentes, se reducen a simples maquinaciones, condenadas a la disolución y al fracaso.
En el libro bíblico de los Proverbios se afirma sintéticamente: "Muchos proyectos hay en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza" (Pr 19,21). De modo semejante, el salmista nos recuerda que Dios, desde el cielo, su morada trascendente, sigue todos los itinerarios de la humanidad, incluso los insensatos y absurdos, e intuye todos los secretos del corazón humano.
"Dondequiera que vayas, hagas lo que hagas, tanto en las tinieblas como a la luz del día, el ojo de Dios te mira", comenta san Basilio (Homilía sobre el salmo 32, 8: PG 29, 343). Feliz será el pueblo que, acogiendo la revelación divina, siga sus indicaciones de vida, avanzando por sus senderos en el camino de la historia. Al final sólo queda una cosa: "El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad" (Sal 32,11).
4. La tercera y última parte del Salmo (vv. 16‑22) vuelve a tratar, desde dos perspectivas nuevas, el tema del señorío único de Dios sobre la historia humana. Por una parte, invita ante todo a los poderosos a no engañarse confiando en la fuerza militar de los ejércitos y la caballería; por otra, a los fieles, a menudo oprimidos, hambrientos y al borde de la muerte, los exhorta a esperar en el Señor, que no permitirá que caigan en el abismo de la destrucción. Así, se revela la función también "catequística" de este salmo. Se transforma en una llamada a la fe en un Dios que no es indiferente a la arrogancia de los poderosos y se compadece de la debilidad de la humanidad, elevándola y sosteniéndola si tiene confianza, si se fía de él, y si eleva a él su súplica y su alabanza.
"La humildad de los que sirven a Dios —explica también san Basilio— muestra que esperan en su misericordia. En efecto, quien no confía en sus grandes empresas, ni espera ser justificado por sus obras, tiene como única esperanza de salvación la misericordia de Dios" (Homilía sobre el salmo 32, 10: PG 29, 347).
5. El Salmo concluye con una antífona que es también el final del conocido himno Te Deum: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti" (v. 22). La gracia divina y la esperanza humana se encuentran y se abrazan. Más aún, la fidelidad amorosa de Dios (según el valor del vocablo hebraico original usado aquí, hésed), como un manto, nos envuelve, calienta y protege, ofreciéndonos serenidad y proporcionando un fundamento seguro a nuestra fe y a nuestra esperanza.
SALMO 32
1 Aclamen, justos, al Señor;
es propio de los buenos alabarlo.
2 Alaben al Señor con la cítara,
toquen en su honor el arpa de diez cuerdas;
3 entonen para él un canto nuevo,
toquen con arte, profiriendo aclamaciones.
4 Porque la palabra del Señor es recta
y él obra siempre con lealtad;
5 él ama la justicia y el derecho,
y la tierra está llena de su amor.
6 La palabra del Señor hizo el cielo,
y el aliento de su boca, los ejércitos celestiales;
7 él encierra en un cántaro las aguas del mar
y pone en un depósito las olas del océano.
8 Que toda la tierra tema al Señor,
y tiemblen ante él los habitantes del mundo;
9 porque él lo dijo, y el mundo existió,
él dio una orden, y todo subsiste.
10 El Señor frustra el designio de las naciones
y deshace los planes de los pueblos,
11 pero el designio del Señor permanece para siempre,
y sus planes, a lo largo de las generaciones.
12 ¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se eligió como herencia!
13 El Señor observa desde el cielo
y contempla a todos los hombres;
14 él mira desde su trono
a todos los habitantes de la tierra;
15 modela el corazón de cada uno
y conoce a fondo todas sus acciones.
16 El rey no vence por su mucha fuerza
ni se libra el guerrero por su gran vigor;
17 de nada sirven los caballos para la victoria:
a pesar de su fuerza no pueden salvar.
18 Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles,
sobre los que esperan en su misericordia,
19 para librar sus vidas de la muerte
y sustentarlos en el tiempo de indigencia.
20 Nuestra alma espera en el Señor;
él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
21 Nuestro corazón se regocija en él:
nosotros confiamos en su santo Nombre.
22 Señor, que tu amor descienda sobre nosotros,
conforme a la esperanza que tenemos en ti.
Malicia del pecador, bondad del Señor. Miércoles 22 de agosto de 2001
Salmo 35
1. Cada persona, al iniciar una jornada de trabajo y de relaciones humanas, puede adoptar dos actitudes fundamentales: elegir el bien o ceder al mal. El salmo 35, que acabamos de escuchar, presenta precisamente estas dos posturas antitéticas. Algunos, muy temprano, ya desde antes de levantarse, traman proyectos inicuos; otros, por el contrario, buscan la luz de Dios, "fuente de la vida" (cf. v. 10). Al abismo de la malicia del malvado se opone el abismo de la bondad de Dios, fuente viva que apaga la sed y luz que ilumina al fiel.
Por eso, son dos los tipos de hombres descritos en la oración del salmo que acabamos de proclamar y que la Liturgia de las Horas nos propone para las Laudes del miércoles de la primera semana.
2. El primer retrato que el salmista nos presenta es el del pecador (cf. vv. 2‑5). En su interior —como dice el original hebreo— se encuentra el "oráculo del pecado" (v. 2). La expresión es fuerte. Hace pensar en una palabra satánica, que, en contraste con la palabra divina, resuena en el corazón y en la lengua del malvado.
En él el mal parece tan connatural a su realidad íntima, que aflora en palabras y obras (cf. vv. 3‑4). Pasa sus jornadas eligiendo "el mal camino", comenzando ya de madrugada, cuando aún está "acostado" (v. 5), hasta la noche, cuando está a punto de dormirse. Esta elección constante del pecador deriva de una opción que implica toda su existencia y engendra muerte.
3. Pero al salmista le interesa sobre todo el otro retrato, en el que desea reflejarse: el del hombre que busca el rostro de Dios (cf. vv. 6‑13). Eleva un auténtico himno al amor divino (cf. vv. 6‑11), que concluye pidiendo ser liberado de la atracción oscura del mal y envuelto para siempre por la luz de la gracia.
Este canto presenta una verdadera letanía de términos que celebran los rasgos del Dios de amor: gracia, fidelidad, justicia, juicio, salvación, sombra de tus alas, abundancia, delicias, vida y luz.
Conviene subrayar, en particular, cuatro de estos rasgos divinos, expresados con términos hebreos que tienen un valor más intenso que los correspondientes en las traducciones de las lenguas modernas.
4. Ante todo está el término hésed, "gracia", que es a la vez fidelidad, amor, lealtad y ternura. Es uno de los términos fundamentales para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo. Y es significativo que se repita 127 veces en el Salterio, más de la mitad de todas las veces que esta palabra aparece en el resto del Antiguo Testamento.
Luego viene el término 'emunáh, que deriva de la misma raíz de amén, la palabra de la fe, y significa estabilidad, seguridad y fidelidad inquebrantable.
Sigue, a continuación, el término sedaqáh, la "justicia", que tiene un significado fundamentalmente salvífico: es la actitud santa y providente de Dios que, con su intervención en la historia, libra a sus fieles del mal y de la injusticia.
Por último, encontramos el término mishpát, el "juicio", con el que Dios gobierna sus criaturas, inclinándose hacia los pobres y oprimidos, y doblegando a los arrogantes y prepotentes.
Se trata de cuatro palabras teológicas, que el orante repite en su profesión de fe, mientras sale a los caminos del mundo, con la seguridad de que tiene a su lado al Dios amoroso, fiel, justo y salvador.
5. Además de los diversos títulos con los que exalta a Dios, el salmista utiliza dos imágenes sugestivas. Por una parte, la abundancia de alimento, que hace pensar ante todo en el banquete sagrado que se celebraba en el templo de Sión con la carne de las víctimas de los sacrificios.
También están la fuente y el torrente, cuyas aguas no sólo apagan la sed de la garganta seca, sino también la del alma (cf. vv. 9‑10;Sal 41,2‑3; 62,2‑6). El Señor sacia y apaga la sed del orante, haciéndolo partícipe de su vida plena e inmortal.
La otra imagen es la del símbolo de la luz: "tu luz nos hace ver la luz" (v. 10). Es una luminosidad que se irradia, casi "en cascada", y es un signo de la revelación de Dios a su fiel. Así aconteció a Moisés en el Sinaí (cf. Ex 34,29‑30) y así sucede también al cristiano en la medida en que "con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, se va transformando en esa misma imagen" (cf. 2Co 3,18).
En el lenguaje de los salmos "ver la luz del rostro de Dios" significa concretamente encontrar al Señor en el templo, donde se celebra la plegaria litúrgica y se escucha la palabra divina. También el cristiano hace esta experiencia cuando celebra las alabanzas del Señor al inicio de la jornada, antes de afrontar los caminos, no siempre rectos, de la vida diaria.
SALMO 35
1 Del maestro de coro. De David, el servidor del Señor.
2 El pecado habla al impío
en el fondo de su corazón;
para él no hay temor de Dios,
3 porque se mira con tan buenos ojos
que no puede descubrir ni aborrecer su culpa.
4 Las palabras de su boca son maldad y traición;
dejó de ser sensato y de practicar el bien;
5 en su lecho, sólo piensa hacer el mal,
se obstina en el camino del crimen
y no reprueba al malvado.
6 Tu misericordia, Señor, llega hasta el cielo,
tu fidelidad hasta las nubes.
7 Tu justicia es como las altas montañas,
tus juicios, como un océano inmenso.
Tú socorres a los hombres y a las bestias:
8 ¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!
Por eso los hombres se refugian a la sombra de tus alas.
9 Se sacian con la abundancia de tu casa,
les das de beber del torrente de tus delicia.
10 En ti está la fuente de la vida,
y por tu luz vemos la luz.
11 Extiende tu gracia sobre los que te reconocen,
y tu justicia sobre los rectos del corazón.
12 ¡Que el pie del orgulloso no me alcance
ni me derribe la mano del malvado!
13 Miren cómo cayeron los malhechores:
fueron derribados, y ya no podrán levantarse.
El Señor, creador del mundo, protege a su pueblo. Miércoles 29 de agosto de 2001
Judit 16,1‑17
1. El cántico de alabanza que acabamos de proclamar (cf. Jdt 16,1‑17) se atribuye a Judit, una heroína que fue el orgullo de todas las mujeres de Israel, porque le tocó manifestar el poder liberador de Dios en un momento dramático de la vida de su pueblo. La liturgia de Laudes sólo nos hace rezar algunos versículos de su cántico, que nos invitan a celebrar, elevando cantos de alabanza con tambores y cítaras, al Señor, "quebrantador de guerras" (v. 2).
Esta última expresión, que define el auténtico rostro de Dios, amante de la paz, nos introduce en el contexto donde nació el himno. Se trata de una victoria conseguida por los israelitas de un modo muy sorprendente, por obra de Dios, que intervino para evitarles una derrota inminente y total.
2. El autor sagrado reconstruye ese evento varios siglos después, para dar a sus hermanos y hermanas en la fe, que sentían la tentación del desaliento en una situación difícil, un ejemplo que los animara. Así, refiere lo que aconteció a Israel cuando Nabucodonosor, irritado por la oposición de este pueblo frente a sus deseos de expansión y a sus pretensiones de idolatría, envió al general Holofernes con la precisa misión de doblegarlo y aniquilarlo. Nadie debía resistir a él, que reivindicaba los honores de un dios. Y su general, compartiendo su presunción, se había burlado de la advertencia, que se le había hecho, de no atacar a Israel porque equivaldría a atacar a Dios mismo.
En el fondo, el autor sagrado quiere reafirmar precisamente este principio, para fortalecer en la fidelidad al Dios de la alianza a los creyentes de su tiempo: hay que confiar en Dios. El auténtico enemigo que Israel debe temer no son los poderosos de esta tierra, sino la infidelidad al Señor. Esta lo priva de la protección de Dios y lo hace vulnerable. En cambio, el pueblo, cuando es fiel, puede contar con el poder mismo de Dios, "admirable en su fuerza, invencible" (v. 13).
3. Este principio queda espléndidamente ilustrado por toda la historia de Judit. El escenario es una tierra de Israel ya invadida por los enemigos. El cántico refleja el dramatismo de ese momento: "Vinieron los asirios de los montes del norte, vinieron con tropa innumerable; su muchedumbre obstruía los torrentes, y sus caballos cubrían las colinas" (v. 3). Se subraya con sarcasmo la efímera jactancia del enemigo: "Hablaba de incendiar mis tierras, de pasar mis jóvenes a espada, de estrellar contra el suelo a los lactantes, de entregar como botín a mis niños y de dar como presa a mis doncellas" (v. 4).
La situación descrita en las palabras de Judit se asemeja a otras vividas por Israel, en las que la salvación había llegado cuando parecía todo perdido. ¿No se había producido así también la salvación del Éxodo, al atravesar de forma prodigiosa el mar Rojo? Del mismo modo ahora el asedio por obra de un ejército numeroso y poderoso elimina toda esperanza. Pero todo ello no hace más que poner de relieve la fuerza de Dios, que se manifiesta protector invencible de su pueblo.
4. La obra de Dios resulta tanto más luminosa cuanto que no recurre a un guerrero o a un ejército. Como en otra ocasión, en el tiempo de Débora, había eliminado al general cananeo Sísara por medio de Yael, una mujer (Jc 4,17‑21), así ahora se sirve de nuevo de una mujer inerme para salir en auxilio de su pueblo en dificultad. Judit, con la fuerza de su fe, se aventura a ir al campamento enemigo, deslumbra con su belleza al caudillo y lo elimina de forma humillante. El cántico subraya fuertemente este dato: "El Señor omnipotente por mano de mujer los anuló. Que no fue derribado su caudillo por jóvenes guerreros, ni le hirieron hijos de titanes, ni altivos gigantes le vencieron; le subyugó Judit, hija de Merarí, con sólo la hermosura de su rostro" (Jdt 16,5‑6).
La figura de Judit se convertirá luego en arquetipo que permitirá, no sólo a la tradición judía, sino también a la cristiana, poner de relieve la predilección de Dios por lo que se considera frágil y débil, pero que precisamente por eso es elegido para manifestar la potencia divina. También es una figura ejemplar para expresar la vocación y la misión de la mujer, llamada, al igual que el hombre, de acuerdo con sus rasgos específicos, a desempeñar un papel significativo en el plan de Dios
Algunas expresiones del libro de Judit pasarán, más o menos íntegramente, a la tradición cristiana, que verá en la heroína judía una de las prefiguraciones de María. ¿No se escucha un eco de las palabras de Judit cuando María, en el Magníficat, canta: "Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes" (Lc 1,52)? Así se comprende el hecho de que la tradición litúrgica, familiar tanto a los cristianos de Oriente como a los de Occidente, suele atribuir a la madre de Jesús expresiones referidas a Judit, como las siguientes: "Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza" (Jdt 15,9).
5. El cántico de Judit, partiendo de la experiencia de la victoria, concluye con una invitación a elevar a Dios un cantar nuevo, reconociéndolo "grande y glorioso". Al mismo tiempo, se exhorta a todas las criaturas a mantenerse sometidas a Aquel que con su palabra ha hecho todas las cosas y con su espíritu las ha forjado. ¿Quién puede resistir a la voz de Dios? Judit lo recuerda con gran énfasis: frente al Creador y Señor de la historia, los montes, desde sus cimientos, serán sacudidos; las rocas se fundirán como cera (cf. Jdt 16, 15). Son metáforas eficaces para recordar que todo es "nada" frente al poder de Dios. Y, sin embargo, este cántico de victoria no quiere infundir temor, sino consolar. En efecto, Dios utiliza su poder invencible para sostener a sus fieles: "Con aquellos que te temen te muestras tú siempre propicio" (Jdt 16,15).
Judit 16,1‑17
1 Judit dijo: «¡Entonen un canto a mi Dios con tamboriles, canten al Señor con címbalos; compongan en su honor un salmo de alabanza, glorifiquen e invoquen su Nombre!
2 Porque el Señor es un Dios que pone fin a las guerras: él estableció su campamento en medio del pueblo y me libró de mis perseguidores.
3 De las montañas del norte llegó Asiria, avanzó con un ejército innumerable: sus tropas obstruyeron los valles y su caballería cubrió las colinas.
4 Amenazó con incendiar mis territorios y pasar a mis jóvenes al filo de la espada, con estrellar a mis pequeños contra el suelo y entregar a mis niños como presa y a mis muchachas como botín.
5 ¡Pero el Señor todopoderoso los eliminó por la mano de una mujer!
6 Su jefe no fue abatido por jóvenes guerreros, ni lo golpearon hijos de titanes, ni lo atacaron enormes gigantes: lo desarmó Judit, la hija de Merarí, con la hermosura de su rostro.
7 Ella se quitó su ropa de luto, para exaltar a los afligidos de Israel:
8 se ajustó el cabello con una diadema, se puso ropa de lino para seducirlo.
9 Sus sandalias deslumbraron los ojos del guerrero, su hermosura le cautivó el corazón... ¡y la espada le cortó la cabeza!
10 Los persas temblaron por su audacia y los medos se turbaron por su temeridad,
11 Entonces mi pueblo humillado gritó de alegría y los otros se llenaron de espanto; mis débiles lanzaron gritos de triunfo y ellos quedaron aterrados; mi pueblo alzó su voz y ellos se dieron a la fuga.
12 Hijos de jóvenes mujeres los traspasaron, los acribillaron como a esclavos fugitivos: ¡todos perecieron en el combate de mi Señor!
13 Cantaré a mi Dios un canto nuevo: ¡Señor, tú eres grande y glorioso, admirable por tu poder e invencible!
14 Que te sirvan todas las criaturas, porque tú lo dijiste y fueron hechas, enviaste tu espíritu y él las formó, y nadie puede resistir a tu voz.
15 Las montañas y las aguas se sacudieron desde sus cimientos, las rocas se derretirán como cera en tu presencia, pero tú siempre te muestras propicio con aquellos que te temen.
16 Poco vale un sacrificio de aroma agradable y menos aún toda la grasa ofrecida en holocausto, pero el que teme al Señor será grande para siempre.
17 ¡Ay de las naciones que se levantan contra mi pueblo! El Señor todopoderoso los castigará en el día del Juicio: pondrá en su carne fuego y gusanos, y gemirán de dolor eternamente».
El Señor, rey del universo. Miércoles 5 de septiembre de 2001
Salmo 46
1. "El Señor, el Altísimo, es rey grande sobre toda la tierra". Esta aclamación inicial se repite, con diversos matices, a lo largo del salmo 46, que acabamos de escuchar. Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8‑9).
Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92;95‑98), supone un clima de celebración litúrgica. Por eso, nos encontramos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo.
2. Seguiremos este canto de alabanza gozosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en el modo de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del salmo la relación es de dominación: Dios "nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones" (v. 4); por el contrario, en la segunda parte la relación es de asociación: "los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Así pues, se nota un gran progreso.
En la primera parte (cf. vv. 2‑6) se dice: "Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo" (v. 2). El centro de este aplauso jubiloso es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: "altísimo, grande y terrible" (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18).
3. Dentro del señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 4), el orante destaca su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, "el predilecto", la herencia más valiosa y apreciada por el Señor (cf. v. 5). Por consiguiente, Israel se siente objeto de un amor particular de Dios, que se ha manifestado con la victoria obtenida sobre las naciones hostiles
Durante la batalla, la presencia del Arca de la alianza entre las tropas de Israel les garantizaba la ayuda de Dios; después de la victoria, el Arca subía al monte Sión (cf. Sal 67,19) y todos proclamaban: "Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas" (Sal 46, 6).
4. El segundo momento del salmo (cf. vv. 7‑10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7‑8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1R 8,27. 30).
5. El salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universalista: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que no sólo está en el origen de Israel, sino también de otras naciones. Al pueblo elegido que desciende de él se le ha encomendado la misión de hacer que todas las naciones y todas las culturas converjan en el Señor, porque él es Dios de la humanidad entera. Proviniendo de oriente y occidente se reunirán entonces en Sión para encontrarse con este rey de paz y amor, de unidad y fraternidad (cf. Mt 8,11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí serán invitados a arrojar a tierra las armas y a convivir bajo el único señorío divino, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (cf. Is 2,2‑5). Los ojos de todos contemplarán la nueva Jerusalén, a la que el Señor "asciende" para revelarse en la gloria de su divinidad. Será "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas (...). Todos gritaban a gran voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"" (Ap 7,9‑10).
6. La carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor cuando afirma, dirigiéndose a los cristianos que no provenían del judaísmo: "Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2,11‑14).
Así pues, en Cristo la realeza de Dios, cantada por nuestro salmo, se ha realizado en la tierra con respecto a todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: "Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraron a Dios y no conocieron quién era. Y hasta que el Mesías los rescató, Dios no reinó en las naciones por medio de su obediencia y de su culto. En cambio, ahora Dios, con su Palabra y su Espíritu, reina sobre ellas, porque las ha salvado del engaño y se ha ganado su amistad" (Palestino anónimo, Homilía árabe cristiana del siglo VIII, Roma 1994, p. 100).
SALMO 46
1 Del maestro de coro. De los hijos de Coré. Salmo.
2 Aplaudan, todos los pueblos,
aclamen a Dios con gritos de alegría;
3 porque el Señor, el Altísimo, es temible,
es el soberano de toda la tierra.
4 Él puso a los pueblos bajo nuestro yugo,
y a las naciones bajo nuestros pies;
5 él eligió para nosotros una herencia,
que es el orgullo de Jacob, su predilecto.
6 Dios asciende entre aclamaciones,
asciende al sonido de trompetas.
7 Canten, canten a nuestro Dios,
canten, canten a nuestro Rey:
8 Dios es el Rey de toda la tierra,
cántenle un hermoso himno.
9 Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.
10 Los nobles de los pueblos se reúnen
con el pueblo del Dios de Abraham:
de Dios son los poderosos de la tierra,
y él se ha elevado inmensamente.
Oración de la mañana en el sufrimiento. Miércoles 19 de septiembre de 2001
Salmo 56
1. Es una noche tenebrosa, en la que merodean fieras voraces. El orante está esperando que despunte el alba, para que la luz venza la oscuridad y los miedos. Este es el telón de fondo del salmo 56, sobre el que hoy vamos a reflexionar: un canto nocturno que prepara al orante para la llegada de la luz de la aurora, esperada con ansia, a fin de poder alabar al Señor con alegría (cf. vv. 9‑12). En efecto, el Salmo pasa de la dramática lamentación dirigida a Dios a la esperanza serena y a la acción de gracias gozosa, expresada con las palabras que resonarán también más adelante, en otro salmo (cf. Sal 107,2‑6).
En la práctica, se trata del paso del miedo a la alegría, de la noche al día, de una pesadilla a la serenidad, de la súplica a la alabanza. Es una experiencia que describe con frecuencia el Salterio: "Cambiaste mi luto en danzas; me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre" (Sal 29,12‑13).
2. Por tanto, son dos los momentos del salmo 56 que estamos meditando. El primero se refiere a la experiencia del miedo ante el asalto del mal que intenta herir al justo (cf. vv. 2‑7). En el centro de la escena hay leones preparados para el ataque. Muy pronto esta imagen se transforma en un símbolo bélico, delineado con lanzas, flechas y espadas. El orante se siente asaltado por una especie de escuadrón de la muerte. En torno a él ronda una banda de cazadores, que tiende redes y cava fosas para capturar a su presa. Pero este clima de tensión desaparece en seguida. En efecto, ya al inicio (cf. v. 2) aparece el símbolo protector de las alas divinas, que aluden concretamente al Arca de la alianza con los querubines alados, es decir, a la presencia de Dios entre los fieles en el templo santo de Sión.
3. El orante pide insistentemente a Dios que mande desde el cielo a sus mensajeros, a los cuales atribuye los nombres emblemáticos de "Fidelidad" y "Gracia" (v. 4), cualidades propias del amor salvífico de Dios. Por eso, aunque lo atemorizan el rugido terrible de las fieras y la perfidia de los perseguidores, el fiel en su interior permanece sereno y confiado, como Daniel en la fosa de los leones (cf.Dn 6,17‑25).
La presencia del Señor no tarda en mostrar su eficacia, mediante el castigo de los enemigos: estos caen en la fosa que habían cavado para el justo (cf. v. 7). Esa confianza en la justicia divina, siempre viva en el Salterio, impide el desaliento y la rendición ante la prepotencia del mal. Más tarde o más temprano, Dios, que desmonta las maquinaciones de los impíos haciéndoles tropezar en sus mismos proyectos malvados, se pone de parte del fiel.
4. Así llegamos al segundo momento del Salmo, el de la acción de gracias (cf. vv. 8‑12). Hay un pasaje que brilla por su intensidad y belleza: "Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad cítara y arpa, despertaré a la aurora" (vv. 8‑9). Las tinieblas ya se han disipado: el alba de la salvación se ha acercado gracias al canto del orante.
El salmista, al aplicarse a sí mismo esta imagen, tal vez traduce con los términos de la religiosidad bíblica, rigurosamente monoteísta, el uso de los sacerdotes egipcios o fenicios encargados de "despertar a la aurora", es decir, de hacer que volviera a aparecer el sol, considerado una divinidad benéfica. Alude también a la costumbre de colgar y velar los instrumentos musicales en tiempo de luto y prueba (cf. Sal 136,2) y de "despertarlos" con el sonido festivo en el tiempo de la liberación y de la alegría. Así pues, la liturgia hace brotar la esperanza: se dirige a Dios invitándolo a acercarse nuevamente a su pueblo y a escuchar su súplica. A menudo en el Salterio el alba es el momento en que Dios escucha, después de una noche de oración.
5. Así, el Salmo concluye con un cántico de alabanza dirigido al Señor, que actúa con sus dos grandes cualidades salvíficas, ya citadas con términos diferentes en la primera parte de la súplica (cf. v. 4). Ahora aparecen, casi personificadas, la Bondad y la Fidelidad divina, las cuales inundan los cielos con su presencia y son como la luz que brilla en la oscuridad de las pruebas y de las persecuciones (cf. v. 11). Por este motivo, en la tradición cristiana el salmo 56 se ha transformado en canto del despertar a la luz y a la alegría pascual, que se irradia en el fiel eliminando el miedo a la muerte y abriendo el horizonte de la gloria celestial.
6. San Gregorio de Nisa descubre en las palabras de este salmo una especie de descripción típica de lo que acontece en toda experiencia humana abierta al reconocimiento de la sabiduría de Dios. "Me salvó ‑exclama‑ habiéndome cubierto con la sombra de la nube del Espíritu, y los que me habían pisoteado han quedado humillados" (Sui titoli dei Salmi, Roma 1994, p. 183).
Refiriéndose luego a las expresiones finales del Salmo, donde se dice: "Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria", concluye: "En la medida en que la gloria de Dios se extiende sobre la tierra, aumentada por la fe de los que son salvados, las potencias celestiales, exultando por nuestra salvación, alaban a Dios" (ib., p. 184).
SALMO 56
1 Del maestro de coro. «No destruyas». De David. Mictán. Cuando huyendo de Saúl, se escondió en la cueva.
2 Ten piedad de mí, Dios mío, ten piedad,
porque mi alma se refugia en ti;
yo me refugio a la sombra de tus alas
hasta que pase la desgracia.
3 Invocaré a Dios, el Altísimo,
al Dios que lo hace todo por mí:
4 él me enviará la salvación desde el cielo
y humillará a los que me atacan.
¡Que Dios envíe su amor y su fidelidad!
5 Yo estoy tendido en medio de leones
que devoran con avidez a los hombres;
sus dientes son lanzas y flechas,
su lengua, una espada afilada.
6 ¡Levántate, Dios, por encima del cielo,
y que tu gloria cubra toda la tierra!
7 Ellos tendieron una red a mi paso,
para que yo sucumbiera;
cavaron una fosa ante mí,
pero cayeron en ella.
8 Mi corazón está firme.
Dios mío, mi corazón está firme.
Voy a cantar al son de instrumentos:
9 ¡despierta, alma mía!
¡Despierten, arpa y cítara,
para que yo despierte a la aurora!
10 Te alabaré en medio de los pueblos, Señor,
te cantaré entre las naciones,
11 porque tu misericordia se eleva hasta el cielo,
y tu fidelidad hasta las nubes.
12 ¡Levántate, Dios, por encima del cielo,
y que tu gloria cubra toda la tierra!
Dios libera y congrega a su pueblo en la alegría. Miércoles 10 de octubre de 2001
Jeremías 31
1. "Escuchad, pueblos, la palabra del Señor; anunciadla en las islas remotas" (Jr 31,10). ¿Qué noticia está a punto de darse con estas solemnes palabras de Jeremías, que hemos escuchado en el cántico recién proclamado? Se trata de una noticia consoladora y no por casualidad los capítulos que la contienen (cf. 30 y 31) se suelen llamar "Libro de la consolación". El anuncio atañe directamente al antiguo Israel, pero ya permite entrever de alguna manera el mensaje evangélico.
El núcleo de este anuncio es el siguiente: "El Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte" (Jr 31,11). El trasfondo histórico de estas palabras está constituido por un momento de esperanza experimentado por el pueblo de Dios, más o menos un siglo después de que el norte del país, en el año 722 a. C., hubiera sido ocupado por el poder asirio. Ahora, en el tiempo del profeta, la reforma religiosa del rey Josías expresa un regreso del pueblo a la alianza con Dios y enciende la esperanza de que el tiempo del castigo haya concluido. Toma cuerpo la perspectiva de que el norte pueda volver a la libertad e Israel y Judá vuelvan a la unidad. Todos, incluyendo las "islas remotas", deberán ser testigos de este maravilloso acontecimiento: Dios, pastor de Israel, está a punto de intervenir. Había permitido la dispersión de su pueblo y ahora viene a congregarlo.
2. La invitación a la alegría se desarrolla con imágenes que causan una profunda impresión. Es un oráculo que hace soñar. Describe un futuro en el que los exiliados "vendrán con aclamaciones" y no sólo volverán a encontrar el templo del Señor, sino también todos los bienes: el trigo, el vino, el aceite y los rebaños de ovejas y vacas. La Biblia no conoce un espiritualismo abstracto. La alegría prometida no afecta sólo a lo más íntimo del hombre, pues el Señor cuida de la vida humana en todas sus dimensiones. Jesús mismo subrayará este aspecto, invitando a sus discípulos a confiar en la Providencia también con respecto a las necesidades materiales (cf. Mt 6,25‑34). Nuestro cántico insiste en esta perspectiva. Dios quiere hacer feliz al hombre entero. La condición que prepara para sus hijos se expresa con el símbolo del "huerto regado" (Jr 31,12), imagen de lozanía y fecundidad. Dios convierte su tristeza en gozo, los alimenta con enjundia (cf. v. 14) y los sacia de bienes, hasta el punto de que brotan espontáneos el canto y la danza. Será un júbilo incontenible, una alegría de todo el pueblo.
3. La historia nos dice que este sueño no se hizo realidad entonces. Y no porque Dios no haya cumplido su promesa: el responsable de esa decepción fue una vez más el pueblo, con su infidelidad. El mismo libro de Jeremías se encarga de demostrarlo con el desarrollo de una profecía que resulta dolorosa y dura, y lleva progresivamente a algunas de las fases más tristes de la historia de Israel. No sólo no volverán los exiliados del norte, sino que incluso Judá será ocupada por Nabucodonosor en el año 587 a.C. Entonces comenzarán días amargos, cuando, en las orillas de Babilonia, deberán colgar las cítaras en los sauces (cf. Sal 136,2). En su corazón no podrán tener ánimo como para cantar ante el júbilo de sus verdugos; nadie se puede alegrar si se ve obligado al exilio abandonando su patria, la tierra donde Dios ha puesto su morada.
4. Con todo, la invitación a la alegría que caracteriza este oráculo no pierde su significado. En efecto, sigue válida la motivación última sobre la cual se apoya: la expresan sobre todo algunos intensos versículos, que preceden a los que nos presenta la Liturgia de las Horas. Es preciso tenerlos muy presentes mientras se leen las manifestaciones de alegría de nuestro cántico.
Describen con palabras vibrantes el amor de Dios a su pueblo. Indican un pacto irrevocable: "Con amor eterno te he amado" (Jr 31,3). Cantan la efusión paterna de un Dios que a Efraím lo llama su primogénito y lo colma de ternura: "Salieron entre llantos, y los guiaré con consolaciones; yo los guiaré a las corrientes de aguas, por caminos llanos para que no tropiecen, pues yo soy el Padre de Israel" (Jr 31,9). Aunque la promesa no se pudo realizar por entonces a causa de la infidelidad de los hijos, el amor del Padre permanece en toda su impresionante ternura.
5. Este amor constituye el hilo de oro que une las fases de la historia de Israel, en sus alegrías y en sus tristezas, en sus éxitos y en sus fracasos. El amor de Dios no falla; incluso el castigo es expresión de ese amor, asumiendo un significado pedagógico y salvífico.
Sobre la roca firme de este amor, la invitación a la alegría de nuestro cántico evoca un futuro de Dios que, aunque se retrase, llegará tarde o temprano, no obstante todas las fragilidades de los hombres. Este futuro se ha realizado en la nueva alianza con la muerte y la resurrección de Cristo y con el don del Espíritu. Sin embargo, tendrá su pleno cumplimiento cuando el Señor vuelva al final de los tiempos. A la luz de estas certezas, el "sueño" de Jeremías sigue siendo una oportunidad histórica real, condicionada a la fidelidad de los hombres, y sobre todo una meta final, garantizada por la fidelidad de Dios y ya inaugurada por su amor en Cristo.
Así pues, leyendo este oráculo de Jeremías, debemos dejar que resuene en nosotros el evangelio, la buena nueva promulgada por Cristo en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,16‑21). La vida cristiana está llamada a ser un verdadero "júbilo", que sólo nuestro pecado puede poner en peligro. Al poner en nuestros labios estas palabras de Jeremías, la Liturgia de las Horas nos invita a enraizar nuestra vida en Cristo, nuestro Redentor (cf. Jr 31,11) y a buscar en él el secreto de la verdadera alegría en nuestra vida personal y comunitaria.
Jeremías 31
1 En aquel tiempo –oráculo del Señor– yo seré el Dios de todas las familias de Israel y ellos serán mi Pueblo.
2 Así habla el Señor: Halló gracia en el desierto el pueblo que escapó de la espada; Israel camina hacia su descanso.
3 De lejos se le apareció el Señor: Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad.
4 De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo te adornarás con tus tamboriles y saldrás danzando alegremente;
5 de nuevo plantarás viñas sobre los montes de Samaría: los que las planten tendrán los primeros frutos.
6 Porque llega el día en que los vigías gritarán sobre la montaña de Efraím: «¡De pie, subamos a Sión, hacia el Señor, nuestro Dios!».
7 Porque así habla el Señor: ¡Griten jubilosos por Jacob, aclamen a la primera de las naciones! Háganse oír, alaben y digan: «¡El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel!».
8 Yo los hago venir del país del Norte y los reúno desde los extremos de la tierra; hay entre ellos ciegos y lisiados, mujeres embarazadas y parturientas: ¡es una gran asamblea la que vuelve aquí!
9 Habían partido llorando, pero yo los traigo llenos de consuelo; los conduciré a los torrentes de agua por un camino llano, donde ellos no tropezarán. Porque yo soy un padre para Israel y Efraím es mi primogénito.
10 ¡Escuchen, naciones, la palabra del Señor, anúncienla en las costas más lejanas! Digan: «El que dispersó a Israel lo reunirá, y lo cuidará como un pastor a su rebaño».
11 Porque el Señor ha rescatado a Jacob, lo redimió de una mano más fuerte que él.
12 Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer.
13 Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción.
14 Colmaré a los sacerdotes con la grasa de las víctimas, y mi pueblo se saciará de mis bienes –oráculo del Señor–.
15 Así habla el Señor: ¡Escuchen! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos; ella no quiere ser consolada, porque ya no existen.
16 Así habla el Señor: Reprime tus sollozos, ahoga tus lágrimas, porque tu obra recibirá su recompensa –oráculo del Señor– y ellos volverán del país enemigo.
17 Sí, hay esperanza para tu futuro –oráculo del Señor–: los hijos regresarán a su patria.
18 Oigo muy bien a Efraím que se estremece de pesar: «Me has corregido, y yo acepté la corrección como un ternero no domado. Conviérteme y yo me convertiré, porque tú, Señor, eres mi Dios.
19 Sí, después de apartarme, me arrepentí, y al darme cuenta, me he golpeado el pecho. Estoy avergonzado y confundido, porque cargo con el oprobio de mi juventud».
20 ¿Es para mí Efraím un hijo querido o un niño mimado, para que cada vez que hablo de él, todavía lo recuerde vivamente? Por eso mis entrañas se estremecen por él, no puedo menos que compadecerme de él –oráculo del Señor–.
21 Levanta para ti mojones, colócate señales, fíjate bien en el sendero, en el camino que has recorrido. ¡Vuelve, virgen de Israel, vuelve a estas tus ciudades!
22 ¿Hasta cuándo irás de aquí para allá, hija apóstata? Porque el Señor crea algo nuevo en el país: la mujer rodea al varón.
23 Así habla el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: De nuevo se dirá esta palabra en el país de Judá y en sus ciudades, cuando yo haya cambiado su suerte: ¡Que el Señor te bendiga, morada de justicia, Montaña santa!
24 Allí se establecerán Judá y todas sus ciudades, los agricultores y los que se desplazan con los rebaños.
25 Porque yo abrevaré a los que están agotados y colmaré a los que están exhaustos.
26 De pronto me desperté y abrí los ojos, y mi sueño había sido agradable.
27 Llegarán los días –oráculo del Señor– en que yo sembraré la casa de Israel y la casa de Judá con semilla de hombres y semilla de animales.
28 Y así como yo he velado sobre ellos para arrancar y derribar, para demoler, perder y hacer el mal, así también velaré sobre ellos para edificar y para plantar –oráculo del Señor–.
29 En aquellos días, no se dirá más: Los padres comieron uva verde y los hijos sufren la dentera.
30 No, cada uno morirá por su propia iniquidad: todo el que coma uva verde sufrirá la dentera.
31 Llegarán los días –oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá.
32 No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor–.
33 Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo.
34 Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor». Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande –oráculo del Señor–. Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.
35 Así habla el Señor, el que puso el sol para alumbrar el día, la luna y las estrellas para iluminar la noche, el que agita el mar y rugen sus olas; su nombre es Señor de los ejércitos:
36 Si este ordenamiento dejara de regir delante de mí –oráculo del Señor– entonces, también la descendencia de Israel dejaría de ser para siempre una nación delante de mí.
37 Así habla el Señor: Si se pudieran medir los cielos en lo alto y explorar aquí abajo los cimientos de la tierra, también yo rechazaría a la descendencia de Israel a causa de todo lo que hicieron –oráculo del Señor–.
38 Llegarán los días –oráculo del Señor– en que la ciudad será reconstruida para el Señor, desde la torre de Jananel hasta la puerta del Angulo.
39 La cuerda de medir se extenderá en línea recta hasta la colina de Gareb, y luego girará hacia Goa.
40 Todo el valle de los cadáveres y de la ceniza de los sacrificios, y todos los campos hasta el torrente Cedrón, hasta el ángulo de la puerta de los Caballos, al oriente, estarán consagrados al Señor: ¡nunca más se arrancará, nunca más se demolerá!
La acción de gracias por la salvación del pueblo. Miércoles 17 de octubre de 2001
Salmo 47
1. El Salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, "la ciudad del gran rey" (Sal 47,3), entonces sede del templo de Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo aplica ya a la "Jerusalén de arriba", que es "nuestra madre" (Ga 4,26).
El tono litúrgico de este himno, la evocación de una procesión de fiesta (cf. vv. 13‑14), la visión pacífica de Jerusalén que refleja la salvación divina, hacen del salmo 47 una oración con la que se puede iniciar la jornada para convertirla en un canto de alabanza, aunque se cierna alguna nube en el horizonte.
Para captar el sentido de este salmo, nos sirven de ayuda tres aclamaciones situadas al inicio, en el centro y al final, como para ofrecernos la clave espiritual de la composición y para introducirnos en su clima interior. Las tres invocaciones son: "Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), "Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo" (v. 10) y "Este es el Señor, nuestro Dios; él nos guiará por siempre jamás".
2. Estas tres aclamaciones, que exaltan al Señor pero también a "la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), enmarcan dos grandes partes del Salmo. La primera es una gozosa celebración de la ciudad santa, la Sión victoriosa contra los asaltos de los enemigos, serena bajo el manto de la protección divina (cf. vv. 3‑8). Se trata de una especie de letanía de definiciones de esta ciudad: es una altura admirable que se yergue como un faro de luz, una fuente de alegría para todos los pueblos de la tierra, el único "Olimpo" verdadero donde se encuentran el cielo y la tierra. Como dice el profeta Ezequiel, es la ciudad‑Emmanuel, porque "Dios está allí", presente en ella (cf. Ez 48,35). Pero en torno a Jerusalén están acampando las tropas para el asedio, como un símbolo del mal que atenta contra el esplendor de la ciudad de Dios. El enfrentamiento tiene un desenlace lógico y casi inmediato.
3. En efecto, los poderosos de la tierra, al asaltar la ciudad santa, han provocado también a su Rey, el Señor. El salmista utiliza la sugestiva imagen de los dolores de parto para mostrar cómo se desvanece el orgullo de un ejército poderoso: "Allí los agarró el temblor y dolores como de parto" (v. 7). La arrogancia se transforma en fragilidad y debilidad, la fuerza en caída y derrota
El mismo concepto se expresa con otra imagen: el ejército en fuga se compara a una armada invencible sobre la que se abate un tifón causado por un terrible viento del desierto (cf. v. 8). Así pues, queda una certeza inquebrantable para quien está a la sombra de la protección divina: la última palabra no la tiene el mal, sino el bien; Dios triunfa sobre las fuerzas hostiles, incluso cuando parecen formidables e invencibles.
4. El fiel, entonces, precisamente en el templo, celebra su acción de gracias al Dios liberador. Eleva un himno al amor misericordioso del Señor, expresado con el término hebraico hésed, típico de la teología de la alianza. Así nos encontramos ya en la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10‑14).
Después del gran canto de alabanza a Dios fiel, justo y salvador (cf. vv. 10‑12), se realiza una especie de procesión en torno al templo y a la ciudad santa (cf. vv. 13‑14). Se cuentan las torres, signo de la segura protección de Dios, se observan las fortificaciones, expresión de la estabilidad que da a Sión su Fundador. Las murallas de Jerusalén hablan y sus piedras recuerdan los hechos que deben transmitirse "a la próxima generación" (v. 14) a través de la narración que harán los padres a los hijos (cf. Sal 77,3‑7). Sión es el espacio de una cadena ininterrumpida de acciones salvíficas del Señor, que se anuncian en la catequesis y se celebran en la liturgia, para que perdure en los creyentes la esperanza en la intervención liberadora de Dios.
5. En la antífona conclusiva, es muy bella una de las más elevadas definiciones del Señor como pastor de su pueblo: "Él nos guiará por siempre jamás" (v. 15). El Dios de Sión es el Dios del Éxodo, de la libertad, de la cercanía al pueblo esclavo en Egipto y peregrino en el desierto. Ahora que Israel se ha establecido en la tierra prometida, sabe que el Señor no lo abandona: Jerusalén es el signo de su cercanía, y el templo es el lugar de su presencia.
Releyendo estas expresiones, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios (cf. Jn 2,21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque "el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. (...) La ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero" (Ap 21,22‑23). A esta relectura "espiritual" nos invita san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia "no hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial" (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2). De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro salmo, exhorta a orar para que "podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y libre" (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la Iglesia prosigue: "En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos colocará en sus verdes praderas" (ib.).
SALMO 47
1 Canto. Salmo de los hijos de Coré.
2 El Señor es grande y digno de alabanza,
en la Ciudad de nuestro Dios.
3 Su Santa Montaña, la altura más hermosa,
es la alegría de toda la tierra.
La Montaña de Sión, la Morada de Dios,
es la Ciudad del gran Rey:
4 Dios se manifestó como un baluarte
en medio de sus palacios.
5 Porque los reyes se aliaron
y avanzaron unidos contra ella;
6 pero apenas la vieron quedaron pasmados
y huyeron despavoridos.
7 Allí se apoderó de ellos el terror
y dolores como los del parto,
8 como cuando el viento del desierto
destroza las naves de Tarsis.
9 Hemos visto lo que habíamos oído
en la Ciudad de nuestro Dios,
en la Ciudad del Señor de los ejércitos,
que él afianzó para siempre.
10 Nosotros evocamos tu misericordia
en medio de tu Templo, oh Dios.
11 Tu alabanza, lo mismo que tu nombre,
llega hasta los confines de la tierra.
Tu derecha está llena de justicia:
12 se alegra la Montaña de Sión;
las ciudades de Judá se regocijan
a causa de tus juicios.
13 Den una vuelta alrededor de Sión
y cuenten sus torreones;
14 observen sus baluartes y miren sus palacios,
para que puedan decir a la próxima generación:
15 «Así es Dios, nuestro Dios por los siglos de los siglos,
aquel que nos conduce».
El pecado del hombre y el perdón de Dios. Miércoles 24 de octubre de 2001
Salmo 50
1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.
La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50,1‑2; 2S 11‑12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50,12; Jr 31,31‑34; Ez 11,19; 36, 24‑28).
2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3‑11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda de que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El Salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco": el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios —meta fundamental de nuestras relaciones— y, por consiguiente, también del prójimo.
El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5,20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un "regreso" (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.
La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12‑19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad" (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247‑249).
5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: "Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6).
Luego se aprecia en el Salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).
Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3‑4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14‑19). "Aunque nuestros pecados —afirmaba santa Faustina Kowalska— fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba". (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor Faustina, Roma 1981, p. 271).
SALMO 50
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Cuando el profeta Natán lo visitó, después que aquel se había unido a Betsabé.
3 ¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
4 ¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
5 Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
6 Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
8 Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
9 Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
10 Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
12 Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
13 No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
15 yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
16 ¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
17 Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18 Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
19 mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
20 Trata bien a Sión por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén,
21 Entonces aceptarás los sacrificios rituales
–las oblaciones y los holocaustos–
y se ofrecerán novillos en tu altar.
La grandeza de Dios manifestada en la creación y en la historia. Miércoles 31 de octubre de 2001
Isaías, 45
1. "Es verdad: tú eres un Dios escondido" (Is 45,15). Este versículo, que introduce el cántico propuesto en las Laudes del viernes de la primera semana del Salterio, está tomado de una meditación del Segundo Isaías sobre la grandeza de Dios manifestada en la creación y en la historia: un Dios que se revela, a pesar de permanecer escondido en la impenetrabilidad de su misterio. Es, por definición, el "Dios escondido". Ningún pensamiento lo puede capturar. El hombre sólo puede contemplar su presencia en el universo, casi siguiendo sus huellas y postrándose en adoración y alabanza.
El trasfondo histórico donde nace esta meditación es la sorprendente liberación que Dios realizó en favor de su pueblo, en el tiempo del exilio de Babilonia. ¿Quién habría pensado que los desterrados de Israel iban a volver a su patria? Al contemplar la potencia de Babilonia, no podían por menos de caer en la desesperación. Pero he aquí la gran nueva, la sorpresa de Dios, que vibra en las palabras del profeta: como en el tiempo del Éxodo, Dios intervendrá. Y si en aquella ocasión había doblegado con castigos tremendos la resistencia del faraón, ahora elige a un rey, Ciro de Persia, para derrotar la potencia de Babilonia y devolver a Israel la libertad.
2. "Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador" (Is 45,15). Con estas palabras, el profeta invita a reconocer que Dios actúa en la historia, aunque no aparezca en primer plano. Se podría decir que está "detrás del telón". Él es el "director" misterioso e invisible, que respeta la libertad de sus criaturas, pero al mismo tiempo mantiene en su mano los hilos de las vicisitudes del mundo. La certeza de la acción providencial de Dios es fuente de esperanza para el creyente, que sabe que puede contar con la presencia constante de Aquel "que modeló la tierra, la fabricó y la afianzó" (Is 45,18).
En efecto, el acto de la creación no es un episodio que se pierde en la noche de los tiempos, de forma que el mundo, después de ese inicio, deba considerarse abandonado a sí mismo. Dios da continuamente el ser a la creación salida de sus manos. Reconocerlo es también confesar su unicidad: "¿No soy yo, el Señor? No hay otro Dios fuera de mí" (Is 45,21). Dios es, por definición, el Único. Nada se le puede comparar. Todo está subordinado a él. De ahí se sigue también el rechazo de la idolatría, con respecto a la cual el profeta pronuncia palabras muy duras: "No discurren los que llevan su ídolo de madera y rezan a un dios que no puede salvar" (Is 45,20). ¿Cómo ponerse en adoración ante un producto del hombre?
3. A nuestra sensibilidad actual podría parecerle excesiva esta polémica, como si estuviera dirigida contra las imágenes consideradas en sí mismas, sin percibir que se les puede atribuir un valor simbólico, compatible con la adoración espiritual del único Dios. Ciertamente, aquí está en juego la sabia pedagogía divina que, a través de una rígida disciplina de exclusión de las imágenes, protegió históricamente a Israel de las contaminaciones politeístas. La Iglesia, en el segundo concilio de Nicea (año 787), partiendo del rostro de Dios manifestado en la encarnación de Cristo, reconoció la posibilidad de usar las imágenes sagradas, con tal de que se las tome en su valor esencialmente relacional.
Sin embargo, sigue siendo importante esa advertencia profética con respecto a todas las formas de idolatría, a menudo ocultas, más que en el uso impropio de las imágenes, en las actitudes con las que hombres y cosas se consideran como valores absolutos y sustituyen a Dios mismo.
4. Desde la perspectiva de la creación el himno nos lleva al terreno de la historia, donde Israel pudo experimentar muchas veces la potencia benéfica y misericordiosa de Dios, su fidelidad y su providencia. En particular, en la liberación del exilio se manifestó una vez más el amor de Dios por su pueblo, y eso aconteció de modo tan evidente y sorprendente que el profeta llama como testigos a los mismos "supervivientes de las naciones". Los invita a discutir, si pueden: "Reuníos, venid, acercaos juntos, supervivientes de las naciones" (Is 45,20). La conclusión a la que llega el profeta es que la intervención del Dios de Israel es indiscutible.
Brota entonces una magnífica perspectiva universalista. Dios proclama: "Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios y no hay otro" (Is 45,22). Así resulta claro que la predilección con que Dios eligió a Israel como su pueblo no es un acto de exclusión, sino más bien un acto de amor, del que está destinada a beneficiarse la humanidad entera.
Ya en el Antiguo Testamento, se perfila la concepción "sacramental" de la historia de la salvación, que ve en la elección especial de los hijos de Abraham y, luego, de los discípulos de Cristo en la Iglesia, no un privilegio que "cierra" y "excluye", sino el signo y el instrumento de un amor universal.
5. La invitación a la adoración y el ofrecimiento de la salvación se dirigen a todos los pueblos: "Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua" (Is 45,23). Leer estas palabras desde una perspectiva cristiana significa ir con el pensamiento a la revelación plena del Nuevo Testamento, que señala a Cristo como "el Nombre sobre todo nombre" (Flp 2,9), para que "al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos; y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2,10‑11).
Nuestra alabanza de la mañana, a través de este cántico, se ensancha hasta las dimensiones del universo, y da voz también a los que aún no han tenido la gracia de conocer a Cristo. Es una alabanza que se hace "misionera", impulsándonos a caminar por todas las sendas, anunciando que Dios se manifestó en Jesús como el Salvador del mundo.
Isaías 45
1 Así habla el Señor a su ungido, a Ciro, a quien tomé de la mano derecha, para someter ante él a las naciones y desarmar a los reyes para abrir ante él las puertas de las ciudades, de manera que no puedan cerrarse.
2 Yo iré delante de ti y allanaré los cerros; romperé las puertas de bronce y haré saltar los cerrojos de hierro.
3 Te daré tesoros secretos y riquezas escondidas, para que sepas que yo soy el Señor, el que te llama por tu nombre, el Dios de Israel.
4 Por amor a Jacob, mi servidor, y a Israel, mi elegido, yo te llamé por tu nombre, te di un título insigne, sin que tú me conocieras.
5 Yo soy el Señor, y no hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí, Yo hice empuñar las armas, sin que tú me conocieras,
6 para que se conozca, desde el Oriente y el Occidente, que no hay nada fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.
7 Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el Señor, soy el que hago todo esto.
8 Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen la justicia! Que se abra la tierra y produzca la salvación, y que también haga germinar la justicia! Yo, el Señor, he creado todo esto.
9 ¡Ay del que desafía al que lo modela, siendo sólo un tiesto entre los tiestos de la tierra! ¿Acaso la arcilla dice al alfarero: «¿Qué haces?» o «Tu obra no tiene asas»?
10 ¡Ay del que dice a un padre: «¿Qué has engendrado?», o a una mujer: «¿Qué has dado a luz?»!
11 Así habla el Señor, el Santo de Israel, el que lo modela: ¿Acaso van a interrogarme sobre mis hijos y a darme órdenes sobre la obra de mis manos?
12 Soy yo el que hice la tierra y he creado al hombre sobre ella; mis manos extendieron el cielo y yo dirijo todo su ejército.
13 Yo lo suscité en la justicia y allanaré todos sus caminos. El reconstruirá mi ciudad y repatriará a mis desterrados, sin pago ni soborno, dice el Señor de los ejércitos.
14 Así habla el Señor: Las ganancias de Egipto, las mercancías de Cus, y los hombres de Sebá, de elevada estatura, desfilarán ante ti y te pertenecerán; irán detrás de ti, desfilarán encadenados, se postrarán ante ti y te dirán suplicantes: «Sólo en ti está Dios, y no hay otro; los dioses no son nada».
15 ¡Realmente, tú eres un Dios que se oculta, Dios de Israel, Salvador!
16 Los fabricantes de ídolos están avergonzados y confundidos, se van todos juntos, llenos de confusión.
17 Israel ha sido salvado por el Señor, con una salvación eterna; ustedes no quedarán avergonzados ni confundidos por los siglos de los siglos.
18 Porque así habla el Señor, el que creó el cielo y es Dios, el que modeló la tierra, la hizo y la afianzó, y no la creó vacía, sino que la formó para que fuera habitada: Yo soy el Señor, y no hay otro.
19 Yo no hablé en lo secreto, en algún lugar de un país tenebroso. Yo no dije a los descendientes de Jacob: «Búsquenme en el vacío». Yo, el Señor, digo lo que justo, anuncio lo que es recto.
20 ¡Reúnanse y vengan, acérquense todos juntos, fugitivos de las naciones! No saben lo que hacen los que llevan su ídolo de madera, y suplican a un dios que no puede salvar.
21 ¡Declaren, expongan sus pruebas! ¡Sí, deliberen todos juntos! ¿Quién predijo esto antiguamente y lo anunció en los tiempos pasados? ¿No fui yo, el Señor? No hay otro Dios fuera de mí; un Dios justo y salvador, no lo hay, excepto yo.
22 Vuélvanse a mí, y serán salvados, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay otro.
23 Lo he jurado por mí mismo, de mi boca ha salido la justicia, una palabra irrevocable: Ante mí se doblará toda rodilla, toda lengua jurará por mí,
24 diciendo: Sólo en el Señor están los actos de justicia y el poder. Hasta él llegarán avergonzados todos los que se enfurecieron contra él.
25 En el Señor hallará la justicia y se gloriará toda la descendencia de Israel.
La alegría de los que entran en el templo. Miércoles 7 de noviembre de 2001
Salmo 100
1. La tradición de Israel ha atribuido al himno de alabanza que se acaba de proclamar el título de "Salmo para la todáh", es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo cual se adapta bien para entonarlo en las Laudes de la mañana. En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.
2. Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del Salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: "Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre" (vv. 2‑4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3. 7‑10), sino también a aclamar a Dios con alegría.
Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.
3. Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf. v. 1). Ciertamente, el Salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados "himnos al Señor, rey" (cf. Sal 95‑98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (...) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad" (Sal 95,10. 13).
4. Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del Salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf. vv. 3‑5).
5. Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2. 3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1P 2,25).
6. Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro Salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias.
Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: "Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (...) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...) Escucha el Salmo: "Aclama al Señor, tierra entera". Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor" (Exposiciones sobre los Salmos III, 1, Roma 1993, p. 459).
SALMO 100
1 Salmo de acción de gracias.
Aclame al Señor toda la tierra,
2 sirvan al Señor con alegría,
lleguen hasta él con cantos jubilosos.
3 Reconozcan que el Señor es Dios:
él nos hizo y a él pertenecemos;
somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
4 Entren por sus puertas dando gracias,
entren en sus atrios con himnos de alabanza,
alaben al Señor y bendigan su Nombre.
5 ¡Qué bueno es el Señor!
Su misericordia permanece para siempre,
y su fidelidad por todas las generaciones.
Promesa de observar la ley de Dios. Miércoles 14 de noviembre de 2001
Salmo 118
1. La liturgia de las Laudes nos propone el sábado de la primera semana una sola estrofa tomada del Salmo 118, una plegaria monumental de veintidós estrofas, tantas cuantas son las letras del alfabeto hebreo. Cada estrofa se caracteriza por una letra del alfabeto, con la que comienza cada uno de sus versos; el orden de las estrofas sigue el del alfabeto. Acabamos de proclamar la estrofa decimonovena, correspondiente a la letra qof.
Esta premisa, un poco exterior, nos permite comprender mejor el significado de este canto en honor de la Ley divina. Es semejante a una música oriental, cuyas modulaciones sonoras dan la impresión de que no terminan jamás y se elevan al cielo en una repetición que implica la mente y los sentidos, el espíritu y el cuerpo del orante.
2. En una secuencia que se articula del álef a la tau, es decir, de la primera a la última letra del alfabeto ‑de la A a la Z, diríamos nosotros con el alfabeto italiano‑, el orante se derrama en la alabanza de la Ley de Dios, que adopta como lámpara para sus pasos en el camino a menudo oscuro de la vida (cf. v. 105).
Se dice que el gran filósofo y científico Blas Pascal recitaba diariamente este Salmo, que es el más largo de todos, mientras que el teólogo Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis en 1945, lo transformaba en plegaria viva y actual escribiendo: "Indudablemente el Salmo 118 es difícil por su extensión y monotonía, pero debemos seguir precisamente palabra tras palabra, frase tras frase, con mucha lentitud y paciencia. Descubriremos entonces que las aparentes repeticiones son en realidad aspectos nuevos de una misma y única realidad: el amor a la Palabra de Dios. Así como este amor no puede terminar jamás, así tampoco terminan las palabras que lo confiesan. Pueden acompañarnos durante toda nuestra vida, y en su sencillez se transforman en plegaria para el niño, el hombre y el anciano" (Rezar los Salmos con Cristo, Brescia 1978, p. 48).
3. Por tanto, el hecho de repetir, además de ayudar a la memoria en el canto coral, es un modo de estimular la adhesión interior y el abandono confiado en los brazos de Dios, invocado y amado. Entre las repeticiones del Salmo 118 queremos señalar una muy significativa. Cada uno de los 176 versos que componen esta alabanza a la Torah, es decir, a la Ley y a la Palabra divina, contiene al menos una de las ocho palabras con las que se define a la Torah misma: ley, palabra, testimonio, juicio, sentencia, decreto, precepto y orden. Se celebra así la Revelación divina, que es manifestación del misterio de Dios, pero también guía moral para la existencia del fiel.
De este modo, Dios y el hombre están unidos en un diálogo compuesto por palabras y obras, enseñanza y escucha, verdad y vida.
4. Examinemos ahora nuestra estrofa (cf. vv. 145‑152), que se adapta bien al clima de las Laudes matutinas. En efecto, la escena que ocupa la parte central de estos ocho versículos es nocturna, pero está abierta al nuevo día. Después de una larga noche de espera y vigilia orante en el templo, cuando aparece en el horizonte la aurora e inicia la liturgia, el fiel está seguro de que el Señor escuchará a quien ha pasado la noche orando, esperando y meditando en la Palabra divina.
Confortado por esta certeza, ante la jornada que se abre ante él, ya no temerá los peligros. Sabe que no lo alcanzarán sus perseguidores, que lo asedian a traición (cf. v. 150), porque el Señor está junto a él.
5. La estrofa expresa una intensa súplica: "Te invoco de todo corazón: respóndeme, Señor, (...) me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, esperando tus palabras" (vv. 145. 147). En el libro de las Lamentaciones se lee esta invitación: "¡En pie, lanza un grito en la noche, cuando comienza la ronda; como agua tu corazón derrama ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él!" (Lm 2,19). San Ambrosio repetía: "¿No sabes, hombre, que cada día debes ofrecer a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? Apresúrate al alba, para llevar a la iglesia las primicias de tu piedad" (Exp. in Ps. CXVIII: PL 15, 1476 A).
Al mismo tiempo, nuestra estrofa es también la exaltación de una certeza: no estamos solos, porque Dios escucha e interviene. Lo dice el orante: "Tú, Señor, estás cerca" (v. 151). Lo reafirman otros Salmos: "Acércate a mí, rescátame, líbrame de mis enemigos" (Sal 68,19); "El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos" (Sal 33,19).
SALMO 118
[Alef]
1 Felices los que van por un camino intachable,
los que siguen la ley del Señor,
2 Felices los que cumplen sus prescripciones
y lo buscan de todo corazón
3 los que van por sus caminos,
sin hacer ningún mal.
4 Tú promulgaste tus mandamientos
para que se cumplieran íntegramente.
5 ¡Ojalá yo me mantenga firme
en la observancia de tus preceptos!
6 Así no sentiré vergüenza,
al considerar tus mandamientos.
7 Te alabaré con un corazón recto,
cuando aprenda tus justas decisiones.
8 Quiero cumplir fielmente tus preceptos:
no me abandones del todo.
[Bet]
9 ¿Cómo un joven llevará una vida honesta?
Cumpliendo tus palabras.
10 Yo te busco de todo corazón:
no permitas que me aparte de tus mandamientos.
11 Conservo tu palabra en mi corazón,
para no pecar contra ti.
12 Tú eres bendito, Señor:
enséñame tus preceptos.
13 Yo proclamo con mis labios
todos los juicios de tu boca.
14 Me alegro de cumplir tus prescripciones,
más que de todas las riquezas.
15 Meditaré tus leyes
y tendré en cuenta tus caminos.
16 Mi alegría está en tus preceptos:
no me olvidaré de tu palabra.
[Guímel]
17 Sé bueno con tu servidor,
para que yo viva y pueda cumplir tu palabra.
18 Abre mis ojos,
para que contemple las maravillas de tu ley.
19 Soy un peregrino en la tierra,
no me ocultes tus mandamientos.
20 Mi alma se consume,
deseando siempre tus decisiones.
21 Tú amenazas a esos malditos arrogantes,
que se desvían de tus mandamientos.
22 Aparta de mí la vergüenza y el desprecio,
porque yo cumplo tus prescripciones.
23 Aunque los poderosos se confabulen contra mí,
yo meditaré tus preceptos.
24 Porque tus prescripciones son todo mi deleite,
y tus preceptos, mis consejeros.
[Dálet]
25 Mi alma está postrada en el polvo:
devuélveme la vida conforme a tu palabra.
26 Te expuse mi conducta y tú me escuchaste:
enséñame tus preceptos.
27 Instrúyeme en el camino de tus leyes,
y yo meditaré tus maravillas.
28 Mi alma llora de tristeza:
consuélame con tu palabra.
29 Apártame del camino de la mentira,
y dame la gracia de conocer tu ley.
30 Elegí el camino de la verdad,
puse tus decretos delante de mí.
31 Abracé tus prescripciones:
no me defraudes, Señor.
32 Correré por el camino de tus mandamientos,
porque tú me infundes ánimo.
[He]
33 Muéstrame, Señor, el camino de tus preceptos,
y yo los cumpliré a la perfección.
34 Instrúyeme, para que observe tu ley
y la cumpla de todo corazón.
35 Condúceme por la senda de tus mandamientos,
porque en ella tengo puesta mi alegría.
36 Inclina mi corazón hacia tus prescripciones
y no hacia la codicia.
37 Aparta mi vista de las cosas vanas;
vivifícame con tu palabra.
38 Cumple conmigo tu promesa,
la que hiciste a tus fieles.
39 Aparta de mí el oprobio que temo,
porque tus juicios son genuinos.
40 Yo deseo tus mandamientos:
vivifícame por tu justicia.
[Vau]
41 Que llegue hasta mí tu misericordia, Señor,
y tu salvación conforme a tu promesa.
42 Así responderé a los que me insultan,
porque confío en tu palabra.
43 No quites de mi boca la palabra verdadera,
porque puse mi esperanza en tus juicios.
44 Yo cumpliré fielmente tu ley:
lo haré siempre, eternamente.
45 Y caminaré por un camino espacioso,
porque busco tus preceptos.
46 Hablaré de tus prescripciones delante de los reyes,
y no quedaré confundido.
47 Me deleitaré en tus mandamientos
que yo amo tanto.
48 Elevaré mis manos hacia tus mandamientos
y meditaré tus preceptos.
[Zain]
49 Acuérdate de la palabra que me diste,
con la que alentaste mi esperanza.
50 Lo que me consuela en la aflicción
es que tu palabra me da la vida.
51 Los orgullosos se burlan de mí como quieren,
pero yo no me desvío de tu ley.
52 Me acuerdo, Señor, de tus antiguos juicios,
y eso me sirve de consuelo.
53 Me lleno de indignación ante los pecadores,
ante los que abandonan tu ley.
54 Tus preceptos son para mí como canciones,
mientras vivo en el destierro
55 Por la noche, Señor, me acuerdo de tu Nombre,
y quiero cumplir tu ley.
56 Esto me ha sucedido
porque he observado tus mandamientos.
[Jet]
57 El Señor es mi herencia:
yo he decidido cumplir tus palabras.
58 Procuro de todo corazón que me mires con bondad;
ten piedad de mí, conforme a tu promesa.
59 Examino atentamente mis caminos,
y dirijo mis pasos hacia tus prescripciones.
60 Me apresuro, sin titubear,
a cumplir tus mandamientos
61 Los lazos de los malvados me rodean,
pero yo no me olvido de tu ley,
62 Me levanto a medianoche para alabarte
por tus justas decisiones.
63 Soy amigo de todos tus fieles,
de los que cumplen tus leyes.
64 La tierra, Señor, está llena de tu amor;
enséñame tus preceptos.
[Tet]
65 Tú fuiste bueno con tu servidor,
de acuerdo con tu palabra, Señor.
66 Enséñame la discreción y la sabiduría,
porque confío en tus mandamientos.
67 Antes de ser afligido, estaba descarriado
pero ahora cumplo tu palabra.
68 Tú eres bueno y haces el bien:
enséñame tus mandamientos.
69 Los orgullosos traman engaños contra mí:
pero yo observo tus preceptos.
70 Ellos tienen el corazón endurecido,
yo, en cambio, me regocijo en tu ley,
71 Me hizo bien sufrir la humillación,
porque así aprendí tus preceptos.
72 Para mí vale más la ley de tus labios
que todo el oro y la plata.
[Iod]
73 Tus manos me hicieron y me formaron;
instrúyeme, para que aprenda tus mandamientos.
74 Tus fieles verán con alegría
que puse mi esperanza en tu palabra.
75 Yo sé que tus juicios son justos, Señor,
y que me has humillado con razón.
76 Que tu misericordia me consuele,
de acuerdo con la promesa que me hiciste.
77 Que llegue hasta mí tu compasión,
y viviré porque tu ley es toda mi alegría.
78 Que se avergüencen los orgullosos, porque me afligen sin motivo;
yo, en cambio, meditaré tus preceptos.
79 Que se vuelvan hacia mí tus fieles;
los que tienen en cuenta tus prescripciones
80 Que mi corazón cumpla íntegramente tus preceptos,
para que yo no quede confundido.
[Caf]
81 Mi alma se consume por tu salvación;
yo espero en tu palabra.
82 Mis ojos se consumen por tu palabra,
¿cuándo me consolarás?
83 Aunque estoy como un odre resecado por el humo,
no me olvido de tus preceptos.
84 ¿Cuántos serán los días de mi vida?
¿Cuándo juzgarás a mis perseguidores?
85 Los orgullosos me cavan fosas,
oponiéndose a tu ley.
86 Todos tus mandamientos son verdaderos;
ayúdame, porque me persiguen sin motivo.
87 Por poco me hacen desaparecer de la tierra;
pero no abandono tus preceptos.
88 Vivifícame por tu misericordia,
y cumpliré tus prescripciones.
[Lámed]
89 Tu palabra, Señor, permanece para siempre,
está firme en el cielo.
90 Tu verdad permanece por todas las generaciones;
tú afirmaste la tierra y ella subsiste.
91 Todo subsiste hasta hoy conforme a tus decretos,
porque todas las cosas te están sometidas.
92 Si tu ley no fuera mi alegría,
ya hubiera sucumbido en mi aflicción.
93 Nunca me olvidaré de tus preceptos:
por medio de ellos, me has dado la vida.
94 Sálvame, porque yo te pertenezco
y busco tus preceptos.
95 Los malvados están al acecho para perderme,
pero yo estoy atento a tus prescripciones.
96 He comprobado que toda perfección es limitada:
¡qué amplios, en cambio, son tus mandamientos!
[Mem]
97 ¡Cuánto amo tu ley,
todo el día la medito!
98 Tus mandamientos me hacen más sabio que mis enemigos,
porque siempre me acompañan.
99 Soy más prudente que todos mis maestros,
porque siempre medito tus prescripciones.
100 Soy más inteligente que los ancianos,
porque observo tus preceptos.
101 Yo aparto mis pies del mal camino,
para cumplir tu palabra.
102 No me separo de tus juicios,
porque eres tú el que me enseñas.
103 ¡Qué dulce es tu palabra para mi boca,
es más dulce que la miel!
104 Tus preceptos me hacen comprender:
por eso aborrezco el camino de la mentira.
[Nun]
105 Tu palabra es una lámpara para mis pasos,
y una luz en mi camino.
106 Hice un juramento –y lo sostengo–
de cumplir tus justas decisiones.
107 Estoy muy afligido, Señor:
vivifícame, conforme a tu palabra.
108 Acepta, Señor, las ofrendas de mis labios,
y enséñame tus decisiones.
109 Mi vida está en constante peligro,
pero yo no me olvido de tu ley.
110 Los pecadores me tienden una trampa,
pero yo no me aparto de tus preceptos.
111 Tus prescripciones son mi herencia para siempre,
porque alegran mi corazón.
112 Estoy decidido a cumplir tus preceptos,
siempre y a la perfección
[Sámec]
113 Detesto la doblez del corazón
y amo tu ley,
114 Tú eres mi amparo y mi escudo:
yo espero en tu palabra.
115 Que los malvados se aparten de mí:
yo cumpliré los mandamientos de mi Dios.
116 Sé mi sostén conforme a tu promesa, y viviré:
que mi esperanza no quede defraudada.
117 Dame tu apoyo y seré salvado,
y fijaré la mirada en tus preceptos.
118 Tú abandonas a los que se desvían de tus preceptos,
porque todo o que piensan es mentira.
119 Tú eliminas como escoria a los impíos,
por eso amo tus prescripciones.
120 Mi carne se estremece de temor por ti,
y respecto tus decisiones.
[Ain]
121 He obrado conforme al derecho y a la justicia:
no me entregues a mis opresores.
122 Otorga una garantía a mi favor,
para que no me opriman los orgullosos.
123 Mis ojos se consumen por tu salvación
y por tu promesa de justicia.
124 Trátame conforme a tu bondad,
y enséñame tus preceptos.
125 Yo soy tu servidor: instrúyeme,
y así conoceré tus prescripciones.,
126 Ha llegado, Señor, el tiempo de obrar;
han quebrantado tu ley.
127 Por eso amo tus mandamientos
y los prefiero al oro más fino.
128 Por eso me guío por tus preceptos
y aborrezco todo camino engañoso.
[Pe]
129 Tus prescripciones son admirables:
por eso las observo.
130 La explicación de tu palabra ilumina
y da inteligencia al ignorante.
131 Abro mi boca y aspiro hondamente,
porque anhelo tus mandamientos.
132 Vuelve tu rostro y ten piedad de mí;
es justo que lo hagas con los que aman tu Nombre.
133 Afirma mis pasos conforme a tu palabra,
para que no me domine la maldad.
134 Líbrame de la opresión de los hombres,
y cumpliré tus mandamientos.
135 Que brille sobre mí la luz de tu rostro,
y enséñame tus preceptos.
136 Ríos de lágrimas brotaron de mis ojos,
porque no se cumple tu ley.
[Sade]
137 Tú eres justo, Señor,
y tus juicios son rectos.
138 Tú impones tus prescripciones
con justicia y con absoluta lealtad.
139 El celo me consume,
porque mis adversarios olvidan tu palabra.
140 Tu palabra está bien acrisolada,
y por eso la amo.
141 Soy pequeño y despreciable,
pero no olvido tus preceptos.
142 Tu justicia es eterna
y tu ley es la verdad.
143 Cuando me asalta la angustia y la opresión,
tus mandamientos son toda mi alegría.
144 La justicia de tus prescripciones es eterna;
instrúyeme y viviré.
[Qof]
145 Yo clamo de todo corazón:
escúchame, Señor, y observaré tus preceptos.
146 Clamo a ti: Sálvame,
y cumpliré tus prescripciones.
147 Me anticipo a la aurora para implorar tu ayuda;
yo espero en tu palabra.
148 Mis ojos se anticipan a las vigilias de la noche,
para meditar tus enseñanzas.
149 Por tu amor, oye mi voz, Señor,
y vivifícame por tu justicia.
150 Se acercan a mí los ojos que me persiguen con perfidia,
los que están alejados de tu ley.
151 Pero tú estás cerca, Señor,
y todos tus mandamientos son verdaderos.
152 Yo sé desde hace mucho tiempo
que tú afirmaste para siempre tus prescripciones.
[Res]
153 Mira mi aflicción y líbrame,
porque me olvido de tu ley.
154 Defiende mi causa y sálvame;
vivifícame conforme a tu promesa.
155 La salvación está lejos de los impíos,
porque no buscan tus preceptos.
156 Tu compasión es muy grande, Señor;
vivifícame por tu justicia.
157 Son muchos los que me persiguen y me oprimen,
pero yo no me desvié de tus prescripciones.
158 Veo a los pecadores y siento indignación,
porque no cumplen tu palabra.
159 Mira que yo amo tus preceptos:
vivifícame, Señor, por tu amor.
160 Lo primordial de tu palabra es la verdad,
y tus justos juicios permanecen para siempre.
[Sin]
161 Los poderosos me persiguen sin motivo,
pero yo temo únicamente tu palabra.
162 Yo me alegro en tu promesa,
como quien logra un gran botín,
163 Odio y aborrezco la mentira;
en cambio, amo tu ley.
164 Te bendigo muchas veces al día,
porque tus juicios son justos.
165 Los que aman tu ley gozan de una gran paz,
nada los hace tropezar.
166 Yo espero tu salvación, Señor,
y cumplo tus mandamientos.
167 Mi alma observa tus prescripciones,
y las ama intensamente.
168 Yo observo tus mandamientos y tus prescripciones,
porque tú conoces todos mis caminos.
[Tau]
169 Que mi clamor se acerque a ti, Señor:
instrúyeme conforme a tu palabra.
170 Que mi plegaria llegue a tu presencia:
líbrame, conforme a tu promesa,
171 Que mis labios expresen tu alabanza,
porque me has enseñado tus preceptos.
172 Que mi lengua se haga eco de tu promesa,
porque todos tus mandamientos son justos.
173 Que tu mano venga en mi ayuda,
porque yo elegí tus preceptos...
174 Yo ansío tu salvación, Señor,
y tu ley es toda mi alegría.
175 Que yo viva y pueda alabarte,
y que tu justicia venga en mi ayuda.
176 Ando errante como una oveja perdida:
ven a buscar a tu servidor.
Yo nunca olvido tus mandamientos.
Himno de victoria por el paso del mar RojoMiércoles 21 de noviembre de 2001
Éxodo 15,1‑18
1. Este himno de victoria (cf. Ex 15,1‑18), propuesto en las Laudes del sábado de la primera semana, nos remite a un momento clave de la historia de la salvación: al acontecimiento del Éxodo, cuando Israel fue salvado por Dios en una situación humanamente desesperada. Los hechos son conocidos: después de la larga esclavitud en Egipto, ya en camino hacia la tierra prometida, los hebreos habían sido alcanzados por el ejército del faraón, y nada los habría salvado de la aniquilación si el Señor no hubiera intervenido con su mano poderosa. El himno describe con detalle la insolencia de los planes del enemigo armado: "perseguiré, alcanzaré, repartiré el botín..." (Ex 15,9).
Pero, ¿qué puede hacer incluso un gran ejército frente a la omnipotencia divina? Dios ordena al mar que abra un espacio para el pueblo agredido y que se cierre al paso de los agresores: "Sopló tu aliento y los cubrió el mar, se hundieron como plomo en las aguas formidables" (Ex 15,10).
Son imágenes fuertes, que quieren expresar la medida de la grandeza de Dios, mientras manifiestan el estupor de un pueblo que casi no cree a sus propios ojos, y entona al unísono un cántico conmovido: "Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré" (Ex 15,2).
2. El cántico no habla sólo de la liberación obtenida; indica también su finalidad positiva, la cual no es más que el ingreso en la morada de Dios, para vivir en comunión con él: "Guiaste con misericordia a tu pueblo rescatado; los llevaste con tu poder hasta tu santa morada" (Ex 15,3).
Así comprendido, este acontecimiento no sólo estuvo en la base de la alianza entre Dios y su pueblo, sino que se convirtió también en un "símbolo" de toda la historia de la salvación. Muchas otras veces Israel experimentará situaciones análogas, y el Éxodo se volverá a actualizar puntualmente. De modo especial aquel acontecimiento prefigura la gran liberación que Cristo realizará con su muerte y resurrección.
Por eso, nuestro himno resuena de un modo especial en la liturgia de la Vigilia pascual, para destacar con la intensidad de sus imágenes lo que se ha realizado en Cristo. En él hemos sido salvados, no de un opresor humano, sino de la esclavitud de Satanás y del pecado, que desde los orígenes pesa sobre el destino de la humanidad. Con él la humanidad vuelve a entrar en el camino, en el sendero que lleva a la casa del Padre.
3. Esta liberación, ya realizada en el misterio y presente en el bautismo como una semilla de vida destinada a crecer, llegará a su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo vuelva glorioso y "entregue el reino a Dios Padre" (1Co 15,24). Precisamente a este horizonte final, escatológico, la Liturgia de las Horas nos invita a mirar, introduciendo nuestro cántico con una cita del Apocalipsis: "Los que habían vencido a la bestia cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios" (Ap 15,2‑3).
Al final de los tiempos se realizará plenamente para todos los salvados lo que el acontecimiento del Éxodo prefigura y la Pascua de Cristo ha llevado a cabo de modo definitivo, pero abierto al futuro. En efecto, nuestra salvación es real y profunda, pero está entre el "ya" y el "todavía no" de la condición terrena, como nos recuerda el apóstol san Pablo: "Porque nuestra salvación es en esperanza" (Rm 8,24).
4. "Cantaré al Señor, sublime es su vitoria" (Ex 15,1). Al poner en nuestros labios estas palabras del antiguo himno, la Liturgia de las Laudes nos invita a situar nuestra jornada en el gran horizonte de la historia de la salvación. Este es el modo cristiano de percibir el paso del tiempo. En los días que se acumulan unos tras otros no hay una fatalidad que nos oprime, sino un designio que se va desarrollando, y que nuestros ojos deben aprender a leer como en filigrana.
Los Padres de la Iglesia eran particularmente sensibles a esta perspectiva histórico‑salvífica, pues solían leer los hechos más destacados del Antiguo Testamento —el diluvio del tiempo de Noé, la llamada de Abraham, la liberación del Éxodo, el regreso de los hebreos después del destierro de Babilonia, ...— como "prefiguraciones" de eventos futuros, reconociendo que esos hechos tenían un valor de "arquetipos": en ellos se anunciaban las características fundamentales que se repetirían, de algún modo, a lo largo de todo el decurso de la historia humana.
5. Por lo demás, ya los profetas habían releído los acontecimientos de la historia de la salvación, mostrando su sentido siempre actual y señalando la realización plena en el futuro. Así, meditando en el misterio de la alianza sellada por Dios con Israel, llegan a hablar de una "nueva alianza" (Jr 31,31; cf. Ez 36,26‑27), en la que la ley de Dios sería escrita en el corazón mismo del hombre.
No es difícil ver en esta profecía la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo y realizada por el don del Espíritu. Al rezar este himno de victoria del antiguo Éxodo a la luz del Éxodo pascual, los fieles pueden vivir la alegría de sentirse Iglesia peregrina en el tiempo, hacia la Jerusalén celestial.
6. Así pues, se trata de contemplar con estupor siempre nuevo todo lo que Dios ha dispuesto para su pueblo: "Lo introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, Señor; santuario, Señor, que fundaron tus manos" (Ex 15,17). El himno de victoria no expresa el triunfo del hombre, sino el triunfo de Dios. No es un canto de guerra, sino un canto de amor.
Haciendo que nuestras jornadas estén impregnadas de este sentimiento de alabanza de los antiguos hebreos, caminamos por las sendas del mundo, llenas de insidias, peligros y sufrimientos, con la certeza de que nos envuelve la mirada misericordiosa de Dios: nada puede resistir al poder de su amor.
Éxodo 15,1‑18
1 Entonces Moisés y los israelitas entonaron este canto en honor del Señor: «Cantaré al Señor, que se ha cubierto de gloria: él hundió en el mar los caballos y los carros.
2 El Señor es mi fuerza y mi protección, él me salvó. Él es mi Dios y yo lo glorifico, es el Dios de mi padre y yo proclamo su grandeza.
3 El Señor es un guerrero, su nombre es «Señor».
4 El arrojó al mar los carros del Faraón y su ejército, lo mejor de sus soldados se hundió en el Mar Rojo.
5 El abismo los cubrió, cayeron como una piedra en lo profundo del mar
6 Tu mano, Señor, resplandece por su fuerza, tu mano, Señor, aniquila al enemigo.
7 Con la inmensidad de tu gloria derribas a tus adversarios, desatas tu furor, que los consume como paja.
8 Al soplo de tu ira se agolparon las aguas, las olas se levantaron como un dique, se hicieron compactos los abismos del mar.
9 El enemigo decía: «Los perseguiré, los alcanzaré, repartiré sus despojos, saciaré mi avidez, desenvainaré la espada, mi mano los destruirá».
10 Tú soplaste con tu aliento, y el mar los envolvió; se hundieron como plomo en las aguas formidables.
11 ¿Quién, como tú, es admirable entre los santos, terrible por tus hazañas, autor de maravillas?
12 Extendiste tu mano y los tragó la tierra.
13 Guías con tu fidelidad al pueblo que has rescatado y lo conduces con tu poder hacia tu santa morada.
14 Tiemblan los pueblos al oír la noticia: los habitantes de Filistea se estremecen,
15 cunde el pánico entre los jefes de Edom, un temblor sacude a los príncipes de Moab, desfallecen todos los habitantes de Canaán.
16 El pánico y el terror los invaden, la fuerza de tu brazo los deja petrificados, hasta que pasa tu pueblo, Señor, hasta que pasa el pueblo que tú has adquirido.
17 Tú lo llevas y lo plantas en la montaña de tu herencia, en el lugar que preparaste para tu morada, en el Santuario, Señor, que fundaron tus manos.
18 ¡El Señor reina eternamente!».
Invitación a alabar a Dios por su amor. Miércoles 28 de noviembre de 2001
Salmo 118
1. Este es el salmo más breve. En el original hebreo está compuesto sólo por diecisiete palabras, nueve de las cuales son las particularmente importantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto esencial de alabanza, que idealmente podría servir de conclusión de oraciones más amplias, como himnos. Así ha sucedido a veces en la liturgia, como acontece con nuestro "Gloria al Padre", con el que suele concluirse el rezo de todos los salmos.
Verdaderamente, estas pocas palabras de oración son significativas y profundas para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo, dentro de una perspectiva universal. A esta luz, el apóstol san Pablo utiliza el primer versículo del salmo para invitar a todos los pueblos del mundo a glorificar a Dios. En efecto, escribe a los cristianos de Roma: "Los gentiles glorifican a Dios por su misericordia, como dice la Escritura: (...) Alabad al Señor todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos" (Rm 15,9. 11).
2. Así pues, el breve himno que estamos meditando comienza, como acontece a menudo en este tipo de salmos, con una invitación a la alabanza, que no sólo se dirige a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un Aleluya debe brotar de los corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero. Una vez más el Salterio refleja una visión de gran alcance, alimentada probablemente por la experiencia vivida por Israel durante el exilio en Babilonia, en el siglo VI a.C.: el pueblo hebreo se encontró entonces con otras naciones y culturas y sintió la necesidad de anunciar su fe a los pueblos entre los cuales vivía. En el Salterio se aprecia la convicción de que el bien florece en muchos terrenos y, en cierta manera, puede ser orientado y dirigido hacia el único Señor y Creador.
Por eso, podríamos hablar de un ecumenismo de la oración, que estrecha en un único abrazo a pueblos diferentes por su origen, historia y cultura. Estamos en la línea de la gran "visión" de Isaías, que describe "al final de los tiempos" cómo confluyen todas las naciones hacia "el monte del templo del Señor". Entonces caerán de las manos las espadas y las lanzas; más aún, con ellas se forjarán arados y podaderas, para que la humanidad viva en paz, cantando su alabanza al único Señor de todos, escuchando su palabra y cumpliendo su ley (cf. Is 2,1‑5).
3. Israel, el pueblo de la elección, tiene en este horizonte universal una misión particular. Debe proclamar dos grandes virtudes divinas, que ha experimentado viviendo la alianza con el Señor (cf. v. 2). Estas dos virtudes, que son como los rasgos fundamentales del rostro divino, el "buen binomio" de Dios, como decía san Gregorio de Nisa (cf. Sobre los títulos de los salmos, Roma 1994, p. 183), se expresan con otros tantos vocablos hebreos que, en las traducciones, no logran brillar con toda su riqueza de significado.
El primero es hésed, un término que el Salterio usa con mucha frecuencia y sobre el que ya he tratado en otra ocasión. Quiere indicar la trama de los sentimientos profundos que marcan las relaciones entre dos personas, unidas por un vínculo auténtico y constante. Por eso, entraña valores como el amor, la fidelidad, la misericordia, la bondad y la ternura. Así pues, entre nosotros y Dios existe una relación que no es fría, como la que se entabla entre un emperador y su súbdito, sino cordial, como la que se desarrolla entre dos amigos, entre dos esposos o entre padres e hijos.
4. El segundo vocablo, 'emét, es casi sinónimo del primero. También se trata de un término frecuente en el Salterio, que lo repite casi la mitad de todas las veces en que se encuentra en el resto del Antiguo Testamento.
Este término, de por sí, expresa la "verdad", es decir, la genuinidad de una relación, su autenticidad y lealtad, que se conserva a pesar de los obstáculos y las pruebas; es la fidelidad pura y gozosa que no se resquebraja. Por eso el salmista declara que "dura por siempre" (v. 2). El amor fiel de Dios no fallará jamás y no nos abandonará a nosotros mismos o a la oscuridad de la falta de sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte.
Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce el cansancio, que no se apaga nunca. Este es el mensaje de nuestro salmo, casi tan breve como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.
5. Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio poético y por el arte musical.
Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: "Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur". Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando constituye una síntesis eficaz de la perenne liturgia de alabanza con que la Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre.
Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la vida, antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de alabanza.
SALMO 118
1 ¡Alaben al Señor, todas las naciones,
glorifíquenlo, todos los pueblos!
2 Porque es inquebrantable su amor por nosotros,
y su fidelidad permanece para siempre.
¡Aleluya!
Un canto de alegría y de victoria. Miércoles 5 de diciembre de 2001
Salmo 117
1. Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, que acabamos de escuchar, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21,42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: "Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,11‑12). San Cirilo de Jerusalén comenta: "Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno solo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado" (Le Catechesi, Roma 1993, pp. 312‑313).
La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del salmo 117 es la que cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21,9; cf. Sal 117,26). La aclamación está enmarcada por un "Hosanna" que recoge la invocación hebrea hoshia' na': "sálvanos".
2. Este espléndido himno bíblico está incluido en la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el "Hallel pascual", es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la Pascua y también para las principales solemnidades del Año litúrgico. Puede considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito procesional, marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón de fondo la ciudad santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el texto: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29).
La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2‑4).
3. La procesión parece desarrollarse por las calles de Jerusalén, porque se habla de las "tiendas de los justos" (v. 15). En cualquier caso, se eleva un himno de acción de gracias (cf. vv. 5‑18), que contiene un mensaje esencial: incluso cuando nos embarga la angustia, debemos mantener enarbolada la antorcha de la confianza, porque la mano poderosa del Señor lleva a sus fieles a la victoria sobre el mal y a la salvación.
El poeta sagrado usa imágenes fuertes y expresivas: a los adversarios crueles se los compara con un enjambre de avispas o con un frente de fuego que avanza reduciéndolo todo a cenizas (cf. v. 12). Pero la reacción del justo, sostenido por el Señor, es vehemente. Tres veces repite: "En el nombre del Señor los rechacé" y el verbo hebreo pone de relieve una intervención destructora con respecto al mal (cf. vv. 10‑12). En efecto, en su raíz se halla la diestra poderosa de Dios, es decir, su obra eficaz, y no ciertamente la mano débil e incierta del hombre. Por esto, la alegría por la victoria sobre el mal desemboca en una profesión de fe muy sugestiva: "el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación" (v. 14).
4. La procesión parece haber llegado al templo, a las "puertas del triunfo" (v. 19), es decir, a la puerta santa de Sión. Aquí se entona un segundo canto de acción de gracias, que se abre con un diálogo entre la asamblea y los sacerdotes para ser admitidos en el culto. "Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor", dice el solista en nombre de la asamblea procesional. "Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella" (v. 20), responden otros, probablemente los sacerdotes.
Una vez que han entrado, pueden cantar el himno de acción de gracias al Señor, que en el templo se ofrece como "piedra" estable y segura sobre la que se puede edificar la casa de la vida (cf. Mt 7,24‑25). Una bendición sacerdotal desciende sobre los fieles, que han entrado en el templo para expresar su fe, elevar su oración y celebrar su culto.
5. La última escena que se abre ante nuestros ojos es un rito gozoso de danzas sagradas, acompañadas por un festivo agitar de ramos: "Ordenad una procesión con ramos hasta los ángulos del altar" (v. 27). La liturgia es alegría, encuentro de fiesta, expresión de toda la existencia que alaba al Señor. El rito de los ramos hace pensar en la solemnidad judía de los Tabernáculos, memoria de la peregrinación de Israel por el desierto, solemnidad en la que se realizaba una procesión con ramos de palma, mirto y sauce.
Este mismo rito evocado por el Salmo se vuelve a proponer al cristiano en la entrada de Jesús en Jerusalén, celebrada en la liturgia del domingo de Ramos. Cristo es aclamado como "hijo de David" (Mt 21,9) por la muchedumbre que "había llegado para la fiesta (...). Tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: Hosanna, Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel" (Jn 12,12‑13). En esa celebración festiva que, sin embargo, prepara a la hora de la pasión y muerte de Jesús, se realiza y comprende en sentido pleno también el símbolo de la piedra angular, propuesto al inicio, adquiriendo un valor glorioso y pascual.
El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús "el día en que actuó el Señor", en el que "la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Así pues, con el salmo pueden cantar llenos de gratitud: "el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación" (v. 14). "Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (v. 24).
SALMO 117
1 ¡Aleluya!
¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
2 Que lo diga el pueblo de Israel:
¡es eterno su amor!
3 Que lo diga la familia de Aarón:
¡es eterno su amor!
4 Que lo digan los que temen al Señor:
¡es eterno su amor!
5 En el peligro invoqué al Señor,
y él me escuchó dándome un alivio.
6 El Señor está conmigo: no temeré:
¿qué podrán hacerlo los hombres?
7 El Señor está conmigo y me ayuda:
yo veré derrotados a mis adversarios.
8 Es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres;
9 es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los poderosos.
10 Todos los paganos me rodearon,
pero yo los derroté en el nombre del Señor;
11 me rodearon por todas partes,
pero yo los derroté en el nombre del Señor;
12 me rodearon como avispas,
ardían como fuego en las espinas,
pero yo los derroté en el nombre del Señor.
13 Me empujaron con violencia para derribarme,
pero el Señor vino en mi ayuda.
14 El Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
15 Un grito de alegría y de victoria
resuena en las carpas de los justos:
«La mano del Señor hace proezas,
16 la mano del Señor es sublime,
la mano del Señor hace proezas».
17 No, no moriré: viviré
para publicar lo que hizo el Señor,
18 El Señor me castigó duramente,
pero no me entregó a la muerte.
19 «Abran las puertas de la justicia
y entraré para dar gracias al Señor».
20 «Esta es la puerta del Señor:
sólo los justos entran por ella».
21 Yo te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.
22 La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular
23 Esto ha sido hecho por el Señor
y es admirable a nuestros ojos.
24 Este es el día que hizo el Señor:
alegrémonos y regocijémonos en él.
25 Sálvanos, Señor, asegúranos la prosperidad.
26 ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Nosotros los bendecimos desde la Casa del Señor:
27 el Señor es Dios, y él nos ilumina.
«Ordenen una procesión con ramas frondosas
hasta los ángulos del altar».
28 Tú eres mi Dios, y yo te doy gracias;
Dios mío, yo te glorifico.
29 ¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
El cántico de las criaturas. Miércoles 12 de diciembre de 2001
Daniel 3,52‑57
1. El cántico que acabamos de proclamar está constituido por la primera parte de un largo y hermoso himno que se encuentra insertado en la traducción griega del libro de Daniel. Lo cantan tres jóvenes judíos arrojados a un horno ardiente por haberse negado a adorar la estatua del rey babilonio Nabucodonosor. La Liturgia de las Horas, en las Laudes del domingo, en la primera y en la tercera semana del Salterio litúrgico, nos presenta otra parte de ese mismo canto.
Como es sabido, el libro de Daniel refleja las inquietudes, las esperanzas y también las expectativas apocalípticas del pueblo elegido, el cual, en la época de los Macabeos (siglo II a. C.) luchaba para poder vivir según la ley dada por Dios.
En el horno, los tres jóvenes, milagrosamente preservados de las llamas, cantan un himno de bendición dirigido a Dios. Este himno se asemeja a una letanía, repetitiva y a la vez nueva: sus invocaciones suben a Dios como volutas de incienso, que ascienden en formas semejantes, pero nunca iguales. La oración no teme la repetición, como el enamorado no duda en declarar infinitas veces a la amada todo su afecto. Insistir en lo mismo es signo de intensidad y de múltiples matices en los sentimientos, en los impulsos interiores y en los afectos.
2. Hemos escuchado proclamar el inicio de este himno cósmico, contenido en los versículos 52‑57 del capítulo tercero de Daniel. Es la introducción, que precede al grandioso desfile de las criaturas implicadas en la alabanza. Una mirada panorámica a todo el canto en su forma litánica nos permite descubrir una sucesión de elementos que componen la trama de todo el himno. Este comienza con seis invocaciones dirigidas expresamente a Dios; las sigue una llamada universal a las "criaturas todas del Señor" para que abran sus labios ideales a la bendición (cf. v. 57).
Esta es la parte que consideramos hoy y que la liturgia propone para las Laudes del domingo de la segunda semana. Sucesivamente el canto seguirá convocando a todas las criaturas del cielo y de la tierra a alabar y ensalzar a su Señor.
3. Nuestro pasaje inicial se repetirá una vez más en la liturgia, en las Laudes del domingo de la cuarta semana. Por eso, ahora sólo elegiremos algunos elementos para nuestra reflexión. El primero es la invitación a la bendición: "Bendito eres, Señor", que al final se convertirá en "Bendecid".
En la Biblia hay dos tipos de bendición, relacionadas entre sí. Una es la bendición que viene de Dios: el Señor bendice a su pueblo (cf.Nm 6,34‑27). Es una bendición eficaz, fuente de fecundidad, felicidad y prosperidad. La otra es la que sube de la tierra al cielo. El hombre que ha gozado de la generosidad divina bendice a Dios, alabándolo, dándole gracias y ensalzándolo: "Bendice, alma mía, al Señor" (Sal 102,1; 103,1).
La bendición divina a menudo se otorga por intermedio de los sacerdotes (cf. Nm 6, 22‑23. 27; Si 50, 20‑21), a través de la imposición de las manos; la bendición humana, por el contrario, se expresa en el himno litúrgico, que la asamblea de los fieles eleva al Señor.
4. Otro elemento que consideramos dentro del pasaje propuesto ahora a nuestra meditación está constituido por la antífona. Se podría imaginar que el solista, en el templo abarrotado de pueblo, entonaba la bendición: "Bendito eres, Señor", enumerando las diversas maravillas divinas, mientras la asamblea de los fieles repetía constantemente la fórmula: "A ti gloria y alabanza por los siglos".
Es lo que acontecía con el salmo 135, generalmente llamado "Gran Hallel", es decir, la gran alabanza, en la que el pueblo repetía: "Es eterna su misericordia", mientras un solista enumeraba los diversos actos de salvación realizados por el Señor en favor de su pueblo.
Objeto de la alabanza, en nuestro salmo, es ante todo el nombre "santo y glorioso" de Dios, cuya proclamación resuena en el templo, también él "santo y glorioso". Los sacerdotes y el pueblo, mientras contemplan en la fe a Dios que se sienta "en el trono de su reino", sienten sobre sí la mirada que "sondea los abismos" y esta conciencia hace que brote de su corazón la alabanza.
"Bendito..., bendito...". Dios, "sentado sobre querubines", tiene como morada "la bóveda del cielo", pero está cerca de su pueblo, que por eso se siente protegido y seguro.
5. El hecho de que este cántico se vuelva a proponer en la mañana del domingo, Pascua semanal de los cristianos, es una invitación a abrir los ojos ante la nueva creación que tuvo origen precisamente con la resurrección de Jesús. San Gregorio de Nisa, un Padre de la Iglesia griega del siglo IV, explica que con la Pascua del Señor "son creados un cielo nuevo y una tierra nueva (...), es plasmado un hombre diverso, renovado a imagen de su creador por medio del nacimiento de lo alto" (cf. Jn 3,3. 7). Y prosigue: "De la misma manera que quien mira al mundo sensible deduce por medio de las cosas visibles la belleza invisible (...), así quien mira a este nuevo mundo de la creación eclesial ve en él a Aquel que se ha hecho todo en todos llevando la mente, por medio de las cosas comprensibles por nuestra naturaleza racional, hacia lo que supera la comprensión humana" (Langerbeck, H., Gregorii Nysseni Opera, VI, 1‑22 passim, p. 385).
Así pues, al cantar este cántico, el creyente cristiano es invitado a contemplar el mundo de la primera creación, intuyendo en él el perfil de la segunda, inaugurada con la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Y esta contemplación lleva a todos a entrar, casi bailando de alegría, en la única Iglesia de Cristo.
Daniel 3,52‑57
52 Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre, santo y glorioso:
a él gloria y alabanza por los siglos.
53 Bendito eres en el templo de tu santa gloria:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
54 Bendito eres sobre el trono de tu reino:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
55 Bendito eres tú, que sentado sobre querubines
sondeas los abismos:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
56 Bendito eres en la bóveda del cielo:
a ti honor y alabanza por los siglos.
57 Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
¡Todo cuanto respira alabe al Señor!. Miércoles 9 de enero de 2002
Salmo 150
1. El himno en que se ha apoyado ahora nuestra oración es el último canto del Salterio, el salmo 150. La palabra que resuena al final en el libro de la oración de Israel es el aleluya, es decir, la alabanza pura de Dios; por eso, la liturgia de Laudes propone este salmo dos veces, en los domingos segundo y cuarto.
En este breve texto se suceden diez imperativos, que repiten la misma palabra: "Hallelú", "alabad". Esos imperativos, que son casi música y canto perenne, parecen no apagarse nunca, como acontecerá también en el célebre "aleluya" del Mesías de Händel. La alabanza a Dios se convierte en una especie de respiración del alma, sin pausa. Como se ha escrito, "esta es una de las recompensas de ser hombres: la serena exaltación, la capacidad de celebrar. Se halla bien expresada en una frase que el rabí Akiba dirigió a sus discípulos: Un canto cada día, un canto para cada día" (A.J. Heschel, Chi è l'uomo?, Milán 1971, p. 198).
2. El salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1‑2), la mirada se dirige al "Señor" en su "santuario", a "su fuerza", a sus "grandes hazañas", a su "inmensa grandeza". En un segundo momento —semejante a un auténtico movimiento musical— se une a la alabanza la orquesta del templo de Sión (cf. vv. 3‑5 b), que acompaña el canto y la danza sagrada. En el tercer momento, en el último versículo del salmo (cf. v. 5 c), entra en escena el universo, representado por "todo ser vivo" o, si se quiere traducir con más fidelidad al original hebreo, por "todo cuanto respira". La vida misma se hace alabanza, una alabanza que se eleva de las criaturas al Creador.
3. En este primer comentario del salmo 150 sólo nos detendremos en los momentos primero y último del himno. Forman una especie de marco para el segundo momento, que ocupa el centro de la composición y que examinaremos más adelante, cuando la liturgia de Laudes nos vuelva a proponer este salmo.
La primera sede en la que se desarrolla el hilo musical y orante es la del "santuario" (cf. v. 1). El original hebreo habla del área "sagrada", pura y trascendente, en la que mora Dios. Por tanto, hay una referencia al horizonte celestial y paradisíaco, donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5,6‑14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. Precisamente por eso, aunque con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta e incluso la traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de "santuario", la palabra "santos": "Alabad al Señor entre sus santos".
4. Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al poner el acento en las "grandes hazañas" realizadas por Dios, las cuales manifiestan "su inmensa grandeza" (v. 2). Estas hazañas son descritas en el salmo 104, el cual invita a los israelitas a "meditar todas las maravillas" de Dios (v. 2), a recordar "las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca" (v. 5); el salmista recuerda entonces "la alianza que pactó con Abraham" (v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y, por último, el don de la tierra. Otro salmo habla de situaciones difíciles de las que el Señor salva a los que "claman" a él; las personas salvadas son invitadas repetidamente a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: "Den gracias al Señor por su piedad, por sus prodigios en favor de los hijos de los hombres" (Sal 106,8. 15. 21. 31).
Así se puede comprender la referencia de nuestro salmo a las "obras fuertes", como dice el original hebreo, es decir, a las grandes "hazañas" (cf. v. 2) que Dios realiza en el decurso de la historia de la salvación. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.
5. Llegamos así al último versículo del salmo 150 (cf. v. 5 c). El término hebreo usado para indicar a los "vivos" que alaban a Dios alude a la respiración, como decíamos, pero también a algo íntimo y profundo, inherente al hombre.
Aunque se puede pensar que toda la vida de la creación es un himno de alabanza al Creador, es más preciso considerar que en este coro el primado corresponde a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor. Nuestra respiración vital, que expresa autoconciencia y libertad (cf. Pr 20,27), se transforma en canto y oración de toda la vida que late en el universo.
Por eso, todos hemos de elevar al Señor, con todo nuestro corazón, "salmos, himnos y cánticos inspirados" (Ef 5,19).
6. Los manuscritos hebraicos, al transcribir los versículos del salmo 150, reproducen a menudo el Menorah, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo, auténtico Amén en la oración de siempre de nuestros "hermanos mayores": todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas musicales que ha inventado su genio —"trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros, platillos vibrantes", como dice el Salmo— pero también "todo ser vivo" es invitado a arder como el Menorah ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias.
En unión con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo creado por él, nos convertimos también nosotros en oración incesante ante el trono de Dios.
SALMO 150
1 ¡Aleluya!
Alaben a Dios en su Santuario,
alábenlo en su poderoso firmamento;
2 alábenlo por su inmensa grandeza.
3 Alábenlo con toques de trompeta,
alábenlo con el arpa y la cítara;
4 alábenlo con tambores y danzas,
alábenlo con laudes y flautas.
5 Alábenlo con platillos sonoros,
alábenlo con platillos vibrantes,
6 ¡Que todos los seres vivientes
alaben al Señor!
¡Aleluya!
El deseo del Señor y de su templo. Miércoles 16 de enero de 2002
Salmo 41
1. Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41, que nos acaban de cantar. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: "¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 41,6. 12; 42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.
2. Pero volvamos a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,3). En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el "alma" y la "garganta". Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como "respiración": es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: "Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad" (Homilía XVII in Numeros, GCS VII, 159‑160).
3. Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42, que comentaremos seguidamente. La primera escena (cf. Sal 41,2‑6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: "Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta" (v. 5).
"La casa de Dios", con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, "manantial de aguas vivas", como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal 41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto, el lamento y la imploración.
4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: "tus torrentes y tus olas me han arrollado" (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte (cf. Gn 6,5‑8;Sal 68,2‑3).
5. Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: "¿Dónde está tu Dios?" (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: "¿Por qué me olvidas?" (v. 10). Ese "¿por qué?" dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas.
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42,1. 2a. 3a. 4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: "Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo".
SALMO 41
1 Del maestro de coro. Poema de los hijos de Coré.
2 Como la cierva sedienta
busca las corrientes de agua,
así mi alma suspira
por ti, mi Dios.
3 Mi alma tiene sed de Dios,
del Dios viviente:
¿Cuándo iré a contemplar
el rostro de Dios?
4 Las lágrimas son mi único pan
de día y de noche,
mientras me preguntan sin cesar:
«Dónde está tu Dios?»
5 Al recordar el pasado,
me dejo llevar por la nostalgia:
¡cómo iba en medio de la multitud
y la guiaba hacia la Casa de Dios,
entre cantos de alegría y alabanza,
en el júbilo de la fiesta!
6 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios
7 Mi alma está deprimida:
por eso me acuerdo de ti,
desde la tierra del Jordán y el Hermón,
desde el monte Misar.
8 Un abismo llama a otro abismo,
con el estruendo de tus cataratas;
tus torrentes y tus olas
pasaron sobre mí.
9 De día, el Señor me dará su gracia;
y de noche, cantaré mi alabanza
al Dios de mi vida.
10 Diré a mi Dios:
«Mi Roca, ¿por qué me has olvidado?
¿Por qué tendré que estar triste,
oprimido por mi enemigo?».
11 Mis huesos se quebrantan
por la burla de mis adversarios;
mientras me preguntan sin cesar:
«¿Dónde está tu Dios?»
12 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios.
La oración por el pueblo santo de Dios. Miércoles 23 de enero de 2002
Eclesiástico 36
1. En el Antiguo Testamento no sólo existe el libro oficial de la oración del pueblo de Dios, es decir, el Salterio. Muchas páginas bíblicas están llenas de cánticos, himnos, salmos, súplicas, oraciones e invocaciones que se elevan al Señor como respuesta a su palabra. Así la Biblia se presenta como un diálogo entre Dios y la humanidad, un encuentro que se realiza bajo el signo de la palabra divina, de la gracia y del amor.
Es el caso de la súplica que acabamos de elevar al "Señor, Dios del universo" (v. 1). Se encuentra en el libro del Sirácida, un sabio que recogió sus reflexiones, sus consejos y sus cantos probablemente en torno al 190‑180 a.C., al inicio de la epopeya de liberación que vivió Israel bajo la guía de los hermanos Macabeos. En el 138 a.C., un nieto de este sabio, como se narra en el prólogo del libro, tradujo al griego la obra de su abuelo, a fin de ofrecer estas enseñanzas a un círculo más amplio de lectores y discípulos.
La tradición cristiana llamó "Eclesiástico" al libro del Sirácida. Este libro, al no haber sido incluido en el canon hebreo, terminó por caracterizar, junto con otros, la así llamada "veritas christiana". De este modo, los valores propuestos por esta obra sapiencial entraron en la educación cristiana de la época patrística, sobre todo en el ámbito monástico, convirtiéndose en una especie de manual de conducta práctica de los discípulos de Cristo.
2. La invocación del capítulo 36 del Sirácida, que la Liturgia de las Horas utiliza como oración de Laudes en una forma simplificada, está estructurada siguiendo algunas líneas temáticas.
Ante todo, encontramos la súplica a Dios para que intervenga en favor de Israel y contra las naciones extranjeras que la oprimen. En el pasado, Dios mostró su santidad castigando las culpas de su pueblo, dejando que cayera en manos de sus enemigos. Ahora el orante pide a Dios que muestre su gloria castigando la prepotencia de los opresores e instaurando una nueva era con matices mesiánicos.
Ciertamente, la súplica refleja la tradición orante de Israel y, en realidad, está llena de reminiscencias bíblicas. En cierto sentido, puede considerarse un modelo de plegaria, adecuada para los tiempos de persecución y opresión, como aquel en el que vivía el autor, bajo el dominio, más bien duro y severo, de los soberanos extranjeros siro‑helenísticos.
3. La primera parte de esta oración comienza con una súplica ardiente dirigida al Señor para que tenga piedad y mire (cf. v. 1). Pero inmediatamente la atención se desplaza hacia la acción divina, que se pondera con una serie de verbos muy sugestivos: "Ten piedad (...), mira (...), infunde tu terror (...), alza tu mano (...), muéstrate grande (...), renueva los prodigios, repite los portentos (...), exalta tu mano, robustece tu brazo (...)".
El Dios de la Biblia no es indiferente frente al mal. Y aunque sus caminos no sean nuestros caminos, aunque sus tiempos y proyectos sean diferentes de los nuestros (cf. Is 55, 8‑9), sin embargo, se pone de parte de las víctimas y se presenta como juez severo de los violentos, de los opresores, de los vencedores que no tienen piedad.
Pero su intervención no está encaminada a la destrucción. Al mostrar su poder y su fidelidad en el amor, puede despertar también en la conciencia del malvado un sentimiento que lo lleve a la conversión. "Sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios fuera de ti, Señor" (v. 4).
4. La segunda parte del himno abre una perspectiva más positiva. En efecto, mientras la primera parte pide la intervención de Dios contra los enemigos, la segunda no habla ya de los enemigos, sino que invoca los favores de Dios para Israel, implora su piedad para el pueblo elegido y para la ciudad santa, Jerusalén.
El sueño de un regreso de todos los desterrados, incluidos los del reino del norte, se convierte en el objeto de la oración: "Reúne a todas las tribus de Jacob y dales su heredad como antiguamente" (v. 10). Así se solicita una especie de renacimiento de todo Israel, como en los tiempos felices de la ocupación de toda la Tierra prometida.
Para hacer más apremiante la oración, el orante insiste en la relación que une a Dios con Israel y con Jerusalén. Israel es designado como "el pueblo que lleva tu nombre", "a quien nombraste tu primogénito"; Jerusalén es "tu ciudad santa", "lugar de tu reposo". Luego expresa el deseo de que la relación se vuelva aún más estrecha y, por tanto, más gloriosa: "Llena a Sión de tu majestad, y al templo, de tu gloria" (v. 13). Al llenar de su majestad el templo de Jerusalén, que atraerá hacia sí a todas las naciones (cf. Is 2,2‑4; Mi 4,1‑3), el Señor llenará a su pueblo de su gloria.
5. En la Biblia el lamento de los que sufren no desemboca nunca en la desesperación; al contrario, está siempre abierto a la esperanza. Se basa en la certeza de que el Señor no abandona a sus hijos; él no deja que caigan de sus manos los que ha modelado.
La selección que hizo la Liturgia omitió una expresión feliz en nuestra oración. En ella se pide a Dios: "Da testimonio a tus primeras criaturas" (v. 14). Desde la eternidad Dios tiene un proyecto de amor y salvación destinado a todas las criaturas, llamadas a ser su pueblo. Es un designio que san Pablo reconocerá "revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas (...), designio eterno que Dios ha realizado en Cristo, Señor nuestro" (Ef 3,5. 11).
Eclesiástico 36
1 Ten piedad de nosotros, Dueño soberano, Dios de todas las cosas, y mira, infunde tu temor a todas las naciones.
2 Levanta tu mano contra las naciones extranjeras y que ellas vean tu dominio.
3 Así como les manifestaste tu santidad al castigarnos, manifiéstanos también tu grandeza castigándolas a ellas;
4 y que ellas te reconozcan, como hemos reconocido nosotros que no hay otro Dios fuera de ti, Señor.
5 Renueva los signos y repite las maravillas, glorifica tu mano y tu brazo derecho.
6 Despierta tu furor y derrama tu ira, suprime al adversario y extermina al enemigo.
7 Apresura la hora y acuérdate del juramento, para que se narren tus hazañas.
8 Que el fugitivo sea devorado por el ardor del fuego, y que encuentren su perdición los que maltratan a tu pueblo.
9 Aplasta la cabeza de los jefes enemigos, que dicen: «¡No hay nadie fuera de nosotros!».
10 Congrega a todas las tribus de Jacob, y entrégales su herencia, como al comienzo.
11 Ten piedad, Señor, del pueblo que es llamado con tu Nombre, de Israel, a quien trataste como a un primogénito.
12 Ten compasión de Ciudad santa, de Jerusalén, el lugar de reposo.
13 Llena a Sión de alabanzas por tu triunfo, y a tu pueblo, cólmalo de tu gloria.
14 Da testimonio a favor de los que tú creaste en el principio, y cumple las profecías anunciadas en tu Nombre.
15 Dales la recompensa a los que te aguardan, y que se compruebe la veracidad de tus profetas.
16 Escucha, Señor, la oración de los que te suplican, conforme a la bendición de Aarón sobre tu pueblo,
17 para que todos los que viven en la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno.
18 El estómago asimila toda clase de alimentos, pero hay unos mejores que otros.
19 El paladar distingue los manjares y el corazón inteligente descubre las mentiras.
20 Un corazón tortuoso provoca contrariedades, pero el hombre de experiencia le da su merecido.
21 Una mujer acepta cualquier marido, pero unas jóvenes son mejores que otras.
22 La hermosura de la mujer alegra el rostro y supera todos los deseos del hombre.
23 Si en sus labios hay bondad y dulzura, su marido ya no es más uno de tantos hombres.
24 El que adquiere una mujer tiene el comienzo de la fortuna, una ayuda adecuada a él y una columna donde apoyarse.
25 Donde no hay valla, la propiedad es saqueada, y donde no hay mujer, el hombre gime y va a la deriva.
26 ¿Quién puede fiarse de un salteador que va rápidamente de ciudad en ciudad?
27 Así sucede con el hombre sin nido, que se alberga donde lo sorprende la noche.
Himno a Dios creador. Miércoles 30 de enero de 2002
Salmo 18
1. El sol, con su resplandor progresivo en el cielo, con el esplendor de su luz, con el calor benéfico de sus rayos, ha conquistado a la humanidad desde sus orígenes. De muchas maneras los seres humanos han manifestado su gratitud por esta fuente de vida y de bienestar con un entusiasmo que en ocasiones alcanza la cima de la auténtica poesía. El estupendo salmo 18, cuya primera parte se acaba de proclamar, no sólo es una plegaria, en forma de himno, de singular intensidad; también es un canto poético al sol y a su irradiación sobre la faz de la tierra. En él el salmista se suma a la larga serie de cantores del antiguo Oriente Próximo, que exaltaba al astro del día que brilla en los cielos y que en sus regiones permanece largo tiempo irradiando su calor ardiente. Basta pensar en el célebre himno a Atón, compuesto por el faraón Akenatón en el siglo XIV a. C. y dedicado al disco solar, considerado como una divinidad
Pero para el hombre de la Biblia hay una diferencia radical con respecto a estos himnos solares: el sol no es un dios, sino una criatura al servicio del único Dios y creador. Basta recordar las palabras del Génesis: "Dijo Dios: haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche (...) y vio Dios que estaba bien" (Gn 1,14. 16. 18).
2. Antes de repasar los versículos del salmo elegidos por la liturgia, echemos una mirada al conjunto. El salmo 18 es como un dístico. En la primera parte (vv. 2‑7) —la que se ha convertido ahora en nuestra oración— encontramos un himno al Creador, cuya misteriosa grandeza se manifiesta en el sol y en la luna. En cambio, en la segunda parte del Salmo (vv. 8‑15) hallamos un himno sapiencial a la Torah, es decir, a la Ley de Dios.
Ambas partes están unidas por un hilo conductor común: Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, contenida en la Revelación bíblica. Se trata, en cierto sentido, de un sol doble: el primero es una epifanía cósmica del Creador; el segundo es una manifestación histórica y gratuita de Dios salvador. Por algo la Torah, la Palabra divina, es descrita con rasgos "solares": "los mandatos del Señor son claros, dan luz a los ojos" (v. 9).
3. Pero consideremos ahora la primera parte del Salmo. Comienza con una admirable personificación de los cielos, que el autor sagrado presenta como testigos elocuentes de la obra creadora de Dios (vv. 2‑5). En efecto, "proclaman", "pregonan" las maravillas de la obra divina (cf. v. 2). También el día y la noche son representados como mensajeros que transmiten la gran noticia de la creación. Se trata de un testimonio silencioso, pero que se escucha con fuerza, como una voz que recorre todo el cosmos.
Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino que habla del Creador. Como dice el antiguo sabio, "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5). También san Pablo recuerda a los Romanos que "desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rm 1,20).
4. Luego el himno cede el paso al sol. El globo luminoso es descrito por el poeta inspirado como un héroe guerrero que sale del tálamo donde ha pasado la noche, es decir, sale del seno de las tinieblas y comienza su carrera incansable por el cielo (vv. 6‑7). Se asemeja a un atleta que avanza incansable mientras todo nuestro planeta se encuentra envuelto por su calor irresistible.
Así pues, el sol, comparado a un esposo, a un héroe, a un campeón que, por orden de Dios, cada día debe realizar un trabajo, una conquista y una carrera en los espacios siderales. Y ahora el salmista señala al sol resplandeciente en el cielo, mientras toda la tierra se halla envuelta por su calor, el aire está inmóvil, ningún rincón del horizonte puede escapar de su luz.
5. La liturgia pascual cristiana recoge la imagen solar del Salmo para describir el éxodo triunfante de Cristo de las tinieblas del sepulcro y su ingreso en la plenitud de la vida nueva de la resurrección. La liturgia bizantina canta en los Maitines del Sábado santo: "Como el sol brilla, después de la noche, radiante en su luminosidad renovada, así también tú, oh Verbo, resplandecerás con un nuevo fulgor cuando, después de la muerte, dejarás tu tálamo". Una oda (la primera) de los Maitines de Pascua vincula la revelación cósmica al acontecimiento pascual de Cristo: "Alégrese el cielo y goce la tierra, porque el universo entero, tanto el visible como el invisible, participa en esta fiesta: ha resucitado Cristo, nuestro gozo perenne". Y en otra oda (la tercera) añade: "Hoy el universo entero —cielo, tierra y abismo— rebosa de luz y la creación entera canta ya la resurrección de Cristo, nuestra fuerza y nuestra alegría". Por último, otra (la cuarta) concluye: "Cristo, nuestra Pascua, se ha alzado desde la tumba como un sol de justicia, irradiando sobre todos nosotros el esplendor de su caridad".
La liturgia romana no es tan explícita como la oriental al comparar a Cristo con el sol. Sin embargo, describe las repercusiones cósmicas de su resurrección, cuando comienza su canto de Laudes en la mañana de Pascua con el famoso himno: "Aurora lucis rutilat, caelum resultat laudibus, mundus exsultans iubilat, gemens infernus ululat": "La aurora resplandece de luz, el cielo exulta con cantos de alabanza, el mundo se llena de gozo, y el infierno gime con alaridos".
6. En cualquier caso, la interpretación cristiana del Salmo no altera su mensaje básico, que es una invitación a descubrir la palabra divina presente en la creación. Ciertamente, como veremos en la segunda parte del Salmo, hay otra Palabra, más elevada, más preciosa que la luz misma: la de la Revelación bíblica.
Con todo, para los que tienen oídos atentos y ojos abiertos, la creación constituye en cierto sentido una primera revelación, que tiene un lenguaje elocuente: es casi otro libro sagrado, cuyas letras son la multitud de las criaturas presentes en el universo. San Juan Crisóstomo afirma: "El silencio de los cielos es una voz más resonante que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros ojos, y no a nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los ha creado" (PG 49, 105). Y san Atanasio: "El firmamento, con su grandeza, su belleza y su orden, es un admirable predicador de su Artífice, cuya elocuencia llena el universo" (PG 27, 124).
SALMO 18
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 El cielo proclama la gloria de Dios
y el firmamento anuncia la obra de sus manos;
3 un día transmite al otro este mensaje
y las noches se van dando la noticia.
4 Sin hablar, sin pronunciar palabras,
sin que se escuche su voz,
5 resuena su eco por toda la tierra
y su lenguaje, hasta los confines del mundo.
Allí puso una carpa para el sol,
6 y este, igual que un esposo que sale de su alcoba,
se alegra como un atleta al recorrer su camino.
7 El sale de un extremo del cielo,
su órbita llega hasta el otro extremo,
y no hay nada que escape a su calor.
8 La ley del Señor es perfecta,
reconforta el alma;
el testimonio del Señor es verdadero,
da sabiduría al simple.
9 Los preceptos del Señor son rectos,
alegran el corazón;
los mandamientos del Señor son claros,
iluminan los ojos.
10 la palabra del Señor es pura,
permanece para siempre;
los juicios del Señor son la verdad,
enteramente justos.
11 Son más atrayentes que el oro,
que el oro más fino;
más dulces que la miel,
más que el jugo del panal.
12 También a mí me instruyen:
observarlos es muy provechoso.
13 Pero ¿Quién advierte sus propios errores?
Purifícame de las faltas ocultas.
14 Presérvame, además, del orgullo,
para que no me domine;
entonces seré irreprochable
y me veré libre de ese gran pecado.
15 ¡Ojalá sean de tu agrado
las palabras de mi boca,
y lleguen hasta ti mis pensamientos,
Señor, mi Roca y mi redentor!
Deseo del templo de Dios. Miércoles 6 de febrero de 2002
Salmo 42
1. En una audiencia general de hace algún tiempo, comentando el salmo anterior al que se acaba de cantar, dijimos que estaba íntimamente unido al salmo sucesivo. En efecto, los salmos 41 y 42 constituyen un único canto, marcado en tres partes por la misma antífona: "¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 41,6. 12; 42,5).
Estas palabras, en forma de soliloquio, expresan los sentimientos profundos del salmista. Se encuentra lejos de Sión, punto de referencia de su existencia por ser sede privilegiada de la presencia divina y del culto de los fieles. Por eso, siente una soledad hecha de incomprensión e incluso de agresión por parte de los impíos, y agravada por el aislamiento y el silencio de Dios. Sin embargo, el salmista reacciona contra la tristeza con una invitación a la confianza, que se dirige a sí mismo, y con una hermosa afirmación de esperanza: espera poder seguir alabando a Dios, "salud de mi rostro".
En el salmo 42, en vez de hablar sólo consigo mismo como en el salmo anterior, el salmista se dirige a Dios y le suplica que lo defienda contra los adversarios. Repitiendo casi literalmente la invocación anunciada en el salmo anterior (cf. Sal 41,10), el orante dirige esta vez efectivamente a Dios su grito desolado: "¿Por qué me rechazas? ¿Por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?" (Sal 42,2).
2. Con todo, siente ya que el paréntesis oscuro de la lejanía está a punto de cerrarse y expresa la certeza del regreso a Sión para volver al templo de Dios. La ciudad santa ya no es la patria perdida, como acontecía en el lamento del salmo anterior (cf. Sal 41,3‑4); ahora es la meta alegre, hacia la cual está en camino. La guía del regreso a Sión será la "verdad" de Dios y su "luz" (cf. Sal 42,3). El Señor mismo será el fin último del viaje. Es invocado como juez y defensor (cf. vv. 1‑2). Tres verbos marcan su intervención implorada: "Hazme justicia", "defiende mi causa" y "sálvame" (v. 1). Son como tres estrellas de esperanza, que resplandecen en el cielo tenebroso de la prueba y anuncian la inminente aurora de la salvación.
Es significativa la interpretación que san Ambrosio hace de esta experiencia del salmista, aplicándola a Jesús que ora en Getsemaní: "No quiero que te sorprendas de que el profeta diga que su alma estaba turbada, puesto que el mismo Señor Jesús dijo: "Ahora mi alma está turbada". En efecto, quien tomó sobre sí nuestras debilidades, tomó también nuestra sensibilidad, por efecto de la cual estaba triste hasta la muerte, pero no por la muerte. No habría podido provocar tristeza una muerte voluntaria, de la que dependía la felicidad de todos los hombres. (...) Por tanto, estaba triste hasta la muerte, a la espera de que la gracia llegara a cumplirse. Lo demuestra su mismo testimonio, cuando dice de su muerte: "Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!"" (Las Lamentaciones de Job y de David, VII, 28, Roma 1980, p. 233).
3. Ahora, en la continuación del salmo 42, ante los ojos del salmista está a punto de aparecer la solución tan anhelada: el regreso al manantial de la vida y de la comunión con Dios. La "verdad", o sea, la fidelidad amorosa del Señor, y la "luz", es decir, la revelación de su benevolencia, se representan como mensajeras que Dios mismo enviará del cielo para tomar de la mano al fiel y llevarlo a la meta deseada (cf. Sal 42,3).
Es muy elocuente la secuencia de las etapas de acercamiento a Sión y a su centro espiritual.
Primero aparece "el monte santo", la colina donde se levantan el templo y la ciudadela de David. Luego entra en el campo "la morada", es decir, el santuario de Sión, con todos los diversos espacios y edificios que lo componen. Por último, viene "el altar de Dios", la sede de los sacrificios y del culto oficial de todo el pueblo. La meta última y decisiva es el Dios de la alegría, el abrazo, la intimidad recuperada con él, antes lejano y silencioso.
4. En ese momento todo se transforma en canto, alegría y fiesta (cf. v. 4). En el original hebraico se habla del "Dios que es alegría de mi júbilo". Se trata de un modo semítico de hablar para expresar el superlativo: el salmista quiere subrayar que el Señor es la fuente de toda felicidad, la alegría suprema, la plenitud de la paz.
La traducción griega de los Setenta recurrió, al parecer, a un término arameo equivalente, que indica la juventud, y tradujo: "al Dios que alegra mi juventud", introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de la alegría que da el Señor. Por eso, el Salterio latino de la Vulgata, que es traducción del griego, dice: "ad Deum qui laetificat juventutem meam". De esta forma el salmo se rezaba al pie del altar, en la anterior liturgia eucarística, como invocación de introducción al encuentro con el Señor.
5. El lamento inicial de la antífona de los salmos 41‑42 resuena por última vez al final (cf. Sal 42,5). El orante no ha llegado aún al templo de Dios; todavía se halla en la oscuridad de la prueba; pero ya brilla ante sus ojos la luz del encuentro futuro, y sus labios ya gustan el tono del canto de alegría. En este momento la llamada está más marcada por la esperanza. En efecto, san Agustín, comentando nuestro salmo, observa: "Espera en Dios, responderá a su alma aquel que por ella está turbado. (...) Mientras tanto, vive en la esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; pero, si esperamos lo que no vemos, por la paciencia esperamos (cf. Rm 8,24‑25)" (Exposición sobre los salmos I, Roma 1982, p. 1019).
Entonces el Salmo se transforma en la oración del que es peregrino en la tierra y se halla aún en contacto con el mal y el sufrimiento, pero tiene la certeza de que la meta de la historia no es un abismo de muerte, sino el encuentro salvífico con Dios. Esta certeza es aún más fuerte para los cristianos, a los que la carta a los Hebreos proclama: "Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel" (Hb12, 22‑24).
SALMO 42
1 Júzgame, oh Dios,
y defiende mi causa
contra la gente sin piedad;
líbrame del hombre falso y perverso.
2 Si tú eres mi Dios y mi fortaleza,
¿por qué me rechazas?
¿Por qué tendré que estar triste,
oprimido por mi enemigo?
3 Envíame tu luz y tu verdad:
que ellas me encaminen
y me guíen a tu santa Montaña,
hasta el lugar donde habitas.
4 Y llegaré al altar de Dios,
el Dios que es la alegría de mi vida;
y te daré gracias con la cítara,
Señor, Dios mío.
5 ¿Por qué te deprimes, alma mía?
¿Por qué te inquietas?
Espera en Dios, y yo volveré a darle gracias,
a él, que es mi salvador y mi Dios.
Angustias de un moribundo y alegría de la curación. Miércoles 27 de febrero de 2002
Isaías 38
1. La Liturgia de las Horas, en los diversos cánticos que acompañan a los salmos, nos presenta también un himno de acción de gracias que lleva por título: "Cántico de Ezequías, rey de Judá, cuando estuvo enfermo y sanó de su mal" (Is 38,9). Se encuentra incrustado en una sección del libro del profeta Isaías de índole histórico‑narrativa (cf. Is 36‑39), cuyos datos ponen de relieve, con algunas variantes, los que ofrece el Libro segundo de los Reyes (cf. capítulos 18‑20).
Ahora, siguiendo la Liturgia de las Laudes, hemos escuchado y transformado en oración dos grandes estrofas de aquel cántico, que describen los dos movimientos típicos de las oraciones de acción de gracias: por un lado, se evoca la angustia del sufrimiento del que el Señor ha librado a su fiel y, por otro, se canta con alegría la gratitud por la vida y la salvación recobrada.
El rey Ezequías, un soberano justo y amigo del profeta Isaías, había quedado afectado por una grave enfermedad, que el profeta Isaías había declarado mortal (cf. Is 38,1). «Ezequías volvió su rostro a la pared y oró al Señor. Dijo: "Señor, dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad y corazón perfecto haciendo lo recto a tus ojos". Y Ezequías lloró con abundantes lágrimas. Entonces le fue dirigida a Isaías la palabra del Señor, diciendo: "Ve y di a Ezequías: Así dice el Señor, Dios de tu padre David: He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas y voy a curarte. (...) Añadiré quince años a tus días"» (Is 38,2‑5).
2. En ese momento brota del corazón del rey el cántico de acción de gracias. Como decíamos, se refiere ante todo al pasado. Según la antigua concepción de Israel, la muerte introducía en un horizonte subterráneo, llamado en hebreo sheol, donde la luz se apagaba, la existencia se atenuaba y se hacía casi espectral, el tiempo se detenía, la esperanza se extinguía y sobre todo no se tenía la posibilidad de invocar y encontrar a Dios en el culto.
Por eso, Ezequías recuerda ante todo las palabras llenas de amargura que pronunció cuando su vida estaba resbalando hacia la frontera de la muerte: "Ya no veré más al Señor en la tierra de los vivos" (v. 11). También el salmista oraba así en el día de la enfermedad: "porque en el reino de la muerte nadie te invoca, y en el abismo, ¿quién te alabará?" (Sal 6,6). En cambio, librado del peligro de muerte, Ezequías puede reafirmar con fuerza y alegría: "Los vivos, los vivos son quienes te alaban, como yo ahora" (Is 38,19).
3. El cántico de Ezequías precisamente sobre este tema adquiere una nueva tonalidad, si se lee a la luz de la Pascua. Ya en el Antiguo Testamento se abrían grandes espacios de luz en los Salmos, cuando el orante proclamaba su certeza de que "no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha" (Sal 15,10‑11; cf. Sal 48 y 72). El autor del libro de la Sabiduría, por su parte, no dudará ya en afirmar que la esperanza de los justos está "llena de inmortalidad" (Sb 3,4), pues está convencido de que la experiencia de comunión con Dios vivida durante la existencia terrena no desaparecerá. Después de la muerte, seremos siempre sostenidos y protegidos por el Dios eterno e infinito, porque "las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno" (Sb 3,1).
Sobre todo con la muerte y la resurrección del Hijo de Dios, Jesucristo, queda sembrada una semilla de eternidad, que florece en nuestra caducidad mortal, por lo cual podemos repetir las palabras del Apóstol, fundadas en el Antiguo Testamento: "Cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?"" (1Co 15,54‑55; cf. Is 25,8; Os 13,14).
4. El cántico del rey Ezequías, sin embargo, nos invita también a reflexionar en nuestra fragilidad de criaturas. Las imágenes son sugestivas. La vida humana es descrita con el símbolo, típico entre los nómadas, de la tienda: somos siempre peregrinos y huéspedes en la tierra. También se recurre a la imagen de la tela, que es tejida y puede quedar incompleta cuando se corta la trama y el trabajo se interrumpe (cf. Is 38,12). También el salmista experimenta esa misma sensación: "Me concediste un palmo de vida, mis días son nada ante ti; el hombre no dura más que un soplo, el hombre pasa como pura sombra, un soplo que se afana" (Sal 38,6‑7). Es necesario recuperar la conciencia de nuestro límite, saber que "aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan" (Sal 89,10).
5. De cualquier modo, en el día de la enfermedad y del sufrimiento conviene elevar a Dios nuestro lamento, como nos enseña Ezequías, el cual, usando imágenes poéticas, describe su llanto como el piar de una golondrina y el gemir de una paloma (cf. Is 38,14). Y, aunque no duda en confesar que siente a Dios como un adversario, como un león que le quebranta los huesos (cf. v. 13), no deja de invocarlo: "Señor, que me oprimen, sal fiador por mí" (v. 14).
El Señor no queda indiferente ante las lágrimas del que sufre y, aunque sea por sendas que no siempre coinciden con las de nuestras expectativas, responde, consuela y salva. Es lo que Ezequías proclama al final, invitando a todos a esperar, a orar, a tener confianza, con la certeza de que Dios no abandona a sus criaturas: "Sálvame, Señor, y tocaremos nuestras arpas todos nuestros días en la casa del Señor" (v. 20).
6. De este cántico del rey Ezequías la tradición latina medieval conserva un comentario espiritual de san Bernardo de Claraval, uno de los místicos más representativos del monacato occidental. Se trata del tercero de los Sermones varios, en los que san Bernardo, aplicando a la vida de cada uno el drama vivido por el rey de Judá e interiorizando su contenido, escribe entre otras cosas: "Bendeciré al Señor en todo tiempo, es decir, de la mañana a la noche, como he aprendido a hacer, y no como los que te alaban cuando les haces bien, ni como los que creen durante cierto tiempo, pero en la hora de la tentación sucumben; al contrario, como los santos, diré: Si de la mano de Dios hemos recibido el bien, ¿por qué no debemos también aceptar el mal? (...) Así, estos dos momentos del día serán un tiempo de servicio a Dios, pues en la tarde habrá llanto, y en la mañana alegría. Me sumergiré en el dolor por la tarde para poder gozar de la alegría por la mañana" (Scriptorium Claravallense, Sermón III, n. 6, Milán 2000, pp. 59‑60).
Por eso, san Bernardo ve la súplica del rey como una representación del cántico orante del cristiano, que debe resonar, con la misma constancia y serenidad, tanto en las tinieblas de la noche y de la prueba como en medio de la luz del día y de la alegría.
Isaías 38
1 En aquellos días, Ezequías cayó gravemente enfermo. El profeta Isaías, hijo de Amós, fue a verlo y le dijo: «Así habla el Señor: Ordena los asuntos de tu casa, porque vas a morir. Ya no vivirás más».
2 Ezequías volvió su rostro hacia la pared y oró al Señor.
3 diciendo: «¡Ah, Señor! Recuerda que yo he caminado delante de ti con fidelidad e integridad de corazón, y que hice lo que es bueno a tus ojos». Y Ezequías se deshizo en llanto.
4 Entonces la palabra del Señor llegó a Isaías en estos términos:
5 «Ve a decir a Ezequías: Así habla el Señor, el Dios de tu padre David: He oído tu súplica, he visto tus lágrimas. Yo añadiré otros quince años a tu vida;
6 te libraré, a ti y a esta ciudad, de manos del rey de Asiria, y defenderé a esta ciudad».
7 «Esta es la señal que te da el Señor para confirmar la palabra que ha pronunciado:
8 En el reloj de sol de Ajaz, yo haré retroceder diez grados la sombra que ha descendido». Y el sol retrocedió en el reloj los diez grados que había descendido.
9 Escrito de Ezequías, rey de Judá, cuando cayó enfermo y se repuso de su enfermedad:
10 «Yo decía: En lo mejor de mis días me tengo que ir: he sido destinado a las puertas del Abismo por el resto de mis años.
11 Yo decía: Ya no contemplaré al Señor en la tierra de los vivientes; no verá más a los hombres entre los habitantes del mundo.
12 Arrancan mi morada y me la arrebatan, como una carpa de pastores. Como un tejedor, yo enrollaba mi vida, pero él me corta de la trama: ¡de la mañana a la noche terminas conmigo!
13 Pido auxilio hasta la mañana; él quiebra todos mis huesos como un león: ¡de la mañana a la noche terminas conmigo!
14 Estoy piando como una golondrina, gimo como una paloma. Mis ojos se consumen de mirar a lo alto: ¡me oprimen, Señor, sé tú mi fiador!
15 ¿Qué diré para que me responda, si es él quien lo hace? Andaré errante a lo largo de mis años, con amargura en el alma.
16 Los que el Señor protege, vivirán, y su espíritu animará todo lo que hay en ellos: tú me restablecerás y me harás revivir.
17 Mi amargura se cambió en bienestar: tú has preservado mi vida de la fosa del aniquilamiento, porque has arrojado detrás de tus espaldas todos mis pecados.
18 No, el Abismo no te da gracias, la Muerte no te alaba, los que bajan a la Fosa no esperan en tu fidelidad.
19 El viviente, el que vive, te da gracias, como yo en el día de hoy. De padres a hijos, se da a conocer tu fidelidad.
20 Porque tú me salvaste, Señor, haremos resonar nuestras liras todos los días de nuestra vida junto a la Casa del Señor».
21 Luego dijo Isaías: «Traigan un emplasto de higos; aplíquenlo sobre la úlcera, y el rey sanará».
22 Ezequías respondió: «¿Cuál es la señal de que podré subir a la Casa del Señor?».
Alegría de las criaturas de Dios por su providencia. Miércoles 6 de marzo de 2002
Salmo 64
1. Nuestro recorrido a través de los salmos de la Liturgia de las Horas nos conduce ahora a un himno que nos conquista sobre todo por el admirable cuadro primaveral de la última parte (cf. Sal 64,10‑14), una escena llena de lozanía, esmaltada de colores, llena de voces de alegría.
En realidad, la estructura del salmo 64 es más amplia, fruto de la mezcla de dos tonalidades diferentes: ante todo, resalta el tema histórico del perdón de los pecados y la acogida en Dios (cf. vv. 2‑5); luego se alude al tema cósmico de la acción de Dios con respecto a los mares y los montes (cf. vv. 6‑9a); por último, se desarrolla la descripción de la primavera (cf. vv. 9b‑14): en el soleado y árido panorama del Oriente Próximo, la lluvia que fecunda es la expresión de la fidelidad del Señor hacia la creación (cf. Sal 103,13‑16). Para la Biblia, la creación es la sede de la humanidad y el pecado es un atentado contra el orden y la perfección del mundo. Por consiguiente, la conversión y el perdón devuelven integridad y armonía al cosmos.
2. En la primera parte del Salmo nos hallamos dentro del templo de Sión. A él acude el pueblo con su cúmulo de miserias morales, para invocar la liberación del mal (cf. Sal 64,2‑4a). Una vez obtenida la absolución de las culpas, los fieles se sienten huéspedes de Dios, cercanos a él, listos para ser admitidos a su mesa y a participar en la fiesta de la intimidad divina (cf. vv. 4b‑5).
Luego al Señor que se yergue en el templo se le representa con un aspecto glorioso y cósmico. En efecto, se dice que él es la "esperanza de todos los confines de la tierra y de los mares lejanos; (...) afianza los montes con su fuerza (...); reprime el estruendo del mar, el estruendo de las olas (...); los habitantes del extremo del orbe se sobrecogen ante sus signos", desde oriente hasta occidente (vv. 6‑9).
3. Dentro de esta celebración de Dios creador encontramos un acontecimiento que quisiéramos subrayar: el Señor logra dominar y acallar incluso el estruendo de las aguas del mar, que en la Biblia son el símbolo del caos, opuesto al orden de la creación (cf. Jb 38,8‑11). Se trata de un modo de exaltar la victoria divina no sólo sobre la nada, sino también sobre el mal: por ese motivo al "estruendo del mar" y al "estruendo de las olas" se asocia también "el tumulto de los pueblos" (cf. Sal 64,8), es decir, la rebelión de los soberbios.
San Agustín comenta acertadamente: "El mar es figura del mundo presente: amargo por su salinidad, agitado por tempestades, donde los hombres, con su avidez perversa y desordenada, son como peces que se devoran los unos a los otros. Mirad este mar malvado, este mar amargo, cruel con sus olas... No nos comportemos así, hermanos, porque el Señor es la esperanza de todos los confines de la tierra" (Expositio in Psalmos II, Roma 1990, p. 475).
La conclusión que el Salmo nos sugiere es fácil: el Dios que elimina el caos y el mal del mundo y de la historia puede vencer y perdonar la maldad y el pecado que el orante lleva dentro de sí y presenta en el templo, con la certeza de la purificación divina.
4. En este punto entran en escena las demás aguas: las de la vida y de la fecundidad, que en primavera riegan la tierra e idealmente representan la vida nueva del fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Sal 64,10‑14), como decíamos, son de gran belleza y significado. Dios colma la sed de la tierra agrietada por la aridez y el hielo invernal, regándola con la lluvia. El Señor es como un agricultor (cf. Jn 15,1), que hace crecer el grano y hace brotar la hierba con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los terrones, ablanda todo su campo con el agua.
El Salmista usa diez verbos para describir esta acción amorosa del Creador con respecto a la tierra, que se transfigura en una especie de criatura viva. En efecto, todo "grita y canta de alegría" (cf. Sal 64,14). A este propósito son sugestivos también los tres verbos vinculados al símbolo del vestido: "las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan" (vv. 13‑14). Es la imagen de una pradera salpicada con la blancura de las ovejas; las colinas se orlan tal vez con las viñas, signo de júbilo por su producto, el vino, que "alegra el corazón del hombre" (Sal 103,15); los valles se visten con el manto dorado de las mieses. El versículo 12 evoca también la corona, que podría inducir a pensar en las guirnaldas de los banquetes festivos, puestas en la cabeza de los convidados (cf. Is 28,1. 5).
5. Todas las criaturas juntas, casi como en una procesión, se dirigen a su Creador y soberano, danzando y cantando, alabando y orando. Una vez más la naturaleza se transforma en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a todos, dispuesta a manifestar el mensaje inscrito en ella por el Creador, porque "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5; cf. Rm 1,20). Contemplación teológica e inspiración poética se funden en esta lírica y se convierten en adoración y alabanza.
Pero el encuentro más intenso, al que mira el Salmista con todo su cántico, es el que une creación y redención. Como la tierra en primavera resurge por la acción del Creador, así el hombre renace de su pecado por la acción del Redentor. Creación e historia están de ese modo bajo la mirada providente y salvífica del Señor, que domina las aguas tumultuosas y destructoras, y da el agua que purifica, fecunda y sacia la sed. En efecto, el Señor "sana los corazones destrozados, venda sus heridas", pero también "cubre el cielo de nubes, prepara la lluvia para la tierra y hace brotar hierba en los montes" (Sal 146,3.8).
El Salmo se convierte, así, en un canto a la gracia divina. También san Agustín, comentando nuestro salmo, recuerda este don trascendente y único: "El Señor Dios te dice en el corazón: Yo soy tu riqueza. No te importe lo que promete el mundo, sino lo que promete el Creador del mundo. Está atento a lo que Dios te promete, si observas la justicia; y desprecia lo que te promete el hombre para alejarte de la justicia. Así pues, no te importe lo que el mundo promete. Más bien, considera lo que promete el Creador del mundo" (Expositio in Psalmos II, Roma 1990, p. 481).
SALMO 64
1 Del maestro de coro. De David. Canto.
2 A ti, oh Dios, te corresponde
un canto de alabanza en Sión,
y todos tienen que cumplir sus votos,
3 porque tú escuchas las plegarias.
A ti acuden todos los hombres
4 bajo el peso de sus culpas;
nuestras faltas nos abruman,
pero tú las perdonas.
5 Feliz el que tú eliges y atraes
para que viva en tus atrios:
¡que nos saciemos con los bienes de tu Casa,
con los dones sagrados de tu Templo!
6 Por tu justicia, Dios, salvador nuestro,
nos respondes con obras admirables:
tú eres la esperanza de los confines de la tierra
y de las islas más remotas.
7 Tú afianzas las montañas con tu poder,
revestido de fortaleza;
8 acallas el rugido de los mares,
el estruendo de las olas
y el tumulto de los pueblos.
9 Los que habitan en las tierras más lejanas
temen tus obras prodigiosas;
tú haces que canten de alegría
el oriente y el occidente.
10 Visitas la tierra, la haces fértil
y la colmas de riquezas;
los canales de Dios desbordan de agua,
y así preparas sus trigales:
11 riegas los surcos de la tierra,
emparejas sus terrones;
la ablandas con aguaceros
y bendices sus brotes.
12 Tú coronas el año con tus bienes,
y a tu paso rebosa la abundancia;
13 rebosan los pastos del desierto
y las colinas se ciñen de alegría.
14 Las praderas se cubren de rebaños
y los valles se revisten de trigo:
todos ellos aclaman y cantan.
Dios renueva los prodigios de su amor. Miércoles 13 de marzo de 2002
Salmo 76
1. La liturgia, al poner en las Laudes de una mañana el salmo 76, que acabamos de proclamar, quiere recordarnos que el inicio de la jornada no siempre es luminoso. Como llegan días tenebrosos, en los que el cielo se cubre de nubes y amenaza tempestad, así en nuestra vida hay días densos de lágrimas y temor. Por eso, ya al amanecer, la oración se convierte en lamento, súplica e invocación de ayuda.
Nuestro salmo es, precisamente, una imploración que se eleva a Dios con insistencia, profundamente impregnada de confianza, más aún, de certeza en la intervención divina. En efecto, para el salmista el Señor no es un emperador impasible, reiterado en sus cielos luminosos, indiferente a nuestras vicisitudes. De esta impresión, que a veces nos embarga el corazón, surgen interrogantes tan amargos que constituyen una dura prueba para nuestra fe: "¿Está Dios desmintiendo su amor y su elección? ¿Ha olvidado el pasado, cuando nos sostenía y hacía felices?". Como veremos, esas preguntas serán disipadas por una renovada confianza en Dios, redentor y salvador.
2. Así pues, sigamos el desarrollo de esta oración, que comienza con un tono dramático, en medio de la angustia, y luego, poco a poco, se abre a la serenidad y a la esperanza. Encontramos, ante todo, la lamentación sobre el presente triste y sobre el silencio de Dios (cf. vv. 2‑11). Un grito pidiendo ayuda se eleva a un cielo aparentemente mudo; las manos se alzan en señal de súplica; el corazón desfallece por la desolación. En la noche insomne, entre lágrimas y plegarias, un canto "vuelve al corazón", como dice el versículo 7, un estribillo triste resuena continuamente en lo más íntimo del alma.
Cuando el dolor llega al colmo y se quisiera alejar el cáliz del sufrimiento (cf. Mt 26,39), las palabras explotan y se convierten en pregunta lacerante, como ya se decía antes (cf. Sal 76,8‑11). Este grito interpela el misterio de Dios y de su silencio.
3. El salmista se pregunta por qué el Señor lo rechaza, por qué ha cambiado su rostro y su modo de actuar, olvidando su amor, la promesa de salvación y la ternura misericordiosa. "La diestra del Altísimo", que había realizado los prodigios salvíficos del Éxodo, parece ya paralizada (cf. v. 11). Y se trata de un auténtico "tormento", que pone a dura prueba la fe del orante.
Si así fuese, Dios sería irreconocible, actuaría como un ser cruel, o sería una presencia como la de los ídolos, que no saben salvar porque son incapaces, indiferentes e impotentes. En estos versículos de la primera parte del salmo 76 se percibe todo el drama de la fe en el tiempo de la prueba y del silencio de Dios.
4. Pero hay motivos de esperanza. Es lo que se puede comprobar en la segunda parte de la súplica (cf. vv. 12‑21), que se asemeja a un himno destinado a volver a proponer la confirmación valiente de la propia fe incluso en el día tenebroso del dolor. Se canta el pasado de salvación, que tuvo su epifanía de luz en la creación y en la liberación de la esclavitud de Egipto. El presente amargo es iluminado por la experiencia salvífica pasada, que constituye una semilla sembrada en la historia: no está muerta, sino sólo sepultada, para brotar más tarde (cf. Jn 12,24).
Luego, el salmista recurre a un concepto bíblico importante: el del "memorial", que no es sólo una vaga memoria consoladora, sino certeza de una acción divina que no fallará nunca: "Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos" (Sal 76,12). Profesar la fe en las obras de salvación del pasado lleva a la fe en lo que es el Señor constantemente y, por tanto, también en el tiempo presente. "Dios mío, tus caminos son santos: (...) Tú eres el Dios que realiza maravillas" (vv. 14‑15). Así el presente, que parecía un callejón sin salida y sin luz, queda iluminado por la fe en Dios y abierto a la esperanza.
5. Para sostener esta fe, el salmista probablemente cita un himno más antiguo, que tal vez se cantaba en la liturgia del templo de Sión (cf. vv. 17‑20). Es una clamorosa teofanía, en la que el Señor entra en escena en la historia, trastornando la naturaleza y en particular las aguas, símbolo del caos, del mal y del sufrimiento. Es bellísima la imagen de Dios caminando sobre las aguas, signo de su triunfo sobre las fuerzas del mal: "Tú te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas, y no quedaba rastro de tus huellas" (v. 20). Y el pensamiento se dirige a Cristo que camina sobre las aguas, símbolo elocuente de su victoria sobre el mal (cf. Jn 6,16‑20).
Al final, recordando que Dios guió "como un rebaño" a su pueblo "por la mano de Moisés y de Aarón" (Sal 76,21), el Salmo lleva implícitamente a una certeza: Dios volverá a conducir hacia la salvación. Su mano poderosa e invisible estará con nosotros a través de la mano visible de los pastores y de los guías que él ha constituido. El Salmo, que se abre con un grito de dolor, suscita al final sentimientos de fe y esperanza en el gran Pastor de nuestras almas (cf. Hb 13,20; 1P 2,25).
SALMO 76
1 Del maestro de coro. Al estilo de Iedutún. De Asaf. Salmo.
2 Invocaré a Dios con toda mi voz,
gritaré a Dios, y él me escuchará.
3 Busco al Señor en el momento de mi angustia;
de noche, tiendo mi mano sin descanso,
y mi alma rechaza todo consuelo.
4 Yo me acuerdo de Dios, y me lamento;
medito, y mi espíritu desfallece:
5 tú no me dejas conciliar el sueño,
estoy turbado, y no puedo hablar.
6 Pienso en los tiempos antiguos,
me acuerdo de los días pasados;
7 reflexiono de noche en mi interior,
medito, y mi espíritu se pregunta:
8 ¿Puede el Señor rechazar para siempre?
¿Ya no volverá a mostrarse favorable?
9 ¿Se habrá agotado para siempre su amor,
y habrá caducado eternamente su promesa?
10 ¿Se habrá olvidado Dios de su clemencia
o, en su enojo, habrá contenido su compasión?
11 Entonces dije –¡y este es mi dolor!–:
«¡Cómo ha cambiado la derecha del Altísimo!».
12 Yo recuerdo las proezas del Señor,
sí, recuerdo sus prodigios de otro tiempo;
13 evoco todas sus acciones,
medito en todas sus hazañas.
14 Oh Dios, tus caminos son santos.
¿Hay otro dios grande como nuestro Dios?
15 Tú eres el Dios que hace maravillas,
y revelaste tu poder entre las naciones.
16 Con tu brazo redimiste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.
17 Cuando te vieron las aguas, oh Dios,
cuando te vieron las aguas, temblaron,
¡se agitaron hasta los abismos del mar!
18 Las nubes derramaron aguaceros,
retumbaron los densos nubarrones
y zigzaguearon tus rayos.
19 El trueno resonó en la bóveda del cielo,
tus relámpagos iluminaron el mundo,
tembló y se tambaleó la tierra.
20 Te abriste un camino entre las aguas,
un sendero entre las aguas caudalosas,
y no quedó ningún rastro de tus huellas.
21 Tú guiaste a tu pueblo como a un rebaño,
por medio de Moisés y de Aarón.
La alegría y la esperanza de los humildes está en Dios. Miércoles 20 de marzo de 2002
1Samuel 2,1‑10
1. Una voz de mujer nos guía hoy en la oración de alabanza al Señor de la vida. En efecto, en el relato del primer libro de Samuel, es Ana la persona que entona el himno que acabamos de proclamar, después de ofrecer al Señor su niño, el pequeño Samuel. Este será profeta en Israel y marcará con su acción el paso del pueblo hebreo a una nueva forma de gobierno, la monárquica, que tendrá como protagonistas al desventurado rey Saúl y al glorioso rey David. La vida de Ana era una historia de sufrimientos porque, como nos dice el relato, el Señor le había "hecho estéril el seno" (1S 1,5).
En el antiguo Israel la mujer estéril era considerada como una rama seca, una presencia muerta, entre otras cosas porque impedía al marido tener una continuidad en el recuerdo de las generaciones sucesivas, un dato importante en una visión aún incierta y nebulosa del más allá.
2. Ana, sin embargo, había puesto su confianza en el Dios de la vida y había orado así: "Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré al Señor por todos los días de su vida" (1S1,11). Y Dios escuchó la plegaria de esta mujer humillada, precisamente dándole a Samuel: del tronco seco brotó un vástago vivo (cf. Is 11,1); lo que resultaba imposible a los ojos humanos, era una realidad palpitante en aquel niño que se debía consagrar al Señor.
El canto de acción de gracias que eleva a Dios esta madre será recogido y refundido por otra madre, María, la cual, permaneciendo virgen, engendrará por obra del Espíritu de Dios. En efecto, en el Magníficat de la madre de Jesús se trasluce en filigrana el cántico de Ana que, precisamente por esto, suele definirse "el Magníficat del Antiguo Testamento".
3. En realidad, los estudiosos observan que el autor sagrado puso en labios de Ana una especie de salmo regio, tejido de citas o alusiones a otros salmos.
Resalta en primer plano la imagen del rey hebreo atacado por adversarios más poderosos, pero que al final es salvado y triunfa porque a su lado el Señor rompe los arcos de los valientes (cf.1S 2,4). Es significativo el final del canto, cuando, en una solemne epifanía, entra Dios en escena: "El Señor desbarata a sus contrarios, el Altísimo truena desde el cielo, el Señor juzga hasta el confín de la tierra. Él da fuerza a su rey, exalta el poder de su Ungido" (v. 10). En hebreo, la última palabra es precisamente "mesías", es decir, "consagrado", que permite transformar esta plegaria regia en canto de esperanza mesiánica.
4. Quiero subrayar dos temas en este himno de acción de gracias que expresa los sentimientos de Ana. El primero dominará también en el Magníficat de María y es el cambio radical de la situación realizado por Dios. Los poderosos son humillados, los débiles "se ciñen de valor"; los hartos se contratan por el pan, y los hambrientos engordan en un banquete suntuoso; el pobre es levantado del polvo y recibe "un trono de gloria" (cf. vv. 4. 8).
Es fácil percibir en esta antigua plegaria el hilo conductor de las siete acciones que María ve realizadas en la historia de Dios Salvador: "Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios (...), derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo" (Lc 1,51‑54).
Es una profesión de fe pronunciada por estas dos madres con respecto al Señor de la historia, que defiende a los últimos, a los miserables e infelices, a los ofendidos y humillados.
5. El otro tema que quiero poner de relieve se relaciona aún más con la figura de Ana: "la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía" (1S 2,5). Dios, que cambia radicalmente la situación de las personas, es también el señor de la vida y de la muerte. El seno estéril de Ana era como una tumba; a pesar de ello, Dios pudo hacer que en él brotara la vida, porque "él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12,10). En esta línea, se canta inmediatamente después: "El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta" (1S 2,6).
La esperanza ya no atañe sólo a la vida del niño que nace, sino también a la que Dios puede hacer brotar después de la muerte. Así se abre un horizonte casi "pascual" de resurrección. Isaías cantará: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío y la tierra echará de su seno las sombras" (Is 26,19).
1Samuel 2,1‑10
1 Entonces Ana oró, diciendo: «Mi corazón se regocija en el Señor, tengo la frente erguida gracias a mi Dios. Mi boca se ríe de mis enemigos, porque tu salvación me ha llenado de alegría.
2 No hay Santo como el Señor, porque no hay nadie fuera de ti, y no hay Roca como nuestro Dios.
3 No hablen con tanta arrogancia, que la insolencia no les brote de la boca, porque el Señor es el Dios que lo sabe todo, y es él quien valora las acciones.
4 El arco de los valientes se ha quebrado, y los vacilantes se ciñen de vigor;
5 los satisfechos se contratan por un pedazo de pan, y los hambrientos dejan de fatigarse; la mujer estéril da a luz siete veces, y la madre de muchos hijos se marchita.
6 El Señor da la muerte y la vida, hunde en el Abismo y levanta de él.
7 El Señor da la pobreza y la riqueza, humilla y también enaltece.
8 El levanta del polvo al desvalido y alza al pobre de la miseria, para hacerlos sentar con los príncipes y darles en herencia un trono de gloria; porque del Señor son las columnas de la tierra y sobre ellas afianzó el mundo.
9 El protege los pasos de sus fieles, pero los malvados desaparecerán en las tinieblas, porque el hombre no triunfa por su fuerza.
10 Los rivales del Señor quedan aterrados, el Altísimo truena desde el cielo. El Señor juzga los confines de la tierra; él fortalece a su rey y exalta la frente de su Ungido».
La gloria del Señor en el juicio. Miércoles 3 de abril de 2002
Salmo 96
1. La luz, la alegría y la paz, que en el tiempo pascual inundan a la comunidad de los discípulos de Cristo y se difunden en la creación entera, impregnan este encuentro nuestro, que tiene lugar en el clima intenso de la octava de Pascua. En estos días celebramos el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Con su muerte y resurrección se instaura definitivamente el reino de justicia y amor querido por Dios.
Precisamente en torno al tema del reino de Dios gira esta catequesis, dedicada a la reflexión sobre el salmo 96. El Salmo comienza con una solemne proclamación: "El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables" y se puede definir una celebración del Rey divino, Señor del cosmos y de la historia. Así pues, podríamos decir que nos encontramos en presencia de un salmo "pascual".
Sabemos la importancia que tenía en la predicación de Jesús el anuncio del reino de Dios. No sólo es el reconocimiento de la dependencia del ser creado con respecto al Creador; también es la convicción de que dentro de la historia se insertan un proyecto, un designio, una trama de armonías y de bienes queridos por Dios. Todo ello se realizó plenamente en la Pascua de la muerte y la resurrección de Jesús.
2. Recorramos ahora el texto de este salmo, que la liturgia nos propone en la celebración de las Laudes. Inmediatamente después de la aclamación al Señor rey, que resuena como un toque de trompeta, se presenta ante el orante una grandiosa epifanía divina. Recurriendo al uso de citas o alusiones a otros pasajes de los salmos o de los profetas, sobre todo de Isaías, el salmista describe cómo irrumpe en la escena del mundo el gran Rey, que aparece rodeado de una serie de ministros o asistentes cósmicos: las nubes, las tinieblas, el fuego, los relámpagos.
Además de estos, otra serie de ministros personifica su acción histórica: la justicia, el derecho, la gloria. Su entrada en escena hace que se estremezca toda la creación. La tierra exulta en todos los lugares, incluidas las islas, consideradas como el área más remota (cf. Sal 96,1). El mundo entero es iluminado por fulgores de luz y es sacudido por un terremoto (cf. v. 4). Los montes, que encarnan las realidades más antiguas y sólidas según la cosmología bíblica, se derriten como cera (cf. v. 5), como ya cantaba el profeta Miqueas: "He aquí que el Señor sale de su morada (...).
Debajo de él los montes se derriten, y los valles se hienden, como la cera al fuego" (Mi 1,3‑4). En los cielos resuenan himnos angélicos que exaltan la justicia, es decir, la obra de salvación realizada por el Señor en favor de los justos. Por último, la humanidad entera contempla la manifestación de la gloria divina, o sea, de la realidad misteriosa de Dios (cf. Sal 96, 6), mientras los "enemigos", es decir, los malvados y los injustos, ceden ante la fuerza irresistible del juicio del Señor (cf. v. 3).
3. Después de la teofanía del Señor del universo, este salmo describe dos tipos de reacción ante el gran Rey y su entrada en la historia. Por un lado, los idólatras y los ídolos caen por tierra, confundidos y derrotados; y, por otro, los fieles, reunidos en Sión para la celebración litúrgica en honor del Señor, cantan alegres un himno de alabanza. La escena de "los que adoran estatuas" (cf. vv. 7‑9) es esencial: los ídolos se postran ante el único Dios y sus seguidores se cubren de vergüenza. Los justos asisten jubilosos al juicio divino que elimina la mentira y la falsa religiosidad, fuentes de miseria moral y de esclavitud. Entonan una profesión de fe luminosa: "tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses" (v. 9).
4. Al cuadro que describe la victoria sobre los ídolos y sus adoradores se opone una escena que podríamos llamar la espléndida jornada de los fieles (cf. vv. 10‑12). En efecto, se habla de una luz que amanece para el justo (cf. v. 11): es como si despuntara una aurora de alegría, de fiesta, de esperanza, entre otras razones porque, como se sabe, la luz es símbolo de Dios (cf. 1Jn 1,5).
El profeta Malaquías declaraba: "Para vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia" (Ml 3,20). A la luz se asocia la felicidad: "Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre" (Sal 96,11‑12).
El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas. Una comunidad judía contemporánea de Jesús cantaba: "La impiedad retrocede ante la justicia, como las tinieblas retroceden ante la luz; la impiedad se disipará para siempre, y la justicia, como el sol, se manifestará principio de orden del mundo" (Libro de los misterios de Qumrân: 1Q 27, I, 5‑7).
5. Antes de dejar el salmo 96, es importante volver a encontrar en él, además del rostro del Señor rey, también el del fiel. Está descrito con siete rasgos, signo de perfección y plenitud. Los que esperan la venida del gran Rey divino aborrecen el mal, aman al Señor, son los hasîdîm, es decir, los fieles (cf. v. 10), caminan por la senda de la justicia, son rectos de corazón (cf. v. 11), se alegran ante las obras de Dios y dan gracias al santo nombre del Señor (cf. v. 12). Pidamos al Señor que estos rasgos espirituales brillen también en nuestro rostro.
SALMO 96
1 ¡El Señor reina! Alégrese la tierra,
regocíjense las islas incontables.
2 Nubes y Tinieblas lo rodean,
la Justicia y el Derecho son la base de su trono.
3 Un fuego avanza ante él
y abrasa a los enemigos a su paso;
4 sus relámpagos iluminan el mundo;
al verlo, la tierra se estremece.
5 Las montañas se derriten como cera
delante del Señor, que es el dueño de toda la tierra.
6 Los cielos proclaman su justicia
y todos los pueblos contemplan su gloria.
7 Se avergüenzan los que sirven a los ídolos,
los que se glorían en dioses falsos;
todos los dioses se postran ante él.
8 Sión escucha y se llena de alegría,
se regocijan las ciudades de Judá,
a causa de tus juicios, Señor.
9 Porque tú, Señor, eres el Altísimo:
estás por encima de toda la tierra,
mucho más alto que todos los dioses.
10 Tú amas, Señor, a los que odian el mal,
proteges la vida de tus fieles
y los libras del poder de los malvados.
11 Nace la luz para el justo,
y la alegría para los rectos de corazón.
12 Alégrense, justos, en el Señor
y alaben su santo Nombre.
El Señor visita su viña. Miércoles 10 de abril de 2002
Salmo 79
1. El salmo que se acaba de proclamar tiene el tono de una lamentación y de una súplica de todo el pueblo de Israel. La primera parte utiliza un célebre símbolo bíblico, el del pastor y su rebaño. El Señor es invocado como "pastor de Israel", el que "guía a José como un rebaño" (Sal 79,2). Desde lo alto del arca de la alianza, sentado sobre los querubines, el Señor guía a su rebaño, es decir, a su pueblo, y lo protege en los peligros.
Así lo había hecho cuando Israel atravesó el desierto. Sin embargo, ahora parece ausente, como adormilado o indiferente. Al rebaño que debía guiar y alimentar (cf. Sal 22) le da de comer llanto (cf. Sal 79,6). Los enemigos se burlan de este pueblo humillado y ofendido; y, a pesar de ello, Dios no parece interesado, no "despierta" (v. 3), ni muestra su poder en defensa de las víctimas de la violencia y de la opresión. La invocación que se repite en forma de antífona (cf. vv. 4. 8) trata de sacar a Dios de su actitud indiferente, procurando que vuelva a ser pastor y defensa de su pueblo.
2. En la segunda parte de la oración, llena de preocupación y a la vez de confianza, encontramos otro símbolo muy frecuente en la Biblia, el de la viña. Es una imagen fácil de comprender, porque pertenece al panorama de la tierra prometida y es signo de fecundidad y de alegría.
Como enseña el profeta Isaías en una de sus más elevadas páginas poéticas (cf. Is 5,1‑7), la viña encarna a Israel. Ilustra dos dimensiones fundamentales: por una parte, dado que ha sido plantada por Dios (cf. Is 5,2; Sal 79,9‑10), la viña representa el don, la gracia, el amor de Dios; por otra, exige el trabajo diario del campesino, gracias al cual produce uvas que pueden dar vino y, por consiguiente, simboliza la respuesta humana, el compromiso personal y el fruto de obras justas.
3. A través de la imagen de la viña, el Salmo evoca de nuevo las etapas principales de la historia judía: sus raíces, la experiencia del éxodo de Egipto y el ingreso en la tierra prometida. La viña había alcanzado su máxima extensión en toda la región palestina, y más allá, con el reino de Salomón. En efecto, se extendía desde los montes septentrionales del Líbano, con sus cedros, hasta el mar Mediterráneo y casi hasta el gran río Éufrates (cf. vv. 11‑12).
Pero el esplendor de este florecimiento había pasado ya. El Salmo nos recuerda que sobre la viña de Dios se abatió la tempestad, es decir, que Israel sufrió una dura prueba, una cruel invasión que devastó la tierra prometida. Dios mismo derribó, como si fuera un invasor, la cerca que protegía la viña, permitiendo así que la saquearan los viandantes, representados por los jabalíes, animales considerados violentos e impuros, según las antiguas costumbres. A la fuerza del jabalí se asocian todas las alimañas, símbolo de una horda enemiga que lo devasta todo (cf. vv. 13‑14).
4. Entonces se dirige a Dios una súplica apremiante para que vuelva a defender a las víctimas, rompiendo su silencio: "Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña" (v. 15). Dios seguirá siendo el protector del tronco vital de esta viña sobre la que se ha abatido una tempestad tan violenta, arrojando fuera a todos los que habían intentado talarla y quemarla (cf. vv. 16‑17).
En este punto el Salmo se abre a una esperanza con colores mesiánicos. En efecto, en el versículo 18 reza así: "Que tu mano proteja a tu escogido, al hijo del hombre que tú fortaleciste". Tal vez el pensamiento se dirige, ante todo, al rey davídico que, con la ayuda del Señor, encabezará la revuelta para reconquistar la libertad. Sin embargo, está implícita la confianza en el futuro Mesías, el "hijo del hombre" que cantará el profeta Daniel (cf. Dn 7,13‑14) y que Jesús escogerá como título predilecto para definir su obra y su persona mesiánica. Más aún, los Padres de la Iglesia afirmarán de forma unánime que la viña evocada por el Salmo es una prefiguración profética de Cristo, "la verdadera vid" (Jn 15,1) y de la Iglesia.
5. Ciertamente, para que el rostro del Señor brille nuevamente, es necesario que Israel se convierta, con la fidelidad y la oración, volviendo a Dios salvador. Es lo que el salmista expresa, al afirmar: "No nos alejaremos de ti" (Sal 79,19).
Así pues, el salmo 79 es un canto marcado fuertemente por el sufrimiento, pero también por una confianza inquebrantable. Dios siempre está dispuesto a "volver" hacia su pueblo, pero es necesario que también su pueblo "vuelva" a él con la fidelidad. Si nosotros nos convertimos del pecado, el Señor se "convertirá" de su intención de castigar: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco también en nuestro corazón, abriéndolo a la esperanza.
SALMO 79
1 Del maestro de coro. Según la melodía de «Los lirios». Testimonio. De Asaf. Salmo.
2 Escucha, Pastor de Israel,
tú que guías a José como a un rebaño;
tú que tienes el trono sobre los querubines,
3 resplandece entre Efraím, Benjamín y Manasés;
reafirma tu poder y ven a salvarnos.
4 ¡Restáuranos, Dios de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
5 Señor, Dios de los ejércitos,
¿hasta cuándo durará tu enojo,
a pesar de las súplicas de tu pueblo?
6 Les diste de comer un pan de lágrimas,
les hiciste beber lágrimas a raudales;
7 nos entregaste a las disputas de nuestros vecinos,
y nuestros enemigos se burlan de nosotros.
8 ¡Restáuranos, Señor de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
9 Tú sacaste de Egipto una vid,
expulsaste a los paganos y la plantaste;
10 le preparaste el terreno,
echó raíces y llenó toda la región.
11 Las montañas se cubrieron con su sombra,
y los cedros más altos con sus ramas;
12 extendió sus sarmientos hasta el mar
y sus retoños hasta el Río.
13 ¿Por qué has derribado sus cercos
para que puedan saquearla todos los que pasan?
14 Los jabalíes del bosque la devastan
y se la comen los animales del campo.
15 Vuélvete, Dios de los ejércitos,
observa desde el cielo y mira:
ven a visitar tu vid,
16 la cepa que plantó tu mano,
el retoño que tú hiciste vigoroso.
17 ¡Que perezcan ante el furor de tu mirada
los que le prendieron fuego y la talaron!
18 Que tu mano sostenga al que está a tu derecha,
al hombre que tú fortaleciste,
19 y nunca nos apartaremos de ti:
devuélvenos la vida e invocaremos tu Nombre.
20 ¡Restáuranos, Señor, Dios de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
El júbilo del pueblo redimido. Miércoles 17 de abril de 2002
Isaías 12,1‑6
1. El himno que se acaba de proclamar entra como canto de alegría en la Liturgia de las Laudes. Constituye una especie de culminación de algunas páginas del libro de Isaías que se han hecho célebres por su lectura mesiánica. Se trata de los capítulos 6‑12, que se suelen denominar "el libro del Emmanuel". En efecto, en el centro de esos oráculos proféticos resalta la figura de un soberano que, aun formando parte de la histórica dinastía davídica, tiene perfiles transfigurados y recibe títulos gloriosos: "Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz" (Is 9,5).
La figura concreta del rey de Judá que Isaías promete como hijo y sucesor de Ajaz, el soberano de entonces, que estaba muy lejos de los ideales davídicos, es el signo de una promesa más elevada: la del rey Mesías que realizará en plenitud el nombre de "Emmanuel", es decir, "Dios con nosotros", convirtiéndose en la perfecta presencia divina en la historia humana. Así pues, es fácilmente comprensible que el Nuevo Testamento y el cristianismo hayan intuido en esa figura regia la fisonomía de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre solidario con nosotros.
2. Los estudiosos consideran que el himno al que nos estamos refiriendo (cf. Is 12,1‑6), tanto por su calidad literaria como por su tono general, es una composición posterior al profeta Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo. Casi es una cita, un texto de estilo sálmico, tal vez para uso litúrgico, que se incrusta en este punto para servir de conclusión del "libro del Emmanuel". En efecto, evoca algunos temas referentes a él: la salvación, la confianza, la alegría, la acción divina, la presencia entre el pueblo del "Santo de Israel", expresión que indica tanto la trascendente "santidad" de Dios como su cercanía amorosa y activa, con la que el pueblo de Israel puede contar.
El cantor es una persona que ha vivido una experiencia amarga, sentida como un acto del juicio divino. Pero ahora la prueba ha pasado, la purificación ya se ha producido; la cólera del Señor ha dado paso a la sonrisa y a la disponibilidad para salvar y consolar.
3. Las dos estrofas del himno marcan casi dos momentos. En el primero (cf. vv. 1‑3), que comienza con la invitación a orar: "Dirás aquel día", domina la palabra "salvación", repetida tres veces y aplicada al Señor: "Dios es mi salvación... Él fue mi salvación... las fuentes de la salvación". Recordemos, por lo demás, que el nombre de Isaías ‑como el de Jesús‑ contiene la raíz del verbo hebreo ylsa", que alude a la "salvación". Por eso, nuestro orante tiene la certeza inquebrantable de que en la raíz de la liberación y de la esperanza está la gracia divina.
Es significativo notar que hace referencia implícita al gran acontecimiento salvífico del éxodo de la esclavitud de Egipto, porque cita las palabras del canto de liberación entonado por Moisés: "Mi fuerza y mi canto es el Señor" (Ex 15,2).
4. La salvación dada por Dios, capaz de suscitar la alegría y la confianza incluso en el día oscuro de la prueba, se presenta con la imagen, clásica en la Biblia, del agua: "Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación" (Is 12,3). El pensamiento se dirige idealmente a la escena de la mujer samaritana, cuando Jesús le ofrece la posibilidad de tener en ella misma una " fuente de agua que salta para la vida eterna" (Jn 4,14).
Al respecto, san Cirilo de Alejandría comenta de modo sugestivo: "Jesús llama agua viva al don vivificante del Espíritu, por medio del cual sólo la humanidad, aunque abandonada completamente, como los troncos en los montes, y seca, y privada por las insidias del diablo de toda especie de virtud, es restituida a la antigua belleza de la naturaleza... El Salvador llama agua a la gracia del Espíritu Santo, y si uno participa de él, tendrá en sí mismo la fuente de las enseñanzas divinas, de forma que ya no tendrá necesidad de consejos de los demás, y podrá exhortar a quienes tengan sed de la palabra de Dios. Eso es lo que eran, mientras se encontraban en esta vida y en la tierra, los santos profetas y los Apóstoles y sus sucesores en su ministerio. De ellos está escrito: Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación" (Comentario al Evangelio de san Juan II, 4, Roma 1994, pp. 272. 75).
Por desgracia, la humanidad con frecuencia abandona esta fuente que sacia a todo el ser de la persona, como afirma con amargura el profeta Jeremías: "Me abandonaron a mí, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua" (Jr 2,13). También Isaías, pocas páginas antes, había exaltado "las aguas de Siloé, que corren mansamente", símbolo del Señor presente en Sión, y había amenazado el castigo de la inundación de "las aguas del río ‑es decir, el Éufrates‑ impetuosas y copiosas" (Is 8,6‑7), símbolo del poder militar y económico, así como de la idolatría, aguas que fascinaban entonces a Judá, pero que la anegarían.
5. La segunda estrofa (cf. Is 12,4‑6) comienza con otra invitación ‑"Aquel día diréis"‑, que es una llamada continua a la alabanza gozosa en honor del Señor. Se multiplican los imperativos para cantar: "dad gracias, invocad, contad, proclamad, tañed, anunciad, gritad".
En el centro de la alabanza hay una única profesión de fe en Dios salvador, que actúa en la historia y está al lado de su criatura, compartiendo sus vicisitudes: "El Señor hizo proezas... ¡Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!" (vv. 5‑6). Esta profesión de fe tiene también una función misionera: "Contad a los pueblos sus hazañas... Anunciadlas a toda la tierra" (vv. 4‑5). La salvación obtenida debe ser testimoniada al mundo, de forma que la humanidad entera acuda a esas fuentes de paz, de alegría y de libertad.
Isaías 12,1‑6
1 Tú dirás en aquel día: Te doy gracias, Señor, porque te habías irritado contra mí, pero se ha apartado tu ira y me has consolado.
2 Este es el Dios de mi salvación: yo tengo confianza y no temo, porque el Señor es mi fuerza y mi protección; él fue mi salvación.
3 Ustedes sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación.
4 Y dirán en aquel día: Den gracias al Señor, invoquen su Nombre, anuncien entre los pueblos sus proezas, proclamen qué sublime es su Nombre
5 Canten al Señor porque ha hecho algo grandioso: ¡que sea conocido en toda la tierra!
6 ¡Aclama y grita de alegría. habitante de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel!
Invitación solemne a renovar la alianza. Miércoles 24 de abril de 2002
Salmo 80
1. "Tocad la trompeta por la luna nueva, que es nuestra fiesta" (Sal 80,4). Estas palabras del salmo 80, que se acaba de proclamar, remiten a una celebración litúrgica según el calendario lunar del antiguo Israel. Es difícil definir con precisión la festividad a la que alude el salmo; lo seguro es que el calendario litúrgico bíblico, a pesar de regirse por el ciclo de las estaciones y, en consecuencia, de la naturaleza, se presenta firmemente arraigado en la historia de la salvación y, en particular, en el acontecimiento fundamental del éxodo de la esclavitud de Egipto, vinculado a la luna nueva del primer mes (cf. Ex 12,2. 6; Lv 23,5). En efecto, allí se reveló el Dios liberador y salvador.
Como dice poéticamente el versículo 7 de nuestro salmo, fue Dios mismo quien quitó de los hombros del hebreo esclavo en Egipto la cesta llena de ladrillos necesarios para la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés (cf. Ex 1,11. 14). Dios mismo se había puesto al lado del pueblo oprimido y con su poder había eliminado y borrado el signo amargo de la esclavitud, la cesta de los ladrillos cocidos al sol, expresión de los trabajos forzados que debían realizar los hijos de Israel.
2. Sigamos ahora el desarrollo de este canto de la liturgia de Israel. Comienza con una invitación a la fiesta, al canto, a la música: es la convocación oficial de la asamblea litúrgica según el antiguo precepto del culto, establecido ya en tierra egipcia con la celebración de la Pascua (cf. Sal 80,2‑6a). Después de esa llamada se alza la voz misma del Señor a través del oráculo del sacerdote en el templo de Sión y estas palabras divinas ocuparán todo el resto del salmo (cf. vv. 6b‑17).
El discurso que se desarrolla es sencillo y gira en torno a dos polos ideales. Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
3. Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20,3‑5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad. Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80,9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32,1‑14).
4. La última parte del salmo (cf. vv. 14‑17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14).
Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17). Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6,3; 11,9; 26,9. 15; 27,3; 31,20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12,24‑25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca" (Homilía sobre el salmo 80, n. 17: Origene‑Gerolamo,74 Omelie sul Libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 204‑205).
5. Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18,23. 31‑32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34,6).
SALMO 80
1 Del maestro de coro. Con la cítara de Gat. De Asaf.
2 ¡Canten con júbilo a Dios, nuestra fuerza,
aclamen al Dios de Jacob!
3 Entonen un canto, toquen el tambor,
y la cítara armoniosa, junto con el arpa.
4 Toquen la trompeta al salir la luna nueva,
y el día de luna llena, el día de nuestra fiesta.
5 Porque esta es una ley para Israel,
un precepto del Dios de Jacob:
6 él se la impuso como norma a José,
cuando salió de la tierra de Egipto.
Oigo una voz desconocida que dice:
11c «Abre tu boca y la llenaré con mi palabra.
7 Yo quité el peso de tus espaldas
y tus manos quedaron libres de la carga.
8 Clamaste en la aflicción, y te salvé;
te respondí oculto entre los truenos,
aunque me provocaste junto a las aguas de Meribá.
9 Oye, pueblo mío, yo atestiguo contra ti,
¡ojalá me escucharas, Israel!
10 No tendrás ningún Dios extraño,
no adorarás a ningún dios extranjero:
11 yo, el Señor, soy tu Dios,
que te hice subir de la tierra de Egipto.
12 Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no me quiso obedecer;
13 por eso los entregué a su obstinación,
para que se dejaran llevar por sus caprichos.
14 ¡Ojalá mi pueblo me escuchara,
e Israel siguiera mis caminos!
15 Yo sometería a sus adversarios en un instante,
y volvería mi mano contra sus opresores.
16 Los enemigos del Señor tendrían que adularlo,
y ese sería su destino para siempre;
17 yo alimentaría a mi pueblo con lo mejor del trigo
y lo saciaría con miel silvestre».
Conciencia del pecado como ofensa de Dios. Miércoles 8 de mayo de 2002
Salmo 50
1. El viernes de cada semana en la liturgia de las Laudes se reza el salmo 50, el Miserere, el salmo penitencial más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al Dios misericordioso, compuesto por un pecador arrepentido. En una catequesis anterior ya hemos presentado el marco general de esta gran plegaria. Ante todo se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3‑11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (cf. vv. 12‑21).
En esta catequesis haremos algunas consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en algunos aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda proclamación divina del Sinaí, que es casi el retrato del Dios cantado por el Miserere: "Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,6‑7).
2. La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva ‑como decía el profeta Isaías‑ "blancos como la nieve" y "como la lana" los pecados, en sí mismos "como la grana", "rojos como la púrpura" (cf. Is 1,18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: "Reconozco mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces" (Sal 50,5‑6).
Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel "reconocer", un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital.
Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo.
Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37,4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados"" (Homilía sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
3. En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante: el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y "psicológica", sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. "Contra ti, contra ti solo pequé" (Sal 50,6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de su adulterio cometido con Betsabé tras la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2;2Sm 11‑12).
Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y "confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas", es decir, "llamando bien al mal y mal al bien" (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: "Padre, he pecado contra el cielo ‑es decir, contra Dios‑ y contra ti" (Lc 15,21).
4. En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original: "Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre" (Sal 50,7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original.
En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20).
5. Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación.
Como tendremos ocasión de descubrir más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación.
En efecto, Dios nos salva "no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3,5‑6).
SALMO 50
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Cuando el profeta Natán lo visitó, después que aquel se había unido a Betsabé.
3 ¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
4 ¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
5 Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
6 Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
8 Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
9 Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
10 Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
12 Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
13 No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
15 yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
16 ¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
17 Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18 Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
19 mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
20 Trata bien a Sión por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén,
21 Entonces aceptarás los sacrificios rituales
–las oblaciones y los holocaustos–
y se ofrecerán novillos en tu altar.
Dios interviene en la historia. Miércoles 15 de mayo de 2002
Habacuc 3
1. La liturgia de las Laudes nos propone una serie de cánticos bíblicos de gran intensidad espiritual para acompañar la oración fundamental de los salmos. Hoy hemos escuchado un ejemplo tomado del capítulo tercero y último del libro de Habacuc. Este profeta, que vivió a fines del siglo VII a.C., cuando el reino de Judá se sentía aplastado entre dos superpotencias en expansión, por un lado Egipto y por otro Babilonia.
Con todo, muchos estudiosos consideran que este himno final es una cita. Así pues, en un apéndice al breve escrito de Habacuc se habría insertado un auténtico canto litúrgico, "en el tono de las lamentaciones", "para acompañar con instrumentos de cuerda", como dicen las notas situadas al inicio y al final del cántico (cf. Ha 3,1. 19b). La liturgia de las Laudes, recogiendo el hilo de la antigua plegaria de Israel, nos invita a transformar en canto cristiano esta composición, escogiendo algunos de sus versículos significativos (cf. vv. 2‑4. 13a. 15‑19a).
2. El himno, que entraña también una considerable fuerza poética, presenta una grandiosa imagen del Señor (cf. vv. 3‑4). Su figura se impone solemne sobre todo el escenario del mundo, y el universo se estremece a su paso. Avanza desde el sur, desde Temán y desde el monte Farán (cf. v. 3), es decir, desde la región del Sinaí, sede de la gran epifanía reveladora para Israel. De igual modo, en el salmo 67 se describía al "Señor que viene del Sinaí al santuario" de Jerusalén (cf. v. 18). Su presencia, según una tradición bíblica constante, está llena de luz (cf. Ha 3,4).
Es una irradiación de su misterio trascendente, pero que se comunica a la humanidad. En efecto, la luz está fuera de nosotros, no la podemos aferrar o detener; sin embargo, nos envuelve, ilumina y calienta. Así es Dios, lejano y cercano, inasible pero está a nuestro lado, más aún, dispuesto a estar con nosotros y en nosotros. Al revelarse su majestad, responde desde la tierra un coro de alabanza: es la respuesta cósmica, una especie de oración a la que el hombre da voz.
La tradición cristiana ha vivido esta experiencia interior no sólo dentro de la espiritualidad personal, sino también en atrevidas creaciones artísticas. Por no citar las majestuosas catedrales de la Edad Media, mencionamos sobre todo el arte del Oriente cristiano con sus admirables iconos y con las geniales arquitecturas de sus iglesias y sus monasterios.
La iglesia de Santa Sofía de Constantinopla es, a este respecto, una especie de arquetipo por lo que atañe a la delimitación del espacio de la oración cristiana, en la que la presencia y la inasibilidad de la luz permiten captar tanto la intimidad como la trascendencia de la realidad divina. Penetra en toda la comunidad orante hasta la médula de sus huesos y a la vez la invita a superarse a sí misma para sumergirse en la inefabilidad del misterio. Son también significativas las propuestas artísticas y espirituales características de los monasterios de esa tradición cristiana. En aquellos auténticos espacios sagrados —y el pensamiento va inmediatamente al monte Athos— el tiempo contiene en sí un signo de la eternidad. El misterio de Dios se manifiesta y se oculta en esos espacios a través de la oración continua de los monjes y de los ermitaños, que desde siempre han sido considerados semejantes a los ángeles.
3. Pero volvamos al cántico del profeta Habacuc. Para el autor sagrado, el ingreso del Señor en el mundo tiene un significado preciso. Quiere entrar en la historia de la humanidad, "en medio de los años", como se repite dos veces en el versículo 2, para juzgar y mejorar esa historia, que nosotros llevamos de modo tan confuso y a menudo perverso.
Entonces, Dios muestra su indignación (cf. v. 2c) contra el mal. Y el canto hace referencia a una serie de intervenciones divinas inexorables, aun sin especificar si se trata de acciones directas o indirectas. Se evoca el éxodo de Israel, cuando la caballería del faraón quedó ahogada en el mar (cf. v. 15). Pero también se vislumbra la perspectiva de la obra que el Señor está a punto de realizar con respecto al nuevo opresor de su pueblo. La intervención divina se presenta de un modo casi "visible" mediante una serie de imágenes agrícolas: "la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo" (cf. v. 17). Todo lo que es signo de paz y fertilidad es eliminado y el mundo aparece como un desierto. Se trata de un símbolo frecuente en otros profetas (cf. Jr 4,19‑26; 12,7‑13; 14,1‑10), para ilustrar el juicio del Señor, que no es indiferente ante el mal, la opresión y la injusticia.
4. Ante la irrupción divina el orante se estremece (cf. Ha 3,16), un escalofrío le penetra por los huesos, tiemblan sus entrañas y vacilan sus piernas al andar, porque el Dios de la justicia es infalible, a diferencia de los jueces terrenos.
Pero el ingreso del Señor tiene también otra función, que en nuestro canto se ensalza con alegría. En efecto, en su indignación no olvida su misericordia (cf. v. 2). Sale del horizonte de su gloria no sólo para destruir la arrogancia del impío, sino también para salvar a su pueblo y a su ungido (cf. v. 13), es decir, a Israel y a su rey. Quiere ser también liberador de los oprimidos, suscitar la esperanza en el corazón de las víctimas, abrir una nueva era de justicia.
5. Por eso, nuestro cántico, a pesar de estar marcado por el "tono de las lamentaciones", se transforma en un himno de alegría. En efecto, las calamidades anunciadas están orientadas a la liberación de los oprimidos (cf. v. 15). Por consiguiente, provocan la alegría del justo, que exclama: "Yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador" (v. 18). Esa misma actitud la sugiere Jesús a sus discípulos en el tiempo de los cataclismos apocalípticos: "Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación" (Lc 21,28).
En el cántico de Habacuc es bellísimo el versículo final, que expresa la serenidad recuperada. Al Señor se le define —como había hecho David en el salmo 17— no sólo como "la fuerza" de su fiel, sino también como aquel que le da agilidad, lozanía y serenidad en los peligros. David cantaba: "Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, (...). Él me da pies de ciervo y me coloca en las alturas" (Sal 17, 2.34). Ahora nuestro cantor exclama: "El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas" (Ha 3,19). Cuando se tiene al Señor al lado, no se temen ni pesadillas ni obstáculos, sino que se prosigue con paso ligero y con alegría por el camino de la vida, aunque sea duro.
Habacuc 3
1 Oración del profeta Habacuc, en el tono de las lamentaciones.
2 ¡Señor, yo he oído tu renombre! ¡He visto tu obra, Señor! ¡En el curso de los años, hazla revivir, en el curso de los años, manifiéstala; pero en la conmoción, acuérdate de tener piedad!
3 Dios viene de Temán, y el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los cielos, y su alabanza cubre los cielos, y su alabanza llena la tierra.
4 Su resplandor es como la luz, brotan rayos de sus manos, y allí está el secreto de su fuerza.
5 Delante de él avanza la Peste, y la Fiebre sigue sus pasos.
6 Él se detiene, y hace vacilar la tierra, mira, y hace estremecer a las naciones. ¡Se desmoronan las montañas eternas, se hunden las colinas antiguas, sus caminos de siempre!
7 Yo he visto anonadados a los campamentos de Cusán, se conmueven las carpas del país de Madián.
8 ¿Arde la ira del Señor contra los ríos? ¿Tu cólera se enciende contra los ríos y tu furor contra el mar, para que montes en tus caballos, en tus carros de guerra victoriosos?
9 Tú pones al desnudo tu arco y sacias de flechas su cuerda. Abres la tierra, y brotan torrentes.
10 Te ven las montañas y se espantan, pasa una lluvia torrencial, y el océano hace oír su voz y levanta sus manos en alto.
11 El sol y la luna se detienen en su morada, a la luz de tus flechas que vuelan, al resplandor del centelleo de lanza.
12 Con furia recorres la tierra, con ira pisoteas las naciones.
13 Has salido para salvar a tu pueblo, para salvar a tu Ungido; has abatido el techo de la casa del impío, has descubierto sus cimientos hasta la roca.
14 Has traspasado con tus flechas la cabeza de sus jefes, que se lanzaban tempestuosamente para destrozarme, entre gritos de alegría, como quien devora a un pobre ocultamente.
15 Con tus caballos has surcado el mar, entre el bullir de las aguas caudalosas.
16 Al oírlo, se conmovieron mis entrañas, ante el fragor, balbucean mis labios; la caries penetra en mis huesos y debajo de mí tiemblan mis pasos. Espero tranquilo el día de la angustia, que le sobrevendrá al pueblo que nos ataca.
17 Porque la higuera no florece, ni se recoge nada en las viñas; fracasa la cosecha del olivo y los campos no dan alimento; las ovejas desaparecerán del corral y no hay bueyes en los establos.
18 Pero yo me alegraré en el Señor, me regocijaré en Dios, mi Salvador.
19 El Señor, mi Señor, es mi fortaleza: él da a mis pies la agilidad de las gacelas y me hace caminar por las alturas.
Un cántico en honor de la creación y de la redención. Miércoles 5 de junio de 2002
Salmo 147
1. El Lauda Ierusalem, que acabamos de proclamar, es frecuente en la liturgia cristiana. A menudo se entona el salmo 147 refiriéndolo a la palabra de Dios, que "corre veloz" sobre la faz de la tierra, pero también a la Eucaristía, verdadera "flor de harina" otorgada por Dios para "saciar" el hambre del hombre (cf. vv. 14‑15)
Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, comentando este salmo, relacionaba precisamente la palabra de Dios y la Eucaristía: "Leemos las sagradas Escrituras. Pienso que el evangelio es el cuerpo de Cristo; pienso que las sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando dice: el que no coma mi carne y no beba mi sangre (Jn 6,53), aunque estas palabras se puedan entender como referidas también al Misterio (eucarístico), sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio (eucarístico), si se nos cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando escuchamos la palabra de Dios, y se derrama en nuestros oídos la palabra de Dios, la carne de Cristo y su sangre, y nosotros pensamos en otra cosa, ¿no caemos en un gran peligro?" (74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 543‑544).
Los estudiosos ponen de relieve que este salmo está vinculado al anterior, constituyendo una única composición, como sucede precisamente en el original hebreo. En efecto, se trata de un único cántico, coherente, en honor de la creación y de la redención realizadas por el Señor. Comienza con una alegre invitación a la alabanza: "Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa" (Sal 146,1).
2. Si fijamos nuestra atención en el pasaje que acabamos de escuchar, podemos descubrir tres momentos de alabanza, introducidos por una invitación dirigida a la ciudad santa, Jerusalén, para que glorifique y alabe a su Señor (cf. Sal 147,12).
En el primer momento (cf. vv. 13‑14) entra en escena la acción histórica de Dios. Se describe mediante una serie de símbolos que representan la obra de protección y ayuda realizada por el Señor con respecto a la ciudad de Sión y a sus hijos. Ante todo se hace referencia a los "cerrojos" que refuerzan y hacen inviolables las puertas de Jerusalén. Tal vez el salmista se refiere a Nehemías, que fortificó la ciudad santa, reconstruida después de la experiencia amarga del destierro en Babilonia (cf. Ne 3,3. 6. 13‑15; 4,1‑9; 6,15‑16; 12,27‑43). La puerta, por lo demás, es un signo para indicar toda la ciudad con su solidez y tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los hijos de Sión, o sea los ciudadanos, gozan de paz y serenidad, envueltos en el manto protector de la bendición divina.
La imagen de la ciudad alegre y tranquila queda destacada por el don altísimo y precioso de la paz, que hace seguros sus confines. Pero precisamente porque para la Biblia la paz (shalôm) no es un concepto negativo, es decir, la ausencia de guerra, sino un dato positivo de bienestar y prosperidad, el salmista introduce la saciedad con la "flor de harina", o sea, con el trigo excelente, con las espigas colmadas de granos. Así pues, el Señor ha reforzado las defensas de Jerusalén (cf. Sal 87,2); ha derramado sobre ella su bendición (cf. Sal 128,5; 134,3), extendiéndola a todo el país; ha dado la paz (cf. Sal 122,6‑8); y ha saciado a sus hijos (cf. Sal 132,15).
3. En la segunda parte del salmo (cf. Sal 147,15‑18), Dios se presenta sobre todo como creador. En efecto, dos veces se vincula la obra creadora a la Palabra que había dado inicio al ser: "Dijo Dios: "haya luz", y hubo luz. (...) Envía su palabra a la tierra. (...) Envía su palabra" (cf. Gn 1,3; Sal 147,15. 18).
Con la Palabra divina irrumpen y se abren dos estaciones fundamentales. Por un lado, la orden del Señor hace que descienda sobre la tierra el invierno, representado de forma pintoresca por la nieve blanca como lana, por la escarcha como ceniza, por el granizo comparado a migas de pan y por el frío que congela las aguas (cf. vv. 16‑17). Por otro, una segunda orden divina hace soplar el viento caliente que trae el verano y derrite el hielo: así, las aguas de lluvia y de los torrentes pueden correr libres para regar la tierra y fecundarla.
En efecto, la Palabra de Dios está en el origen del frío y del calor, del ciclo de las estaciones y del fluir de la vida en la naturaleza. La humanidad es invitada a reconocer al Creador y a darle gracias por el don fundamental del universo, que la rodea, le permite respirar, la alimenta y la sostiene.
4. Entonces se pasa al tercer momento, el último, de nuestro himno de alabanza (cf. vv. 19‑20). Se vuelve al Señor de la historia, del que se había partido. La Palabra divina trae a Israel un don aún más elevado y valioso, el de la Ley, la Revelación. Se trata de un don específico: "Con ninguna nación obró así ni les dio a conocer sus mandatos" (v. 20).
Por consiguiente, la Biblia es el tesoro del pueblo elegido, al que debe acudir con amor y adhesión fiel. Es lo que dice Moisés a los judíos en el Deuteronomio: "¿Cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4,8).
5. Del mismo modo que hay dos acciones gloriosas de Dios, la creación y la historia, así existen dos revelaciones: una inscrita en la naturaleza misma y abierta a todos; y la otra dada al pueblo elegido, que la deberá testimoniar y comunicar a la humanidad entera, y que se halla contenida en la sagrada Escritura. Aunque son dos revelaciones distintas, Dios es único, como es única su Palabra. Todo ha sido hecho por medio de la Palabra ‑dirá el Prólogo del evangelio de san Juan‑ y sin ella no se ha hecho nada de cuanto existe. Sin embargo, la Palabra también se hizo "carne", es decir, entró en la historia y puso su morada entre nosotros (cf. Jn 1,3. 14).
SALMO 147
1 ¡Aleluya!
¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios,
qué agradable y merecida es su alabanza!
2 El Señor reconstruye a Jerusalén
y congrega a los dispersos de Israel;
3 sana a los que están afligidos
y les venda las heridas.
4 Él cuenta el número de las estrellas
y llama a cada una por su nombre:
5 nuestro Señor es grande y poderoso,
su inteligencia no tiene medida.
6 El Señor eleva a los oprimidos
y humilla a los malvados hasta el polvo.
7 Respondan al Señor dándole gracias,
toquen la cítara para nuestro Dios.
8 El cubre el cielo de nubes
y provee de lluvia a la tierra;
hace brotar la hierba en las montañas
y las plantas para provecho del hombre;
9 dispensa su alimento al ganado,
y a los pichones de cuervo que claman a él.
10 No le agrada el vigor de los caballos
ni valora los músculos del hombre:
11 el Señor ama a los que lo temen
y a los que esperan en su misericordia.
12 ¡Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión!
13 El reforzó los cerrojos de tus puertas
y bendijo a tus hijos dentro de ti;
14 él asegura la paz en tus fronteras
y te sacia con lo mejor del trigo.
15 Envía su mensaje a la tierra,
su palabra corre velozmente;
16 reparte la nieve como lana
y esparce la escarcha como ceniza.
17 El arroja su hielo como migas,
y las aguas se congelan por el frío;
18 da una orden y se derriten,
hace soplar su viento y corren las aguas.
19 Revela su palabra a Jacob,
sus preceptos y mandatos a Israel:
20 a ningún otro pueblo trató así
ni le dio a conocer sus mandamientos.
¡Aleluya!
Alabanza a Dios creador. Miércoles 12 de junio de 2002
Salmo 91
1. La antigua tradición hebrea reserva una situación particular al salmo 91, que acabamos de proclamar como el canto del hombre justo a Dios creador. En efecto, el título puesto al Salmo indica que está destinado al día de sábado (cf. v. 1). Por consiguiente, es el himno que se eleva al Señor eterno y excelso cuando, al ponerse el sol del viernes, se entra en la jornada santa de la oración, la contemplación y el descanso sereno del cuerpo y del espíritu.
En el centro del Salmo se yergue, solemne y grandiosa, la figura del Dios altísimo (cf. v. 9), en torno al cual se delinea un mundo armónico y pacificado. Ante él se encuentra también la persona del justo que, según una concepción típica del Antiguo Testamento, es colmado de bienestar, alegría y larga vida, como consecuencia natural de su existencia honrada y fiel. Se trata de la llamada "teoría de la retribución", según la cual todo delito tiene ya un castigo en la tierra y todo acto bueno, una recompensa. Aunque en esta concepción hay un elemento de verdad, sin embargo —como dejará intuir Job y como reafirmará Jesús (cf. Jn 9,2‑3)— la realidad del dolor humano es mucho más compleja y no se puede simplificar tan fácilmente. En efecto, el sufrimiento humano se debe ver desde la perspectiva de la eternidad.
2. Pero examinemos ahora este himno sapiencial con matices litúrgicos. Está constituido por una intensa invitación a la alabanza, al canto alegre de acción de gracias, al júbilo de la música, acompañada por el arpa de diez cuerdas, el laúd y la cítara (cf. vv. 2‑4). El amor y la fidelidad del Señor se deben celebrar con el canto litúrgico, que se ha de entonar "con maestría" (cf. Sal 46, 8). Esta invitación vale también para nuestras celebraciones, a fin de que recuperen su esplendor no sólo en las palabras y en los ritos, sino también en las melodías que las animan.
Después de esta invitación a no apagar nunca el hilo interior y exterior de la oración, verdadera respiración constante de la humanidad fiel, el salmo 91 presenta, casi en dos retratos, el perfil del malvado (cf. vv. 7‑10) y del justo (cf. vv. 13‑16). Con todo, el malvado se halla ante el Señor, "el excelso por los siglos" (v. 9), que hará perecer a sus enemigos y dispersará a todos los malhechores (cf. v. 10). En efecto, sólo a la luz divina se logra comprender a fondo el bien y el mal, la justicia y la perversión.
3. La figura del pecador se describe con una imagen tomada del mundo vegetal: "Aunque germinen como hierba los malvados y florezcan los malhechores..." (v. 8). Pero este florecimiento está destinado a secarse y desaparecer. En efecto, el salmista multiplica los verbos y los términos que aluden a la destrucción: "Serán destruidos para siempre. (...) Tus enemigos, Señor, perecerán; los malhechores serán dispersados" (vv. 8. 10).
En el origen de este final catastrófico se encuentra el mal profundo que embarga la mente y el corazón del malvado: "El ignorante no entiende, ni el necio se da cuenta" (v. 7). Los adjetivos que se usan aquí pertenecen al lenguaje sapiencial y denotan la brutalidad, la ceguera, la torpeza de quien piensa que puede hacer lo que quiera sobre la faz de la tierra sin frenos morales, creyendo erróneamente que Dios está ausente o es indiferente. El orante, en cambio, tiene la certeza de que, antes o después, el Señor aparecerá en el horizonte para hacer justicia y doblegar la arrogancia del insensato (cf. Sal 13).
4. Luego se nos presenta la figura del justo, dibujada como en una pintura amplia y densa de colores. También en este caso se recurre a una imagen del mundo vegetal, fresca y verde (cf. vv. 13‑16). A diferencia del malvado, que es como la hierba del campo, lozana pero efímera, el justo se yergue hacia el cielo, sólido y majestuoso como palmera y cedro del Líbano. Por otra parte, los justos están "plantados en la casa del Señor" (v. 14), es decir, tienen una relación muy firme y estable con el templo y, por consiguiente, con el Señor, que en él ha establecido su morada.
La tradición cristiana jugará también con los dos significados de la palabra griega phoinix, usada para traducir el término hebreo que indica la palmera. Phoinix es el nombre griego de la palmera, pero también del ave que llamamos "fénix". Ahora bien, ya se sabe que el fénix era símbolo de inmortalidad, porque se imaginaba que esa ave renacía de sus cenizas. El cristiano hace una experiencia semejante gracias a su participación en la muerte de Cristo, manantial de vida nueva (cf. Rm 6,3‑4). "Dios (...), estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo" —dice la carta a los Efesios— "y con él nos resucitó" (Ef2,5‑6).
5. Otra imagen, tomada esta vez del mundo animal, representa al justo y está destinada a exaltar la fuerza que Dios otorga, incluso cuando llega la vejez: "A mí me das la fuerza de un búfalo y me unges con aceite nuevo" (Sal 91,11). Por una parte, el don de la potencia divina hace triunfar y da seguridad (cf. v.12); por otra, la frente gloriosa del justo es ungida con aceite que irradia una energía y una bendición protectora. Así pues, el salmo 91 es un himno optimista, potenciado también por la música y el canto. Celebra la confianza en Dios, que es fuente de serenidad y paz, incluso cuando se asiste al éxito aparente del malvado. Una paz que se mantiene intacta también en la vejez (cf. v. 15), edad vivida aún con fecundidad y seguridad.
Concluyamos con las palabras de Orígenes, traducidas por san Jerónimo, que toman como punto de partida la frase en la que el salmista dice a Dios: "Me unges con aceite nuevo" (v. 11).
Orígenes comenta: "Nuestra vejez necesita el aceite de Dios. De la misma manera que nuestro cuerpo, cuando está cansado, sólo recobra su vigor si es ungido con aceite, como la llamita de la lámpara se extingue si no se le añade aceite, así también la llamita de mi vejez necesita, para crecer, el aceite de la misericordia de Dios. Por lo demás, también los apóstoles suben al monte de los Olivos (cf. Hch 1,12) para recibir luz del aceite del Señor, puesto que estaban cansados y sus lámparas necesitaban el aceite del Señor... Por eso, pidamos al Señor que nuestra vejez, todos nuestros trabajos y todas nuestras tinieblas sean iluminadas por el aceite del Señor" (74 Omelie sul Libro del Salmi, Milán 1993, pp. 280‑282, passim).
SALMO 91
1 Salmo. Canto. Para el día sábado.
2 Es bueno dar gracias al Señor,
y cantar, Dios Altísimo, a tu Nombre;
3 proclamar tu amor de madrugada,
y tu fidelidad en las vigilias de la noche,
4 con el arpa de diez cuerdas y la lira,
con música de cítara.
5 Tú me alegras, Señor, con tus acciones,
cantaré jubiloso por la obra de tus manos.
6 ¡Qué grandes son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
7 El hombre insensato no conoce
y el necio no entiende estas cosas.
8 Si los impíos crecen como la hierba
y florecen los que hacen el mal,
es para ser destruidos eternamente:
9 tú, en cambio, eres el Excelso para siempre.
10 Mira, Señor, cómo perecen tus enemigos
y se dispersan los que hacen el mal.
11 Pero a mí me das la fuerza de un toro salvaje
y me unges con óleo purísimo.
12 Mis ojos han desafiado a mis calumniadores,
mis oídos han escuchado la derrota de los malvados.
13 El justo florecerá como la palmera,
crecerá como los cedros del Líbano:
14 trasplantado en la Casa del Señor,
florecerá en los atrios de nuestro Dios.
15 En la vejez seguirá dando frutos,
se mantendrá fresco y frondoso,
16 para proclamar qué justo es el Señor,
mi Roca, en quien no existe la maldad.
Los beneficios de Dios para con su pueblo. Miércoles 19 de junio de 2002
Deuteronomio 32,1‑12
1. "Moisés, ante toda la asamblea de Israel, pronunció hasta el fin las palabras de este cántico" (Dt 31,30). Así se introduce el cántico recién proclamado, tomado de las últimas páginas del libro del Deuteronomio, precisamente del capítulo 32. De él la liturgia de Laudes ha seleccionado los primeros doce versículos, reconociendo en ellos un gozoso himno al Señor que protege y cuida de su pueblo con amor en medio de los peligros y de las dificultades de la jornada. El análisis del cántico ha revelado que se trata de un texto antiguo, pero posterior a Moisés, en cuyos labios fue puesto para conferirle un carácter de solemnidad. Este canto litúrgico se remonta a los inicios de la historia del pueblo de Israel. No faltan en esa página orante referencias o semejanzas con algunos salmos y con el mensaje de los profetas. Así, se convirtió en una expresión sugestiva e intensa de la fe de Israel.
2. El cántico de Moisés es más amplio que el pasaje propuesto por la liturgia de Laudes, que constituye sólo su preludio. Algunos estudiosos han creído detectar en esta composición un género literario que se define técnicamente con el vocablo hebreo rîb, es decir, "pleito", "litigio procesal". La imagen de Dios que se nos presenta en la Biblia no es de ningún modo la de un ser oscuro, una energía anónima y violenta, o un hado incomprensible. Es, por el contrario, una persona que tiene sentimientos, actúa y reacciona, ama y corrige, participa en la vida de sus criaturas y no es indiferente a sus obras. Así, en nuestro caso, el Señor convoca una especie de tribunal, en presencia de testigos, denuncia los delitos del pueblo acusado y exige una pena, pero su veredicto está impregnado de una misericordia infinita. Sigamos ahora las etapas de esta historia, considerando sólo los versículos que nos propone la liturgia.
3. Se mencionan inmediatamente los espectadores, testigos cósmicos: "Escuchad, cielos; (...) oye, tierra..." (Dt 32,1). En este proceso simbólico Moisés actúa casi como un fiscal. Su palabra es eficaz y fecunda como la de los profetas, expresión de la palabra divina. Notemos la significativa serie de imágenes que se usa para definirla: se trata de signos tomados de la naturaleza, como la lluvia, el rocío, la llovizna, el chubasco y el orvallo, gracias a los cuales la tierra verdea y se cubre de brotes (cf. v. 2).
La voz de Moisés, profeta e intérprete de la palabra divina, anuncia la inminente entrada en escena del gran juez, el Señor, cuyo nombre santísimo pronuncia, exaltando uno de sus numerosos atributos. En efecto, el Señor es llamado la Roca (cf. v. 4), título que aparece con frecuencia en nuestro cántico (cf. vv. 15, 18, 30, 31 y 37); es una imagen que exalta la fidelidad estable e inquebrantable de Dios, opuesta a la inestabilidad y a la infidelidad de su pueblo. El tema se desarrolla mediante una serie de afirmaciones sobre la justicia divina: "Sus obras son perfectas; sus caminos son justos; es un Dios fiel, sin maldad; es justo y recto" (v. 4).
4. Después de la solemne presentación del Juez supremo, que es también la parte agraviada, la atención del cantor se dirige hacia el acusado. Para definirlo recurre a una eficaz representación de Dios como padre (cf. v. 6). A sus criaturas, tan amadas, las llama hijos suyos, pero, desgraciadamente, son "hijos degenerados" (cf. v. 5). En efecto, sabemos que ya el Antiguo Testamento presenta una concepción de Dios como padre solícito con sus hijos, que a menudo lo defraudan (cf. Ex 4,22; Dt 8,5; Sal 102,13; Si 51,10;Is 1,2; 63,16; Os 11,1‑4). Por eso, la denuncia no es fría, sino apasionada: "¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te constituyó?" (Dt 32,6). Efectivamente, no es lo mismo rebelarse contra un soberano implacable que contra un padre amoroso.
Para hacer concreta la acusación y lograr que la conversión aflore de un corazón sincero, Moisés apela a la memoria: "Acuérdate de los días remotos, considera las edades pretéritas" (v. 7). En efecto, la fe bíblica es un "memorial", o sea, es redescubrir la acción eterna de Dios que se manifiesta a lo largo del tiempo; es hacer presente y eficaz la salvación que el Señor donó y sigue ofreciendo al hombre. El gran pecado de infidelidad coincide, entonces, con la "falta de memoria", que borra el recuerdo de la presencia divina en nosotros y en la historia.
5. El acontecimiento fundamental, que no se ha de olvidar, es el paso por el desierto después de la salida de Egipto, tema central del Deuteronomio y de todo el Pentateuco. Así se evoca el viaje terrible y dramático en el desierto del Sinaí, "en una soledad poblada de aullidos" (cf. v. 10), como se dice con una imagen de fuerte impacto emotivo. Pero allí Dios se inclina sobre su pueblo con una ternura y una dulzura sorprendentes. Además del símbolo paterno, se alude al materno del águila: "Lo rodeó cuidando de él; lo guardó como a las niñas de sus ojos. Como el águila incita a su nidada, revolando sobre los polluelos, así extendió sus alas, los tomó y los llevó sobre sus plumas" (vv. 10‑11). El camino por la estepa desértica se transforma, entonces, en un itinerario tranquilo y sereno, porque está el manto protector del amor divino.
El cántico evoca también el Sinaí, donde Israel se convirtió en aliado del Señor, su "porción" y su "heredad", es decir, su realidad más valiosa (cf. v. 9; Ex 19,5). De este modo, el cántico de Moisés se transforma en un examen de conciencia coral para que, por fin, a los beneficios divinos ya no responda el pecado, sino la fidelidad.
Duteronomio 32,1‑12
1 «Escucha, cielo, y hablaré. oiga la tierra las palabras de mi boca.
2 Que mi enseñanza descienda como lluvia y mi palabra caiga como rocío, como aguacero sobre la hierba, como chaparrones sobre el pasto
3 Yo voy a proclamar el nombre del Señor: ¡den gloria a nuestro Dios!
4 Él es la Roca: su obra es perfecta, todos sus caminos son justos; es un Dios fiel y sin falsedad, justiciero y recto.
5 Pero se comportaron mal con él los que ya no son sus hijos, a causa de su depravación. esa generación tortuosa y perversa.
6 ¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿Acaso él no es tu padre y tu creador, el que te hizo y te afianzó?
7 Acuérdate de los días lejanos, considera las épocas pasadas; pregúntale a tu padre, y él te informará, a los ancianos, y ellos te lo dirán:
8 Cuando el Altísimo dio una herencia a cada nación, cuando distribuyó a los hombres, él fijó las fronteras de los pueblos según el número de los hijos de Dios.
9 Pero la parte del Señor es su pueblo. la porción de su herencia es Jacob.
10 Lo encontró en una tierra desierta. en la soledad rugiente de la estepa: lo rodeó y lo cuidó. lo protegió como a la pupila de sus ojos.
11 Como el águila que impulsa a su nidada. revoloteando sobre sus pichones. así extendió sus alas, lo tomó y lo llevó sobre sus plumas.
12 El Señor solo lo condujo, no había a su lado ningún dios extranjero.
Grandeza del Señor y dignidad del hombre. Miércoles 26 de junio de 2002
Salmo 8
1. "El hombre (...) se nos revela como el centro de esta empresa. Se nos revela gigante, se nos revela divino, no en sí mismo, sino en su principio y en su destino. Honremos al hombre, a su dignidad, su espíritu, su vida" (Ángelus del 13 de julio de 1969: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de julio de 1969, p. 2).
Con estas palabras, en julio de 1969, Pablo VI entregaba a los astronautas norteamericanos a punto de partir hacia la luna el texto del salmo 8, que acaba de resonar aquí, para que entrara en los espacios cósmicos.
En efecto, este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad del universo, una "caña" frágil, para usar una famosa imagen del gran filósofo Blas Pascal (Pensamientos, n. 264). Y, sin embargo, se trata de una "caña pensante" que puede comprender la creación, en cuanto señor de todo lo creado, "coronado" por Dios mismo (cf. Sal 8,6). Como sucede a menudo en los himnos que exaltan al Creador, el salmo 8 comienza y termina con una solemne antífona dirigida al Señor, cuya magnificencia se manifiesta en todo el universo: "¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (vv. 2. 10)
2. El cuerpo del canto parece suponer una atmósfera nocturna, con la luna y las estrellas encendidas en el cielo. La primera estrofa del himno (cf. vv. 2‑5) está dominada por una confrontación entre Dios, el hombre y el cosmos. En la escena aparece ante todo el Señor, cuya gloria cantan los cielos, pero también los labios de la humanidad. La alabanza que brota espontáneamente de la boca de los niños anula y confunde los discursos presuntuosos de los que niegan a Dios (cf. v. 3). A estos se les califica de "adversarios", "enemigos" y "rebeldes", porque creen erróneamente que con su razón y su acción pueden desafiar y enfrentarse al Creador (cf. Sal 13,1).
Inmediatamente después se abre el sugestivo escenario de una noche estrellada. Ante ese horizonte infinito, surge la eterna pregunta: "¿Qué es el hombre?" (Sal 8,5). La respuesta primera e inmediata habla de nulidad, tanto en relación con la inmensidad de los cielos como, sobre todo, con respecto a la majestad del Creador. En efecto, el cielo, dice el salmista, es "tuyo", "has creado" la luna y las estrellas, que son "obra de tus dedos" (cf. v. 4). Es hermosa esa expresión, que se usa en vez de la más común: "obra de tus manos" (cf. v. 7): Dios ha creado estas realidades colosales con la facilidad y la finura de un recamado o de un cincel, con el toque leve de un arpista que desliza sus dedos entre las cuerdas.
3. Por eso, la primera reacción es de asombro: ¿cómo puede Dios "acordarse" y "cuidar" (cf. v. 5) de esta criatura tan frágil y pequeña? Pero he aquí la gran sorpresa: al hombre, criatura débil, Dios le ha dado una dignidad estupenda: lo ha hecho poco inferior a los ángeles o, como puede traducirse también el original hebreo, poco inferior a un dios (cf. v. 6).
Entramos, así, en la segunda estrofa del Salmo (cf. vv. 6‑10). El hombre es considerado como el lugarteniente regio del mismo Creador. En efecto, Dios lo ha "coronado" como un virrey, destinándolo a un señorío universal: "Todo lo sometiste bajo sus pies", y el adjetivo "todo" resuena mientras desfilan las diversas criaturas (cf. vv. 7‑9). Pero este dominio no se conquista con la capacidad humana, realidad frágil y limitada, ni se obtiene con una victoria sobre Dios, como pretendía el mito griego de Prometeo. Es un dominio que Dios regala: a las manos frágiles y a menudo egoístas del hombre se confía todo el horizonte de las criaturas, para que conserve su armonía y su belleza, para que las use y no abuse de ellas, para que descubra sus secretos y desarrolle sus potencialidades.
Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, "el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios" (n. 12).
4. Por desgracia, el dominio del hombre, afirmado en el salmo 8, puede ser mal entendido y deformado por el hombre egoísta, que con frecuencia ha actuado más como un tirano loco que como un gobernador sabio e inteligente. El libro de la Sabiduría pone en guardia contra este tipo de desviaciones, cuando precisa que Dios "formó al hombre para que dominase sobre los seres creados (...) y administrase el mundo con santidad y justicia" (Sb 9,2‑3). También Job, aunque en un contexto diverso, recurre a este salmo para recordar sobre todo la debilidad humana, que no merecería tanta atención por parte de Dios: "¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que lo escrutes todas las mañanas?" (Jb 7,17‑18). La historia documenta el mal que la libertad humana esparce en el mundo con las devastaciones ambientales y con las injusticias sociales más clamorosas.
A diferencia de los seres humanos que humillan a sus semejantes y la creación, Cristo se presenta como el hombre perfecto, "coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios experimentó la muerte para bien de todos" (Hb 2, 9). Reina sobre el universo con el dominio de paz y de amor que prepara el nuevo mundo, los nuevos cielos y la nueva tierra (cf. 2P 3,13). Más aún, su autoridad regia —como sugiere el autor de la carta a los Hebreos aplicándole el salmo 8— se ejerce a través de la entrega suprema de sí en la muerte "para bien de todos".
Cristo no es un soberano que exige que le sirvan, sino que sirve y se consagra a los demás: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). De este modo, recapitula en sí "lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1,10). Desde esta perspectiva cristológica, el salmo 8 revela toda la fuerza de su mensaje y de su esperanza, invitándonos a ejercer nuestra soberanía sobre la creación no con el dominio, sino con el amor.
SALMO 8
1 Del maestro de coro. Con la cítara de Gat. Salmo de David.
2 ¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Quiero adorar tu majestad sobre el cielo:
3 con la alabanza de los niños y de los más pequeños,
erigiste una fortaleza contra tus adversarios
para reprimir al enemigo y al rebelde.
4 Al ver el cielo, obra de tus manos,
la luna y la estrellas que has creado:
5 ¿qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides?
6 Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y esplendor;
7 le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies:
8 todos los rebaños y ganados,
y hasta los animales salvajes;
9 las aves del cielo, los peces del mar
y cuanto surca los senderos de las aguas.
10 ¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Exaltación de la potencia de Dios creador. Miércoles 3 de julio de 2002
Salmo 92
1. El contenido esencial del salmo 92, en el que vamos a reflexionar hoy, se halla expresado sugestivamente en algunos versículos del himno que la Liturgia de las Horas propone para las Vísperas del lunes: "Oh inmenso creador, que al torbellino de las aguas marcaste un curso y un límite en la armonía del cosmos, tú a las ásperas soledades de la tierra sedienta le diste el refrigerio de los torrentes y los mares".
Antes de abordar el contenido central del Salmo, dominado por la imagen de las aguas, queremos captar la tonalidad de fondo, el género literario en que está escrito. En efecto, los estudiosos de la Biblia definen este salmo, al igual que los siguientes (95‑98), como "canto del Señor rey". En él se exalta el reino de Dios, fuente de paz, de verdad y de amor, que invocamos en el "Padre nuestro" cuando pedimos: "Venga tu reino".
En efecto, el salmo 92 comienza precisamente con la siguiente exclamación de júbilo: "El Señor reina" (v. 1). El salmista celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y salvífica, creadora del mundo y redentora del hombre. El Señor no es un emperador impasible, relegado en su cielo lejano, sino que está presente en medio de su pueblo como Salvador poderoso y grande en el amor.
2. En la primera parte del himno de alabanza domina el Señor rey. Como un soberano, se halla sentado en su trono de gloria, un trono indestructible y eterno (cf. v. 2). Su manto es el esplendor de la trascendencia, y el cinturón de su vestido es la omnipotencia (cf. v. 1). Precisamente la soberanía omnipotente de Dios se revela en el centro del Salmo, caracterizado por una imagen impresionante, la de las aguas caudalosas.
El salmista alude más en particular a la "voz" de los ríos, es decir, al estruendo de sus aguas. Efectivamente, el fragor de grandes cascadas produce, en quienes quedan aturdidos por el ruido y estremecidos, una sensación de fuerza tremenda. El salmo 41 evoca esta sensación cuando dice: "Una sima grita a otra sima con voz de cascadas: tus torrentes y tus olas me han arrollado" (v. 8). Frente a esta fuerza de la naturaleza el ser humano se siente pequeño. Sin embargo, el salmista la toma como trampolín para exaltar la potencia, mucho más grande aún, del Señor. A la triple repetición de la expresión "levantan los ríos su voz" (Sal 92,3), corresponde la triple afirmación de la potencia superior de Dios.
3. Los Padres de la Iglesia suelen comentar este salmo aplicándolo a Cristo: "Señor y Salvador". Orígenes, traducido por san Jerónimo al latín, afirma: "El Señor reina, vestido de esplendor. Es decir, el que antes había temblado en la miseria de la carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad". Para Orígenes, los ríos y las aguas que levantan su voz representan a las "figuras autorizadas de los profetas y los apóstoles", que "proclaman la alabanza y la gloria del Señor, y anuncian sus juicios para todo el mundo" (cf. 74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 666‑669).
San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo de los torrentes y los mares. Como ríos llenos de aguas caudalosas, es decir, llenos de Espíritu Santo y fortalecidos, los Apóstoles ya no tienen miedo y levantan finalmente su voz. Pero "cuando Cristo comenzó a ser anunciado por tantas voces, el mar inició a agitarse". Al alterarse el mar del mundo —explica san Agustín—, la barca de la Iglesia parecía fluctuar peligrosamente, agitada por amenazas y persecuciones, pero "el Señor domina desde las alturas": "camina sobre el mar y aplaca las olas" (Esposizioni sui salmi, III, Roma 1976, p. 231).
4. Sin embargo, el Dios soberano de todo, omnipotente e invencible, está siempre cerca de su pueblo, al que da sus enseñanzas. Esta es la idea que el salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono altísimo de los cielos sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz cósmica sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: "Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término" (v. 5).
Así concluye un himno breve pero profundamente impregnado de oración. Es una plegaria que engendra confianza y esperanza en los fieles, los cuales a menudo se sienten agitados y temen ser arrollados por las tempestades de la historia y golpeados por fuerzas oscuras y amenazadoras.
Un eco de este salmo puede verse en el Apocalipsis de san Juan, cuando el autor inspirado, describiendo la gran asamblea celestial que celebra la derrota de la Babilonia opresora, afirma: "Oí el ruido de muchedumbre inmensa como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: "¡Aleluya!, porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo"" (Ap 19,6).
5. Concluimos nuestra reflexión sobre el salmo 92 dejando la palabra a san Gregorio Nacianceno, el "teólogo" por excelencia entre los santos Padres. Lo hacemos con una de sus hermosas poesías, en la que la alabanza a Dios, soberano y creador, asume una dimensión trinitaria: "Tú (Padre) has creado el universo, dando a cada cosa el puesto que le compete y manteniéndola en virtud de tu providencia... Tu Palabra es Dios‑Hijo: en efecto, es consustancial al Padre, igual a él en honor.
Él ha constituido armoniosamente el universo, para reinar sobre todo. Y, abrazándolo todo, el Espíritu Santo, Dios, lo cuida y protege todo. A ti, Trinidad viva, te proclamaré solo y único monarca, (...) fuerza inquebrantable que gobierna los cielos, mirada inaccesible a la vista pero que contempla todo el universo y conoce todas las profundidades secretas de la tierra hasta los abismos. Oh Padre, sé benigno conmigo: que encuentre misericordia y gracia, porque a ti corresponde la gloria y la gracia por los siglos de los siglos" (Poesía 31, en: Poesie/1, Roma 1994, pp. 65‑66).
SALMO 92
1 ¡Reina el Señor, revestido de majestad!
El Señor se ha revestido,
se ha ceñido de poder.
El mundo está firmemente establecido:
¡no se moverá jamás!
2 Tu trono está firme desde siempre,
tú existes desde la eternidad.
3 Los ríos hacen resonar sus voces,
Señor, los ríos hacen resonar su fragor.
4 Pero más fuerte que las aguas impetuosas,
más fuerte que el oleaje del mar,
es el Señor en las alturas.
5 Tus testimonios, Señor, son dignos de fe,
la santidad embellece tu Casa
a lo largo de los tiempos.
Toda la creación alabe al Señor. Miércoles 10 de julio de 2002
Daniel 3,57‑88. 56
1. En el capítulo 3 del libro de Daniel se halla una hermosa oración, en forma de letanía, un verdadero cántico de las criaturas, que la liturgia de Laudes nos propone muchas veces, en fragmentos diversos.
Ahora hemos escuchado su parte fundamental, un grandioso coro cósmico, enmarcado por dos antífonas a modo de síntesis: "Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos. (...) Bendito el Señor en la bóveda del cielo, alabado y glorioso y ensalzado por los siglos" (vv. 56 y 57).
Entre estas dos aclamaciones se desarrolla un solemne himno de alabanza, que se expresa con la repetida invitación "bendecid": formalmente, se trata sólo de una invitación a bendecir a Dios dirigida a toda la creación; en realidad, se trata de un canto de acción de gracias que los fieles elevan al Señor por todas las maravillas del universo. El hombre se hace portavoz de toda la creación para alabar y dar gracias a Dios.
2. Este himno, cantado por tres jóvenes judíos que invitan a todas las criaturas a alabar a Dios, desemboca en una situación dramática. Los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio, son arrojados a un horno de fuego ardiente a causa de su fe. Y aunque están a punto de sufrir el martirio, se ponen a cantar, alegres, alabando a Dios. El dolor terrible y violento de la prueba desaparece, se disuelve en presencia de la oración y la contemplación. Es precisamente esta actitud de abandono confiado la que suscita la intervención divina.
En efecto, como atestigua sugestivamente el relato de Daniel: "El ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia" (vv. 49‑50). Las pesadillas se disipan como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven y el sufrimiento desaparece cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, espera y esperanza. Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, llena de abandono en Dios, providente y redentor.
3. El cántico de los tres jóvenes hace desfilar ante nuestros ojos una especie de procesión cósmica, que parte del cielo poblado de ángeles, donde brillan también el sol, la luna y las estrellas. Desde allí Dios derrama sobre la tierra el don de las aguas que están sobre los cielos (cf. v. 60), es decir, la lluvia y el rocío (cf. v. 64).
Pero he aquí que soplan los vientos, estallan los rayos e irrumpen las estaciones con el calor y el frío, con el ardor del verano, pero también con la escarcha, el hielo y la nieve (cf. vv. 65‑70 y 73). El poeta incluye también en el canto de alabanza al Creador el ritmo del tiempo, el día y la noche, la luz y las tinieblas (cf. vv. 71‑72). Por último, la mirada se detiene también en la tierra, partiendo de las cimas de los montes, realidades que parecen unir el cielo y la tierra (cf. vv. 74‑75).
Entonces se unen a la alabanza a Dios las criaturas vegetales que germinan en la tierra (cf. v. 76), las fuentes, que dan vida y frescura, los mares y ríos, con sus aguas abundantes y misteriosas (cf. vv. 77‑78). En efecto, el cantor evoca también "los monstruos marinos" junto a los cetáceos (cf. v. 79), como signo del caos acuático primordial al que Dios impuso límites que es preciso respetar (cf. Sal 92,3‑4; Jb 38,8‑11; 40,15‑41,26).
Viene luego el vasto y variado reino animal, que vive y se mueve en las aguas, en la tierra y en los cielos (cf. Dn 3,80‑81).
4. El último actor de la creación que entra en escena es el hombre. En primer lugar, la mirada se extiende a todos los "hijos del hombre" (cf. v. 82); después, la atención se concentra en Israel, el pueblo de Dios (cf. v. 83); a continuación, vienen los que están consagrados plenamente a Dios, no sólo como sacerdotes (cf. v. 84) sino también como testigos de fe, de justicia y de verdad. Son los "siervos del Señor", las "almas y espíritus justos", los "santos y humildes de corazón" y, entre estos, sobresalen los tres jóvenes, Ananías, Azarías y Misael, portavoces de todas las criaturas en una alabanza universal y perenne (cf. vv. 85‑88).
Constantemente han resonado los tres verbos de la glorificación divina, como en una letanía: "bendecid", "alabad" y "exaltad" al Señor. Esta es el alma auténtica de la oración y del canto: celebrar al Señor sin cesar, con la alegría de formar parte de un coro que comprende a todas las criaturas.
5. Quisiéramos concluir nuestra meditación citando a algunos santos Padres de la Iglesia como Orígenes, Hipólito, Basilio de Cesarea y Ambrosio de Milán, que comentaron el relato de los seis días de la creación (cf. Gn 1,1‑2,4), precisamente en relación con el cántico de los tres jóvenes.
Nos limitamos a recoger el comentario de san Ambrosio, el cual, refiriéndose al cuarto día de la creación (cf. Gn 1,14‑19), imagina que la tierra habla y, discurriendo sobre el sol, encuentra unidas a todas las criaturas en la alabanza a Dios: "En verdad, es bueno el sol, porque sirve, ayuda a mi fecundidad y alimenta mis frutos. Me ha sido dado para mi bien y sufre como yo la fatiga.
Gime conmigo, para que llegue la adopción de los hijos y la redención del género humano, a fin de que también nosotros seamos liberados de la esclavitud. A mi lado, conmigo alaba al Creador, conmigo canta un himno al Señor, nuestro Dios. Donde el sol bendice, allí bendice la tierra, bendicen los árboles frutales, bendicen los animales, bendicen conmigo las aves" (I sei giorni della creazione, SAEMO, I, Milán‑Roma 1977‑1994, pp. 192‑193).
Nadie está excluido de la bendición del Señor, ni siquiera los monstruos marinos (cf. Dn 3,79). En efecto, san Ambrosio prosigue: "También las serpientes alaban al Señor, porque su naturaleza y su aspecto revelan a nuestros ojos cierta belleza y muestran que tienen su justificación" (ib., pp. 103‑104).
Con mayor razón, nosotros, los seres humanos, debemos unir a este concierto de alabanza nuestra voz alegre y confiada, acompañada por una vida coherente y fiel.
Daniel 3,57‑88. 56
57 Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
58 Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
59 cielos, bendecid al Señor.
60 Aguas del espacio, bendecid al Señor;
61ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
62 Sol y luna, bendecid al Señor
63 astros del cielo, bendecid al Señor.
64 Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
65 vientos todos, bendecid al Señor.
66 Fuego y calor, bendecid al Señor;
67 fríos y heladas, bendecid al Señor.
68 Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
69 témpanos y hielos, bendecid al Señor.
70 Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
71 noche y día, bendecid al Señor.
72 Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
73 rayos y nubes, bendecid al Señor.
74 Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
75 Montes y cumbres, bendecid al Señor;
76 cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
77 Manantiales, bendecid al Señor;
78 mares y ríos, bendecid al Señor.
79 Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
80 aves del cielo, bendecid al Señor.
81 Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
82 Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
83 bendiga Israel al Señor.
84 Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
85 siervos del Señor, bendecid al Señor.
86 Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
87 santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
88 Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo,
ensalcémoslo con himnos por los siglos.
56 Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.
Glorificación de Dios, Señor y Creador. Miércoles 17 de julio de 2002
Salmo 148
1. El salmo 148, que ahora se ha elevado a Dios, constituye un verdadero "cántico de las criaturas", una especie de Te Deum del Antiguo Testamento, un aleluya cósmico que implica todo y a todos en la alabanza divina.
Un exegeta contemporáneo lo comenta así: "El salmista, llamándolos por su nombre, pone en orden los seres: en el cielo, dos astros según los tiempos, y aparte las estrellas; por un lado, los árboles frutales, por el otro, los cedros; en un plano, los reptiles, y en otro los pájaros; aquí los príncipes y allí los pueblos; en dos filas, quizá dándose la mano, jóvenes y doncellas... Dios los ha establecido, atribuyéndoles un lugar y una función; el hombre los acoge, dándoles un lugar en el lenguaje, y, así dispuestos, los conduce a la celebración litúrgica. El hombre es "pastor del ser" o liturgo de la creación" (Luis Alonso Schökel, Trenta salmi: poesia e preghiera, Bolonia 1982, p. 499).
Sigamos también nosotros este coro universal, que resuena en el ábside del cielo y tiene como templo el cosmos entero. Dejémonos conquistar por la alabanza que todas las criaturas elevan a su Creador.
2. En el cielo encontramos a los cantores del universo estelar: los astros más lejanos, los ejércitos de ángeles, el sol y la luna, las estrellas lucientes, los "cielos de los cielos" (cf. v. 4), es decir, los espacios celestes, las aguas superiores, que el hombre de la Biblia imagina conservadas en cisternas antes de derramarse como lluvias sobre la tierra.
El aleluya, o sea, la invitación a "alabar al Señor", resuena al menos ocho veces y tiene como meta final el orden y la armonía de los seres celestiales: "Les dio una ley que no pasará" (v. 6).
La mirada se dirige luego al horizonte terrestre, donde se desarrolla una procesión de cantores, al menos veintidós, es decir, una especie de alfabeto de alabanza, esparcido por nuestro planeta. He aquí los monstruos marinos y los abismos, símbolos del caos acuático en el que se funda la tierra (cf. Sal 23,2), según la concepción cosmológica de los antiguos semitas.
El Padre de la Iglesia san Basilio observaba: "Ni siquiera el abismo fue juzgado despreciable por el salmista, que lo acogió en el coro general de la creación; es más, con su lenguaje propio, completa también él armoniosamente el himno al Creador" (Homiliae in hexaemeron, III, 9:PG 29, 75).
3. La procesión continúa con las criaturas de la atmósfera: rayos, granizo, nieve y bruma, viento huracanado, considerado un mensajero veloz de Dios (cf. Sal 148,8).
Vienen luego los montes y las sierras, consideradas popularmente como las criaturas más antiguas de la tierra (cf. v. 9). El reino vegetal está representado por los árboles frutales y los cedros (cf. ib.). El mundo animal, en cambio, está presente con las fieras, los animales domésticos, los reptiles y los pájaros (cf. v. 10).
Por último, está el hombre, que preside la liturgia de la creación. Es definido según todas las edades y distinciones: niños, jóvenes y viejos, príncipes, reyes y pueblos (cf. vv. 11‑12).
4. Encomendamos ahora a san Juan Crisóstomo la tarea de proporcionarnos una visión de conjunto de este inmenso coro. Lo hace con palabras que remiten también al cántico de los tres jóvenes en el horno ardiente, sobre el que meditamos en la anterior catequesis.
El gran Padre de la Iglesia y patriarca de Constantinopla afirma: "Por su gran rectitud de espíritu, los santos, cuando se disponen a dar gracias a Dios, suelen invitar a muchos a participar en su alabanza, exhortándolos a celebrar juntamente con ellos esta hermosa liturgia. Es lo que hicieron también los tres jóvenes en el horno, cuando llamaron a toda la creación a alabar a Dios por el beneficio recibido y cantarle himnos (Dn 3).
"Lo mismo hace también este salmo, invitando a ambas partes del mundo, la de arriba y la de abajo, la sensible y la inteligible. Lo mismo hizo el profeta Isaías, cuando dijo: "¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! (...), pues Dios ha consolado a su pueblo" (Is 49,13). Y así también se expresa el Salterio: "Cuando Israel salió de Egipto, los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente, (...) los montes saltaron como carneros, las colinas como corderos" (Sal 113,1. 4). Y en otro pasaje dice Isaías: "Las nubes destilen la justicia" (Is 45,8). En efecto, los santos, al considerar que no pueden alabar ellos solos al Señor, se dirigen a todo el orbe, implicando a todos en la salmodia común" (Expositio in psalmum CXLVIII: PG 55, 484‑485).
5. También nosotros somos invitados a unirnos a este inmenso coro, convirtiéndonos en portavoces explícitos de toda criatura y alabando a Dios en las dos dimensiones fundamentales de su misterio. Por una parte, debemos adorar su grandeza trascendente, "porque sólo su nombre es sublime, su majestad está sobre el cielo y la tierra" (v. 13), como dice nuestro salmo. Por otra, reconocemos su bondad condescendiente, puesto que Dios está cercano a sus criaturas y viene especialmente en ayuda de su pueblo: "Él acrece el vigor de su pueblo, (...) su pueblo escogido" (v. 14), como afirma también el salmista.
Frente al Creador omnipotente y misericordioso aceptamos, entonces, la invitación de san Agustín a alabarlo, ensalzarlo y celebrarlo a través de sus obras: "Cuando tú observas estas criaturas y disfrutas con ellas y te elevas al Artífice de todo, y de las cosas creadas, gracias a la inteligencia, contemplas sus atributos invisibles, entonces se eleva su confesión sobre la tierra y en el cielo... Si las criaturas son hermosas, ¡cuánto más hermoso será el Creador!" (Exposiciones sobre los Salmos, IV, Roma 1977, pp. 887‑889).
SALMO 148
1 ¡Aleluya!
Alaben al Señor desde el cielo,
alábenlo en las alturas;
2 alábenlo, todos sus ángeles,
alábenlo, todos sus ejércitos.
3 Alábenlo, sol y luna,
alábenlo, astros luminosos;
4 alábenlo, espacios celestiales
y aguas que están sobre el cielo.
5 Alaben el nombre del Señor,
porque él lo ordenó, y fueron creados;
6 él los afianzó para siempre,
estableciendo una ley que no pasará.
7 Alaben al Señor desde la tierra,
los cetáceos y los abismos del mar;
8 el rayo, el granizo, la nieve, la bruma,
y el viento huracanado que obedece a sus órdenes.
9 Las montañas y todas las colinas,
los árboles frutales y todos los cedros;
10 las fieras y los animales domésticos,
los reptiles y los pájaros alados.
11 Los reyes de la tierra y todas las naciones,
los príncipes y los gobernantes de la tierra;
12 los ancianos, los jóvenes y los niños,
13 alaben el nombre del Señor.
Porque sólo su Nombre es sublime;
su majestad está sobre el cielo y la tierra,
14 y él exalta la fuerza de su pueblo.
¡A él, la alabanza de todos sus fieles,
y de Israel, el pueblo de sus amigos!
¡Aleluya!
Añoranza del templo del Señor. Miércoles 28 de agosto de 2002
Salmo 83
1. Continúa nuestro itinerario a través de los Salmos de la liturgia de Laudes. Ahora hemos escuchado el Salmo 83, atribuido por la tradición judaica a "los hijos de Coré", una familia sacerdotal que se ocupaba del servicio litúrgico y custodiaba el umbral de la tienda del arca de la Alianza (cf.1Cro 9,19).
Se trata de un canto dulcísimo, penetrado de un anhelo místico hacia el Señor de la vida, al que se celebra repetidamente (cf. Sal 83,2. 4. 9. 13) con el título de "Señor de los ejércitos", es decir, Señor de las multitudes estelares y, por tanto, del cosmos. Por otra parte, este título estaba relacionado de modo especial con el arca conservada en el templo, llamada "el arca del Señor de los ejércitos, que está sobre los querubines" (1S 4,4; cf. Sal 79,2). En efecto, se la consideraba como el signo de la tutela divina en los días de peligro y de guerra (cf. 1S 4,3‑5; 2S 11,11).
El fondo de todo el Salmo está representado por el templo, hacia el que se dirige la peregrinación de los fieles. La estación parece ser el otoño, porque se habla de la "lluvia temprana" que aplaca el calor del verano (cf. Sal 83,7). Por tanto, se podría pensar en la peregrinación a Sión con ocasión de la tercera fiesta principal del año judío, la de las Tiendas, memoria de la peregrinación de Israel a través del desierto.
2. El templo está presente con todo su encanto al inicio y al final del Salmo. En la apertura (cf. vv. 2‑4) encontramos la admirable y delicada imagen de los pájaros que han hecho sus nidos en el santuario, privilegio envidiable.
Esta es una representación de la felicidad de cuantos, como los sacerdotes del templo, tienen una morada fija en la Casa de Dios, gozando de su intimidad y de su paz. En efecto, todo el ser del creyente tiende al Señor, impulsado por un deseo casi físico e instintivo: "Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo" (v. 3). El templo aparece nuevamente también al final del Salmo (cf. vv. 11‑13). El peregrino expresa su gran felicidad por estar un tiempo en los atrios de la casa de Dios, y contrapone esta felicidad espiritual a la ilusión idolátrica, que impulsa hacia "las tiendas del impío", o sea, hacia los templos infames de la injusticia y la perversión.
3. Sólo en el santuario del Dios vivo hay luz, vida y alegría, y es "dichoso el que confía" en el Señor, eligiendo la senda de la rectitud (cf. vv. 12‑13). La imagen del camino nos lleva al núcleo del Salmo (cf. vv. 5‑9), donde se desarrolla otra peregrinación más significativa. Si es dichoso el que vive en el templo de modo estable, más dichoso aún es quien decide emprender una peregrinación de fe a Jerusalén.
También los Padres de la Iglesia, en sus comentarios al Salmo 83, dan particular relieve al versículo 6: "Dichosos los que encuentran en ti su fuerza al preparar su peregrinación". Las antiguas traducciones del Salterio hablaban de la decisión de realizar las "subidas" a la Ciudad santa. Por eso, para los Padres la peregrinación a Sión era el símbolo del avance continuo de los justos hacia las "eternas moradas", donde Dios acoge a sus amigos en la alegría plena (cf. Lc 16,9).
Quisiéramos reflexionar un momento sobre esta "subida" mística, de la que la peregrinación terrena es imagen y signo. Y lo haremos con las palabras de un escritor cristiano del siglo VII, abad del monasterio del Sinaí.
4. Se trata de san Juan Clímaco, que dedicó un tratado entero —La escala del Paraíso— a ilustrar los innumerables peldaños por los que asciende la vida espiritual. Al final de su obra, cede la palabra a la caridad, colocada en la cima de la escala del progreso espiritual.
Ella invita y exhorta, proponiendo sentimientos y actitudes ya sugeridos por nuestro Salmo: "Subid, hermanos, ascended. Cultivad, hermanos, en vuestro corazón el ardiente deseo de subir siempre (cf. Sal 83,6). Escuchad la Escritura, que invita: "Venid, subamos al monte del Señor y a la casa de nuestro Dios" (Is 2,3), que ha hecho nuestros pies ágiles como los del ciervo y nos ha dado como meta un lugar sublime, para que, siguiendo sus caminos, venciéramos (cf. Sal 17,33). Así pues, apresurémonos, como está escrito, hasta que encontremos todos en la unidad de la fe el rostro de Dios y, reconociéndolo, lleguemos a ser el hombre perfecto en la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13)" (La scala del Paradiso, Roma 1989, p. 355).
5. El salmista piensa, ante todo, en la peregrinación concreta que conduce a Sión desde las diferentes localidades de la Tierra Santa. La lluvia que está cayendo le parece una anticipación de las gozosas bendiciones que lo cubrirán como un manto (cf. Sal 83,7) cuando esté delante del Señor en el templo (cf. v. 8). La cansada peregrinación a través de "áridos valles" (cf. v. 7) se transfigura por la certeza de que la meta es Dios, el que da vigor (cf. v. 8), escucha la súplica del fiel (cf. v. 9) y se convierte en su "escudo" protector (cf. v. 10).
Precisamente desde esta perspectiva la peregrinación concreta se transforma, como habían intuido los Padres, en una parábola de la vida entera, en tensión entre la lejanía y la intimidad con Dios, entre el misterio y la revelación. También en el desierto de la existencia diaria, los seis días laborables son fecundados, iluminados y santificados por el encuentro con Dios en el séptimo día, a través de la liturgia y la oración en el encuentro dominical.
Caminemos, pues, también cuando estemos en "áridos valles", manteniendo la mirada fija en esa meta luminosa de paz y comunión. También nosotros repetimos en nuestro corazón la bienaventuranza final, semejante a una antífona que concluye el Salmo: "¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti!" (v. 13).
SALMO 83
1 Del maestro de coro. Con la cítara de Gat. De los hijos de Coré. Salmo.
2 ¡Qué amable es tu Morada,
Señor del Universo!
3 Mi alma se consume de deseos
por los atrios del Señor;
mi corazón y mi carne claman ansiosos
por el Dios viviente.
4 Hasta el gorrión encontró una casa,
y la golondrina tiene un nido
donde poner sus pichones,
junto a tus altares, Señor del universo,
mi Rey y mi Dios.
5 ¡Felices los que habitan en tu Casa
y te alaban sin cesar!
6 ¡Felices los que encuentran su fuerza en ti,
al emprender la peregrinación!
7 Al pasar por el valle árido,
lo convierten en un oasis;
caen las primeras lluvias,
y lo cubren de bendiciones;
8 ellos avanzan con vigor siempre creciente
hasta contemplar a Dios en Sión.
9 Señor del universo, oye mi plegaria,
escucha, Dios de Jacob;
10 protege, Dios, a nuestro Escudo
y mira el rostro de tu Ungido.
11 Vale más un día en tus atrios
que mil en otra parte;
yo prefiero el umbral de la Casa de mi Dios
antes que vivir entre malvados.
12 Porque el Señor es sol y escudo;
Dios da la gracia y la gloria,
y no niega sus bienes
a los que proceden con rectitud.
13 ¡Señor del universo,
feliz el hombre que confía en ti!
La nueva ciudad de Dios centro de toda la humanidad. Miércoles 4 de septiembre de 2002
Isaías 2
1. La liturgia diaria de Laudes, además de los salmos, propone siempre un cántico tomado del Antiguo Testamento. En efecto, ya se sabe que, junto al Salterio, auténtico libro de la oración de Israel y, luego, de la Iglesia, existe otra especie de "Salterio" esparcido por las diversas páginas históricas, proféticas y sapienciales de la Biblia. También está constituido por himnos, súplicas, alabanzas e invocaciones, a menudo de gran belleza e intensidad espiritual.
En nuestra peregrinación ideal a lo largo de las oraciones de la Liturgia de Laudes, ya hemos encontrado muchos de estos cánticos que se hallan esparcidos por las páginas bíblicas. Ahora reflexionamos sobre uno realmente admirable, obra de uno de los más grandes profetas de Israel, Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo. Es testigo de tiempos difíciles para el reino de Judá, pero también cantor de la esperanza mesiánica con un lenguaje poético elevadísimo.
2. Es el caso del cántico que acabamos de escuchar y que se halla situado casi al inicio de su libro, en los primeros versículos del capítulo 2, precedidos por una nota redaccional posterior, que reza así: "Visión de Isaías, hijo de Amós, tocante a Judá y Jerusalén" (Is 2,1). Así pues, el himno está concebido como una visión profética, que describe una meta hacia la cual tiende, en la esperanza, la historia de Israel. No es casual que las primeras palabras sean: "Al final de los días" (v. 2), es decir, en la plenitud de los tiempos. Por eso, es una invitación a no quedarse en el presente, tan miserable, sino a saber intuir bajo la superficie de los acontecimientos diarios la presencia misteriosa de la acción divina, que conduce la historia hacia un horizonte muy diverso de luz y de paz.
Esta "visión", de sabor mesiánico, volverá a presentarse en el capítulo 60 del mismo libro, en un escenario más amplio, signo de una ulterior meditación de las palabras esenciales e incisivas del profeta, precisamente las del cántico que acabamos de proclamar. El profeta Miqueas (cf. Mi 4,1‑3) recogerá el mismo himno, aunque con un final (cf.Mi 4,4‑5) diverso del que tiene el oráculo de Isaías (cf. Is 2,5).
3. En el centro de la "visión" de Isaías se eleva el monte Sión, que dominará idealmente todos los demás montes, pues está habitado por Dios y, por consiguiente, es lugar de contacto con el cielo (cf. 1R 8,22‑53). De él, según el oráculo de Isaías 60,1‑6, saldrá una luz que rasgará y disipará las tinieblas, y hacia él se dirigirán procesiones de pueblos desde todos los rincones de la tierra.
Este poder de atracción de Sión se funda en dos realidades que brotan del monte santo de Jerusalén: la ley y la palabra del Señor. Realmente constituyen una sola realidad, que es fuente de vida, de luz y de paz, expresión del misterio del Señor y de su voluntad. Cuando las naciones llegan a la cima de Sión, donde se eleva el templo de Dios, sucede el milagro que desde siempre espera la humanidad y hacia el que suspira. Los pueblos renuncian a las armas, que son recogidas para forjar con ellas instrumentos pacíficos de trabajo: las espadas se transforman en arados, las lanzas en podaderas. Así surge un horizonte de paz, deshalôm (cf. Is 60,17), como se dice en hebreo, palabra muy usada en la teología mesiánica. Cae, finalmente para siempre, el telón sobre la guerra y sobre el odio.
4. El oráculo de Isaías concluye con un llamamiento, que va en la línea de la espiritualidad de los cantos de peregrinación a Jerusalén: "Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor" (Is 2,5). Israel no debe ser un mero espectador de esta transformación histórica radical; no puede rechazar la invitación puesta al inicio en labios de los pueblos: "Venid, subamos al monte del Señor" (Is 2,3).
También a los cristianos nos interpela este cántico de Isaías. Al comentarlo, los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V (Basilio Magno, Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro, Cirilo de Alejandría) lo veían realizado con la venida de Cristo. Por consiguiente, identificaban la Iglesia con el "monte de la casa del Señor... encumbrado sobre las montañas", del que salía la palabra del Señor y hacia el que confluirán los pueblos paganos, en la nueva era de paz inaugurada por el Evangelio.
5. Ya el mártir san Justino, en su Primera Apología, escrita aproximadamente el año 153, proclamaba la realización del versículo del cántico, que dice: "de Jerusalén saldrá la palabra del Señor" (cf. v. 3). Escribía: "De Jerusalén salieron doce hombres hacia todo el mundo. Eran ignorantes; no sabían hablar, pero gracias al poder de Dios revelaron a todo el género humano que habían sido enviados por Cristo para enseñar a todos la palabra de Dios. Y nosotros, que antes nos matábamos los unos a los otros, no sólo no luchamos ya contra los enemigos, sino que, para no mentir y no engañar a los que nos interrogan, de buen grado morimos confesando a Cristo" (Primera Apología, 39, 3:Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 118).
Por eso, de modo particular, los cristianos aceptamos la invitación del profeta y tratamos de poner los cimientos de la civilización del amor y de la paz, en la que ya no habrá ni guerra "ni muerte ni llanto ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4).
Isaías 2
1 Palabra que Isaías, hijo de Amós, recibió en una visión, acerca de Judá y de Jerusalén:
2 Sucederá al fin de los tiempos que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella
3 y acudirán pueblos numerosos, que dirán; ¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la Casa del Dios de Jacob! Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas». Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén, la palabra del Señor.
4 El será juez entre las naciones y árbitro de pueblos numerosos Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra.
5 ¡Ven, casa de Jacob, y caminemos a la luz del Señor!
La llegada del Día del Señor
6 Sí, tú has desechado a tu pueblo a la casa de Jacob. porque están llenos de adivinos de Oriente, de astrólogos, como los filisteos, y estrechan la mano de los extranjeros.
7 Su país está lleno de plata y oro y sus tesoros no tienen fin. Su país está lleno de caballos y sus carros de guerra no tienen fin.
8 Su país está lleno de ídolos; ellos se postran ante la obra de sus manos, ante lo que fabricaron sus propios dedos.
9 El hombre será doblegado y el mortal, humillado –tú no podrías perdonarlos –
10 ¡Entra en la roca y escóndete en el polvo, lejos del Terror del Señor y del esplendor de su majestad!
11 La mirada altanera del hombre será humillada, la arrogancia humana será abatida. y sólo el Señor será exaltado en aquel día.
12 Porque habrá un día para el Señor de los ejércitos contra todo lo arrogante y altanero, contra todo lo alto y encumbrado,
13 contra todos los cedros del Líbano, altaneros y elevados, contra todas las encinas de Basán
14 contra todas las montañas altivas, contra todas las colinas encumbradas,
15 contra todas las altas torres, contra todo muro fortificado,
16 contra todas las naves de Tarsis, contra todos los barcos suntuosos.
17 El orgullo del hombre será humillado, la arrogancia humana será abatida, y sólo el Señor será exaltado en aquel día,
18 y hasta el último de los ídolos desaparecerá.
19 ¡Entren en las cavernas de las rocas y en las cuevas del suelo. lejos del Terror del Señor y del esplendor de su majestad, cuando él se levante para llenar la tierra de espanto!
20 Aquel día, el hombre arrojará a los topos y a los murciélagos los ídolos de plata y los ídolos de oro que se había fabricado para adorarlos,
21 y se meterá en las hendiduras de las rocas y en las grietas de los peñascos, lejos del Terror del Señor y del esplendor de su majestad, cuando él se levante para llenar la tierra de espanto.
22 ¡Dejen entonces al hombre que sólo tiene aliento en sus narices! ¿En qué se lo puede estimar?
Dios, rey y juez del universo. Miércoles 18 de septiembre de 2002
Salmo 95
1. "Decid a los pueblos: "El Señor es rey"". Esta exhortación del salmo 95 (v. 10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los "salmos del Señor rey", que abarcan los salmos 95‑98, así como el 46 y el 92.
Ya hemos tenido anteriormente ocasión de presentar y comentar el salmo 92, y sabemos que en estos cánticos el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente" (v. 10). El verbo "gobernar" expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
2. El salmo 95 comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan "a los pueblos: el Señor es rey" (v. 10), y precisa que el Señor "gobierna a las naciones" (v. 10), "a los pueblos" (v. 13). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que "los dioses de los gentiles son apariencia" (v. 5).
El Salmo se halla sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1‑9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1‑3, 7‑9).
Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal.
3. En el centro de este canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración.
El salmista proclama: "Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo" (vv. 4‑5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor.
4. Pero pasemos al segundo cuadro, el que se abre con la proclamación de la realeza del Señor (cf. vv. 10‑13). Quien canta aquí es el universo, incluso en sus elementos más misteriosos y oscuros, como el mar, según la antigua concepción bíblica: "Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra" (vv. 11‑13).
Como dirá san Pablo, también la naturaleza, juntamente con el hombre, "espera vivamente (...) ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,19. 21).
Aquí quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia, los cuales vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo.
5. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre" (Omelie sulla natività, Discurso 38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" (VIII, 5: I Padri apostolici, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz" (Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,43‑45).
SALMO 95
1 Canten al Señor un canto nuevo,
cante al Señor toda la tierra;
2 canten al Señor, bendigan su Nombre,
día tras día, proclamen su victoria.
3 Anuncien su gloria entre las naciones,
y sus maravillas entre los pueblos.
4 Porque el Señor es grande y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
5 Los dioses de los pueblos no son más que apariencia,
pero el Señor hizo el cielo;
6 en su presencia hay esplendor y majestad,
en su Santuario, poder y hermosura.
7 Aclamen al Señor, familias de los pueblos,
aclamen la gloria y el poder del Señor;
8 aclamen la gloria del nombre del Señor.
Entren en sus atrios trayendo una ofrenda,
9 adoren al Señor al manifestarse su santidad:
¡que toda la tierra tiemble ante él!
10 Digan entre las naciones: «¡el Señor reina!
El mundo está firme y no vacilará.
El Señor juzgará a los pueblos con rectitud».
11 Alégrese el cielo y exulte la tierra,
resuene el mar y todo lo que hay en él;
12 regocíjese el campo con todos sus frutos,
griten de gozo los árboles del bosque.
13 Griten de gozo delante del Señor,
porque él viene a gobernar la tierra:
él gobernará al mundo con justicia,
y a los pueblos con su verdad.
Nuestra salvación está cerca. Miércoles 25 de septiembre de 2002
Salmo 84
1. El salmo 84, que acabamos de proclamar, es un canto gozoso y lleno de esperanza en el futuro de la salvación. Refleja el momento entusiasmante del regreso de Israel del exilio babilónico a la tierra de sus padres. La vida nacional se reanuda en aquel amado hogar, que había sido apagado y destruido en la conquista de Jerusalén por obra del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a.C.
En efecto, en el original hebreo del Salmo aparece varias veces el verbo shûb, que indica el regreso de los deportados, pero también significa un "regreso" espiritual, es decir, la "conversión". Por eso, el renacimiento no sólo afecta a la nación, sino también a la comunidad de los fieles, que habían considerado el exilio como un castigo por los pecados cometidos y que veían ahora el regreso y la nueva libertad como una bendición divina por la conversión realizada.
2. El Salmo se puede seguir en su desarrollo de acuerdo con dos etapas fundamentales. La primera está marcada por el tema del "regreso", con todos los matices a los que aludíamos.
Ante todo se celebra el regreso físico de Israel: "Señor (...), has restaurado la suerte de Jacob" (v. 2); "restáuranos, Dios salvador nuestro (...) ¿No vas a devolvernos la vida?" (vv. 5. 7). Se trata de un valioso don de Dios, el cual se preocupa de liberar a sus hijos de la opresión y se compromete en favor de su prosperidad: "Amas a todos los seres (...). Con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida" (Sb 11,24. 26).
Ahora bien, además de este "regreso", que unifica concretamente a los dispersos, hay otro "regreso" más interior y espiritual. El salmista le da gran espacio, atribuyéndole un relieve especial, que no sólo vale para el antiguo Israel, sino también para los fieles de todos los tiempos.
3. En este "regreso" actúa de forma eficaz el Señor, revelando su amor al perdonar la maldad de su pueblo, al borrar todos sus pecados, al reprimir totalmente su cólera, al frenar el incendio de su ira (cf. Sal 84,3‑4).
Precisamente la liberación del mal, el perdón de las culpas y la purificación de los pecados crean el nuevo pueblo de Dios. Eso se pone de manifiesto a través de una invocación que también ha llegado a formar parte de la liturgia cristiana: "Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación" (v. 8).
Pero a este "regreso" de Dios que perdona debe corresponder el "regreso", es decir, la conversión del hombre que se arrepiente. En efecto, el Salmo declara que la paz y la salvación se ofrecen "a los que se convierten de corazón" (v. 9). Los que avanzan con decisión por el camino de la santidad reciben los dones de la alegría, la libertad y la paz.
Es sabido que a menudo los términos bíblicos relativos al pecado evocan un equivocarse de camino, no alcanzar la meta, desviarse de la senda recta. La conversión es, precisamente, un "regreso" al buen camino que lleva a la casa del Padre, el cual nos espera para abrazarnos, perdonarnos y hacernos felices (cf. Lc 15,11‑32).
4. Así llegamos a la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10‑14), tan familiar para la tradición cristiana. Allí se describe un mundo nuevo, en el que el amor de Dios y su fidelidad, como si fueran personas, se abrazan; del mismo modo, también la justicia y la paz se besan al encontrarse. La verdad brota como en una primavera renovada, y la justicia, que para la Biblia es también salvación y santidad, mira desde el cielo para iniciar su camino en medio de la humanidad
Todas las virtudes, antes expulsadas de la tierra a causa del pecado, ahora vuelven a la historia y, al encontrarse, trazan el mapa de un mundo de paz. La misericordia, la verdad, la justicia y la paz se transforman casi en los cuatro puntos cardinales de esta geografía del espíritu. También Isaías canta: "Destilad, cielos, como rocío de lo alto; derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca salvación, y germine juntamente la justicia. Yo, el Señor, lo he creado" (Is 45,8).
5. Ya en el siglo II con san Ireneo de Lyon, las palabras del salmista se leían como anuncio de la "generación de Cristo en el seno de la Virgen" (Adversus haereses III, 5, 1). En efecto, la venida de Cristo es la fuente de la misericordia, el brotar de la verdad, el florecimiento de la justicia, el esplendor de la paz.
Por eso, la tradición cristiana lee el Salmo, sobre todo en su parte final, en clave navideña. San Agustín lo interpreta así en uno de sus discursos para la Navidad. Dejemos que él concluya nuestra reflexión: ""La verdad ha brotado de la tierra": Cristo, el cual dijo: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6) nació de una Virgen. "La justicia ha mirado desde el cielo": quien cree en el que nació no se justifica por sí mismo, sino que es justificado por Dios. "La verdad ha brotado de la tierra": porque "el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14). "Y la justicia ha mirado desde el cielo": porque "toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto" (St 1,17). "La verdad ha brotado de la tierra", es decir, ha tomado un cuerpo de María. "Y la justicia ha mirado desde el cielo": porque "nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo" (Jn 3,27)" (Discorsi, IV/1, Roma 1984, p. 11).
SALMO 84
1 Del maestro de coro. De los hijos de Coré. Salmo.
2 Fuiste propicio, Señor, con tu tierra,
cambiaste la suerte de Jacob;
3 perdonaste la culpa de tu pueblo,
lo absolviste de todos sus pecados;
4 reprimiste toda tu indignación
y aplacaste el ardor de tu enojo.
5 ¡Restáuranos, Dios, salvador nuestro;
olvida tu aversión hacia nosotros!
6 ¿Vas a estar enojado para siempre?
¿Mantendrás tu ira eternamente?
7 ¿No volverás a darnos la vida,
para que tu pueblo se alegre en ti?
8 ¡Manifiéstanos, Señor, tu misericordia
y danos tu salvación!
9 Voy a proclamar lo que dice el Señor:
el Señor promete la paz,
la paz para su pueblo y sus amigos,
y para los que se convierten de corazón.
10 Su salvación está muy cerca de sus fieles,
y la Gloria habitará en nuestra tierra.
11 El Amor y la Verdad se encontrarán,
la Justicia y la Paz se abrazarán;
12 la Verdad brotará de la tierra
y la Justicia mirará desde el cielo.
13 El mismo Señor nos dará sus bienes
y nuestra tierra producirá sus frutos.
14 La Justicia irá delante de él,
y la Paz, sobre la huella de sus pasos.
Himno después de la victoria. Miércoles 2 de octubre de 2002
Isaías 26,1‑12
1. En el libro del profeta Isaías convergen voces diversas, distribuidas en un amplio arco de tiempo y todas puestas bajo el nombre y la inspiración de este grandioso testigo de la palabra de Dios, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo.
En este vasto libro de profecías que también Jesús desenrolló y leyó en la sinagoga de su pueblo, Nazaret (cf. Lc 4,17‑19), se halla una serie de capítulos, que va del 24 al 27, denominada habitualmente por los estudiosos "el gran Apocalipsis de Isaías". En efecto, se encontrará en él una segunda y menor en los capítulos 34‑35. En páginas a menudo ardientes y densas de símbolos, se delinea una fuerte descripción poética del juicio divino sobre la historia y se exalta la espera de salvación por parte de los justos.
2. Con frecuencia, como sucederá con el Apocalipsis de san Juan, se oponen dos ciudades contrapuestas entre sí: la ciudad rebelde, encarnada en algunos centros históricos de entonces, y la ciudad santa, donde se reúnen los fieles.
Pues bien, el cántico que acaba de proclamarse, y que está tomado del capítulo 26 de Isaías, es precisamente la celebración gozosa de la ciudad de la salvación. Se eleva fuerte y gloriosa, porque el Señor mismo ha puesto sus fundamentos y sus murallas de protección, transformándola en una morada segura y tranquila (cf. v. 1). Él abre ahora sus puertas de par en par, para acoger al pueblo de los justos (cf. v. 2), que parece repetir las palabras del salmista cuando, delante del templo de Sión, exclama: "Abridme las puertas del triunfo y entraré para gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella" (Sal 177,19‑20).
3. Quien entra en la ciudad de la salvación debe cumplir un requisito fundamental: "ánimo firme, ... fiarse de ti, ... confiar" (cf. Is 26,3‑4). Es la fe en Dios, una fe sólida, basada en él, que es la "Roca eterna" (v. 4).
Es la confianza, ya expresada en la raíz originaria hebrea de la palabra "amén", profesión sintética de fe en el Señor, que, como cantaba el rey David, es "mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador; mi Dios, peña mía, refugio mío, mi escudo y baluarte, mi fuerza salvadora" (Sal 17,2‑3; cf. 2S 22,2‑3).
El don que Dios ofrece a los fieles es la paz (cf. Is 26,3), el don mesiánico por excelencia, síntesis de vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.
4. Es un don reafirmado con fuerza también en el versículo final del cántico de Isaías: "Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú" (v. 12). Este versículo atrajo la atención de los Padres de la Iglesia: en aquella promesa de paz vislumbraron las palabras de Cristo que resonarían siglos más tarde: "Os dejo la paz, mi paz os doy" (Jn 14,27).
En su Comentario al evangelio de Juan, san Cirilo de Alejandría recuerda que, al dar la paz, Jesús da su mismo Espíritu. Por tanto, no nos deja huérfanos, sino que, mediante el Espíritu, permanece con nosotros. Y san Cirilo comenta: el profeta "pide que venga el Espíritu divino, por el cual hemos sido admitidos de nuevo en la amistad con Dios Padre, del que antes estábamos alejados por el pecado que reinaba en nosotros". El comentario se transforma luego en oración: "Oh Señor, concédenos la paz. Entonces admitiremos que tenemos todo, y nos parecerá que no le falta nada a quien ha recibido la plenitud de Cristo. En efecto, la plenitud de todo bien es que Dios more en nosotros por el Espíritu (cf. Col 1,19)" (vol. III, Roma 1994, p. 165).
5. Demos una última mirada al texto de Isaías. Presenta una reflexión sobre la "senda recta del justo" (cf. v. 7) y una declaración de adhesión a las decisiones justas de Dios (cf. vv. 8‑9). La imagen dominante es la de la senda, clásica en la Biblia, como ya había declarado Oseas, profeta poco anterior a Isaías: "¿Quién es sabio para entender estas cosas, inteligente para conocerlas?: Que rectos son los caminos del Señor, por ellos caminan los justos, mas los rebeldes en ellos tropiezan" (Os 14,10).
En el cántico de Isaías hay otro componente, que es muy sugestivo también por el uso litúrgico que hace de él la liturgia de Laudes. En efecto, se menciona el alba, esperada después de una noche dedicada a la búsqueda de Dios: "Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti" (Is 26,9).
Precisamente a las puertas del día, cuando inicia el trabajo y bulle ya la vida diaria en las calles de la ciudad, el fiel debe comprometerse nuevamente a caminar "en la senda de tus juicios, Señor" (v. 8), esperando en él y en su palabra, única fuente de paz.
Afloran entonces en sus labios las palabras del salmista, que desde la aurora profesa su fe: "Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti. (...) Tu gracia vale más que la vida" (Sal 62,2. 4). Así, con el ánimo fortalecido, puede afrontar la nueva jornada.
Isaías 26,1‑12
1 Aquel día, se entonará este canto en el país de Judá: Tenemos una ciudad fuerte, el Señor le ha puesto como salvaguardia muros y antemuros.
2 Abran las puertas, para que entre una nación justa, que se mantiene fiel.
3 Su carácter es firme, y tú la conservas en paz. porque ella confía en ti.
4 Confíen en el Señor para siempre, porque el Señor es una Roca eterna.
5 El doblegó a los que habitaban en la altura, en la ciudad inaccesible; la humilló hasta la tierra, le hizo tocar el polvo.
6 Ella es pisoteada por los pies del pobre, por las pisadas de los débiles.
Salmo: la esperanza en los juicios del Señor
7 La senda del justo es recta, tú allanas el sendero del justo.
8 Sí, en la senda trazada por tus juicios, esperamos en ti, Señor: tu Nombre y tu recuerdo son el deseo de nuestra alma.
9 Mi alma te desea por la noche, y mi espíritu te busca de madrugada, porque cuando tus juicios se ejercen sobre la tierra, los habitantes del mundo aprenden la justicia.
10 Si se hace gracia al malvado, no aprende la justicia; en el país de la rectitud, obra perversamente, sin mirar la majestad del Señor.
11 Señor, tu mano está levantada, pero ellos no la ven; ¡que vean avergonzados tu celo por el pueblo, que los devore el fuego destinado a tus adversarios!
12 Señor, tú nos aseguras la paz, porque eres tú el que realiza por nosotros todo lo que nosotros hacemos.
Todos los pueblos alaben a Dios. Miércoles 9 de octubre de 2002
Salmo 66
1. Acaba de resonar la voz del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.
Esta apertura universalista refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los pueblos" (Is 56,7).
También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben" (vv. 4 y 6).
2. Incluso los que no pertenecen a la comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El "camino" es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahveh (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor "hasta los confines del orbe" (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso de Dios.
3. Al inicio y en la parte final del Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina: "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7‑8).
Es fácil percibir en estas palabras el eco de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6,24‑26).
Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso.
El pensamiento va también a la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: "De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12,2‑3).
4. En la tradición bíblica uno de los efectos comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de la fertilidad.
En nuestro salmo se alude explícitamente a esta realidad concreta, valiosa para la existencia: "La tierra ha dado su fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a unir el Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del favor divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.
La misma frase llamó la atención de los Padres de la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano simbólico. Así, Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva "la tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán". Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor (...); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras de san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en la tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba llena de espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del escardador, se ha acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no daría su fruto "si antes no hubiera sido regada" por la lluvia, "si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero ya tenemos un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: "Al enviar luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto" con más abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970, p. 551).
SALMO 66
1 Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda. Salmo. Canto.
2 Que Dios tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
3 para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
4 ¡Que los pueblos te den gracias, oh Dios,
que todos los pueblos te den gracias!
5 Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
6 ¡Que los pueblos te den gracias, oh Dios,
que todos los pueblos te den gracias!
7 La tierra ha dado su fruto:
el Señor, nuestro Dios, nos bendice.
8 Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.
Oración a Dios ante las dificultades. Miércoles 23 de octubre de 2002
Salmo 85
1. El salmo 85, que se acaba de proclamar y que será objeto de nuestra reflexión, nos brinda una sugestiva definición del orante. Se presenta a Dios con estas palabras: soy "tu siervo" e "hijo de tu esclava" (v. 16). Desde luego, la expresión puede pertenecer al lenguaje de las ceremonias de corte, pero también se usaba para indicar al siervo adoptado como hijo por el jefe de una familia o de una tribu. Desde esta perspectiva, el salmista, que se define también "fiel" del Señor (cf. v. 2), se siente unido a Dios por un vínculo no sólo de obediencia, sino también de familiaridad y comunión.
Por eso, su súplica está totalmente impregnada de abandono confiado y esperanza.
Sigamos ahora esta plegaria que la Liturgia de las Horas nos propone al inicio de una jornada que probablemente implicará no sólo compromisos y esfuerzos, sino también incomprensiones y dificultades.
2. El Salmo comienza con una intensa invocación, que el orante dirige al Señor confiando en su amor (cf. vv. 1‑7). Al final expresa nuevamente la certeza de que el Señor es un "Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal" (v. 15; cf. Ex 34,6). Estos reiterados y convencidos testimonios de confianza manifiestan una fe intacta y pura, que se abandona al "Señor (...) bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (v. 5).
En el centro del Salmo se eleva un himno, en el que se mezclan sentimientos de gratitud con una profesión de fe en las obras de salvación que Dios realiza delante de los pueblos (cf. vv. 8‑13).
3. Contra toda tentación de idolatría, el orante proclama la unicidad absoluta de Dios (cf. v. 8). Luego se expresa la audaz esperanza de que un día "todos los pueblos" adorarán al Dios de Israel (v. 9). Esta perspectiva maravillosa encuentra su realización en la Iglesia de Cristo, porque él envió a sus apóstoles a enseñar a "todas las gentes" (Mt 28,19). Nadie puede ofrecer una liberación plena, salvo el Señor, del que todos dependen como criaturas y al que debemos dirigirnos en actitud de adoración (cf. Sal 85, v. 9). En efecto, él manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras admirables, que testimonian su señorío absoluto (cf. v. 10).
En este contexto el salmista se presenta ante Dios con una petición intensa y pura: "Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre" (v. 11). Es hermosa esta petición de poder conocer la voluntad de Dios, así como esta invocación para obtener el don de un "corazón entero", como el de un niño, que sin doblez ni cálculos se abandona plenamente al Padre para avanzar por el camino de la vida.
4. En este momento aflora a los labios del fiel la alabanza a Dios misericordioso, que no permite que caiga en la desesperación y en la muerte, en el mal y en el pecado (cf. vv. 12‑13; Sal 15,10‑11).
El salmo 85 es un texto muy apreciado por el judaísmo, que lo ha incluido en la liturgia de una de las solemnidades más importantes, el Yom Kippur o día de la expiación. El libro del Apocalipsis, a su vez, tomó un versículo (cf. v. 9) para colocarlo en la gloriosa liturgia celeste dentro de "el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero": "todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti"; y el Apocalipsis añade: "porque tus juicios se hicieron manifiestos" (Ap 15,4).
San Agustín dedicó a este salmo un largo y apasionado comentario en sus Exposiciones sobre los Salmos, transformándolo en un canto de Cristo y del cristiano. La traducción latina, en el versículo 2, de acuerdo con la versión griega de los Setenta, en vez de "fiel" usa el término "santo": "protege mi vida, pues soy santo". En realidad, sólo Cristo es santo, pero —explica san Agustín— también el cristiano se puede aplicar a sí mismo estas palabras: "Soy santo, porque tú me has santificado; porque lo he recibido (este título), no porque lo tuviera; porque tú me lo has dado, no porque yo me lo haya merecido". Por tanto, "diga todo cristiano, o mejor, diga todo el cuerpo de Cristo; clame por doquier, mientras sufre las tribulaciones, las diversas tentaciones, los innumerables escándalos: "protege mi vida, pues soy santo; salva a tu siervo que confía en ti". Este santo no es soberbio, porque espera en el Señor" (Esposizioni sui Salmi, vol. II, Roma 1970, p. 1251).
5. El cristiano santo se abre a la universalidad de la Iglesia y ora con el salmista: "Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal 85,9). Y san Agustín comenta: "Todos los pueblos en el único Señor son un solo pueblo y forman una unidad. Del mismo modo que existen la Iglesia y las Iglesias, y las Iglesias son la Iglesia, así ese "pueblo" es lo mismo que los pueblos. Antes eran pueblos varios, gentes numerosas; ahora forman un solo pueblo. ¿Por qué un solo pueblo? Porque hay una sola fe, una sola esperanza, una sola caridad, una sola espera. En definitiva, ¿por qué no debería haber un solo pueblo, si es una sola la patria? La patria es el cielo; la patria es Jerusalén. Y este pueblo se extiende de oriente a occidente, desde el norte hasta el sur, en las cuatro partes del mundo" (ib., p. 1269).
Desde esta perspectiva universal, nuestra oración litúrgica se transforma en un himno de alabanza y un canto de gloria al Señor en nombre de todas las criaturas.
SALMO 85
1 Oración de David.
Inclina tu oído, Señor, respóndeme,
porque soy pobre y miserable;
2 protégeme, porque soy uno de tus fieles,
salva a tu servidor que en ti confía.
3 Tú eres mi Dios: ten piedad de mí, Señor,
porque te invoco todo el día;
4 reconforta el ánimo de tu servidor,
porque a ti, Señor, elevo mi alma.
5 Tú, Señor, eres bueno e indulgente,
rico en misericordia con aquellos que te invocan:
6 ¡atiende, Señor, a mi plegaria,
escucha la voz de mi súplica!
7 Yo te invoco en el momento de la angustia;
porque tú me respondes.
8 No hay otro dios igual a ti, Señor,
ni hay obras como las tuyas.
9 Todas las naciones que has creado
vendrán a postrarse delante de ti
y glorificarán tu Nombre, Señor.
10 porque tú eres grande, Dios mío,
y eres el único que hace maravillas.
11 Indícame tu camino, Señor,
para que yo viva según tu verdad;
orienta totalmente mi corazón
al temor de tu Nombre.
12 Te daré gracias, Dios mío, de todo corazón,
y glorificaré tu Nombre eternamente;
13 porque es grande el amor que me tienes,
y tú me libraste del fondo del Abismo.
14 Dios mío, los orgullosos se levantaron contra mí,
y una banda de forajidos atenta contra mi vida
sin preocuparse para nada de ti.
15 Pero tú, Señor, Dios compasivo y bondadoso,
lento para enojarte, rico en amor y fidelidad,
16 vuelve hacia mí tu rostro y ten piedad de mí;
fortalece a tu servidor,
salva a tu hijo de tu servidora.
17 Dame una prueba de tu bondad,
para que mis adversarios queden confundidos,
al ver que tú, Señor, eres mi ayuda y mi consuelo.
Dios juzgará con justicia. Miércoles 30 de octubre de 2002
Isaías 33
1. Entre los cánticos bíblicos que acompañan a los salmos en la liturgia de las Laudes encontramos el breve texto proclamado hoy. Está tomado de un capítulo del libro del profeta Isaías, el trigésimo tercero de su amplia y admirable colección de oráculos divinos.
El cántico comienza, en los versículos anteriores a los que se recogen en la liturgia (cf. vv. 10‑12), con el anuncio de un ingreso potente y glorioso de Dios en el escenario de la historia humana: "Ahora me levanto, dice el Señor, ahora me exalto, ahora me elevo" (v. 10). Las palabras de Dios se dirigen a los "lejanos" y a los "cercanos", es decir, a todas las naciones de la tierra, incluso a las más remotas, y a Israel, el pueblo "cercano" al Señor por la alianza (cf. v. 13).
En otro pasaje del libro de Isaías se afirma: "Yo pongo alabanza en los labios: ¡Paz, paz a los lejanos y a los cercanos! ‑dice el Señor‑. Yo los curaré" (Is 57, 19). Sin embargo, ahora las palabras del Señor se vuelven duras, asumen el tono del juicio sobre el mal de los "lejanos" y de los "cercanos".
2. En efecto, inmediatamente después, cunde el miedo entre los habitantes de Sión, en los que reinan el pecado y la impiedad (cf. Is 33,14). Son conscientes de que viven cerca del Señor, que reside en el templo, ha elegido caminar con ellos en la historia y se ha transformado en "Emmanuel", "Dios con nosotros" (cf. Is 7,14). Ahora bien, el Señor justo y santo no puede tolerar la impiedad, la corrupción y la injusticia. Como "fuego devorador" y "hoguera perpetua" (cf. Is 33,14), acomete el mal para aniquilarlo.
Ya en el capítulo 10, Isaías advertía: "La luz de Israel vendrá a ser fuego, y su Santo, llama; arderá y devorará" (v. 17). También el salmista cantaba: "Como se derrite la cera ante el fuego, así perecen los impíos ante Dios" (Sal 67,3). Se quiere decir, en el ámbito de la economía del Antiguo Testamento, que Dios no es indiferente ante el bien y el mal, sino que muestra su indignación y su cólera contra la maldad.
3. Nuestro cántico no concluye con esta sombría escena de juicio. Más aún, reserva la parte más amplia e intensa a la santidad acogida y vivida como signo de la conversión y reconciliación con Dios, ya realizada. Siguiendo la línea de algunos salmos, como el 14 y el 23, que exponen las condiciones exigidas por el Señor para vivir en comunión gozosa con él en la liturgia del templo, Isaías enumera seis compromisos morales para el auténtico creyente, fiel y justo (cf. Is 33,15), el cual puede habitar, sin sufrir daño, en medio del fuego divino, para él fuente de beneficios.
El primer compromiso consiste en "proceder con justicia", es decir, en considerar la ley divina como lámpara que ilumina el sendero de la vida. El segundo coincide con el hablar leal y sincero, signo de relaciones sociales correctas y auténticas. Como tercer compromiso, Isaías propone "rehusar el lucro de la opresión" combatiendo así la violencia sobre los pobres y la riqueza injusta. Luego, el creyente se compromete a condenar la corrupción política y judicial "sacudiendo la mano para rechazar el soborno", imagen sugestiva que indica el rechazo de donativos hechos para desviar la aplicación de las leyes y el curso de la justicia.
4. El quinto compromiso se expresa con el gesto significativo de "taparse los oídos" cuando se hacen propuestas sanguinarias, invitaciones a cometer actos de violencia. El sexto y último compromiso se presenta con una imagen que, a primera vista, desconcierta porque no corresponde a nuestro modo de hablar. La expresión "cerrar un ojo" equivale a "hacer que no vemos para no tener que intervenir"; en cambio, el profeta dice que el hombre honrado "cierra los ojos para no ver la maldad", manifestando que rechaza completamente cualquier contacto con el mal.
San Jerónimo, en su comentario a Isaías, teniendo en cuenta el conjunto del pasaje, desarrolla así el concepto: "Toda iniquidad, opresión e injusticia, es un delito de sangre: y, aunque no mata con la espada, mata con la intención. "Cierra los ojos para no ver la maldad": ¡Feliz conciencia, que no escucha y no contempla el mal! Por eso, quien obra así, habitará "en lo alto", es decir, en el reino de los cielos o en la altísima gruta de "un picacho rocoso", o sea, en Jesucristo" (In Isaiam prophetam, 10, 33: PL 24, 367).
De esta forma, san Jerónimo nos ayuda a comprender lo que significa "cerrar los ojos" en la expresión del profeta: se trata de una invitación a rechazar totalmente cualquier complicidad con el mal. Como se puede notar fácilmente, se citan los principales sentidos del cuerpo: en efecto, las manos, los pies, los ojos, los oídos y la lengua están implicados en el obrar moral humano.
5. Ahora bien, quien decide seguir esta conducta honrada y justa podrá acceder al templo del Señor, donde recibirá la seguridad del bienestar exterior e interior que Dios da a los que están en comunión con él. El profeta usa dos imágenes para describir este gozoso desenlace (cf. v. 16): la seguridad en un alcázar inexpugnable y la abundancia de pan y agua, símbolo de vida próspera y feliz.
La tradición ha interpretado espontáneamente el signo del agua como imagen del bautismo (cf., por ejemplo, la Carta de Bernabé, XI, 5), mientras que el pan se ha transfigurado para los cristianos en signo de la Eucaristía. Es lo que se lee, por ejemplo, en el comentario de san Justino mártir, el cual ve en las palabras de Isaías una profecía del "pan" eucarístico, "memoria" de la muerte redentora de Cristo (cf. Diálogo con Trifón, Paulinas 1988, p. 242).
Isaías 33
1 ¡Ay de ti, devastador que no has sido devastado, traidor, a quien no han traicionado! Cuando termines de devastar, serás devastado, cuando acabes de traicionar, te traicionarán a ti.
2 Señor, ten piedad de nosotros, nosotros esperamos en ti. Sé nuestro brazo cada mañana y nuestra salvación en el tiempo de la angustia.
3 Al estruendo de tu voz, huyen los pueblos; cuando te alzas, se dispersan las naciones.
4 Como arrasa la oruga, se recoge el botín; se abalanzan sobre él, como una bandada de langostas.
5 El Señor es sublime porque habita en las alturas: él llena a Sión con el derecho y la justicia,
6 él será la seguridad de tus días. La sabiduría y la ciencia son la riqueza salvadora; el temor del Señor, ese es su tesoro.
7 La gente de Ariel grita por las calles, los mensajeros de paz lloran amargamente.
8 Los senderos están desolados, nadie transita por los caminos. Se ha roto la alianza, se rechaza a los testigos, no se tiene en cuenta a nadie.
9 La tierra está de duelo y desfallece, el Líbano pierde el color y se marchita, el Sarón se ha convertido en una estepa, el Basán y el Carmelo se deshojan.
10 «Ahora me levantaré, dice el Señor, ahora me erguiré. ahora me alzaré.
11 Ustedes han concebido hecho y darán a luz paja; mi soplo es un fuego que los va a devorar.
12 Los pueblos serán calcinados, como espinas cortadas, arderán en el fuego.
13 Los que están lejos, escuchen lo que hice; los que están cerca, reconozcan mi poder».
14 Están aterrados en Sión los pecadores, un temblor invade a los impíos: «¿Quién de nosotros habitará en una hoguera eterna?».
15 El que obra con justicia y que habla con rectitud, el que rehúsa una ganancia extorsionada, el que sacude sus manos para no retener el soborno, el que tapa sus oídos a las propuestas sanguinarias, el que cierra los ojos para no ver la maldad:
16 ese hombre habitará en las alturas, rocas fortificadas serán su baluarte, se le dará su pan y tendrá el agua asegurada.
17 Tus ojos verán a un rey en su hermosura, contemplarán un país que se extiende a lo lejos.
18 Tú evocarás lo que te horrorizaba: «¿Dónde está el que contaba, donde el que pesaba, dónde el que numeraba las torres?».
19 Ya no verás más a aquel pueblo brutal, aquel pueblo de lengua impenetrable, que tartamudea en un idioma incomprensible.
20 Mira a Sión, la ciudad de nuestras fiestas, que tus ojos vean a Jerusalén, morada tranquila, carpa que no será desplazada, cuyas estacas no serán arrancadas y cuyas cuerdas no se romperán.
21 Porque allí el Señor se muestra magnífico con nosotros, como un lugar de ríos, de canales anchurosos, por donde no circula ningún barco a remos ni atraviesa ningún navío poderoso.
23 ¡Se aflojan tus cordajes, ya no sostienen el mástil, ni se despliega el pabellón!
22 Porque el Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro Rey: él nos salvará.
23d Entonces se repartirán un inmenso botín, hasta los tullidos participarán del saqueo.
24 Ningún habitante dirá: «Me siento mal», y al pueblo que habita allí le será perdonada su culpa.
El triunfo del Señor en su venida final. Miércoles 6 de noviembre de 2002
Salmo 97
1. El salmo 97, que se acaba de proclamar, pertenece a una categoría de himnos que ya hemos encontrado durante el itinerario espiritual que estamos realizando a la luz del Salterio.
Se trata de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6). Se define como "cántico nuevo" (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un canto perfecto, pleno, solemne, acompañado con música de fiesta. En efecto, además del canto coral, se evocan "el son melodioso" de la cítara (cf. v. 5), los clarines y las trompetas (cf. v. 6), pero también una especie de aplauso cósmico (cf. v. 8).
Luego, resuena repetidamente el nombre del "Señor" (seis veces), invocado como "nuestro Dios" (v. 3). Por tanto, Dios está en el centro de la escena con toda su majestad, mientras realiza la salvación en la historia y se le espera para "juzgar" al mundo y a los pueblos (cf. v. 9). El verbo hebreo que indica el "juicio" significa también "regir": por eso, se espera la acción eficaz del Soberano de toda la tierra, que traerá paz y justicia.
2. El Salmo comienza con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (cf. vv. 1‑3). Las imágenes de la "diestra" y del "santo brazo" remiten al éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf. v. 1). En cambio, la alianza con el pueblo elegido se recuerda mediante dos grandes perfecciones divinas: "misericordia" y "fidelidad" (cf. v. 3).
Estos signos de salvación se revelan "a las naciones", hasta "los confines de la tierra" (vv. 2 y 3), para que la humanidad entera sea atraída hacia Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvífica.
3. La acogida dispensada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza coral: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf. vv. 5‑6), participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico.
Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf. v. 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf. vv. 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico (cf. v. 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes (cf. v. 8; Sal 28, 6; 113, 6).
Así pues, se trata de un coro colosal, que tiene como única finalidad exaltar al Señor, rey y juez justo. En su parte final, el Salmo, como decíamos, presenta a Dios "que llega para regir (juzgar) la tierra (...) con justicia y (...) con rectitud" (Sal97, 9).
Esta es la gran esperanza y nuestra invocación: "¡Venga tu reino!", un reino de paz, de justicia y de serenidad, que restablezca la armonía originaria de la creación.
4. En este salmo, el apóstol san Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra de Dios en el misterio de Cristo. San Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio "se ha revelado la justicia de Dios" (cf. Rm 1,17), "se ha manifestado" (cf. Rm 3,21).
La interpretación que hace san Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído desde la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al contemplarlo, se admiran. En cambio, desde la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo contemplan y son invitadas a beneficiarse de esa salvación, ya que el Evangelio "es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego", es decir del pagano (Rm 1, 16). Ahora "todos los confines de la tierra" no sólo "han contemplado la salvación de nuestro Dios" (Sal 97,3), sino que la han recibido.
5. Desde esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto recogido después por san Jerónimo, interpreta el "cántico nuevo" del Salmo como una celebración anticipada de la novedad cristiana del Redentor crucificado. Por eso, sigamos su comentario, que entrelaza el cántico del salmista con el anuncio evangélico: "Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado, algo hasta entonces inaudito. Una realidad nueva debe tener un cántico nuevo. "Cantad al Señor un cántico nuevo". En realidad, el que sufrió la pasión es un hombre; pero vosotros cantad al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero salvó como Dios".
Prosigue Orígenes: Cristo "hizo milagros en medio de los judíos: curó paralíticos, limpió leprosos, resucitó muertos. Pero también otros profetas lo hicieron. Multiplicó unos pocos panes en un número enorme, y dio de comer a un pueblo innumerable. Pero también Eliseo lo hizo. Entonces, ¿qué hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre, para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado, para elevarnos hasta el cielo" (74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 309‑310).
SALMO 97
1 Canten al Señor un canto nuevo,
porque él hizo maravillas:
su mano derecha y su santo brazo
le obtuvieron la victoria.
2 El Señor manifestó su victoria,
reveló su justicia a los ojos de las naciones:
3 se acordó de su amor y su fidelidad
en favor del pueblo de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado
el triunfo de nuestro Dios.
4 Aclame al Señor toda la tierra,
prorrumpan en cantos jubilosos.
5 Canten al Señor con el arpa
y al son de instrumentos musicales;
6 con clarines y sonidos de trompeta
aclamen al Señor, que es Rey.
7 Resuene el mar y todo lo que hay en él,
el mundo y todos sus habitantes;
8 aplaudan las corrientes del océano,
griten de gozo las montañas al unísono.
9 Griten de gozo delante del Señor,
porque él viene a gobernar la tierra;
él gobernará al mundo con justicia,
y a los pueblos con rectitud.
Jerusalén, madre de todos los pueblos. Miércoles 13 de noviembre de 2002
Salmo 86
1. El canto a Jerusalén, ciudad de la paz y madre universal, que acabamos de escuchar, por desgracia está en contraste con la experiencia histórica que la ciudad vive. Pero la oración tiene como finalidad sembrar confianza e infundir esperanza.
La perspectiva universal del salmo 86 puede hacer pensar en el himno del libro de Isaías, en el cual confluyen hacia Sión todas las naciones para escuchar la palabra del Señor y redescubrir la belleza de la paz, forjando "de sus espadas arados", y "de sus lanzas podaderas" (cf. Is 2,2‑5). En realidad, el salmo se sitúa en una perspectiva muy diversa, la de un movimiento que, en vez de confluir hacia Sión, parte de Sión; el salmista considera a Sión como el origen de todos los pueblos. Después de declarar el primado de la ciudad santa no por méritos históricos o culturales, sino sólo por el amor derramado por Dios sobre ella (cf. Sal 86,1‑3), el salmo celebra precisamente este universalismo, que hermana a todos los pueblos.
2. Sión es aclamada como madre de toda la humanidad y no sólo de Israel. Esa afirmación supone una audacia extraordinaria. El salmista es consciente de ello y lo hace notar: "¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!" (v. 3). ¿Cómo puede la modesta capital de una pequeña nación presentarse como el origen de pueblos mucho más poderosos? ¿Por qué Sión puede tener esa inmensa pretensión? La respuesta se da en la misma frase: Sión es madre de toda la humanidad porque es la "ciudad de Dios"; por eso está en la base del proyecto de Dios.
Todos los puntos cardinales de la tierra se encuentran en relación con esta madre: Raab, es decir, Egipto, el gran Estado occidental; Babilonia, la conocida potencia oriental; Tiro, que personifica el pueblo comercial del norte; mientras Etiopía representa el sur lejano y Palestina la zona central, también ella hija de Sión.
En el registro espiritual de Jerusalén se hallan incluidos todos los pueblos de la tierra: tres veces se repite la fórmula "han nacido allí (...); todos han nacido en ella" (vv. 4‑6). Es la expresión jurídica oficial con la que se declaraba que una persona había nacido en una ciudad determinada y, como tal, gozaba de la plenitud de los derechos civiles de aquel pueblo.
3. Es sugestivo observar que incluso las naciones consideradas hostiles a Israel suben a Jerusalén y son acogidas no como extranjeras sino como "familiares". Más aún, el salmista transforma la procesión de estos pueblos hacia Sión en un canto coral y en una danza festiva: vuelven a encontrar sus "fuentes" (cf. v. 7) en la ciudad de Dios, de la que brota una corriente de agua viva que fecunda todo el mundo, siguiendo la línea de lo que proclamaban los profetas (cf. Ez 47,1‑12; Zc 13,1; 14,8; Ap 22,1‑2).
En Jerusalén todos deben descubrir sus raíces espirituales, sentirse en su patria, reunirse como miembros de la misma familia, abrazarse como hermanos que han vuelto a su casa.
4. El salmo 86, página de auténtico diálogo interreligioso, recoge la herencia universalista de los profetas (cf. Is 56,6‑7; 60,6‑7; 66,21; Jl 4,10‑11; Ml 1,11, etc.) y anticipa la tradición cristiana que aplica este salmo a la "Jerusalén de arriba", de la que san Pablo proclama que "es libre; es nuestra madre" y tiene más hijos que la Jerusalén terrena (cf. Ga 4,26‑27). Lo mismo dice el Apocalipsis cuando canta a "la nueva Jerusalén, que baja del cielo, de junto a Dios" (Ap 21,2. 10).
En la misma línea del salmo 86, también el concilio Vaticano II ve en la Iglesia universal el lugar en donde se reúnen "todos los justos, desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido". Esa Iglesia "llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos" (Lumen gentium, 2).
5. En la tradición cristiana, esta lectura eclesial del salmo se abre a la relectura del mismo en clave mariológica. Jerusalén era para el salmista una auténtica "metrópoli", es decir, una "ciudad‑madre", en cuyo interior se hallaba presente el Señor mismo (cf. So 3,14‑18). Desde esta perspectiva, el cristianismo canta a María como la Sión viva, en cuyo seno fue engendrado el Verbo encarnado y, como consecuencia, han sido regenerados los hijos de Dios. Las voces de los Padres de la Iglesia como, por ejemplo, Ambrosio de Milán, Atanasio de Alejandría, Máximo el Confesor, Juan Damasceno, Cromacio de Aquileya y Germano de Constantinopla, concuerdan en esta relectura cristiana del salmo 86.
Citaremos ahora a un maestro de la tradición armenia, Gregorio de Narek (ca. 950‑1010), el cual, en su Panegírico de la santísima Virgen María, se dirige así a la Virgen: "Al refugiarnos bajo tu dignísima y poderosa intercesión, encontramos amparo, oh santa Madre de Dios, consuelo y descanso bajo la sombra de tu protección, como al abrigo de una muralla bien fortificada: una muralla adornada, en la que se hallan engarzados diamantes purísimos; una muralla envuelta en fuego y, por eso, inexpugnable a los asaltos de los ladrones; una muralla que arroja pavesas, inaccesible e inalcanzable para los crueles traidores; una muralla rodeada por todas partes, según David, cuyos cimientos fueron puestos por el Altísimo (cf. Sal 86,1. 5); una muralla fuerte de la ciudad de arriba, según san Pablo (cf. Ga 4,26; Hb 12,22), donde acogiste a todos como habitantes, porque, mediante el nacimiento corporal de Dios, hiciste hijos de la Jerusalén de arriba a los hijos de la Jerusalén terrena. Por eso, sus labios bendicen tu seno virginal y todos te proclaman morada y templo de Aquel que es de la misma naturaleza del Padre. Así pues, con razón se te aplican las palabras del profeta: "Fuiste nuestro refugio y nuestro defensor frente a los torrentes en los días de angustia" (cf. Sal 45,2)" (Testi mariani del primo millennio, IV, Roma 1991, p. 589).
SALMO 86
1 De los hijos de Coré. Salmo. Canto.
¡Esta es la ciudad que fundó el Señor
sobre las santas Montañas!
2 El ama las puertas de Sión
más que a todas las moradas de Jacob.
3 Cosas admirables se dicen de ti, Ciudad de Dios:
4 «Contaré a Egipto y a Babilonia
entre aquellos que me conocen;
filisteos, tirios y etíopes han nacido en ella».
5 Así se hablará de Sión:
«Este, y también aquél, han nacido en ella,
y el Altísimo en persona la ha fundado».
6 Al registrar a los pueblos, el Señor escribirá:
«Este ha nacido en ella».
7 Y todos cantarán, mientras danzan:
«Todas mis fuentes de vida están en ti».
El buen pastor es el Dios altísimo y sapientísimo. Miércoles 20 de noviembre de 2002
Isaías 40,1‑17
1. En el libro del gran profeta Isaías, que vivió en el siglo VIII a.C., se recogen también las voces de otros profetas, discípulos y continuadores suyos. Es el caso del que los estudiosos de la Biblia han llamado "el segundo Isaías", el profeta del regreso de Israel del exilio en Babilonia, que tuvo lugar en el siglo VI a.C. Su obra constituye los capítulos 40‑55 del libro de Isaías, y precisamente del primero de estos capítulos está tomado el cántico que ha entrado en la Liturgia de las Laudes y que se acaba de proclamar.
Este cántico consta de dos partes: los dos primeros versículos provienen del final de un hermosísimo oráculo de consolación que anuncia el regreso de los desterrados a Jerusalén, guiados por Dios mismo (cf. Is 40,1‑11). Los versículos sucesivos forman el inicio de un discurso apologético, que exalta la omnisciencia y la omnipotencia de Dios y, por otra parte, somete a dura crítica a los fabricantes de ídolos.
2. Así pues, al inicio del texto litúrgico aparece la figura poderosa de Dios, que vuelve a Jerusalén precedido de sus trofeos, como Jacob había vuelto a Tierra Santa precedido de sus rebaños (cf. Gn 31,17; 32,17). Los trofeos de Dios son los hebreos desterrados, que él libró de las manos de sus conquistadores. Por tanto, Dios se presenta "como pastor" (Is 40,11). Esta imagen, frecuente en la Biblia y en otras tradiciones antiguas, evoca la idea de guía y de dominio, pero aquí los rasgos son sobre todo tiernos y apasionados, porque el pastor es también el compañero de viaje de sus ovejas (cf. Sal 22). Vela por su grey, no sólo alimentándola y preocupándose de que no se disperse, sino también cuidando con ternura de los corderitos y de las ovejas que han dado a luz (cf. Is 40,11).
3. Después de la descripción de la entrada en escena del Señor, rey y pastor, viene la reflexión sobre su acción como Creador del universo. Nadie puede equipararse a él en esta obra grandiosa y colosal: desde luego, no el hombre, y mucho menos los ídolos, seres muertos e impotentes. El profeta recurre luego a una serie de preguntas retóricas, es decir, preguntas en las que se incluye ya la respuesta. Son pronunciadas en una especie de proceso: nadie puede competir con Dios y arrogarse su inmenso poder o su ilimitada sabiduría.
Nadie es capaz de medir el inmenso universo creado por Dios. El profeta destaca que los instrumentos humanos son ridículamente inadecuados para esa tarea. Por otra parte, Dios actuó en solitario; nadie pudo ayudarle o aconsejarle en un proyecto tan inmenso como el de la creación cósmica (cf. vv. 13‑14).
En su 18ª Catequesis bautismal, san Cirilo de Jerusalén, comentando este cántico, invita a no medir a Dios con la vara de nuestra limitación humana: "Para ti, hombre tan pequeño y débil, la distancia de la Gotia a la India, de España a Persia, es grande, pero para Dios, que tiene en su mano el mundo entero, cualquier tierra está cerca" (Le Catechesi, Roma 1993, p. 408).
4. Después de celebrar la omnipotencia de Dios en la creación, el profeta pondera su señorío sobre la historia, es decir, sobre las naciones, sobre la humanidad que puebla la tierra. Los habitantes de los territorios conocidos, pero también los de las regiones remotas, que la Biblia llama "islas" lejanas, son una realidad microscópica comparada con la grandeza infinita del Señor. Las imágenes son brillantes e intensas: los pueblos son como "gotas de un cubo", "polvillo de balanza", "un grano" (Is 40,15).
Nadie podría ofrecer un sacrificio digno de este grandioso Señor y rey: no bastarían todas las víctimas de la tierra, ni todos los bosques de cedros del Líbano para encender el fuego de este holocausto (cf. v. 16). El profeta recuerda al hombre su límite frente a la infinita grandeza y a la soberana omnipotencia de Dios. La conclusión es lapidaria: "En su presencia, las naciones todas, como si no existieran, valen para él nada y vacío" (v. 17).
5. Por consiguiente, el fiel es invitado, desde el inicio de la jornada, a adorar al Señor omnipotente. San Gregorio de Nisa, Padre de la Iglesia de Capadocia (siglo IV), meditaba así las palabras del cántico de Isaías: "Cuando escuchamos la palabra "omnipotente", pensamos en el hecho de que Dios mantiene todas las cosas en la existencia, tanto las inteligibles como las que pertenecen a la creación material. En efecto, por este motivo, tiene el orbe de la tierra; por este motivo, tiene en su mano los confines de la tierra; por este motivo, tiene en su puño el cielo; por este motivo, mide con su mano el agua del mar; por este motivo, abarca en sí toda la creación intelectual: para que todas las cosas permanezcan en la existencia, mantenidas con poder por la potencia que las abraza" (Teologia trinitaria, Milán 1994, p. 625).
San Jerónimo, por su parte, se queda atónito ante otra verdad sorprendente: la de Cristo, que, "a pesar de su condición divina, (...) se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos" (Flp 2,6‑7). Ese Dios infinito y omnipotente ‑afirma‑ se hizo pequeño y limitado. San Jerónimo lo contempla en el establo de Belén y exclama: "Aquel que encierra en un puño el universo, se halla aquí encerrado en un estrecho pesebre" (Carta 22, 39, en: Opere scelte, I, Turín 1971, p. 379).
Isaías 40,1‑17
1 ¡Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios!
2 Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está paga, que ha recibido de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados.
3 Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios!
4 ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies!
5 Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor.
6 Una voz dice: «¡Proclama!». Y yo respondo: «¿Qué proclamaré?». «Toda carne es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos:
7 la hierba se seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el pueblo es la hierba.
8 La hierba se seca, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre».
9 Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: «¡Aquí está tu Dios!».
10 Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio: el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede.
11 Como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz
12 ¿Quién midió las aguas en el hueco de su mano y abarcó con la palma las dimensiones del cielo? ¿Quién hizo caber en una medida el polvo de la tierra o pesó en una báscula las montañas y en una balanza la colinas?
13 ¿Quién abarcó el espíritu del Señor y qué consejero lo instruyó?
14 ¿Con quién se aconsejó para que le hiciera comprender, para que le enseñara el sendero del derecho, para que le enseñara la ciencia y le hiciera conocer el camino de la inteligencia?
15 Sí, las naciones son como una gota que cae de un balde, cuentan como un grano de polvo en la balanza; las islas pesan lo mismo que el polvillo.
16 El Líbano no bastarías para encender fogatas, sus animales no bastarían para los holocaustos.
17 Todas las naciones son como nada ante él, cuentan para él como la nada y el vacío.
Santo es el Señor, nuestro Dios. Miércoles 27 de noviembre de 2002
Salmo 98
1. "El Señor reina". Esta aclamación, con la que se inicia el salmo 98, que acabamos de escuchar, revela su tema fundamental y su género literario característico. Se trata de un canto elevado por el pueblo de Dios al Señor, que gobierna el mundo y la historia como soberano trascendente y supremo. Guarda relación con otros himnos análogos —los salmos 95‑97, sobre los que ya hemos reflexionado— que la liturgia de las Laudes presenta como la oración ideal de la mañana.
En efecto, el fiel, al comenzar su jornada, sabe que no se halla abandonado a merced de una casualidad ciega y oscura, ni sometido a la incertidumbre de su libertad, ni supeditado a las decisiones de los demás, ni dominado por las vicisitudes de la historia. Sabe que sobre cualquier realidad terrena se eleva el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia.
2. Son diversas las hipótesis sugeridas por los estudiosos sobre el uso de este salmo en la liturgia del templo de Sión. En cualquier caso, tiene el carácter de una alabanza contemplativa que se eleva al Señor, encumbrado en la gloria celestial sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 1). Y, a pesar de eso, Dios se hace presente en un espacio y en medio de una comunidad, es decir, en Jerusalén (cf. v. 2), mostrando que es "Dios con nosotros".
Son siete los títulos solemnes que el salmista atribuye a Dios ya en los primeros versículos: es rey, grande, encumbrado, terrible, santo, poderoso y justo (cf. vv. 1‑4). Más adelante, Dios se presenta también como "paciente" (v. 8). Se destaca sobre todo la santidad de Dios. En efecto, tres veces se repite, casi en forma de antífona, que "él es santo" (vv. 3, 5 y 9). Ese término, en el lenguaje bíblico, indica sobre todo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y se sitúa infinitamente por encima de cualquiera de sus criaturas. Sin embargo, esta trascendencia no lo transforma en soberano impasible y ajeno: cuando se le invoca, responde (cf. v. 6). Dios es quien puede salvar, el único que puede librar a la humanidad del mal y de la muerte. En efecto, "ama la justicia" y "administra la justicia y el derecho en Jacob" (cf. v. 4).
3. Sobre el tema de la santidad de Dios los Padres de la Iglesia hicieron innumerables reflexiones, celebrando la inaccesibilidad divina. Sin embargo, este Dios trascendente y santo se acercó al hombre. Más aún, como dice san Ireneo, se "habituó" al hombre ya en el Antiguo Testamento, manifestándose con apariciones y hablando por medio de los profetas, mientras el hombre "se habituaba" a Dios aprendiendo a seguirlo y a obedecerle. San Efrén, en uno de sus himnos, subraya incluso que por la Encarnación "el Santo tomó como morada el seno (de María), de modo corporal, y ahora toma como morada la mente, de modo espiritual" (Inni sulla Natività, IV, 130).
Además, por el don de la Eucaristía, en analogía con la Encarnación, "la Medicina de vida bajó de lo alto, para habitar en los que son dignos de ella. Después de entrar, puso su morada entre nosotros, santificándonos así a nosotros mismos dentro de él" (Inni conservati in armeno, XLVII, 27. 30).
4. Este vínculo profundo entre "santidad" y cercanía de Dios se desarrolla también en el salmo 98. En efecto, después de contemplar la perfección absoluta del Señor, el salmista recuerda que Dios se mantenía en contacto constante con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como a través de Samuel, su profeta. Hablaba y era escuchado, castigaba los delitos, pero también perdonaba.
El "estrado de sus pies", es decir, el trono del arca del templo de Sión (cf. vv. 5‑8), era signo de su presencia en medio del pueblo. De esta forma, el Dios santo e invisible se hacía disponible a su pueblo a través de Moisés, el legislador, Aarón, el sacerdote, y Samuel, el profeta. Se revelaba con palabras y obras de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión por el culto celebrado en el templo.
5. Así pues, podríamos decir que el salmo 98 se realiza hoy en la Iglesia, sede de la presencia del Dios santo y trascedente. El Señor no se ha retirado al espacio inaccesible de su misterio, indiferente a nuestra historia y a nuestras expectativas, sino que "llega para regir la tierra. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud" (Sal 97,9).
Dios ha venido a nosotros sobre todo en su Hijo, que se hizo uno de nosotros para infundirnos su vida y su santidad. Por eso, ahora no nos acercamos a Dios con terror, sino con confianza. En efecto, tenemos en Cristo al Sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. "De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Así, nuestro canto se llena de serenidad y alegría: ensalza al Señor rey, que habita entre nosotros, enjugando toda lágrima de nuestros ojos (cf. Ap 21,3‑4).
SALMO 98
1 ¡El Señor reina! Tiemblan los pueblos.
Él tiene su trono sobre los querubines: la tierra vacila.
2 ¡Grande es el Señor en Sión!
3 Él se alza sobre todas las naciones.
Alaben tu Nombre grande y temible.
¡Santo es el Señor!
4 Tú eres el rey poderoso que ama la justicia,
tú has establecido lo que es recto,
tú ejerces sobre Jacob el derecho y la justicia.
5 Glorifiquen al Señor, nuestro Dios,
adórenlo ante el estrado de sus pies.
¡Santo es el Señor!
6 Moisés y Aarón, entre sus sacerdotes,
y Samuel, entre los que invocaban su Nombre,
clamaban al Señor y él les respondía.
7 Dios les hablaba desde la columna de nube;
ellos observaban sus mandamientos
y los preceptos que les había dado.
8 Señor, nuestro Dios, tú les respondías;
tú eras para ellos un Dios indulgente,
pero te vengabas de sus malas acciones.
9 Glorifiquen al Señor, nuestro Dios,
y adórenlo en su santa Montaña:
el Señor, nuestro Dios, es santo.
¡Misericordia, Dios mío!. Miércoles 4 de diciembre de 2002
Salmo 50
1. Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebre Miserere. Ya lo hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora consideraremos en especial una sección de esta grandiosa imploración de perdón: los versículos 12‑16.
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra "espíritu", invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: "Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso" (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una "epíclesis", es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1,2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
2. Los Padres de la Iglesia ven en el "espíritu" invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo "que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo" (El Espíritu Santo I, 4, 55:SAEMO 16, p. 95). Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo Spirito Santo, Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22, Roma 1993, p. 117 s).
También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: "La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan" (Apología del profeta David a Teodosio Augusto, 15, 72: SAEMO 5, p. 129).
3. Con esta triple mención del "espíritu", el salmo 50, después de describir en los versículos anteriores la prisión oscura de la culpa, se abre a la región luminosa de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva creación: del mismo modo que en los orígenes Dios insufló su espíritu en la materia y dio origen a la persona humana (cf. Gn 2,7), así ahora el mismo Espíritu divino crea de nuevo (cf. Sal 50,12), renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la salvación (cf. v. 14). El hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro salmo: "Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana" (Sal 142,10).
4. Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios "enseñar a los malvados los caminos" del bien (cf. Sal 50,15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.
Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
5. Por última vez, el orante mira hacia su pasado oscuro y clama a Dios: "¡Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío!" (v. 16). La "sangre", a la que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión, puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que había sido objeto de la pasión del soberano. En sentido más general, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Pero ahora los labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor.
Y el pasaje del salmo 50 que hemos comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la "justicia" de Dios. El término "justicia" aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción punitiva de Dios con respecto al mal; más bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3,26). Dios no se complace en la muerte del malvado, sino en que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18,23).
SALMO 50
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Cuando el profeta Natán lo visitó, después que aquel se había unido a Betsabé.
3 ¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
4 ¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
5 Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
6 Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
8 Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
9 Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
10 Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
12 Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
13 No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
15 yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
16 ¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
17 Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18 Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
19 mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
20 Trata bien a Sión por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén,
21 Entonces aceptarás los sacrificios rituales
–las oblaciones y los holocaustos–
y se ofrecerán novillos en tu altar.
Lamentación del pueblo en tiempo de hambre y guerra. Miércoles 11 de diciembre de 2002
Jeremías 14
1. El canto que el profeta Jeremías, desde su horizonte histórico, eleva al cielo es amargo y lleno de sufrimiento (cf. Jr 14,17‑21). Lo hemos escuchado ahora como invocación, pues se reza en la liturgia de Laudes el viernes, día en que se conmemora la muerte del Señor. El contexto del que brota esta lamentación es una calamidad que a menudo azota a la tierra de Oriente Próximo: la sequía. Pero a este drama natural el profeta une otro no menos terrible: la tragedia de la guerra: "Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre" (v. 18). Por desgracia, la descripción es trágicamente actual en numerosas regiones de nuestro planeta.
2. Jeremías entra en escena con el rostro bañado en lágrimas: su llanto es una lamentación incesante por "la hija de su pueblo", es decir, por Jerusalén. En efecto, según un símbolo bíblico muy conocido, la ciudad se representa con una imagen femenina, "la hija de Sión". El profeta participa íntimamente en la "terrible desgracia" y en la "herida de fuertes dolores" de su pueblo (v. 17). A menudo sus palabras están marcadas por el dolor y las lágrimas, porque Israel no se deja penetrar del mensaje misterioso que el sufrimiento implica. En otro pasaje, Jeremías exclama: "Si no lo oyereis, en silencio llorará mi alma por ese orgullo, y dejarán caer mis ojos lágrimas, y verterán copiosas lágrimas, porque va cautiva la grey del Señor" (Jr 13, 17).
3. El motivo de la desgarradora invocación del profeta se ha de buscar, como decíamos, en dos acontecimientos trágicos: la espada y el hambre, es decir, la guerra y la carestía (cf. Jr 14, 18). Así pues, se trata de una situación histórica dolorosa y es significativo el retrato del profeta y del sacerdote, los custodios de la palabra del Señor, los cuales "vagan sin sentido por el país" (ib.).
La segunda parte del cántico (cf. vv. 19‑21) ya no es una lamentación individual, en primera persona singular, sino una súplica colectiva dirigida a Dios: "¿Por qué nos has herido sin remedio?" (v. 19). En efecto, además de la espada y del hambre, hay una tragedia mayor: la del silencio de Dios, que ya no se revela y parece haberse encerrado en su cielo, como disgustado por la conducta de la humanidad. Por eso, las preguntas dirigidas a él se hacen tensas y explícitas en sentido típicamente religioso: "¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión?" (v. 19). Ya se sienten solos y abandonados, privados de paz, de salvación y de esperanza. El pueblo, abandonado a sí mismo, se encuentra desconcertado e invadido por el terror.
Esta soledad existencial, ¿no es la fuente profunda de tanta insatisfacción, que captamos también en nuestros días? Tanta inseguridad y tantas reacciones desconsideradas tienen su raíz en el hecho de haberse alejado de Dios, roca de salvación.
4. En este momento se produce un cambio radical: el pueblo vuelve a Dios y le dirige una intensa oración. Ante todo, reconoce su pecado con una breve pero sentida confesión de culpa: "Señor, reconocemos nuestra impiedad (...), pecamos contra ti" (v. 20). Por consiguiente, el silencio de Dios era provocado por el alejamiento del hombre. Si el pueblo se convierte y vuelve al Señor, también Dios se mostrará dispuesto a salir a su encuentro para abrazarlo.
Al final, el profeta usa dos palabras fundamentales: el "recuerdo" y la "alianza" (v. 21). Dios es invitado por su pueblo a "recordar", es decir, a reanudar el hilo de su benevolencia generosa, manifestada tantas veces en el pasado con intervenciones decisivas para salvar a Israel. Dios es invitado a recordar que se ha unido a su pueblo mediante una alianza de fidelidad y amor.
Precisamente por esta alianza, el pueblo puede confiar en que el Señor intervendrá para liberarlo y salvarlo. El compromiso que ha asumido, el honor de su "nombre", el hecho de su presencia en el templo, su "trono glorioso", impulsan a Dios, después del juicio por el pecado y el silencio, a acercarse nuevamente a su pueblo para devolverle la vida, la paz y la alegría.
Por consiguiente, al igual que los israelitas, también nosotros podemos tener la certeza de que el Señor no nos abandona para siempre, sino que, después de cada prueba purificadora, vuelve a "iluminar su rostro sobre nosotros, nos otorga su favor (...) y nos concede la paz", como reza la bendición sacerdotal recogida en el libro de los Números (cf. Nm 6,25‑26).
5. En conclusión, la súplica de Jeremías se podría comparar con una conmovedora exhortación dirigida a los cristianos de Cartago por san Cipriano, obispo de esa ciudad en el siglo III. En tiempo de persecución, san Cipriano exhorta a sus fieles a invocar al Señor. Esta imploración no es idéntica a la súplica del profeta, porque no contiene una confesión de los pecados, pues la persecución no es un castigo por los pecados, sino una participación en la pasión de Cristo. A pesar de ello, se trata de una invocación tan apremiante como la de Jeremías. "Imploremos todos al Señor ‑dice san Cipriano‑ con sinceridad, sin dejar de pedir, confiando en obtener lo que pedimos.
Implorémosle gimiendo y llorando, como es justo que imploren los que se encuentran entre los desventurados que lloran y otros que temen desgracias, entre los muchos que sufren por las matanzas y los pocos que quedan de pie. Pidamos que pronto se nos devuelva la paz, que se nos preste ayuda en nuestros escondrijos y en los peligros, que se cumpla lo que el Señor se digna mostrar a sus siervos: la restauración de su Iglesia, la seguridad de nuestra salvación eterna, el cielo despejado después de la lluvia, la luz después de las tinieblas, la calma tras las tempestades y los torbellinos, la ayuda compasiva de su amor de padre, las grandezas de la divina majestad, que conocemos muy bien" (Epistula 11, 8, en: S. Pricoco‑M Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, pp. 138‑139).
Jeremías 14
1 Palabra del Señor que llegó a Jeremías con motivo de la gran sequía:
2 Judá está de duelo y sus puertas desfallecen; están lúgubres, aterradas, y se eleva el clamor de Jerusalén.
3 Los nobles mandan a sus criados en busca de agua: ellos van a las cisternas, pero no encuentran agua; vuelven con los cántaros vacíos; avergonzados y confundidos, se agarran la cabeza.
4 Al ver el suelo agrietado, porque no hay lluvia en el país, los campesinos, avergonzados, se agarran la cabeza.
5 Sí, hasta la cierva en el campo, deja abandonadas sus crías, por falta de pasto;
6 los asnos salvajes se paran en los montes desolados, aspiran el aire como los chacales; sus ojos se consumen, porque no hay más hierba.
7 ¡Si muestra iniquidad atestigua contra nosotros, obra, Señor, a causa de tu Nombre! Porque son muchas nuestras apostasías, hemos pecado contra ti.
8 Señor, esperanza de Israel, su salvador en el tiempo de la angustia: ¿por qué te comportas como un extranjero en el país, como un viajero que sólo acampa para pernoctar?
9 ¿Por qué procedes como un hombre aturdido, como un guerrero impotente para salvar? Pero tú, Señor, estás en medio de nosotros, nosotros somos llamados con tu Nombre: ¡no nos abandones!
10 Así habla el Señor acerca de este pueblo: ¡Cómo les gusta vagabundear! ¡No refrenan sus pasos! Pero el Señor no se complace en ellos: ahora se va a acordar de sus faltas y va a castigar sus pecados.
11 El Señor me dijo: No ruegues en favor de este pueblo, no pidas por su bien.
12 Aunque ayunen, no escucharé sus gritos; aunque ofrezcan holocaustos y oblaciones, no los aceptaré. Antes bien, los voy a exterminar por la espada, por el hambre y la peste.
13 Entonces dije: «Ah, Señor! Mira que los profetas les dicen: Ustedes no verán la espada ni pasarán hambre, porque yo les daré una paz duradera en este lugar».
14 El Señor me respondió: Es falso eso que los profetas profetizan en mi Nombre; yo no los envié, no les di ninguna orden ni les hablé. Visiones engañosas, vana adivinación, fantasías de su imaginación: eso es lo que lo ellos profetizan para ustedes.
15 Por eso, acerca de los profetas que profetizan en mi Nombre sin que yo los haya enviado, y que andan diciendo: «No habrá espada ni hambre en este país»: Así habla el Señor: ¡Por la espada y el hambre serán aniquilados esos profetas!
16 Y aquellos a quienes ellos profetizan, serán arrojados por las calles de Jerusalén, a consecuencia del hambre y de la espada, sin que haya nadie para enterrarlos, ni a ellos, ni a sus mujeres, ni a sus hijos ni a sus hijas. Yo derramaré sobre ellos su propia maldad.
17 Tú les dirás esta palabra: Que mis ojos se deshagan en lágrimas, día y noche, sin cesar, porque la virgen hija de mi pueblo ha sufrido un gran quebranto, una llaga incurable.
18 Si salgo al campo abierto, veo las víctimas de la espada; si entro en la ciudad, veo los sufrimientos del hambre. Sí, hasta el profeta y el sacerdote recorren el país y no logran comprender.
19 ¿Has rechazado del todo a Judá? ¿Estás disgustado con Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se esperaba la paz, ¡y no hay nada bueno...! el tiempo de la curación, ¡y sobrevino el espanto!
20 Reconocemos, Señor, nuestra maldad, la iniquidad de nuestros padres, porque hemos pecado contra ti.
21 A causa de tu Nombre, no desprecie, no envilezcas el trono de tu Gloria: ¡acuérdate, no rompas tu Alianza con nosotros!
22 Entre los ídolos de las naciones, ¿hay alguien que haga llover? ¿Es el cielo el que envía los chaparrones? ¿No eres tú, Señor, nuestro Dios? Nosotros esperamos en ti, porque eres tú el que has hecho todo esto.
Preparemos nuestro corazón para acoger a Cristo. Miércoles 18 de diciembre de 2002
Isaías 35
1. En este tiempo de Adviento nos acompaña la invitación del profeta Isaías: "Decid a los cobardes de corazón: ¡Sed fuertes, no temáis! Mirad a nuestro Dios que va a venir a salvarnos" (Is 35,4). Esta invitación se hace cada vez más apremiante a medida que se acerca la Navidad, enriqueciéndose con la exhortación a preparar el corazón para acoger al Mesías. El esperado de las gentes ciertamente vendrá y su salvación será para todos los hombres.
En la Noche santa volveremos a recordar su nacimiento en Belén; reviviremos, en cierto modo, las emociones de los pastores, su alegría y su asombro. Contemplaremos, con María y José, la gloria del Verbo que se hizo carne por nuestra redención. Oraremos para que todos los hombres acojan la vida nueva que el Hijo de Dios trajo al mundo al asumir nuestra naturaleza humana.
2. La liturgia de Adviento, impregnada de constantes alusiones a la espera gozosa del Mesías, nos ayuda a captar plenamente el valor y el significado del misterio de la Navidad. No se trata de conmemorar sólo el acontecimiento histórico que tuvo lugar hace dos mil años en una pequeña aldea de Judea. Más bien, es preciso comprender que toda nuestra vida debe ser un "adviento", una espera vigilante de la venida definitiva de Cristo. Para disponer nuestra alma a acoger al Señor que, como decimos en el Credo, un día vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, debemos aprender a reconocerlo presente en los acontecimientos de la vida diaria. De esta forma, el Adviento es, por decirlo así, un intenso entrenamiento que nos orienta decididamente hacia Aquel que ya ha venido, que vendrá y que continuamente viene.
3. Con estos sentimientos la Iglesia se prepara para contemplar, extasiada, dentro de una semana, el misterio de la Encarnación. El evangelio narra la concepción y el nacimiento de Jesús, y refiere las numerosas circunstancias providenciales que precedieron y rodearon un acontecimiento tan prodigioso: el anuncio del ángel a María, el nacimiento del Bautista, el coro de los ángeles en Belén, la llegada de los Magos de oriente, las visiones de san José. Se trata de signos y testimonios que subrayan la divinidad de este Niño. En Belén nace el Emmanuel, Dios con nosotros.
En la liturgia de estos días la Iglesia nos ofrece tres "guías" singulares, que nos indican las actitudes que es preciso tomar para salir al encuentro de este "huésped" divino de la humanidad.
4. En primer lugar, Isaías, el profeta de la consolación y de la esperanza. Proclama un auténtico evangelio para el pueblo de Israel esclavo en Babilonia, y exhorta a mantenerse vigilantes en la oración, para reconocer "los signos" de la venida del Mesías.
Luego viene Juan Bautista, precursor del Mesías, que se presenta como "la voz del que grita en el desierto", predicando "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Mc 1,4). Es la única condición para reconocer al Mesías, ya presente en el mundo.
Por último, María, que, en esta novena de preparación para la Navidad, nos guía hacia Belén. María es la mujer del "sí", que, a diferencia de Eva, hace suyo sin reservas el proyecto de Dios. Así se convierte en una luz clara para nuestros pasos y en el modelo más elevado para inspirarnos.
Amadísimos hermanos y hermanas, dejémonos acompañar por la Virgen hacia el Señor que viene, permaneciendo "vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza".
A todos deseo una buena preparación para las próximas fiestas navideñas.
Isaías 35
1 ¡Regocíjese el desierto y la tierra reseca, alégrese y florezca la estepa!
2 ¡Sí, florezca como el narciso, que se alegre y prorrumpa en cantos de júbilo! Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios.
3 Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes;
4 digan a los que están desalentados: «¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: él mismo viene a salvarlos!».
5 Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos;
6 entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa;
7 el páramo se convertirá en un estanque y la tierra sedienta en manantiales; la morada donde se recostaban los chacales será un paraje de caña y papiros.
8 Allí habrá una senda y un camino que se llamará «Camino santo». No lo recorrerá ningún impuro ni los necios vagarán por él;
9 no habrá allí ningún león ni penetrarán en él las fieras salvajes. Por allí caminarán los redimidos,
10 volverán los rescatados por el Señor; y entrarán en Sión con gritos de júbilo, coronados de una alegría perpetua: los acompañarán el gozo y la alegría, la tristeza y los gemidos se alejarán.
Alegría de los que entran en el templo. Miércoles 8 de enero de 2003
Salmo 99
1. En el clima de alegría y de fiesta que se prolonga durante esta última semana del tiempo navideño, queremos reanudar nuestra meditación sobre la liturgia de las Laudes. Hoy reflexionamos sobre el salmo 99, que se acaba de proclamar y que constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo.
Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94).
En el Salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: "somos suyos, su pueblo" (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: "El Señor es nuestro Dios" (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf. Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.
2. Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación ("él nos hizo", v. 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v. 5).
3. Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2‑4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda.
La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues —como dice el profeta Malaquías— desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
4. Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22,1‑2)" (Opere dogmatiche III, SAEMO 17, pp. 158‑159).
5. Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él.
El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora.
A esta luz, el Salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor —dice en otro lugar el salmista—; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33,9; cf. 1P 2,3).
SALMO 99
1 Salmo de acción de gracias.
Aclame al Señor toda la tierra,
2 sirvan al Señor con alegría,
lleguen hasta él con cantos jubilosos.
3 Reconozcan que el Señor es Dios:
él nos hizo y a él pertenecemos;
somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
4 Entren por sus puertas dando gracias,
entren en sus atrios con himnos de alabanza,
alaben al Señor y bendigan su Nombre.
5 ¡Qué bueno es el Señor!
Su misericordia permanece para siempre,
y su fidelidad por todas las generaciones.
Promesa de cumplir la ley de Dios. Miércoles 15 de enero de 2003
Salmo 118, 145‑152
1. En nuestro ya largo itinerario a la luz de los salmos que propone la liturgia de las Laudes, llegamos a una estrofa —exactamente, la decimonovena— de la oración más amplia del Salterio, el salmo 118. Se trata de una parte del inmenso cántico alfabético: a través de un juego estilístico, el salmista distribuye su obra en veintidós estrofas, que corresponden a la sucesión de las veintidós letras del alfabeto hebreo. Cada estrofa consta de ocho versos, cuyos inicios están marcados por palabras hebreas, que comienzan con una misma letra del alfabeto.
La estrofa que acabamos de escuchar va precedida por la letra hebrea qôf, y describe al orante que presenta a Dios su intensa vida de fe y oración (cf. vv. 145‑152).
2. La invocación al Señor no conoce descanso, porque es una respuesta continua a la propuesta permanente de la palabra de Dios. En efecto, por una parte, se multiplican los verbos de la oración: Te invoco, te llamo, a ti grito, escucha mi voz. Por otra, se exalta la palabra del Señor, que proponelos decretos, las leyes, la palabra, las promesas, el juicio, la voluntad, los mandatos y los preceptos de Dios. Juntamente forman una constelación que es como la estrella polar de la fe y de la confianza del salmista. La oración se manifiesta, por tanto, como un diálogo, que comienza cuando ya es de noche y aún no ha despuntado el alba (cf. v. 147) y prosigue durante toda la jornada, especialmente en las dificultades de la existencia. En efecto, el horizonte a veces es oscuro y tormentoso: "Ya se acercan mis inicuos perseguidores, están lejos de tu voluntad" (v. 150). Pero el orante tiene una certeza indiscutible, la cercanía de Dios con su palabra y su gracia: "Tú, Señor, estás cerca" (v. 151). Dios no abandona al justo en manos de sus perseguidores.
3. En este punto, después de haber delineado el mensaje sencillo pero incisivo de la estrofa del salmo 118 —un mensaje apto para el inicio de una jornada—, para nuestra meditación recurriremos a un gran Padre de la Iglesia, san Ambrosio, que en su Comentario al Salmo 118 dedica nada menos que 44 párrafos a explicar precisamente la estrofa que hemos escuchado.
Recogiendo la invitación ideal a cantar la alabanza divina desde las primeras horas de la mañana, se detiene en particular en los versículos 147‑148: "Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, (...) mis ojos se adelantan a las vigilias". En esta declaración del salmista, san Ambrosio intuye la idea de una oración constante, que abarca todo tiempo: "Quien implora al Señor, haga como si no conociera que existe un tiempo particular para dedicar a las súplicas a Dios; ha de estar siempre en actitud de súplica. Sea que comamos, sea que bebamos, anunciamos a Cristo, oramos a Cristo, pensamos en Cristo, hablamos de Cristo. Cristo ha de estar siempre en nuestro corazón y en nuestros labios" (Comentario al Salmo 118: SAEMO 10, p. 297).
Refiriendo luego los versículos al momento específico de la mañana y aludiendo también a la expresión del libro de la Sabiduría que prescribe "adelantarse al sol para dar gracias" a Dios (Sb 16,28), san Ambrosio comenta: "En efecto, sería grave que los rayos del sol que sale te sorprendieran acostado en la cama con descaro, y que una luz más fuerte te hiriera los ojos soñolientos, aún dominados por la pereza. Para nosotros, en una noche ociosa, un espacio de tiempo tan largo sin hacer una pequeña práctica de piedad y sin ofrecer un sacrificio espiritual, es una acusación" (ib., p. 303).
4. Luego, san Ambrosio, contemplando el sol que sale —como había hecho en otro de sus célebres himnos "al canto del gallo", el Aeterne rerum conditor, que ha sido incluido en la liturgia las Horas— nos interpela así: "¿No sabes, hombre, que cada día adeudas a Dios las primicias de tu corazón y de tu voz? La mies madura cada día; cada día madura su fruto. Por eso, corre al encuentro del sol que sale... El sol de la justicia quiere ser anticipado; no espera otra cosa... Si tú te adelantas a este sol que va a salir, recibirás como luz a Cristo. Será precisamente él la primera luz que brille en lo más íntimo de tu corazón. Será precisamente él quien (...) haga brillar para ti la luz de la mañana en las horas de la noche, si reflexionas en las palabras de Dios. Mientras tú reflexionas, se hace la luz... Muy de mañana apresúrate a ir a la iglesia y lleva como ofrenda las primicias de tu devoción. Y después, si los compromisos del mundo te llaman, nada te impedirá decir: "mis ojos se adelantan a las vigilias meditando tu promesa", y con la conciencia tranquila te dedicarás a tus asuntos. ¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienaventuranzas que lees en el evangelio! Es muy saludable que venga sobre ti, para bendecirte, el discurso del Señor; que tú, mientras repites cantando las bendiciones del Señor, tomes el compromiso de practicar alguna virtud, si quieres tener también dentro de ti algo que te haga sentir merecedor de esa bendición divina" (ib., pp. 303, 309, 311 y 313).
Recojamos también nosotros la invitación de san Ambrosio y cada mañana abramos la mirada a la vida diaria, a sus alegrías y sus tristezas, invocando a Dios para que esté cerca de nosotros y nos guíe con su palabra, que infunde serenidad y gracia.
SALMO 118,145‑152
145 Yo clamo de todo corazón:
escúchame, Señor, y observaré tus preceptos.
146 Clamo a ti: Sálvame,
y cumpliré tus prescripciones.
147 Me anticipo a la aurora para implorar tu ayuda;
yo espero en tu palabra.
148 Mis ojos se anticipan a las vigilias de la noche,
para meditar tus enseñanzas.
149 Por tu amor, oye mi voz, Señor,
y vivifícame por tu justicia.
150 Se acercan a mí los ojos que me persiguen con perfidia,
los que están alejados de tu ley.
151 Pero tú estás cerca, Señor,
y todos tus mandamientos son verdaderos.
152 Yo sé desde hace mucho tiempo
que tú afirmaste para siempre tus prescripciones.
¡Señor, dame la sabiduría!. Miércoles 29 de enero de 2003
Libro de la Sabiduría 9
1. El cántico que se nos propone hoy nos presenta la mayor parte de una amplia oración puesta en labios de Salomón, al que la tradición bíblica considera el rey justo y el sabio por excelencia. Se encuentra en el capítulo 9 del libro de la Sabiduría, un texto del Antiguo Testamento compuesto en griego, tal vez en Alejandría de Egipto, en los umbrales de la era cristiana. En él se refleja el judaísmo vivo y abierto de la diáspora hebrea en el mundo helenístico.
Son fundamentalmente tres las líneas de pensamiento teológico que este libro nos propone: la inmortalidad feliz, como meta final de la existencia del justo (cf. cc. 1‑5); la sabiduría como don divino y guía de la vida y de las opciones de los fieles (cf. cc. 6‑9); la historia de la salvación, sobre todo el acontecimiento fundamental del éxodo de la opresión egipcia, como signo de la lucha entre el bien y el mal, que desemboca en una salvación y redención plena (cf. cc. 10‑19).
2. Salomón vivió aproximadamente diez siglos antes del autor inspirado del libro de la Sabiduría, pero ha sido considerado el fundador y el artífice ideal de toda la reflexión sapiencial posterior. La oración del himno puesto en sus labios es una invocación solemne dirigida al "Dios de los padres y Señor de la misericordia" (Sb 9,1), para que conceda el don valiosísimo de la sabiduría.
Es evidente en nuestro texto la alusión a la escena narrada en el primer libro de los Reyes, cuando Salomón, al inicio de su reinado, se dirige al alto de Gabaón, donde se alzaba un santuario, y, después de celebrar un grandioso sacrificio, durante la noche tiene un sueño‑revelación. A Dios, que lo invita a pedirle un don, responde: "Concede, pues, a tu siervo, un corazón prudente para gobernar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal" (1R 3,9).
3. La idea que sugiere esta invocación de Salomón se desarrolla en nuestro cántico mediante una serie de peticiones dirigidas al Señor, para que conceda ese tesoro insustituible que es la sabiduría.
En el pasaje, recortado por la liturgia de Laudes, encontramos estas dos imploraciones: "Dame la sabiduría. (...) Mándala de tus santos cielos, de tu trono de gloria" (Sb 9,4. 10). El fiel es consciente de que sin este don carece de guía, de una estrella polar que le oriente en las opciones morales de la existencia: "Soy hombre débil y de pocos años, demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes. (...) Sin la sabiduría, que procede de ti, (el hombre) será estimado en nada" (vv. 5‑6).
Es fácil intuir que esta "sabiduría" no es la simple inteligencia o habilidad práctica, sino más bien la participación en la mente misma de Dios, que "con su sabiduría formó al hombre" (cf. v. 2). Por consiguiente, es la capacidad de penetrar en el sentido profundo del ser, de la vida y de la historia, traspasando la superficie de las cosas y de los acontecimientos para descubrir en ellos el significado último, querido por el Señor.
4. La sabiduría es como una lámpara que ilumina nuestras opciones morales de cada día y nos lleva por el camino recto, "para saber lo que es grato al Señor y lo que es recto según sus preceptos" (cf. v. 9). Por eso, la liturgia nos hace orar con las palabras del libro de la Sabiduría al inicio de una jornada, precisamente para que Dios, con su sabiduría, esté a nuestro lado y "nos asista en nuestros trabajos" de cada día (cf. v. 10), mostrándonos el bien y el mal, lo justo y lo injusto.
Cuando la Sabiduría divina nos lleva de la mano, nos adentramos con confianza en el mundo. A ella nos asimos, amándola con un amor esponsal, a ejemplo de Salomón, el cual, siempre según el libro de la Sabiduría, confesaba: "Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza" (Sb 8,2).
5. Los Padres de la Iglesia identificaron a Cristo con la Sabiduría de Dios, siguiendo a san Pablo, que definió a Cristo "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,24).
Concluyamos con una oración de san Ambrosio, que se dirige a Cristo así: "Enséñame las palabras llenas de sabiduría, porque tú eres la Sabiduría. Abre mi corazón, tú que abriste el Libro. Ábreme la puerta del cielo, porque tú eres la Puerta. Si entramos por ti, poseeremos el reino eterno; si entramos por ti, no quedaremos defraudados, porque no puede equivocarse quien entra en la morada de la Verdad" (Commento al Salmo 118, 1: SAEMO 9, p. 377).
Libro de la Sabiduría 9
1 «Dios de los Padres y Señor misericordioso, que hiciste todas las cosas con tu palabra,
2 y con tu Sabiduría formaste al hombre, para que dominara a los seres que tú creaste,
3 para que gobernara el mundo con santidad y justicia e hiciera justicia con rectitud de espíritu:
4 dame la Sabiduría, que comparte tu trono, y no me excluyas del número de tus hijos.
5 Porque yo soy tu servidor y el hijo de tu servidora, un hombre débil y de vida efímera, de poca capacidad para comprender el derecho y las leyes;
6 y aunque alguien sea perfecto entre los hombres, sin la Sabiduría que proviene de ti, será tenido por nada.
7 Tú me preferiste para que fuera rey de tu pueblo y juez de tus hijos y de tus hijas.
8 Tú me ordenaste construir un Templo sobre tu santa montaña y un altar en la ciudad donde habitas, réplica del santo Tabernáculo que habías preparado desde el principio.
9 Contigo está la Sabiduría, que conoce tus obras y que estaba presente cuando tú hacías el mundo; ella sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos.
10 Envíala desde los santos cielos, mándala desde tu trono glorioso, para que ella trabaje a mi lado y yo conozca lo que es de tu agrado:
11 así ella, que lo sabe y lo comprende todo, me guiará atinadamente en mis empresas y me protegerá con su gloria.
12 Entonces, mis obras te agradarán, yo gobernaré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mi padre.
13 ¿Qué hombre puede conocer los designios de Dios o hacerse una idea de lo que quiere el Señor?
14 Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias,
15 porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y esta morada de arcilla oprime a la mente con muchas preocupaciones.
16 Nos cuesta conjeturar lo que hay sobre la tierra, y lo que está a nuestro alcance lo descubrimos con el esfuerzo; pero ¿quién ha explorado lo que está en el cielo?
17 ¿Y quién habría conocido tu voluntad si tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu?
18 Así se enderezaron los caminos de los que están sobre la tierra, así aprendieron los hombres lo que te agrada y, por la Sabiduría, fueron salvados».
Invitación universal a la alabanza divina. Miércoles 5 de febrero de 2003
Salmo 116
1. Prosiguiendo nuestra meditación sobre los textos de la liturgia de Laudes, volvemos a considerar un salmo ya propuesto, el más breve de todos los que componen el Salterio. Es el salmo 116, que acabamos de escuchar, una especie de pequeño himno, semejante a una jaculatoria que se dilata en una alabanza universal al Señor. El contenido del mensaje se expresa en dos palabras fundamentales: amor y fidelidad (cf. v. 2).
Con estos términos el salmista ilustra sintéticamente la alianza entre Dios e Israel, subrayando la relación profunda, leal y confiada que existe entre el Señor y su pueblo. Escuchamos aquí el eco de las palabras que Dios mismo había pronunciado en el Sinaí al presentarse ante Moisés. "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34,6).
2. El salmo 116, a pesar de su brevedad y esencialidad, capta el núcleo fundamental de la oración, que consiste en el encuentro y en el diálogo vivo y personal con Dios. En ese acontecimiento el misterio de la divinidad se revela como fidelidad y amor.
El salmista añade un aspecto particular de la oración: la experiencia orante debe irradiarse al mundo, transformándose en testimonio ante quien no comparte nuestra fe. En efecto, al inicio, el horizonte se ensancha a "todas las naciones" y "a todos los pueblos" (cf. Sal 116,1), para que ante la belleza y la alegría de la fe también ellas sean conquistadas por el deseo de conocer, encontrar y alabar a Dios.
3. En un mundo tecnológico minado por un eclipse de lo sagrado, en una sociedad que se complace en cierta autosuficiencia, el testimonio del orante es como un rayo de luz en la oscuridad.
En un primer momento sólo puede despertar curiosidad; luego puede llevar a la persona reflexiva a preguntarse por el sentido de la oración; y, por último, puede suscitar un creciente deseo de hacer esa misma experiencia. Por eso, la oración no es nunca un hecho solitario, sino que tiende a dilatarse hasta implicar al mundo entero.
4. Comentando el salmo 116, nos servimos ahora de las palabras de un gran Padre de la Iglesia de Oriente, san Efrén el Sirio, que vivió en el siglo IV. En uno de sus Himnos sobre la fe, el decimocuarto, expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también "a todos los que comprenden la verdad" divina. He aquí su testimonio:
"¿Cómo puede mi arpa, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad? Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata (estrofa 9).
Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra de ver cuánto has sido exaltado" (estrofa 10: L'Arpa dello Spirito, Roma 1999, pp. 26‑28).
5. En otro himno (Himnos de Nisibi, 50), san Efrén confirma ese compromiso de alabanza incesante, y explica que su motivo es el amor y la compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestro salmo.
"Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros (estrofa 2).
Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su compasión se derrame sobre nosotros" (estrofa 6: ib., pp. 77. 80).
SALMO 116
1 ¡Alaben al Señor, todas las naciones,
glorifíquenlo, todos los pueblos!
2 Porque es inquebrantable su amor por nosotros,
y su fidelidad permanece para siempre.
¡Aleluya!
Himno de acción de gracias después de la victoria. Miércoles 12 de febrero de 2003
Salmo 117
1. En todas las festividades más significativas y alegres del antiguo judaísmo, especialmente en la celebración de la Pascua, se cantaba la secuencia de salmos que va del 112 al 117. Esta serie de himnos de alabanza y de acción de gracias a Dios se llamaba el "Hallel egipcio", porque en uno de ellos, el salmo 113 A, se evocaban de un modo poético, muy gráfico, el éxodo de Israel de la tierra de la opresión, el Egipto faraónico, y el maravilloso don de la alianza divina. Pues bien, el salmo con el que se concluye este "Hallelegipcio" es precisamente el salmo 117, que se acaba de proclamar y que ya hemos meditado en un comentario anterior.
2. Este canto revela claramente un uso litúrgico en el interior del templo de Jerusalén. En efecto, en su trama parece desarrollarse una procesión, que comienza entre las "tiendas de los justos" (v. 15), es decir, en las casas de los fieles. Estos exaltan la protección de la mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los que confían en él incluso cuando irrumpen adversarios crueles. La imagen que usa el salmista es expresiva: "Me rodeaban como avispas, ardiendo como fuego en las zarzas; en el nombre del Señor los rechacé" (v. 12).
Al ser liberado de ese peligro, el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte (cf. v. 18).
3. En este momento parece que la procesión llega a la meta evocada por el salmista mediante la imagen de la "puerta de la justicia" (v. 19), es decir, la puerta santa del templo de Sión. La procesión acompaña al héroe al que Dios ha dado la victoria. Pide que se le abran las puertas, para poder "dar gracias al Señor" (v. 19). Con él "entran los justos" (v. 20). Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22).
Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21,42).
4. Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo el salmo (cf. Sal 117,1. 2. 3. 4. 29).
Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación" (48, 4:Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 222).
5. El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe".
San Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti" (VI, 97‑99:Opere esegetiche IX/II, Milán‑Roma 1978, SAEMO 12, p. 85).
SALMO 117
1 ¡Aleluya!
¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
2 Que lo diga el pueblo de Israel:
¡es eterno su amor!
3 Que lo diga la familia de Aarón:
¡es eterno su amor!
4 Que lo digan los que temen al Señor:
¡es eterno su amor!
5 En el peligro invoqué al Señor,
y él me escuchó dándome un alivio.
6 El Señor está conmigo: no temeré:
¿qué podrán hacerlo los hombres?
7 El Señor está conmigo y me ayuda:
yo veré derrotados a mis adversarios.
8 Es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres;
9 es mejor refugiarse en el Señor
que fiarse de los poderosos.
10 Todos los paganos me rodearon,
pero yo los derroté en el nombre del Señor;
11 me rodearon por todas partes,
pero yo los derroté en el nombre del Señor;
12 me rodearon como avispas,
ardían como fuego en las espinas,
pero yo los derroté en el nombre del Señor.
13 Me empujaron con violencia para derribarme,
pero el Señor vino en mi ayuda.
14 El Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
15 Un grito de alegría y de victoria
resuena en las carpas de los justos:
«La mano del Señor hace proezas,
16 la mano del Señor es sublime,
la mano del Señor hace proezas».
17 No, no moriré: viviré
para publicar lo que hizo el Señor,
18 El Señor me castigó duramente,
pero no me entregó a la muerte.
19 «Abran las puertas de la justicia
y entraré para dar gracias al Señor».
20 «Esta es la puerta del Señor:
sólo los justos entran por ella».
21 Yo te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.
22 La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular
23 Esto ha sido hecho por el Señor
y es admirable a nuestros ojos.
24 Este es el día que hizo el Señor:
alegrémonos y regocijémonos en él.
25 Sálvanos, Señor, asegúranos la prosperidad.
26 ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Nosotros los bendecimos desde la Casa del Señor:
27 el Señor es Dios, y él nos ilumina.
«Ordenen una procesión con ramas frondosas
hasta los ángulos del altar».
28 Tú eres mi Dios, y yo te doy gracias;
Dios mío, yo te glorifico.
29 ¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
Que la creación entera alabe al Señor. Miércoles 19 de febrero de 2003
Daniel 3,52‑57
1. "Los tres jóvenes, a coro, se pusieron a cantar, glorificando y bendiciendo a Dios dentro del horno" (Dn 3,51). Esta frase introduce el célebre cántico que acabamos de escuchar en uno de sus fragmentos fundamentales. Se encuentra en el libro de Daniel, en la parte que nos ha llegado sólo en lengua griega, y lo entonan unos testigos valientes de la fe, que no quisieron doblegarse a adorar la estatua del rey y prefirieron afrontar una muerte trágica, el martirio en el horno ardiente.
Son tres jóvenes judíos, que el autor sagrado sitúa en el marco histórico del reino de Nabucodonosor, el terrible soberano babilonio que aniquiló la ciudad santa de Jerusalén en el año 586 a.C. y deportó a los israelitas "junto a los canales de Babilonia" (Sal 136,1). En un momento de peligro supremo, cuando ya las llamas lamían su cuerpo, encuentran la fuerza para "alabar, glorificar y bendecir a Dios", con la certeza de que el Señor del cosmos y de la historia no los abandonará a la muerte y a la nada.
2. El autor bíblico, que escribía algunos siglos más tarde, evoca ese gesto heroico para estimular a sus contemporáneos a mantener en alto el estandarte de la fe durante las persecuciones de los reyes siro‑helenísticos del siglo II a.C. Precisamente entonces se produce la valiente reacción de los Macabeos, que combatieron por la libertad de la fe y de la tradición judía.
El cántico, tradicionalmente llamado "de los tres jóvenes", se asemeja a una antorcha que ilumina la oscuridad del tiempo de la opresión y de la persecución, un tiempo que se ha repetido con frecuencia en la historia de Israel y también en la historia del cristianismo. Y nosotros sabemos que el perseguidor no siempre asume el rostro violento y macabro del opresor, sino que a menudo se complace en aislar al justo, con la burla y la ironía, preguntándole con sarcasmo: "¿Dónde está tu Dios?" (Sal 41,4. 11).
3. En la bendición que los tres jóvenes elevan desde el crisol de su prueba al Señor todopoderoso se ven implicadas todas las criaturas. Tejen una especie de tapiz multicolor, en el que brillan los astros, se suceden las estaciones, se mueven los animales, se asoman los ángeles y, sobre todo, cantan los "siervos del Señor", los "santos" y los "humildes de corazón" (cf. Dn 3,85. 87).
El pasaje que se acaba de proclamar precede a esta magnífica evocación de todas las criaturas. Constituye la primera parte del cántico, la cual evoca en cambio la presencia gloriosa del Señor, trascendente pero cercana. Sí, porque Dios está en los cielos, desde donde "sondea los abismos" (cf.Dn 3,55), pero también "en el templo de su santa gloria" de Sión (cf. Dn 3,53). Se halla sentado "en el trono de su reino" eterno e infinito (cf. Dn 3,54), pero también "está sentado sobre querubines" (cf. Dn 3,55), en el arca de la alianza colocada en el Santo de los santos del templo de Jerusalén.
4. Un Dios por encima de nosotros, capaz de salvarnos con su poder; pero también un Dios cercano a su pueblo, en medio del cual ha querido habitar "en el templo de su santa gloria", manifestando así su amor. Un amor que revelará en plenitud al hacer que su Hijo, Jesucristo, "habitara entre nosotros, lleno de gracia y de verdad" (cf. Jn 1,14). Dios revelará plenamente su amor al mandar a su Hijo en medio de nosotros a compartir en todo, menos en el pecado, nuestra condición marcada por pruebas, opresiones, soledad y muerte.
La alabanza de los tres jóvenes al Dios salvador prosigue, de diversas maneras, en la Iglesia. Por ejemplo, san Clemente Romano, al final de su primera carta a los Corintios, inserta una larga oración de alabanza y de confianza, llena de reminiscencias bíblicas, que tal vez es un eco de la antigua liturgia romana. Se trata de una oración de acción de gracias al Señor que, a pesar del aparente triunfo del mal, dirige la historia hacia un buen fin.
5. He aquí una parte de dicha oración:
"Abriste los ojos de nuestro corazón (cf. Ef 1,18),
para conocerte a ti (cf. Jn 17,3),
el solo Altísimo en las alturas,
el santo que reposa entre los santos.
A ti, que abates la altivez
de los soberbios (cf. Is 13,11)
deshaces los pensamientos
de las naciones (cf. Sal 32,10),
levantas a los humildes
y abates a los que se exaltan (cf. Jb 5,11).
Tú enriqueces y tú empobreces.
Tú matas y tú das vida (cf. Dt 32,39).
Tú solo eres bienhechor de los espíritus
y Dios de toda carne.
Tú miras a los abismos (cf. Dn 3,55)
y observas las obras de los hombres;
ayudador de los que peligran,
salvador de los que desesperan (cf. Jdt 9,11),
criador y vigilante de todo espíritu.
Tú multiplicas las naciones sobre la tierra,
y de entre todas escogiste a los que te aman,
por Jesucristo, tu siervo amado,
por el que nos enseñaste,
santificaste y honraste"
(San Clemente Romano, Primera carta a los Corintios59, 3: Padres Apostólicos, BAC 1993, p. 232).
Daniel 3,52‑57
52 Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre, santo y glorioso:
a él gloria y alabanza por los siglos.
53 Bendito eres en el templo de tu santa gloria:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
54 Bendito eres sobre el trono de tu reino:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
55 Bendito eres tú, que sentado sobre querubines
sondeas los abismos:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
56 Bendito eres en la bóveda del cielo:
a ti honor y alabanza por los siglos.
57 Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Todo ser que alienta alabe al Señor. Miércoles 26 de febrero de 2003
Salmo 150
1. Resuena por segunda vez en la liturgia de Laudes el salmo 150, que acabamos de proclamar: un himno festivo, un aleluya al ritmo de la música. Es el sello ideal de todo el Salterio, el libro de la alabanza, del canto y de la liturgia de Israel.
El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo debemos dejarnos llevar por la insistente invitación a alabar al Señor: "Alabad al Señor (...), alabadlo (...), alabadlo". Al inicio, Dios se presenta en dos aspectos fundamentales de su misterio. Es, sin duda, trascendente, misterioso, distinto de nuestro horizonte: su morada real es el "templo" celestial, su "fuerte firmamento", semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Y, a pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el "templo" de Sión y actúa en la historia a través de sus "obras magníficas", que revelan y hacen visible "su inmensa grandeza" (cf. vv. 1‑2).
2. Así, entre la tierra y el cielo se establece casi un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad.
Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos. El salmista nos impulsa inmediatamente a utilizar un subsidio para nuestro encuentro de oración: los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal 117,27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46,8: "Tocad con maestría".
3. Por tanto, es necesario descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia.
Hay que orar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno.
A este respecto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que la liturgia recupere cada vez más la belleza de la música y del canto. Es preciso purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra.
Es significativa, a este propósito, la exhortación de la carta a los Efesios a evitar intemperancias y desenfrenos para dejar espacio a la pureza de los himnos litúrgicos: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,18‑20).
4. El salmista termina invitando a la alabanza a "todo ser vivo" (cf. Sal 150,5), literalmente a "todo soplo", "todo respiro", expresión que en hebreo designa a "todo ser que alienta", especialmente "todo hombre vivo" (cf. Dt 20,16; Jos 10,40; 11,11. 14). Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura humana con su voz y su corazón. Juntamente con ella son convocados idealmente todos los seres vivos, todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7,22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por el don de la existencia.
En línea con esta invitación universal se pondrá san Francisco con su sugestivo Cántico del hermano sol, en el que invita a alabar y bendecir al Señor por todas las criaturas, reflejo de su belleza y de su bondad (cf. Fuentes Franciscanas, 263).
5. En este canto deben participar de modo especial todos los fieles, como sugiere la carta a los Colosenses: "La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3,16).
A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: "Vosotros, santos, sois la trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales". En realidad, "todo espíritu que alaba al Señor" es voz de canto a Dios (Esposizioni sui Salmi,IV, Roma 1977, pp. 934‑935).
Por tanto, la música más sublime es la que se eleva desde nuestros corazones. Y precisamente esta armonía es la que Dios espera escuchar en nuestras liturgias.
SALMO 150
1 ¡Aleluya!
Alaben a Dios en su Santuario,
alábenlo en su poderoso firmamento;
2 alábenlo por su inmensa grandeza.
3 Alábenlo con toques de trompeta,
alábenlo con el arpa y la cítara;
4 alábenlo con tambores y danzas,
alábenlo con laudes y flautas.
5 Alábenlo con platillos sonoros,
alábenlo con platillos vibrantes,
6 ¡Que todos los seres vivientes
alaben al Señor!
¡Aleluya!
Baje a nosotros la bondad del Señor. Miércoles 26 de marzo de 2003
Salmo 89
1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón constituyen una meditación sapiencial, que, sin embargo, tiene también el tono de una súplica. En efecto, el orante del salmo 89 pone en el centro de su oración uno de los temas más estudiados por la filosofía, más cantados por la poesía, más sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el fluir del tiempo.
Pensemos en ciertas páginas inolvidables del libro de Job, en las que se pondera nuestra fragilidad. En efecto, somos como "los que habitan casas de arcilla, fundadas en el polvo. Se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados. Para siempre perecen sin advertirlo nadie" (Jb 4,19‑20). Nuestra vida en la tierra es "como una sombra" (Jb 8,9). Job confiesa también: "Mis días han sido más veloces que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa" (Jb 9,25‑26).
2. Al inicio de su canto, que se asemeja a una elegía (cf. Sal 89,2‑6), el salmista opone con insistencia la eternidad de Dios al tiempo efímero del hombre. He aquí la declaración más explícita: "Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna" (v. 4).
Como consecuencia del pecado original, el hombre, por orden de Dios, cae en el polvo del que había sido sacado, como ya se afirma en el relato del Génesis: "Eres polvo y al polvo volverás" (Gn 3,19; cf. 2,7). El Creador, que plasma en toda su belleza y complejidad a la criatura humana, es también quien "reduce el hombre a polvo" (cf. Sal 89, 3). Y "polvo", en el lenguaje bíblico, es expresión simbólica también de la muerte, de los infiernos, del silencio del sepulcro.
3. En esta súplica es fuerte el sentido del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que brota al alba; inmediatamente oye el silbido de la hoz, que la reduce a un montón de heno. Muy pronto la lozanía de la vida deja paso a la aridez de la muerte (cf. Sal 89,5‑6; Is 40,6‑7; Jb 14,1‑2; Sal 102,14‑16).
Como acontece a menudo en el Antiguo Testamento, el salmista asocia el pecado a esa radical debilidad: en nosotros hay finitud, pero también culpabilidad. Por eso, sobre nuestra existencia parece que se ciernen también la ira y el juicio del Señor: "¡Cómo nos ha consumido tu cólera, y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti (...) y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera" (Sal 89,7‑9).
4. Al alba del nuevo día, la liturgia de Laudes, con este salmo, disipa nuestras ilusiones y nuestro orgullo. La vida humana es limitada: "los años de nuestra vida son setenta, ochenta para los más robustos", afirma el orante. Además, el paso de las horas, de los días y de los meses está marcado por "la fatiga y el dolor" (cf. v. 10) e incluso los años son como "un suspiro" (cf. v. 9).
He aquí, por tanto, la gran lección: el Señor nos enseña a "contar nuestros días" para que, aceptándolos con sano realismo, "adquiramos un corazón sensato" (v. 12). Pero el orante pide a Dios algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, tan frágiles y marcados por la prueba; que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y perennidad a nuestras acciones diarias: "Baje a nosotros la bondad del Señor, nuestro Dios; haz prosperar la obra de nuestras manos, ¡prospere la obra de nuestras manos!" (v. 17).
Con la oración pedimos a Dios que un rayo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro obrar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará en el fluir de los días, la miseria se transformará en gloria y lo que parece sin sentido cobrará significado.
5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el salmo 89 cediendo la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el Salterio teniendo como telón de forno la figura gloriosa de Cristo. Así, para el escritor cristiano Orígenes, en su Tratado sobre los Salmos, que nos ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo es la que nos da la posibilidad, vislumbrada por el salmista, de que "toda nuestra vida sea alegría y júbilo" (cf. v. 14). Y esto porque la Pascua de Cristo es la fuente de nuestra vida más allá de la muerte: "Después de alegrarnos por la resurrección de nuestro Señor, mediante la cual creemos que ya hemos sido redimidos y que también nosotros resucitaremos un día, ahora, pasando con gozo los días que nos queden de vida, nos alegramos de esta confianza, y con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por Jesucristo nuestro Señor" (Orígenes‑Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 652).
SALMO 89
1 Oración de Moisés, hombre de Dios.
Señor, tú has sido nuestro refugio a lo largo de las generaciones.
2 Antes que fueran engendradas las montañas,
antes que nacieran la tierra y el mundo,
desde siempre y para siempre, tú eres Dios.
3 Tú haces que los hombres vuelvan al polvo,
con sólo decirles: «Vuelvan, seres humanos».
4 Porque mil años son ante tus ojos
como el día de ayer, que ya pasó,
como una vigilia de la noche.
5 Tú los arrebatas, y son como un sueño,
como la hierba que brota de mañana:
6 por la mañana brota y florece,
y por la tarde se seca y se marchita.
7 ¡Estamos consumidos por tu ira
y consternados por tu indignación!
8 Pusiste nuestras culpas delante de tus ojos,
y nuestros secretos a la luz de tu mirada.
9 Nuestros días transcurren bajo el peso de tu enojo,
y nuestros años se acaban como un suspiro.
10 Nuestra vida dura apenas setenta años,
y ochenta, si tenemos más vigor:
en su mayor parte son fatiga y miseria,
porque pasan pronto, y nosotros nos vamos.
11 ¿Quién puede conocer la violencia de tu enojo
y ver el fondo de tu indignación?
12 Enséñanos a calcular nuestros años,
para que nuestro corazón alcance la sabiduría.
13 ¡Vuélvete, Señor! ¿Hasta cuándo...?
Ten compasión de tus servidores.
14 Sácianos en seguida con tu amor,
y cantaremos felices toda nuestra vida.
15 Alégranos por los días en que nos afligiste,
por los años en que soportamos la desgracia.
16 Que tu obra se manifieste a tus servidores,
y que tu esplendor esté sobre tus hijos.
17 Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor;
que el Señor, nuestro Dios, haga prosperar la obra de nuestras manos.
Cántico al Dios vencedor y salvador. Miércoles 2 de abril de 2003
Isaías 42,10‑16
1. Dentro del libro que lleva el nombre del profeta Isaías los estudiosos han descubierto la presencia de diversas voces, puestas todas bajo el patronato del gran profeta que vivió en el siglo VIII a. C. Es el caso del vigoroso himno de alegría y de victoria que se acaba de proclamar como parte de la liturgia de Laudes de la cuarta semana. Los exegetas lo atribuyen al "segundo Isaías", un profeta que vivió en el siglo VI a. C., en el tiempo del regreso de los hebreos del exilio de Babilonia. El himno comienza con una invitación a "cantar al Señor un cántico nuevo" (cf. Is 42,10), precisamente como sucede en otros salmos (cf. Sal 95,1 y 97,1).
La "novedad" del cántico a que invita el profeta consiste ciertamente en que se abre el horizonte de la libertad, como cambio radical en la historia de un pueblo que ha experimentado la opresión y la permanencia en tierra extranjera (cf. Sal 136).
2. A menudo, la "novedad" en la Biblia tiene el aspecto de una realidad perfecta y definitiva. Es casi el signo de que comienza una era de plenitud salvífica que sella la convulsa historia de la humanidad. El cántico de Isaías presenta esta alta tonalidad, que se adapta muy bien a la oración cristiana.
La invitación a elevar al Señor un "cántico nuevo" se dirige al mundo en su totalidad, que incluye la tierra, el mar, las islas, los desiertos y las ciudades (cf. Is 42,10‑12). Todo el espacio se ve involucrado hasta sus últimos confines horizontales, que abarcan también lo desconocido, y con su dimensión vertical, que, partiendo de la llanura desértica, donde se encuentran las tribus nómadas de Cadar (cf. Is 21,16‑17), sube hasta los montes. Allá arriba se puede situar la ciudad de Sela, que muchos identifican con Petra, en el territorio de los edomitas, una ciudad construida entre los picos rocosos.
A todos los habitantes de la tierra se les invita a formar un inmenso coro para aclamar al Señor con júbilo y darle gloria.
3. Después de la solemne invitación al canto (cf. vv. 10‑12), el profeta introduce en escena al Señor, representado como el Dios del Éxodo, que liberó a su pueblo de la esclavitud egipcia: "El Señor sale como un héroe, (...) como un guerrero" (v. 13). Siembra el terror entre sus adversarios, que oprimen a los demás y cometen injusticia.
También el cántico de Moisés, al describir el paso del mar Rojo, presenta al Señor como un "guerrero" dispuesto a extender su mano poderosa y aterrorizar a los enemigos (cf. Ex 15,3‑8). Con el regreso de los hebreos de la deportación de Babilonia se va a realizar un nuevo éxodo y los fieles deben estar seguros de que la historia no está a merced del hado, del caos o de las potencias opresoras: la última palabra la tiene el Dios justo y fuerte. Ya cantaba el salmista: "Auxílianos contra el enemigo, que la ayuda del hombre es inútil" (Sal 59,13).
4. Una vez que ha entrado en escena, el Señor habla y sus vehementes palabras (cf. Is 42,14‑16) expresan juicio y salvación. Comienza recordando que "desde antiguo guardó silencio", es decir, que no intervino. El silencio divino a menudo es motivo de perplejidad e incluso de escándalo para el justo, como lo atestigua la larga queja de Job (cf. Jb 3,1‑26). Sin embargo, no se trata de un silencio que implique ausencia, como si la historia hubiera quedado a merced de los perversos y el Señor permaneciera indiferente e impasible. En realidad, ese silencio desemboca en una reacción semejante al dolor de una mujer que al dar a luz jadea, resuella y grita. Es el juicio divino sobre el mal, representado con imágenes de aridez, destrucción y desierto (cf. v. 15), que tiene como meta un desenlace vivo y fecundo.
En efecto, el Señor hace surgir un mundo nuevo, una era de libertad y salvación. A los ciegos se les abren los ojos, para que gocen de la luz que brilla. El camino resulta ágil y la esperanza florece (cf. v. 16), haciendo posible seguir confiando en Dios y en su futuro de paz y felicidad.
5. Cada día el creyente debe saber descubrir los signos de la acción divina, incluso cuando se oculta tras el fluir, aparentemente monótono y sin meta, del tiempo. Como escribía un estimado autor cristiano moderno, "la tierra está impregnada de un éxtasis cósmico: hay en ella una realidad y una presencia eterna que, sin embargo, normalmente duerme bajo el velo de lo cotidiano. La realidad eterna debe revelarse ahora, como en una epifanía de Dios, a través de todo lo que existe" (Romano Guardini, Sapienza dei Salmi, Brescia 1976, p. 52).
Descubrir, con los ojos de la fe, esta presencia divina en el espacio y en el tiempo, pero también en nosotros mismos, es fuente de esperanza y confianza, incluso cuando nuestro corazón se halla turbado y sacudido, "como se estremecen los árboles del bosque por el viento" (Is 7,2). En efecto, el Señor entra en escena para regir y juzgar "al orbe con justicia, a los pueblos con fidelidad" (Sal 95,13).
Isaías 42,10‑16
10 ¡Canten al Señor un canto nuevo, alábenlo desde los confines de la tierra; resuene el mar y todo lo que hay en él, las costas lejanas y sus habitantes!
11 ¡Que alcen la voz el desierto y sus ciudades, los poblados donde habita Quedar! ¡Griten de alegría los habitantes de la Roca, aclamen desde la cumbre de las montañas!
12 ¡Den gloria al Señor, proclamen su alabanza en las costas lejanas!
13 El Señor irrumpe como un héroe, se enardece como un guerrero; lanza un grito de guerra, un alarido estridente, se arroja como un héroe contra sus enemigos:
14 «Yo permanecí callado mucho tiempo, guardé silencio y me contuve; ahora gimo como una parturienta, me sofoco y estoy jadeante.
15 Arrasaré montañas y colinas, y secaré todo su verdor; convertiré los ríos en tierra árida y secaré los estanques.
16 Conduciré a los ciegos por un camino que ignoran, los guiaré por senderos desconocidos; cambiaré las tinieblas en luz delante de ellos, y el suelo escarpado en una llanura. Estas son las cosas que haré, y no dejaré de hacerlas.
Himno a Dios por sus maravillas. Miércoles 9 de abril de 2003
Salmo 134
1. La liturgia de Laudes, que estamos siguiendo en su desarrollo a través de nuestras catequesis, nos propone la primera parte del salmo 134, que acaba de resonar en el canto de los solistas. El texto revela una notable serie de alusiones a otros pasajes bíblicos y parece estar envuelto en un clima pascual. No por nada la tradición judaica ha unido este salmo al sucesivo, el 135, considerando el conjunto como "el granHallel", es decir, la alabanza solemne y festiva que es preciso elevar al Señor con ocasión de la Pascua.
En efecto, este salmo pone fuertemente de relieve el Éxodo, con la mención de las "plagas" de Egipto y con la evocación del ingreso en la tierra prometida. Pero sigamos ahora las etapas sucesivas, que el salmo 134 revela en el desarrollo de los doce primeros versículos: es una reflexión que queremos transformar en oración.
2. Al inicio nos encontramos con la característica invitación a la alabanza, un elemento típico de los himnos dirigidos al Señor en el Salterio. La invitación a cantar el aleluya se dirige a los "siervos del Señor" (v. 1), que en el original hebreo se presentan "erguidos" en el recinto sagrado del templo (cf. v. 2), es decir, en la actitud ritual de la oración (cf. Sal 133,1‑2).
Participan en la alabanza ante todo los ministros del culto, sacerdotes y levitas, que viven y actúan "en los atrios de la casa de nuestro Dios" (Sal 134,2). Sin embargo, a estos "siervos del Señor" se asocian idealmente todos los fieles. En efecto, inmediatamente después se hace mención de la elección de todo Israel para ser aliado y testigo del amor del Señor: "Él se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya" (v. 4). Desde esta perspectiva, se celebran dos cualidades fundamentales de Dios: es "bueno" y es "amable" (v. 3). El vínculo que existe entre nosotros y el Señor está marcado por el amor, por la intimidad y por la adhesión gozosa.
3. Después de la invitación a la alabanza, el salmista prosigue con una solemne profesión de fe, que comienza con la expresión típica: "Yo sé", es decir, yo reconozco, yo creo (cf. v. 5). Son dos los artículos de fe que proclama un solista en nombre de todo el pueblo, reunido en asamblea litúrgica. Ante todo se ensalza la acción de Dios en todo el universo: él es, por excelencia, el Señor del cosmos: "El Señor todo lo que quiere lo hace: en el cielo y en la tierra" (v. 6). Domina incluso los mares y los abismos, que son el emblema del caos, de las energías negativas, del límite y de la nada.
El Señor es también quien forma las nubes, los rayos, la lluvia y los vientos, recurriendo a sus "silos" (cf. v. 7). En efecto, los antiguos habitantes del Oriente Próximo imaginaban que los agentes climáticos se conservaban en depósitos, semejantes a cofres celestiales de los que Dios tomaba para esparcirlos por la tierra.
4. El otro componente de la profesión de fe se refiere a la historia de la salvación. Al Dios creador se le reconoce ahora como el Señor redentor, evocando los acontecimientos fundamentales de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. El salmista cita, ante todo, la "plaga" de los primogénitos (cf. Ex 12,29‑30), que resume todos los "prodigios y signos" realizados por Dios liberador durante la epopeya del Éxodo (cf. Sal 134,8‑9). Inmediatamente después se recuerdan las clamorosas victorias que permitieron a Israel superar las dificultades y los obstáculos encontrados en su camino (cf. vv. 10‑11). Por último, se perfila en el horizonte la tierra prometida, que Israel recibe "en heredad" del Señor (v. 12).
Ahora bien, todos estos signos de alianza, que se profesarán más ampliamente en el salmo sucesivo, el 135, atestiguan la verdad fundamental proclamada en el primer mandamiento del Decálogo. Dios es único y es persona que obra y habla, ama y salva: "el Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses" (v. 5; cf. Ex 20,2‑3;Sal 94,3).
5. Siguiendo la línea de esta profesión de fe, también nosotros elevamos nuestra alabanza a Dios. El Papa san Clemente I, en su primera Carta a los Corintios, nos dirige esta invitación: "Fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador de todo el universo y adhirámonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. Mirémosle con nuestra mente y contemplemos con los ojos del alma su magnánimo designio. Consideremos cuán blandamente se porta con toda la creación. Los cielos, movidos por su disposición, le están sometidos en paz. El día y la noche recorren la carrera por él ordenada, sin que mutuamente se impidan. El sol y la luna y los coros de las estrellas giran, conforme a su ordenación, en armonía y sin transgresión alguna, en torno a los límites por él señalados. La tierra, germinando conforme a su voluntad, produce a sus debidos tiempos copiosísimo sustento para hombres y fieras, y para todos los animales que se mueven sobre ella, sin que jamás se rebele ni mude nada de cuanto fue por él decretado" (19,2‑20,4: Padres Apostólicos, BAC 1993, pp. 196‑197). San Clemente I concluye afirmando: "Todas estas cosas ordenó el grande Artífice y Soberano de todo el universo que se mantuvieran en paz y concordia, derramando sobre todas sus beneficios, y más copiosamente sobre nosotros, que nos hemos refugiado en sus misericordias por medio de nuestro Señor Jesucristo. A él sea la gloria y la grandeza por eternidad de eternidades. Amén" (ib., p. 198).
SALMO 134
1 ¡Aleluya!
Alaben el nombre del Señor,
alábenlo, servidores del Señor,
2 los que están en la Casa del Señor,
en los atrios del Templo de nuestro Dios.
3 Alaben al Señor, porque es bueno,
canten a su Nombre, porque es amable;
4 porque el Señor eligió a Jacob,
a Israel, para que fuera su posesión.
5 Sí, yo sé que el Señor es grande,
nuestro Dios está sobre todos los dioses.
6 el Señor hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra,
en el mar y en los océanos.
7 Levanta las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos provoca la lluvia,
saca a los vientos de sus depósitos.
8 El hirió a los primogénitos de Egipto,
tanto a los hombres como a los animales:
9 realizó señales y prodigios
–en medio de ti, Egipto–
contra el Faraón y todos sus ministros.,
10 Derrotó a muchas naciones
y mató a reyes poderosos:
11 a Sijón, rey de los amorreos,
a Og, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
12 Y dio sus territorios en herencia,
en herencia a su pueblo, Israel.
13 Tu Nombre, Señor, permanece para siempre,
y tu recuerdo, por todas las generaciones:
14 porque el Señor defiende a su pueblo
y se compadece de sus servidores.
15 Los ídolos de las naciones son plata y oro,
obra de las manos de los hombres:
16 tienen boca, pero no hablan;
tienen ojos, pero no ven;
17 tienen orejas, pero no oyen,
y no hay aliento en su boca.
18 ¡Qué sean como ellos los que los fabrican,
y también los que confían en ellos!
19 Pueblo de Israel, bendice al Señor;
familia de Aarón, bendice al Señor;
20 familia de Leví, bendice al Señor;
fieles del Señor, bendigan al Señor.
21 ¡Bendito sea el Señor desde Sión,
el que habita en Jerusalén!
¡Aleluya!
Propósitos de un príncipe justo. Miércoles 30 de abril de 2003
Salmo 100
1. Después de las dos catequesis dedicadas al significado de las celebraciones pascuales, reanudamos nuestra reflexión sobre la liturgia de las Laudes. Para el martes de la cuarta semana nos propone el salmo 100, que acabamos de escuchar.
Es una meditación que pinta el retrato del político ideal, cuyo modelo de vida debería ser el actuar divino en el gobierno del mundo: un actuar regido por una perfecta integridad moral y por un enérgico compromiso contra las injusticias. Ese texto se vuelve a proponer ahora como programa de vida para el fiel que comienza su día de trabajo y de relación con el prójimo. Es un programa de "amor y justicia" (cf. v. 1), que se articula en dos grandes líneas morales.
2. La primera se llama "senda de la inocencia" y está orientada a exaltar las opciones personales de vida, realizadas "con rectitud de corazón", es decir, con conciencia totalmente recta (cf. v. 2).
Por una parte, se habla de modo positivo de las grandes virtudes morales que hacen luminosa la "casa", es decir, la familia del justo (cf. v. 2): la sabiduría, que ayuda a comprender y juzgar bien; la inocencia, que es pureza de corazón y de vida; y, por último, la integridad de la conciencia, que no tolera componendas con el mal.
Por otra parte, el salmista introduce un compromiso negativo. Se trata de la lucha contra toda forma de maldad e injusticia, para mantener lejos de su casa y de sus opciones cualquier perversión del orden moral (cf. vv. 3‑4).
Como escribe san Basilio, gran Padre de la Iglesia de Oriente, en su obra El bautismo, "ni siquiera el placer de un instante que contamina el pensamiento debe turbar a quien se ha configurado con Cristo en una muerte semejante a la suya" (Opere ascetiche, Turín 1980, p. 548).
3. La segunda línea se desarrolla en la parte final del salmo (cf. vv. 5‑8) y precisa la importancia de las cualidades más típicamente públicas y sociales. También en este caso se enumeran los puntos esenciales de una vida que quiere rechazar el mal con rigor y firmeza.
Ante todo, la lucha contra la calumnia y la difamación secreta, un compromiso fundamental en una sociedad de tradición oral, que atribuía gran importancia a la función de la palabra en las relaciones interpersonales. El rey, que ejerce también la función de juez, anuncia que en esta lucha empleará la más rigurosa severidad: hará que perezca el calumniador (cf. v. 5). Asimismo, se rechaza toda arrogancia y soberbia; se evita la compañía y el consejo de quienes actúan siempre con engaño y mentiras. Por último, el rey declara el modo como quiere elegir a sus "servidores" (cf. v. 6), es decir, a sus ministros. Los escoge entre "los que son leales". Quiere rodearse de gente íntegra y evitar el contacto con "quien comete fraudes" (cf. v. 7).
4. El último versículo del salmo es particularmente enérgico. Puede resultar chocante al lector cristiano, porque anuncia un exterminio: "Cada mañana haré callar a los hombres malvados, para excluir de la ciudad del Señor a todos los malhechores" (v. 8). Sin embargo, es importante recordar que quien habla así no es una persona cualquiera, sino el rey, responsable supremo de la justicia en el país. Con esta frase expresa de modo hiperbólico su implacable compromiso de lucha contra la criminalidad, un compromiso necesario, que comparte con todos los que tienen responsabilidades en la gestión de la administración pública.
Evidentemente, esta tarea de justiciero no compete a cada ciudadano. Por eso, si los fieles quieren aplicarse a sí mismos la frase del salmo, lo deben hacer en sentido analógico, es decir, decidiendo extirpar cada mañana de su propio corazón y de su propia conducta la hierba mala de la corrupción y de la violencia, de la perversión y de la maldad, así como cualquier forma de egoísmo e injusticia.
5. Concluyamos nuestra meditación volviendo al versículo inicial del salmo: "Voy a cantar el amor y la justicia..." (v. 1). Un antiguo escritor cristiano, Eusebio de Cesarea, en sus Comentarios a los Salmos, subraya la primacía del amor sobre la justicia, aunque esta sea también necesaria: "Voy a cantar tu misericordia y tu juicio, mostrando cómo actúas habitualmente: no juzgas primero y luego tienes misericordia, sino que primero tienes misericordia y luego juzgas, y con clemencia y misericordia emites sentencia. Por eso, yo mismo, ejerciendo misericordia y juicio con respecto a mi prójimo, me atrevo a cantar y entonar salmos en tu honor. Así pues, consciente de que es preciso actuar así, conservo inmaculadas e inocentes mis sendas, convencido de que de este modo te agradarán mis cantos y salmos por mis obras buenas" (PG 23, 1241).
SALMO 100
1 De David. Salmo.
Celebraré con un canto la bondad y la justicia:
a ti, Señor, te cantaré;
2 expondré con sensatez el camino perfecto:
¿cuándo vendrás en mi ayuda?
Yo procedo con rectitud de corazón
en los asuntos de mi casa;
3 nunca pongo mis ojos
en cosas infames.
Detesto la conducta de los descarriados
y no los cuento entre mis amigos;
4 la gente falsa se aparta de mí
y nunca apruebo al malvado.
5 Al que difama en secreto a su prójimo
lo hago desaparecer;
al de mirada altiva y corazón soberbio
no lo puedo soportar.
6 Pongo mis ojos en las personas leales
para que estén cerca de mí;
el que va por el camino perfecto
es mi servidor.
7 No habita dentro de mi casa
el hombre traicionero;
la gente mentirosa
no puede permanecer delante de mi vista.
8 Hago desaparecer día tras día
los malvados del país,
para extirpar de la Ciudad del Señor
a todos los que hacen el mal.
Oración de Azarías en el horno. Miércoles 14 de mayo de 2003
Daniel 3,26‑29. 34‑41
1. El cántico que se acaba de proclamar pertenece al texto griego del libro de Daniel y se presenta como súplica elevada al Señor con fervor y sinceridad. Es la voz de Israel que está sufriendo la dura prueba del exilio y de la diáspora entre los pueblos. En efecto, quien entona el cántico es un judío, Azarías, insertado en el horizonte babilónico en tiempos del exilio de Israel, después de la destrucción de Jerusalén por obra del rey Nabucodonosor.
Azarías, con otros dos fieles judíos, está "en medio del fuego" (Dn 3, 25), como un mártir dispuesto a afrontar la muerte con tal de no traicionar su conciencia y su fe. Fue condenado a muerte por haberse negado a adorar la estatua imperial.
2. Este cántico considera la persecución como un castigo justo con el que Dios purifica al pueblo pecador: "Con verdad y justicia has provocado todo esto —confiesa Azarías— por nuestros pecados" (v. 28). Por tanto, se trata de una oración penitencial, que no desemboca en el desaliento o en el miedo, sino en la esperanza.
Ciertamente, el punto de partida es amargo, la desolación es grave, la prueba es dura, el juicio divino sobre el pecado es severo: "En este momento no tenemos príncipes ni profetas ni jefes; ni holocausto ni sacrificios ni ofrendas ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia" (v. 38). El templo de Sión ha sido destruido y parece que el Señor ya no habita en medio de su pueblo
3. En la trágica situación del presente, la esperanza busca su raíz en el pasado, o sea, en las promesas hechas a los padres. Así, se remonta a Abraham, Isaac y Jacob (cf. v. 35), a los cuales Dios había asegurado bendición y fecundidad, tierra y grandeza, vida y paz. Dios es fiel y no dejará de cumplir sus promesas. Aunque la justicia exige que Israel sea castigado por sus culpas, permanece la certeza de que la misericordia y el perdón constituirán la última palabra. Ya el profeta Ezequiel refería estas palabras del Señor: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado (...) y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18,23. 32). Ciertamente, Israel está en un tiempo de humillación: "Ahora somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados" (Dn 3,37). Sin embargo, lo que espera no es la muerte, sino una nueva vida, después de la purificación.
4. El orante se acerca al Señor ofreciéndole el sacrificio más valioso y agradable: el "corazón contrito" y el "espíritu humillado" (v. 39; cf. Sal 50,19). Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la prueba, lo que se ofrece a Dios, para que lo acoja como signo de conversión y consagración al bien.
Con esta disposición interior desaparece el miedo, se acaban la confusión y la vergüenza (cf. Dn 3,40), y el espíritu se abre a la confianza en un futuro mejor, cuando se cumplan las promesas hechas a los padres.
La frase final de la súplica de Azarías, tal como nos la propone la liturgia, tiene una gran fuerza emotiva y una profunda intensidad espiritual: "Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro" (v. 41). Es un eco de otro salmo: "Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor" (Sal 26,8).
Ha llegado el momento en que nuestros pasos ya no siguen los caminos perversos del mal, los senderos tortuosos y las sendas torcidas (cf. Pr 2,15). Ahora ya seguimos al Señor, impulsados por el deseo de encontrar su rostro. Y su rostro no está airado, sino lleno de amor, como se ha revelado en el padre misericordioso con respecto al hijo pródigo (cf. Lc 15,11‑32).
5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el cántico de Azarías con la oración compuesta por san Máximo el Confesor en su Discurso ascético (37‑39), donde toma como punto de partida precisamente el texto del profeta Daniel.
"Por tu nombre, Señor, no nos abandones para siempre, no rompas tu alianza y no alejes de nosotros tu misericordia (cf. Dn 3,34‑35) por tu piedad, oh Padre nuestro que estás en los cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No desoigas nuestra súplica, oh Señor, y no nos abandones para siempre. No confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, mediante la cual conservas nuestro linaje... No mires nuestra indignidad; antes bien, ten compasión de nosotros según tu gran piedad, y según la plenitud de tu misericordia borra nuestros pecados, para que sin condena nos presentemos ante tu santa gloria y seamos considerados dignos de la protección de tu Hijo unigénito".
San Máximo concluye: "Sí, oh Señor, Dios todopoderoso, escucha nuestra súplica, pues no reconocemos a ningún otro fuera de ti" (Umanità e divinità di Cristo, Roma 1979, pp. 51‑52).
Daniel 3,26‑29. 34‑41
26 Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres,
digno de alabanza y glorioso es tu nombre.
27 Porque eres justo en cuanto has hecho con nosotros
y todas tus obras son verdad,
28y rectos tus caminos,
y justos todos tus juicios.
29 Porque hemos pecado y cometido iniquidad
apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido.
34 Por el honor de tu nombre,
no nos desampares para siempre,
no rompas tu alianza,
no apartes de nosotros tu misericordia.
35 Por Abrahán, tu amigo;
por Isaac, tu siervo;
por Israel, tu consagrado;
36 a quienes prometiste
multiplicar su descendencia
como las estrellas del cielo,
como la arena de las playas marinas.
37 Pero ahora, Señor, somos el más pequeño
de todos los pueblos;
hoy estamos humillados por toda la tierra
a causa de nuestros pecados.
38 En este momento no tenemos príncipes,
ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios,
ni ofrendas, ni incienso;
ni un sitio donde ofrecerte primicias,
para alcanzar misericordia.
39 Por eso, acepta nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humilde,
como un holocausto de carneros y toros
o una multitud de corderos cebados.
40 Que éste sea hoy nuestro sacrificio,
y que sea agradable en tu presencia:
porque los que en ti confían
no quedan defraudados.
41 Ahora te seguimos de todo corazón,
te respetamos y buscamos tu rostro.
Oración de un rey pidiendo la victoria. Miércoles 21 de mayo de 2003
Salmo 143
1. Acabamos de escuchar la primera parte del salmo 143. Tiene las características de un himno real, entretejido con otros textos bíblicos, para dar vida a una nueva composición de oración (cf. Sal 8,5; 17,8‑15; 32,2‑3; 38,6‑7). Quien habla, en primera persona, es el mismo rey davídico, que reconoce el origen divino de sus éxitos.
El Señor es presentado con imágenes marciales, según la antigua tradición simbólica. En efecto, aparece como un instructor militar (cf. Sal 143,1), un alcázar inexpugnable, un escudo protector, un triunfador (cf. v. 2). De esta forma, se quiere exaltar la personalidad de Dios, que se compromete contra el mal de la historia: no es un poder oscuro o una especie de hado, ni un soberano impasible e indiferente respecto de las vicisitudes humanas. Las citas y el tono de esta celebración divina guardan relación con el himno de David que se conserva en el salmo 17 y en el capítulo 22 del segundo libro de Samuel.
2. Frente al poder divino, el rey judío se reconoce frágil y débil, como lo son todas las criaturas humanas. Para expresar esta sensación, el orante real recurre a dos frases presentes en los salmos 8 y 38, y las une, confiriéndoles una eficacia nueva y más intensa: "Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?, ¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos? El hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa" (vv. 3‑4). Aquí resalta la firme convicción de que nosotros somos inconsistentes, semejantes a un soplo de viento, si no nos conserva en la vida el Creador, el cual, como dice Job, "tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12,10).
Sólo con el apoyo de Dios podemos superar los peligros y las dificultades que encontramos diariamente en nuestra vida. Sólo contando con la ayuda del cielo podremos esforzarnos por caminar, como el antiguo rey de Israel, hacia la liberación de toda opresión.
3. La intervención divina se describe con las tradicionales imágenes cósmicas e históricas, con el fin de ilustrar el señorío divino sobre el universo y sobre las vicisitudes humanas: los montes, que echan humo en repentinas erupciones volcánicas (cf. Sal 143,5); los rayos, que parecen saetas lanzadas por el Señor y dispuestas a destruir el mal (cf. v. 6); y, por último, las "aguas caudalosas", que, en el lenguaje bíblico, son símbolo del caos, del mal y de la nada, en una palabra, de las presencias negativas dentro de la historia (cf. v. 7). A estas imágenes cósmicas se añaden otras de índole histórica: son "los enemigos" (cf. v. 6), los "extranjeros" (cf. v. 7), los que dicen falsedades y los que juran en falso, es decir, los idólatras (cf. v. 8)
Se trata de un modo muy concreto, típicamente oriental, de representar la maldad, las perversiones, la opresión y la injusticia: realidades tremendas de las que el Señor nos libra, mientras vivimos en el mundo.
4. El salmo 143, que la Liturgia de las Horas nos propone, concluye con un breve himno de acción de gracias (cf. vv. 9‑10). Brota de la certeza de que Dios no nos abandonará en la lucha contra el mal. Por eso, el orante entona una melodía acompañándola con su arpa de diez cuerdas, seguro de que el Señor "da la victoria a los reyes y salva a David, su siervo" (cf. vv. 9‑10).
La palabra "consagrado" en hebreo es "Mesías". Por eso, nos hallamos en presencia de un salmo real, que se transforma, ya en el uso litúrgico del antiguo Israel, en un canto mesiánico. Los cristianos lo repetimos teniendo la mirada fija en Cristo, que nos libra de todo mal y nos sostiene en la lucha contra las fuerzas ocultas del mal. En efecto, "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas" (Ef 6,12).
5. Concluyamos, entonces, con una consideración que nos sugiere san Juan Casiano, monje de los siglos IV‑V, que vivió en la Galia. En su obra La encarnación del Señor, tomando como punto de partida el versículo 5 de nuestro salmo ‑"Señor, inclina tu cielo y desciende"‑, ve en estas palabras la espera del ingreso de Cristo en el mundo.
Y prosigue así: "El salmista suplicaba que (...) el Señor se manifestara en la carne, que apareciera visiblemente en el mundo, que fuera elevado visiblemente a la gloria (cf. 1 Tm 3, 16) y, finalmente, que los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que habían previsto en el espíritu" (L'Incarnazione del Signore, V, 13, Roma 1991, pp. 208‑209). Precisamente esto es lo que todo bautizado testimonia con la alegría de la fe.
SALMO 143
1 Bendito sea el Señor, mi Roca,
el que adiestra mis brazos para el combate
y mis manos para la lucha.
2 Él es mi bienhechor y mi fortaleza,
mi baluarte y mi libertador;
él es el escudo con que me resguardo,
y el que somete los pueblos a mis pies.
3 Señor, ¿qué es el hombre para que tú lo cuides,
y el ser humano, para que pienses en él?
4 El hombre es semejante a un soplo,
y sus días son como una sombre fugaz.
5 Inclina tu cielo, Señor, y desciende;
toca las montañas para que arrojen humo.
6 Lanza un rayo y dispersa a tus enemigos,
dispara tus flechas, y confúndelos.
7 Extiende tu mano desde lo alto,
y líbrame de las aguas caudalosas;
sálvame del poder de los extranjeros,
8 que dicen mentiras con la boca
y tienen las manos llenas de traición.
9 Dios mío, yo quiero cantarte un canto nuevo
y tocar para ti con el arpa de diez cuerdas,
10 porque tú das la victoria a los reyes
y libras a David, tu servidor.
Líbrame de la espada maligna,
11 sálvame del poder de los extranjeros,
que dicen mentiras con la boca
y tienen las manos llenas de traición.
12 Que nuestros hijos sean como plantas,
florecientes en plena juventud;
que nuestras hijas se asemejen a columnas,
esculpidas como las de un palacio.
13 Que nuestros graneros estén repletos
con productos de todas las especies;
que nuestros rebaños se reproduzcan a millares
en todas nuestras praderas.
14 Que nuestros bueyes estén bien cargados,
que no haya brechas ni aberturas en los muros
ni gritos de angustia en nuestras plazas.
15 ¡Feliz el pueblo que tiene todo esto,
feliz el pueblo cuyo Dios es el Señor!
Alabanza al Señor y petición de auxilio. Miércoles 28 de mayo de 2003
Salmo 107
1. El salmo 107, que se nos ha propuesto ahora, forma parte de la secuencia de los salmos de la Liturgia de Laudes, objeto de nuestras catequesis. Presenta una característica, a primera vista, sorprendente. La composición no es más que la fusión de dos fragmentos de salmos anteriores: uno está tomado del salmo 56 (vv. 8‑12) y el otro, del salmo 59 (vv. 7‑14). El primer fragmento tiene forma de himno; el segundo, es una súplica, pero con un oráculo divino que infunde en el orante serenidad y confianza.
Esta fusión da origen a una nueva plegaria y este hecho resulta ejemplar para nosotros. En realidad, también la liturgia cristiana, a menudo, funde pasajes bíblicos diferentes, transformándolos en un texto nuevo, destinado a iluminar situaciones inéditas. Con todo, permanece el vínculo con la base originaria. En la práctica, el salmo 107 —aunque no es el único; basta ver, por citar otro testimonio, el salmo 143— muestra que ya Israel en el Antiguo Testamento utilizaba de nuevo y actualizaba la palabra de Dios revelada.
2. El salmo que resulta de esa combinación es, por tanto, algo más que la simple suma o yuxtaposición de los dos pasajes anteriores. En vez de comenzar con una humilde súplica, como el salmo 56, "Misericordia, Dios mío, misericordia" (v. 2), el nuevo salmo comienza con un decidido anuncio de alabanza a Dios: "Dios mío, mi corazón está firme; para ti cantaré y tocaré" (Sal 107,2). Esta alabanza ocupa el lugar de la lamentación que formaba el inicio del otro salmo (cf. Sal 59,1‑6), y se convierte así en la base del oráculo divino sucesivo (cf. Sal 59,8‑10; Sal 107,8‑10) y de la súplica que lo rodea (cf. Sal 59,7. 11‑14; Sal 107,7. 11‑14).
Esperanza y temor se funden y se transforman en el contenido de la nueva oración, totalmente orientada a infundir confianza también en el tiempo de la prueba que vive toda la comunidad.
3. El salmo comienza, por consiguiente, con un himno gozoso de alabanza. Es un canto matutino acompañado por el arpa y la cítara (cf. Sal 107,3). El mensaje es muy claro y se centra en la "bondad" y la "verdad" divinas (cf. v. 5): en hebreo, hésed y 'emèt, son los términos típicos para definir la fidelidad amorosa del Señor a la alianza con su pueblo. Sobre la base de esta fidelidad, el pueblo está seguro de que no se verá abandonado por Dios en el abismo de la nada y de la desesperación.
La relectura cristiana interpreta este salmo de un modo particularmente sugestivo. En el versículo 6, el salmista celebra la gloria trascendente de Dios: "Elévate —es decir, sé exaltado— sobre el cielo, Dios mío". Comentando este salmo, Orígenes, el célebre escritor cristiano del siglo III, remite a la frase de Jesús: "Cuando seré exaltado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12,32), que se refiere a su crucifixión. Tiene como resultado lo que afirma el versículo sucesivo: "Para que se salven tus predilectos" (Sal 107, 7). Por eso, concluye Orígenes: "¡Qué admirable significado! El motivo por el cual el Señor es crucificado y exaltado es que sus predilectos se salven. (...) Se ha realizado lo que hemos pedido: él ha sido exaltado y nosotros hemos sido salvados" (Origene‑Girolamo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milano 1993, p. 367).
4. Pasemos ahora a la segunda parte del salmo 107, cita parcial del salmo 59, como hemos dicho. En la angustia de Israel, que siente a Dios ausente y distante ("Tú, oh Dios, nos has rechazado": v. 12), se eleva la voz del oráculo del Señor, que resuena en el templo (cf. vv. 8‑10). En esta revelación, Dios se presenta como árbitro y señor de toda la Tierra Santa, desde la ciudad de Siquén hasta el valle de Sucot, en Transjordania, desde las regiones orientales de Galaad y Manasés hasta las centro‑meridionales de Efraín y Judá, llegando incluso a los territorios vasallos pero extranjeros de Moab, Edom y Filistea.
Con imágenes coloridas de ámbito militar o de tipo jurídico se proclama el señorío divino sobre la Tierra prometida. Si el Señor reina, no tenemos nada que temer: no estamos a merced de las fuerzas oscuras del hado o del caos. Siempre, incluso en los momentos tenebrosos, hay un proyecto superior que gobierna la historia.
5. Esta fe enciende la llama de la esperanza. De cualquier modo, Dios señalará un camino de salida, es decir, una "plaza fuerte" puesta en la región de Idumea. Eso significa que, a pesar de la prueba y del silencio, Dios volverá a revelarse, a sostener y guiar a su pueblo. Sólo de él puede venir la ayuda decisiva y no de las alianzas militares externas, es decir, de la fuerza de las armas (cf. v. 13). Y sólo con él se conseguirá la libertad y se harán "proezas" (cf. v. 14).
Con san Jerónimo, recordemos la última lección del salmista, interpretada en clave cristiana: "Nadie debe desesperarse en esta vida. ¿Tienes a Cristo y tienes miedo? Él será nuestra fuerza, él será nuestro pan, él será nuestro guía" (Breviarium in Psalmos, Ps. CVII: PL 26, 1224).
SALMO 107
1 Canto. Salmo de David.
2 Mi corazón está firme, Dios mío,
mi corazón está firme.
Voy a cantar al son de instrumentos:
¡despierta, alma mía!
3 ¡Despierten, arpa y cítara,
para que yo despierte a la aurora!
4 Te alabaré en medio de los pueblos, Señor,
te cantaré entre las naciones,
5 porque tu misericordia se eleva hasta el cielo
y tu fidelidad hasta las nubes.
6 ¡Levántate, Dios, por encima del cielo,
y que tu gloria cubra toda la tierra!
7 ¡Sálvanos con tu poder, respóndenos,
para que se pongan a salvo tus predilectos!
8 Dios habló desde su Santuario:
«Yo repartiré triunfalmente a Siquem
y distribuiré el valle de Sucot.
9 Mío es Galaad, Manasés me pertenece,
Efraím es mi yelmo, mi cetro es Judá.
10 Moab es la vasija donde yo me lavo;
plantaré mis sandalias en Edom
y cantaré victoria sobre Filistea».
11 ¿Quién me llevará hasta la ciudad fortificada,
quién me conducirá hasta Edom,
12 si tú, oh Dios, nos has rechazado
y ya no sales con nuestro ejército?
13 Danos tu ayuda contra el adversario,
porque es inútil el auxilio de los hombres.
14 Con Dios alcanzaremos la victoria,
y él aplastará a nuestros enemigos.
Alegría del profeta ante la nueva Jerusalén. Miércoles 18 de junio de 2003
Isaías 61,10‑11. 62,1‑5
1. El admirable cántico que nos ha propuesto la Liturgia de Laudes, y que se acaba de proclamar, comienza como un Magníficat: "Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios" (Is 61,10). El texto se halla situado en la tercera parte del libro del profeta Isaías, una sección que según los estudiosos es de una época más tardía, cuando Israel, al volver del exilio en Babilonia (siglo VI a.C.), reanudó su vida de pueblo libre en la tierra de sus padres y reconstruyó Jerusalén y el templo. No por nada la ciudad santa, como veremos, ocupa el centro del cántico, y el horizonte que se está abriendo es luminoso y lleno de esperanza.
2. El profeta inicia su canto describiendo al pueblo renacido, vestido con traje de gala, como una pareja de novios ataviada para el gran día de la celebración nupcial (cf. v. 10). Inmediatamente después, se evoca otro símbolo, expresión de vida, de alegría y de novedad: el brote de una planta (cf. v. 11).
Los profetas recurren a la imagen del brote, con formas diversas, para referirse al rey mesiánico (cf. Is 11,1; 53,2; Jr 23,5;Zc 3,8; 6,12). El Mesías es un retoño fecundo que renueva al mundo, y el profeta explica el sentido profundo de esta vitalidad: "El Señor hará brotar la justicia" (v. 11), por lo cual la ciudad santa se convertirá en un jardín de justicia, es decir, de fidelidad y verdad, de derecho y amor. Como decía poco antes el profeta, "llamarás a tus murallas "Salvación" y a tus puertas "Alabanza"" (Is 60,18).
3. El profeta sigue clamando con fuerza: el canto es incansable y quiere aludir al renacimiento de Jerusalén, ante la cual está a punto de abrirse una nueva era (cf. Is 62,1). La ciudad se presenta como una novia a punto de celebrar su boda.
En la Biblia, el simbolismo nupcial, que aparece con fuerza en este pasaje (cf. vv. 4‑5), es una de las imágenes más intensas para exaltar el vínculo de intimidad y el pacto de amor que existe entre el Señor y el pueblo elegido. Su belleza, hecha de "salvación", de "justicia" y de "gloria" (cf. vv. 1‑2), será tan admirable que podrá ser "una magnífica corona en la mano del Señor" (cf. v. 3).
El elemento decisivo será el cambio de nombre, como sucede también en nuestros días cuando una joven se casa. Tomar un "nuevo nombre" (cf. v. 2) significa casi asumir una nueva identidad, emprender una misión, cambiar radicalmente de vida (cf. Gn 32,25‑33).
4. El nuevo nombre que tomará la esposa Jerusalén, destinada a representar a todo el pueblo de Dios, se ilustra mediante el contraste que el profeta especifica: "Ya no te llamarán "Abandonada", ni a tu tierra, "Devastada"; a ti te llamarán "Mi favorita" y a tu tierra "Desposada"" (Is 62,4). Los nombres que indicaban la situación anterior de abandono y desolación, es decir, la devastación de la ciudad por obra de los babilonios y el drama del exilio, son sustituidos ahora por nombres de renacimiento, y son términos de amor y ternura, de fiesta y felicidad.
En este punto toda la atención se concentra en el esposo. Y he aquí la gran sorpresa: el Señor mismo asigna a Sión el nuevo nombre nupcial. Es estupenda, sobre todo, la declaración final, que resume el hilo temático del canto de amor que el pueblo ha entonado: "Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo" (v. 5).
5. El canto no se refiere ya a las bodas entre un rey y una reina, sino que celebra el amor profundo que une para siempre a Dios con Jerusalén. En su esposa terrena, que es la nación santa, el Señor encuentra la misma felicidad que el marido experimenta con su mujer amada. En vez del Dios distante y trascendente, justo juez, tenemos al Dios cercano y enamorado. Este simbolismo nupcial se encuentra también en el Nuevo Testamento (cf. Ef 5,21‑32) y luego lo recogen y desarrollan los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, san Ambrosio recuerda que, desde esta perspectiva, "el esposo es Cristo, la esposa es la Iglesia, que es esposa por su amor y virgen por su pureza inmaculada" (Esposizione del Vangelo secondo Luca: Opere esegetiche X/II, Milán‑Roma 1978, p. 289).
Y, en otra de sus obras, prosigue: "La Iglesia es hermosa. Por eso, el Verbo de Dios le dice: "¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!" (Ct 4,7), porque la culpa ha sido borrada... Por tanto, el Señor Jesús ‑impulsado por el deseo de un amor tan grande, por la belleza de sus atavíos y por su gracia, dado que en los que han sido purificados ya no hay ninguna mancha de culpa‑ dice a la Iglesia: "Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo" (Ct 8,6), es decir: estás engalanada, alma mía, eres muy bella, no te falta nada. "Ponme cual sello sobre tu corazón", para que por él tu fe brille en la plenitud del sacramento. También tus obras resplandezcan y muestren la imagen de Dios, a imagen del cual has sido hecha" (I misteri, nn. 49.41: Opere dogmatiche, III, Milán‑Roma 1982, pp. 156‑157).
Isaías 61,10‑11. 62,1‑5
Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios. Porque él me vistió con las vestiduras de la salvación y me envolvió con el manto de la justicia, como un esposo que se ajusta la diadema y como una esposa que se adorna con sus joyas.
11 Porque así como la tierra da sus brotes y un jardín hace germinar lo sembrado, así el Señor hará germinar la justicia y la alabanza ante todas las naciones.
***
1 Por amor a Sión no me callaré, por amor a Jerusalén no descansaré, hasta que irrumpa su justicia como una luz radiante y su salvación, como una antorcha encendida.
2 Las naciones contemplarán tu justicia y todos los reyes verán tu gloria; y tú serás llamada con un nombre nuevo, puesto por la boca del Señor.
3 Serás una espléndida corona en la mano del Señor, una diadema real en las palmas de tu Dios.
4 No te dirán más «¡Abandonada!», sino que te llamarán «Mi deleite», y a tu tierra «Desposada». Porque el Señor pone en ti su deleite y tu tierra tendrá un esposo.
5 Como un joven se casa con una virgen, así te desposará el que te reconstruye; y como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios.
Felicidad de los que esperan en Dios. Miércoles 2 de julio de 2003
Salmo 145
1. El salmo 145, que acabamos de escuchar, es un "aleluya", el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: "El Señor reina eternamente" (v. 10).
De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6‑9).
2. Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.
Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
3. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de "confiar en los poderosos" (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es "un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas" (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.
En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo 'adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre —repite a menudo la Biblia— es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1‑7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8, 14), como un hilo de hierba verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5‑6; 102,15‑16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: "Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes" (Sal 145,4).
4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: "Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios" (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.
Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40): esto es lo que dirá entonces el Señor.
5. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.
El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: "El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos", descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: "Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre". Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Orígenes‑Jerónimo,74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 526‑527).
SALMO 145
1 ¡Aleluya!
¡Alaba al Señor, alma mía!
2 Alabaré al Señor toda mi vida;
mientras yo exista, cantaré a mi Dios.
3 No confíen en los poderosos,
en simples mortales, que no pueden salvar:
4 cuando expiran, vuelven al polvo,
y entonces se esfuman sus proyectos.
5 Feliz el que se apoya en el Dios de Jacob
y pone su esperanza en el Señor, su Dios:
6 él hizo el cielo y la tierra,
el mar y todo lo que hay en ellos.
El mantiene su fidelidad para siempre,
7 hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos,
8 abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
9 El Señor protege a los extranjeros
y sustenta al huérfano y a la viuda;
8c el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados.
10 El Señor reina eternamente,
reina tu Dios, Sión,
a lo largo de las generaciones.
¡Aleluya!
Súplica ante la angustia. Miércoles 9 de julio de 2003
Salmo 142
1. Acaba de proclamarse el salmo 142, el último de los llamados "salmos penitenciales" en el septenario de súplicas distribuidas en el Salterio (cf. Sal 6; 31; 37; 50; 101; 129 y 142). La tradición cristiana los ha utilizado todos para implorar del Señor el perdón de los pecados. El texto en el que hoy queremos reflexionar era particularmente apreciado por san Pablo, que de él dedujo la existencia de una pecaminosidad radical en toda criatura humana. "Señor, ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (v. 2). El Apóstol toma esta frase como base de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (cf. Ga 2,16; Rm 3,20).
La Liturgia de Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e invocación de ayuda divina al comienzo de la jornada. En efecto, el salmo nos hace decirle a Dios: "En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti" (Sal 142,8).
2. El salmo inicia con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecida al pueblo (cf. v. 1). El orante reconoce que no tiene méritos en los que apoyarse y, por eso, pide humildemente a Dios que no se comporte como juez (cf. v. 2).
Luego describe la situación dramática, semejante a una pesadilla mortal, en la que se está debatiendo: el enemigo, que es la representación del mal de la historia y del mundo, lo ha empujado hasta el umbral de la muerte. En efecto, se halla postrado en el polvo de la tierra, que ya es una imagen del sepulcro; y lo rodean las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; por último, se refiere a "los muertos ya olvidados" (v. 3), es decir, los que han muerto para siempre, entre los cuales le parece que ya está relegado.
3. La existencia misma del salmista está destruida: ya le falta el aliento, y su corazón le parece un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (cf. v. 4). Al fiel, postrado en tierra y pisoteado, sólo le quedan libres las manos, que se elevan hacia el cielo en un gesto de invocación de ayuda y, al mismo tiempo, de búsqueda de apoyo (cf. v. 6). En efecto, su pensamiento vuelve al pasado en que Dios hacía prodigios (cf. v. 5).
Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba, en la que el orante se siente inmerso y a punto de ser arrastrado (cf. v. 7). De cualquier modo, la tensión sigue siendo fuerte; pero en el horizonte parece vislumbrarse un rayo de luz. Así, pasamos a la otra parte del salmo (cf. vv. 7‑11).
4. Esta parte comienza con una nueva y apremiante invocación. El fiel, al sentir que casi se le escapa la vida, clama a Dios: "Escúchame enseguida, Señor, que me falta el aliento" (v. 7). Más aún, teme que Dios haya escondido su rostro y se haya alejado, abandonando y dejando sola a su criatura.
La desaparición del rostro divino hace que el hombre caiga en la desolación, más aún, en la muerte misma, porque el Señor es la fuente de la vida. Precisamente en esta especie de frontera extrema brota la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor: "Ya que confío en ti (...), pues levanto mi alma a ti (...), me refugio en ti (...), tú eres mi Dios". Le pide que lo salve de sus enemigos (cf. vv. 8‑10) y lo libre de la angustia (cf. v. 11), pero hace varias veces otra súplica, que manifiesta una profunda aspiración espiritual: "Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios" (v. 10; cf. vv. 8 y 10). Debemos hacer nuestra esta admirable súplica. Debemos comprender que nuestro bien mayor es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de vida. Si no va acompañada por un fuerte deseo de docilidad a Dios, la confianza en él no es auténtica.
El orante es consciente de ello y, por eso, expresa ese deseo. Su oración es una verdadera profesión de confianza en Dios salvador, que libera de la angustia y devuelve el gusto de la vida, en nombre de su "justicia", o sea, de su fidelidad amorosa y salvífica (cf. v. 11). La oración, que partió de una situación muy angustiosa, desemboca en la esperanza, la alegría y la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la fuerza de la oración, generadora de vida y salvación.
5. San Gregorio Magno, en su comentario a los siete salmos penitenciales, contemplando la luz de la mañana de la gracia (cf. v. 8), describe así esa aurora de esperanza y de alegría: "Es el día iluminado por el sol verdadero que no tiene ocaso, que las nubes no entenebrecen y la niebla no oscurece (...). Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, y comencemos a ver a Dios cara a cara, entonces desaparecerá la oscuridad de las tinieblas, se desvanecerá el humo de la ignorancia y se disipará la niebla de la tentación (...). Aquel día será luminoso y espléndido, preparado para todos los elegidos por Aquel que nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha conducido al reino de su Hijo amado.
"La mañana de aquel día es la resurrección futura (...). En aquella mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, habrá júbilo, cuando Dios enjugue toda lágrima de los ojos de los santos, cuando la muerte sea destruida por último, y cuando los justos resplandezcan como el sol en el reino del Padre.
"En aquella mañana el Señor hará experimentar su misericordia (...), diciendo: "Venid, benditos de mi Padre" (Mt 25,34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, que la mente humana no puede concebir en la vida presente. En efecto, para los que lo aman el Señor ha preparado "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó"" (PL 79, coll. 649‑650).
SALMO 142
1 Salmo de David.
Señor, escucha mi oración,
atiende a mi plegaria;
respóndeme, por tu fidelidad y tu justicia.
2 No llames a juicio a tu servidor,
porque ningún ser viviente es justo en tu presencia.
3 El enemigo me persiguió a muerte,
aplastó mi vida contra el suelo;
me introdujo en las tinieblas,
como a los muertos de hace muchos años.
4 El aliento se extingue en mi interior,
mi corazón desfallece en mi pecho.
5 Me acuerdo de los tiempos pasados,
medito todas tus acciones;
considero la obra de tus manos
6 y extiendo mis brazos hacia ti:
suspiro por ti como tierra reseca.
7 Respóndeme en seguida, Señor,
porque estoy sin aliento.
No me ocultes tu rostro,
para que yo no sea como los que bajan a la fosa.
8 Que yo experimente tu amor por la mañana,
porque confío en ti;
indícame el camino que debo seguir,
porque a ti elevo mi alma.
9 Líbrame, Señor, de mis enemigos,
porque me refugio en ti;
10 enséñame a hacer tu voluntad,
porque tú eres mi Dios.
Que tu espíritu bondadoso me conduzca
por una tierra llana.
11 Por amor de tu Nombre, Señor,
consérvame la vida.
Por tu justicia, sácame del peligro;
12 por tu fidelidad, destruye a mi enemigo;
aniquila a mis opresores,
porque yo soy tu servidor.
Consuelo y gozo para la ciudad santa. Miércoles 16 de julio de 2003
Isaías 66
1. De la última página del libro de Isaías está tomado el himno que acabamos de escuchar, un cántico de alegría en el que destaca la figura materna de Jerusalén (cf. 66,11) y luego la solicitud amorosa de Dios mismo (cf. v. 13). Los estudiosos de la Biblia creen que esta sección final, abierta a un futuro espléndido y festivo, es el testimonio de una voz posterior, la de un profeta que celebra el renacimiento de Israel tras el paréntesis oscuro del exilio babilónico. Por tanto, nos hallamos en el siglo VI antes de Cristo, dos siglos después de la misión de Isaías, el gran profeta, bajo cuyo nombre está puesta toda la obra inspirada.
Ahora seguiremos el ritmo gozoso de este breve cántico, que comienza con tres imperativos que son precisamente una invitación a la felicidad: "festejad", "gozad" y "alegraos de su alegría" (v. 10). Es un hilo luminoso que recorre a menudo las últimas páginas del libro de Isaías: los afligidos de Sión serán consolados, coronados y ungidos con el "aceite de gozo" (61, 3); el profeta mismo "se goza en el Señor, exulta su alma en Dios" (v. 10); "como se alegra el esposo con la esposa, así se alegrará" Dios con su pueblo (62, 5). En la página anterior a la que ahora es objeto de nuestro canto y de nuestra oración, el Señor mismo participa de la felicidad de Israel, que está a punto de renacer como nación: "Habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad, voy a transformar a Jerusalén en alegría, y a su pueblo en gozo; me regocijaré por Jerusalén y me alegraré por mi pueblo" (65,18‑19).
2. La fuente y la razón de este júbilo interior se hallan en la vitalidad recobrada de Jerusalén, renacida de las cenizas de la ruina que se había abatido sobre ella cuando el ejército babilonio la destruyó. En efecto, se habla de su "luto" (66,10), ya pasado.
Como sucede a menudo en diversas culturas, la ciudad se representa con imágenes femeninas, más aún, maternas. Cuando una ciudad está en paz, es semejante a un seno protegido y seguro; más aún, es como una madre que amamanta a sus hijos con abundancia y ternura (cf. v. 11). Desde esta perspectiva, la realidad que la Biblia llama, con una expresión femenina, "la hija de Sión", es decir, Jerusalén, vuelve a ser una ciudad‑madre que acoge, sacia y deleita a sus hijos, es decir, a sus habitantes. Sobre esta escena de vida y ternura desciende la palabra del Señor, que tiene el tono de una bendición (cf. vv. 12‑14).
3. Dios recurre a otras imágenes vinculadas a la fertilidad. En efecto, habla de ríos y torrentes, es decir, de aguas que simbolizan la vida, la exuberancia de la vegetación, la prosperidad de la tierra y de sus habitantes (cf. v. 12). La prosperidad de Jerusalén, su "paz" (shalom), don generoso de Dios, asegurará a sus niños una existencia rodeada de ternura materna: "Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán" (v. 12), y esta ternura materna será ternura de Dios mismo: "Como una madre consuela a su niño, así os consolaré yo" (v. 13). De este modo, el Señor utiliza la metáfora materna para describir su amor a sus criaturas.
También antes, en el libro de Isaías, se lee un pasaje que atribuye a Dios una actitud materna: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (49,15). En nuestro cántico, las palabras del Señor dirigidas a Jerusalén terminan por retomar el tema de la vitalidad interior, expresado con otra imagen de fertilidad y energía: la de un prado florecido, imagen aplicada a los huesos, para indicar el vigor del cuerpo y de la existencia (cf. 66,14).
4. Al llegar a este punto, ante la ciudad‑madre, es fácil extender nuestra mirada para contemplar a la Iglesia, virgen y madre fecunda. Concluyamos nuestra meditación sobre la Jerusalén renacida con una reflexión de san Ambrosio, tomada de su obra De virginibus: "La santa Iglesia es inmaculada en su unión marital: fecunda por sus partos, es virgen por su castidad, aunque sea madre por los hijos que engendra. Por tanto, nacemos de una virgen, que no ha concebido por obra de hombre, sino por obra del Espíritu. Así, nacemos de una virgen, que no da a luz en medio de dolores físicos, sino en medio del júbilo de los ángeles. Nos alimenta una virgen, no con la leche del cuerpo, sino con la leche que el Apóstol afirma haber dado al pueblo de Dios porque no podía soportar alimento sólido (cf. 1Co 3,2).
"¿Qué mujer casada tiene más hijos que la santa Iglesia? Es virgen por la santidad que recibe en los sacramentos y es madre de pueblos. La Escritura atestigua también su fecundidad, al decir: "son más los hijos de la abandonada que los de la casada" (Is 54,1; cf. Ga 4,27); nuestra madre no tiene marido, pero tiene esposo, porque tanto la Iglesia en los pueblos como el alma en los individuos ‑libres de cualquier infidelidad, fecundas en la vida del espíritu‑, sin faltar al pudor, se desposan con el Verbo de Dios como con un esposo eterno" (I, 31: SAEMO 14/1, pp. 132‑133).
Isaías 66
1 Así habla el Señor: El cielo es mi trono y la tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué casa podrán edificarme ustedes y dónde estará el lugar de mi reposo?
2 Todo esto lo hizo mi mano y todo me pertenece –oráculo del Señor–. Aquel hacia quien vuelvo la mirada es el pobre, de espíritu acongojado, que se estremece ante mis palabras.
3 Se inmola un buey, y se mata a un hombre, se sacrifica un cordero, y se desnuca un perro, se presenta una oblación, y se ofrece sangre de cerdo, se quema un memorial de incienso, y se bendice una iniquidad. Porque ellos han elegido sus propios caminos y se complacen en sus ídolos,
4 también yo elegiré sus desgracias y les enviaré lo que más temen. Yo llamé, y nadie respondió, hablé, y ellos no escucharon, sino que hicieron lo que me desagrada y eligieron lo que yo no quiero.
5 ¡Escuchen la palabra del Señor, ustedes que se estremecen ante su palabra! Dicen sus hermanos, los que tienen odio contra ustedes y los rechazan a causa de mi Nombre: «Que el Señor manifieste su gloria, así veremos la alegría de ustedes». Pero son ellos los que se avergonzarán.
6 Una voz retumba desde la ciudad, una voz sale del Templo: es la voz del Señor que retribuye a sus enemigos.
7 Antes de las contracciones, ella dio a luz; antes de que le llegaran los dolores, dio a luz un hijo varón.
8 ¿Quién oyó jamás algo semejante, quién ha visto una cosa igual? ¿Se da a luz un país en un solo día? ¿Se hace nacer una nación de una sola vez? Pero Sión, apenas sintió los dolores, ha dado a luz a sus hijos.
9 ¿Acaso yo abriré la matriz y no haré dar a luz?, dice el Señor ¿Acaso la voy a cerrar, yo que hago nacer?, dice tu Dios.
10 ¡Alégrense con Jerusalén y regocíjense a causa de ella, todos los que la aman! ¡Compartan su mismo gozo los que estaban de duelo por ella,
11 para ser amamantados y saciarse en sus pechos consoladores, para gustar las delicias de sus senos gloriosos!
12 Porque así habla el Señor: Yo haré correr hacia ella la prosperidad como un río, y la riqueza de las naciones como un torrente que se desborda. Sus niños de pecho serán llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas.
13 Como un hombre es consolado por su madre, así yo los consolaré a ustedes, y ustedes serán consolados en Jerusalén.
14 Al ver esto, se llenarán de gozo, y sus huesos florecerán como la hierba. La mano del Señor se manifestará a sus servidores, y a sus enemigos, su indignación.
15 Porque ya viene el Señor en medio del fuego –sus carros son como un torbellino– para descargar su ira con furor y sus amenazas con las llamas del fuego.
16 Porque el Señor entra en juicio con todos los vivientes por el fuego y por su espada, y serán numerosas las víctimas del Señor.
17 Los que santifican y se purifican para entrar en los jardines, detrás de uno que va en el medio; los que comen carne de cerdo, animales inmundos y ratas, serán aniquilados todos juntos –oráculo del Señor– con sus obras y sus pensamientos.
18 Entonces, yo mismo vendré a reunir a todas las naciones y a todas las lenguas, y ellas vendrán y verán mi gloria.
19 Yo les daré una señal, y a algunos de sus sobrevivientes los enviaré a las naciones: a Tarsis, Put, Lud, Mésec, Ros, Tubal y Javán, a las costas lejanas que no han oído hablar de mí ni han visto mi gloria. Y ellos anunciarán mi gloria a las naciones.
20 Ellos traerán a todos los hermanos de ustedes, como una ofrenda al Señor, hasta mi Montaña santa de Jerusalén. Los traerán en caballos, carros y literas, a lomo de mulas o en dromedarios –dice el Señor– como los israelitas llevan la ofrenda a la Casa del Señor en un recipiente puro.
21 Y también de entre ellos tomaré sacerdotes y levitas, dice el Señor.
22 Porque así como permanecen delante de mí el cielo nuevo y la tierra nueva que yo haré –oráculo del Señor–, así permanecerán la raza y el nombre de ustedes.
23 De luna nueva en luna nueva y de sábado en sábado, todos vendrán a postrarse delante de mí, dice el Señor.
24 Y al salir, se verán los despojos de los hombres que se han rebelado contra mí, porque su gusano no morirá, su fuego no se extinguirá y serán algo horrible para todos los vivientes.
Poder y bondad del Señor. Miércoles 23 de julio de 2003
Salmo 147
1. El salmo que se acaba de cantar es la primera parte de una composición que comprende también el salmo siguiente —el 147— y que en el original hebreo ha conservado su unidad. En la antigua traducción griega y en la latina el canto fue dividido en dos salmos distintos.
El salmo comienza con una invitación a alabar a Dios; luego enumera una larga lista de motivos para la alabanza, todos ellos expresados en presente. Se trata de actividades de Dios consideradas como características y siempre actuales; sin embargo, son de muy diversos tipos: algunas atañen a las intervenciones de Dios en la existencia humana (cf. Sal 146,3. 6. 11) y en particular en favor de Jerusalén y de Israel (cf. v. 2); otras se refieren a toda la creación (cf. v. 4) y más especialmente a la tierra, con su vegetación, y a los animales (cf. vv. 8‑9).
Cuando explica, al final, en quiénes se complace el Señor, el salmo nos invita a una actitud doble: de temor religioso y de confianza (cf. v. 11). No estamos abandonados a nosotros mismos o a las energías cósmicas, sino que nos encontramos siempre en las manos del Señor para su proyecto de salvación.
2. Después de la festiva invitación a la alabanza (cf. v. 1), el salmo se desarrolla en dos movimientos poéticos y espirituales. En el primero (cf. vv. 2‑6) se introduce ante todo la acción histórica de Dios, con la imagen de un constructor que está reconstruyendo Jerusalén, la cual ha recuperado la vida tras el destierro de Babilonia (cf. v. 2). Pero este gran artífice, que es el Señor, se muestra también como un padre que desea sanar las heridas interiores y físicas presentes en su pueblo humillado y oprimido (cf. v. 3).
Demos la palabra a san Agustín, el cual, en la Exposición sobre el salmo 146, que pronunció en Cartago en el año 412, comentando la frase: "El Señor sana los corazones destrozados", explicaba: "El que no destroza el corazón no es sanado... ¿Quiénes son los que destrozan el corazón? Los humildes. ¿Y los que no lo destrozan? Los soberbios. En cualquier caso, el corazón destrozado es sanado, y el corazón hinchado de orgullo es humillado. Más aún, probablemente, si es humillado es precisamente para que, una vez destrozado, pueda ser enderezado y así pueda ser curado. (...) "Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas". (...) En otras palabras, sana a los humildes de corazón, a los que confiesan sus culpas, a los que hacen penitencia, a los que se juzgan con severidad para poder experimentar su misericordia. Es a esos a quienes sana. Con todo, la salud perfecta sólo se logrará al final del actual estado mortal, cuando nuestro ser corruptible se haya revestido de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se haya revestido de inmortalidad" (5‑8: Esposizioni sui Salmi, IV, Roma 1977, pp. 772‑779).
3. Ahora bien, la obra de Dios no se manifiesta solamente sanando a su pueblo de sus sufrimientos. Él, que rodea de ternura y solicitud a los pobres, se presenta como juez severo con respecto a los malvados (cf. v. 6). El Señor de la historia no es indiferente ante el atropello de los prepotentes, que se creen los únicos árbitros de las vicisitudes humanas: Dios humilla hasta el polvo a los que desafían al cielo con su soberbia (cf. 1S 2,7‑8; Lc 1,51‑53).
Con todo, la acción de Dios no se agota en su señorío sobre la historia; él es igualmente el rey de la creación; el universo entero responde a su llamada de Creador. Él no sólo puede contar el inmenso número de las estrellas; también es capaz de dar a cada una de ellas un nombre, definiendo así su naturaleza y sus características (cf. Sal 146,4).
Ya el profeta Isaías cantaba: "Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha creado los astros? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella la llama por su nombre" (Is 40,26). Así pues, los "ejércitos" del Señor son las estrellas. El profeta Baruc proseguía así: "Brillan los astros en su puesto de guardia llenos de alegría; los llama él y dicen: "¡Aquí estamos!", y brillan alegres para su Hacedor" (Ba 3,34‑35).
4. Después de una nueva invitación, gozosa, a la alabanza (cf. Sal 146,7), comienza el segundo movimiento del salmo 146 (cf. vv. 7‑11). Se refiere también a la acción creadora de Dios en el cosmos. En un paisaje a menudo árido como el oriental, el primer signo de amor divino es la lluvia, que fecunda la tierra (cf. v. 8). De este modo el Creador prepara una mesa para los animales. Más aún, se preocupa de dar alimento también a los pequeños seres vivos, como las crías de cuervo que graznan de hambre (cf. v. 9). Jesús nos invitará a mirar "las aves del cielo: no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta" (Mt 6,26; cf. también Lc 12,24, que alude explícitamente a los "cuervos").
Pero, una vez más, la atención se desplaza de la creación a la existencia humana. Así, el salmo concluye mostrando al Señor que se inclina sobre los justos y humildes (cf. Sal 146,10‑11), como ya se había declarado en la primera parte del himno (cf. v. 6). Mediante dos símbolos de poder, el caballo y los jarretes del hombre, se delinea la actitud divina que no se deja conquistar o atemorizar por la fuerza. Una vez más, la lógica del Señor ignora el orgullo y la arrogancia del poder, y se pone de parte de sus fieles, de los que "confían en su misericordia" (v. 11), o sea, de los que abandonan en manos de Dios sus obras y sus pensamientos, sus proyectos y su misma vida diaria.
Entre estos debe situarse también el orante, fundando su esperanza en la misericordia del Señor, con la certeza de que se verá envuelto por el manto del amor divino: "Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar su vida de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. (...) Con él se alegra nuestro corazón; confiamos en su santo nombre" (Sal 32,18‑19. 21).
SALMO 147
1 ¡Aleluya!
¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios,
qué agradable y merecida es su alabanza!
2 El Señor reconstruye a Jerusalén
y congrega a los dispersos de Israel;
3 sana a los que están afligidos
y les venda las heridas.
4 Él cuenta el número de las estrellas
y llama a cada una por su nombre:
5 nuestro Señor es grande y poderoso,
su inteligencia no tiene medida.
6 El Señor eleva a los oprimidos
y humilla a los malvados hasta el polvo.
7 Respondan al Señor dándole gracias,
toquen la cítara para nuestro Dios.
8 El cubre el cielo de nubes
y provee de lluvia a la tierra;
hace brotar la hierba en las montañas
y las plantas para provecho del hombre;
9 dispensa su alimento al ganado,
y a los pichones de cuervo que claman a él.
10 No le agrada el vigor de los caballos
ni valora los músculos del hombre:
11 el Señor ama a los que lo temen
y a los que esperan en su misericordia.
12 ¡Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión!
13 El reforzó los cerrojos de tus puertas
y bendijo a tus hijos dentro de ti;
14 él asegura la paz en tus fronteras
y te sacia con lo mejor del trigo.
15 Envía su mensaje a la tierra,
su palabra corre velozmente;
16 reparte la nieve como lana
y esparce la escarcha como ceniza.
17 El arroja su hielo como migas,
y las aguas se congelan por el frío;
18 da una orden y se derriten,
hace soplar su viento y corren las aguas.
19 Revela su palabra a Jacob,
sus preceptos y mandatos a Israel:
20 a ningún otro pueblo trató así
ni le dio a conocer sus mandamientos.
¡Aleluya!
Misericordia, Dios mío. Miércoles 30 de julio de 2003
Salmo 50
1. Esta es la cuarta vez que, durante nuestras reflexiones sobre la liturgia de Laudes, escuchamos la proclamación del salmo 50, el célebre Miserere, pues se propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, "ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (Sal 142,2). En el libro de Job se lee: "¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (Jb 25,4‑6).
Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es este: Dios puede "borrar, lavar y limpiar" la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2‑3). Dice el Señor por boca de Isaías: "Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán" (Is 1,18).
2. Esta vez reflexionaremos brevemente en el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17‑21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17).
El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1,10‑17; Am 5,21‑25; Os 6,6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8,21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el "corazón quebrantado y humillado" (Sal 50,19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista: "La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad" (III, 52,4).
3. El salmo concluye de modo inesperado con una perspectiva completamente diversa, que parece incluso contradictoria (cf. vv. 20‑21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una oración por la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, varios siglos después. Por otra parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las inmolaciones de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el Señor aceptará esas inmolaciones.
Es evidente que este pasaje final es una añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna manera, quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo davídico. Y lo hace en dos puntos: por una parte, no se quería que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario pensar también en la triste situación de toda la ciudad. Por otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios rituales; ese rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah. Quien completó el salmo tuvo una intuición acertada: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de una mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí mismos; no bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido pleno de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo llevó a cabo una mediación sacrificial perfecta.
4. En sus Homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de perspectiva que existe entre los versículos 19 y 21 del Miserere. Propone una interpretación que también nosotros podemos aceptar, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo.
He aquí las palabras de ese gran Pontífice: "La santa Iglesia tiene dos vidas: una que vive en el tiempo y la otra que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y la otra que recibe como recompensa en el cielo; una con la que hace méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y en ambas vidas ofrece el sacrificio: aquí, el sacrificio de la compunción, y en el cielo, el sacrificio de alabanza. Del primer sacrificio se dice: "Mi sacrificio es un espíritu quebrantado" (Sal 50,19); del segundo está escrito: "Entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos" (Sal 50,21). (...) En ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. En el cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él, en la alabanza sin fin" (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p. 271).
SALMO 50
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Cuando el profeta Natán lo visitó, después que aquel se había unido a Betsabé.
3 ¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
4 ¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
5 Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
6 Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
7 yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
8 Tú amas la sinceridad del corazón
y me enseñas la sabiduría en mi interior.
9 Purifícame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
10 Anúnciame el gozo y la alegría:
que se alegren los huesos quebrantados.
11 Aparta tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas.
12 Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
13 No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
14 Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga:
15 yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
16 ¡Líbrame de la muerte, Dios, salvador mío,
y mi lengua anunciará tu justicia!
17 Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza.
18 Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
19 mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
20 Trata bien a Sión por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén,
21 Entonces aceptarás los sacrificios rituales
–las oblaciones y los holocaustos–
y se ofrecerán novillos en tu altar.
Acción de gracias por la liberación del pueblo. Miércoles 13 de agosto de 2003
Tobías 13
1. La Liturgia de Laudes ha acogido entre sus cánticos un fragmento de un himno, que corona la historia narrada por el libro bíblico de Tobías; acabamos de escucharlo. El himno, más bien amplio y solemne, es una típica expresión de la oración y la espiritualidad judía que se inspira en otros textos ya presentes en la Biblia.
El cántico se desarrolla a través de una doble invocación. Aparece, ante todo, una invitación repetida a alabar a Dios (cf. vv. 3. 4. 7) por la purificación que está realizando por medio del exilio. Se exhorta a los "hijos de Israel" a acoger esta purificación con una conversión sincera (cf. vv. 6. 8). Si la conversión florece en el corazón, el Señor hará surgir en el horizonte la aurora de la liberación. Precisamente en este clima espiritual se sitúa el comienzo del cántico que la Liturgia ha recortado dentro del himno más amplio del capítulo 13 de Tobías.
2. La segunda parte del texto, entonada por el anciano Tobit, protagonista con su hijo Tobías de todo el libro, es una verdadera celebración de Sión. Refleja la apasionada nostalgia y el amor ardiente que el judío de la diáspora siente por la ciudad santa (cf. vv. 9‑18). También este aspecto destaca dentro del pasaje que se ha elegido como oración matutina de la Liturgia de Laudes. Meditemos en estos dos temas, o sea, en la purificación del pecado a través de la prueba y en la espera del encuentro con el Señor en la luz de Sión y de su templo santo.
3. Tobit dirige un llamamiento apremiante a los pecadores para que se conviertan y practiquen la justicia: este es el camino que se debe recorrer para reencontrar el amor divino que da serenidad y esperanza (cf. v. 8).
La misma historia de Jerusalén es una parábola que enseña a todos la elección que se tiene que realizar. Dios ha castigado la ciudad porque no podía permanecer indiferente ante el mal realizado por sus hijos. Pero ahora, al ver que muchos se han convertido y se han transformado en hijos justos y fieles, manifestará aún su amor misericordioso (cf. v. 10).
A lo largo de todo el cántico del capítulo 13 de Tobías se repite a menudo esta convicción: el Señor "castiga y tiene compasión... os ha castigado por vuestras injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros... te castigó por las obras de tus hijos, pero volverá a apiadarse del pueblo justo" (vv. 2. 5. 10). Dios recurre al castigo como medio para llamar al recto camino a los pecadores sordos a otras llamadas. Sin embargo, la última palabra del Dios justo sigue siendo la del amor y el perdón; su deseo profundo es poder abrazar de nuevo a los hijos rebeldes que vuelven a él con corazón arrepentido.
4. Ante el pueblo elegido, la misericordia divina se manifestará con la reconstrucción del templo de Jerusalén, realizada por Dios mismo: "Reconstruirá con júbilo su templo" (v. 11). Así, aparece el segundo tema, es decir, el de Sión, como lugar espiritual en el que no sólo debe confluir el retorno de los hebreos, sino también la peregrinación de los pueblos que buscan a Dios. De este modo, se abre un horizonte universal: el templo de Jerusalén reconstruido, signo de la palabra y la presencia divina, resplandecerá con una luz planetaria que disipará las tinieblas, de modo que puedan ponerse en camino "muchos pueblos y los habitantes del confín de la tierra" (cf. v. 13), llevando sus ofrendas y cantando su alegría por participar de la salvación que el Señor derrama en Israel.
Así pues, los israelitas y todos los pueblos caminan juntos hacia una única meta de fe y de verdad. Sobre ellos el cantor de este himno hace descender una bendición repetida, diciendo a Jerusalén: "Dichosos los que te aman, dichosos los que te desean la paz" (v. 15). La felicidad es auténtica cuando se reencuentra la luz que brilla en el cielo de todos los que buscan al Señor con el corazón purificado y con el deseo de la verdad.
5. A esa Jerusalén, libre y gloriosa, signo de la Iglesia en la meta última de su esperanza, prefigurada por la Pascua de Cristo, san Agustín se dirige con ardor en el libro de las Confesiones.
Refiriéndose a la oración que quiere elevar en "lo más secreto de su alma", nos describe "cantos de amor, que exhale en mi peregrinación terrestre indecibles gemidos, lleno del recuerdo de Jerusalén, con el corazón levantado hacia ella, Jerusalén, mi patria, Jerusalén, mi madre, y hacia Vos, su rey, su iluminación, su padre, su tutor, su esposo, sus castas y apremiantes delicias, su sólida alegría, su bien inefable". Y concluye con una promesa: "Y no me alejaré ya más de Vos, hasta que, unificándome después de tantas disipaciones, reformándome después de tantas deformidades, me hayáis recibido en la paz de esa madre querida, en la que están las primicias de mi espíritu y de donde me han venido mis certidumbres, para establecerme en ella para siempre, Dios mío, misericordia mía" (Las Confesiones, XII, 16, 23, Roma 1965, pp. 424‑425).
Tobías 13
1 Y Tobit dijo: «¡Bendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reino!
2 Porque él castiga y tiene compasión, hace bajar hasta el Abismo y hace subir de la gran Perdición, sin que nadie escape de su mano.
3 ¡Celébrenlo ustedes, israelitas, delante de todas las naciones! Porque él los ha dispersado en medio de ellas,
4 pero allí les ha mostrado su grandeza. Exáltenlo ante todos los vivientes porque él es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Padre, él es Dios por todos los siglos.
5 Él los castiga por sus iniquidades, pero tendrá compasión de todos ustedes. y los congregará de entre todas las naciones por donde han sido dispersados.
6 Si vuelven a él de todo corazón y con toda el alma, practicando la verdad en su presencia, él se volverá a ustedes y no les ocultará más su rostro.
7 Miren lo que ha hecho con ustedes y celébrenlo en alta voz. Bendigan al Señor de la justicia y glorifiquen al Rey de los siglos.
8 Yo lo celebro en el país del destierro, y manifiesto su fuerza y su grandeza a un pueblo pecador. ¡Conviértanse, pecadores, y practiquen la justicia en su presencia! ¡Quién sabe si él no les será favorable y tendrá misericordia de ustedes!
9 Yo glorifico a mi Dios, el Rey del cielo, y mi alma proclama gozosamente su grandeza.
10 Que todos lo celebren en Jerusalén: Jerusalén, Ciudad santa, Dios te castigó por las obras de tus hijos, pero volverá a compadecerse de los hijos de los justos.
11 Alaba dignamente al Señor y bendice el Rey de los siglos, para que su Templo sea reconstruido con alegría,
12 para que Dios alegre en ti a todos los desterrados y muestre su amor a todos los desdichados, por los siglos de los siglos.
13 Brillará una luz resplandeciente hasta los confines de la tierra; pueblos numerosos llegarán a ti desde lejos, y los habitantes de todos los extremos de la tierra vendrán hacia tu santo Nombre, con las manos llenas de ofrendas para el Rey del Cielo. Todas las generaciones manifestarán en ti su alegría, y el nombre de la ciudad elegida permanecerá para siempre.
14 ¡Malditos sean los que te insulten, malditos los que te destruyan, los que derriben tus murallas, los que echen por tierra tus torres y los que incendien tus casas! Pero ¡benditos para siempre los que te edifiquen!
15 Entonces tú te alegrarás y te regocijarás por los hijos de los justos, porque todos ellos serán congregados y bendecirán al Señor de los siglos. ¡Felices los que te aman, felices los que se alegran por tu paz!
16 ¡Felices los que se afligieron por tus desgracias, porque se alegrarán en ti y verán para siempre toda tu felicidad! ¡Bendice, alma mía, al Señor, el gran Rey,
17 porque Jerusalén será reconstruida, y también su Templo por todos los siglos! ¡Feliz de mí, si queda alguien de mi descendencia para ver tu gloria y celebrar al Rey del cielo! Las puertas de Jerusalén serán hechas de zafiro y esmeralda, y todos sus muros, de piedras preciosas; las torres de Jerusalén serán construidas de oro, y sus baluartes, de oro puro. Las calles de Jerusalén serán pavimentadas de rubíes y de piedras de Ofir;
18 las puertas de Jerusalén resonarán con cantos de alegría; y todas sus casas dirán: ¡Aleluya! ¡Bendito sea el Dios de Israel! Y los elegidos bendecirán el Nombre santo, por los siglos de los siglos».
Restauración de Jerusalén. Miércoles 20 de agosto de 2003
Salmo 146
1. El salmo que ha sido propuesto ahora a nuestra meditación constituye la segunda parte del precedente salmo 146. En cambio, las antiguas traducciones griega y latina, seguidas por la liturgia, lo han considerado como un canto aparte, porque su inicio lo distingue netamente de la parte anterior. Este comienzo se ha hecho célebre también porque a menudo se le ha puesto música en latín: Lauda, Jerusalem, Dominum. Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de la salmodia a celebrar y alabar al Señor: ahora es Jerusalén, personificación del pueblo, la que es interpelada para alabar y glorificar a su Dios (cf. v. 12).
A continuación, se hace mención del motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de índole histórica: ha sido él, el Libertador de Israel del exilio babilónico, el que ha dado seguridad a su pueblo, "reforzando los cerrojos de sus puertas" (cf. v. 13).
Cuando Jerusalén cayó ante el ataque del ejército del rey Nabucodonosor, en el año 586 antes de Cristo, el libro de las Lamentaciones presentó al Señor mismo como juez del pecado de Israel, mientras destruía "la muralla de la hija de Sión. (...) Sus puertas en tierra se han hundido, él ha deshecho y roto sus cerrojos" (Lm 2,8‑9). Ahora, en cambio, el Señor vuelve a ser el constructor de la ciudad santa; en el templo reconstruido bendice de nuevo a sus hijos. Así, se hace mención de la obra realizada por Nehemías (cf. Ne 3,1‑38), que había reconstruido las murallas de Jerusalén para que volviera a ser un oasis de serenidad y paz.
2. En efecto, se evoca enseguida la paz (shalom), también porque se halla contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya prometía a la ciudad: "Te pondré como gobernante la paz, y por gobierno la justicia" (Is 60,17).
Pero, además de reconstruir las murallas de la ciudad, de bendecirla y pacificarla en un clima de seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales, como se describe al final del salmo. En efecto, allí se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley y de las prescripciones divinas: "Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel" (Sal 147,19).
Así, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, porque "¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4,8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (cf. Sal 147,20).
3. Hasta este momento hemos descrito la primera razón de la alabanza que se ha de elevar al Señor: es una motivación histórica, es decir, vinculada a la acción liberadora y reveladora de Dios con respecto a su pueblo.
Sin embargo, hay otra fuente de júbilo y alabanza: es de naturaleza cósmica, es decir, relacionada con la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Semejante a un mensajero, corre por los espacios inmensos de la tierra (cf. Sal 147,15). Y al instante suceden cosas maravillosas.
Llega el invierno, cuyos fenómenos atmosféricos se describen con un toque de poesía: la nieve, por su pureza, se parece a la lana; la escarcha es como ceniza (cf. v. 16); el hielo se asemeja a migas de pan arrojadas a tierra; el frío congela las aguas y bloquea la vegetación (cf. v. 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación, y volverá a aparecer en una página muy pintoresca también de otro libro bíblico, el del Sirácida (Si 43,18‑20).
4. Pero, siempre por la acción de la Palabra divina, reaparece la primavera: el hielo se derrite, sopla su aliento y corren las aguas (cf. Sal 147,18), repitiendo así el ciclo perenne de las estaciones y, por consiguiente, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres.
Naturalmente, no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos. La "flor de trigo" ha hecho pensar en el gran don del pan eucarístico. Más aún, Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, identificó ese trigo como signo de Cristo mismo y, en particular, de la sagrada Escritura.
Este es su comentario: "Nuestro Señor es el grano de trigo que cayó en la tierra, y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es sumamente abundante. (...) La palabra de Dios es sumamente abundante: encierra en sí misma todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la palabra de Dios, tal como narran los judíos: cuando comían el maná, este, en su boca, tomaba el gusto de lo que cada uno deseaba. (...) Así también en la carne de Cristo, que es la palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las sagradas Escrituras, cuanto mayor es el deseo que tenemos de ella, tanto mayor es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, encuentras tormento" (Origene‑Gerolamo,74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 543‑544).
5. Así pues, el Señor actúa con su palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (cf. Sal 18, 2‑7), pero se expresa de modo explícito a través de la Biblia y su comunicación personal en los profetas, y plenamente a través de su Hijo (cf. Hb 1,1‑2). Son dos dones diversos, pero convergentes, de su amor.
Por eso, cada día debe subir al cielo nuestra alabanza. Es nuestra acción de gracias, que florece al despuntar la aurora, en la oración de Laudes, para bendecir al Señor de la vida y la libertad, de la existencia y la fe, de la creación y la redención.
SALMO 146
1 ¡Aleluya!
¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios,
qué agradable y merecida es su alabanza!
2 El Señor reconstruye a Jerusalén
y congrega a los dispersos de Israel;
3 sana a los que están afligidos
y les venda las heridas.
4 Él cuenta el número de las estrellas
y llama a cada una por su nombre:
5 nuestro Señor es grande y poderoso,
su inteligencia no tiene medida.
6 El Señor eleva a los oprimidos
y humilla a los malvados hasta el polvo.
7 Respondan al Señor dándole gracias,
toquen la cítara para nuestro Dios.
8 El cubre el cielo de nubes
y provee de lluvia a la tierra;
hace brotar la hierba en las montañas
y las plantas para provecho del hombre;
9 dispensa su alimento al ganado,
y a los pichones de cuervo que claman a él.
10 No le agrada el vigor de los caballos
ni valora los músculos del hombre:
11 el Señor ama a los que lo temen
y a los que esperan en su misericordia.
12 ¡Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión!
13 El reforzó los cerrojos de tus puertas
y bendijo a tus hijos dentro de ti;
14 él asegura la paz en tus fronteras
y te sacia con lo mejor del trigo.
15 Envía su mensaje a la tierra,
su palabra corre velozmente;
16 reparte la nieve como lana
y esparce la escarcha como ceniza.
17 El arroja su hielo como migas,
y las aguas se congelan por el frío;
18 da una orden y se derriten,
hace soplar su viento y corren las aguas.
19 Revela su palabra a Jacob,
sus preceptos y mandatos a Israel:
20 a ningún otro pueblo trató así
ni le dio a conocer sus mandamientos.
¡Aleluya!
Alabanza al Dios creador. Miércoles 3 de septiembre de 2003
Salmo 91
1. Se nos ha propuesto el cántico de un hombre fiel al Dios santo. Se trata del salmo 91, que, como sugiere el antiguo título de la composición, se usaba en la tradición judía "para el día del sábado" (v. 1). El himno comienza con una amplia invitación a celebrar y alabar al Señor con el canto y la música (cf. vv. 2‑4). Es un filón de oración que parece no interrumpirse nunca, porque el amor divino debe ser exaltado por la mañana, al comenzar la jornada, pero también debe proclamarse durante el día y a lo largo de las horas de la noche (cf. v. 3). Precisamente la referencia a los instrumentos musicales, que el salmista hace en la invitación inicial, impulsó a san Agustín a esta meditación dentro de la Exposición sobre el salmo 91: "En efecto, ¿qué significa tañer con el salterio? El salterio es un instrumento musical de cuerda. Nuestro salterio son nuestras obras. Cualquiera que realice con sus manos obras buenas, alaba a Dios con el salterio. Cualquiera que confiese con la boca, canta a Dios. Canta con la boca y salmodia con las obras. (...) Pero, entonces, ¿quiénes son los que cantan? Los que obran el bien con alegría. Efectivamente, el canto es signo de alegría. ¿Qué dice el Apóstol? "Dios ama al que da con alegría" (2 Co 9, 7). Hagas lo que hagas, hazlo con alegría. Si obras con alegría, haces el bien y lo haces bien. En cambio, si obras con tristeza, aunque por medio de ti se haga el bien, no eres tú quien lo hace: tienes en las manos el salterio, pero no cantas" (Esposizioni sui Salmi, III, Roma 1976, pp. 192‑195).
2. Esas palabras de san Agustín nos ayudan a abordar el centro de nuestra reflexión, y afrontar el tema fundamental del salmo: el del bien y el mal. Uno y otro son evaluados por el Dios justo y santo, "el excelso por los siglos" (v. 9), el que es eterno e infinito, al que no escapa nada de lo que hace el hombre.
Así se confrontan, de modo reiterado, dos comportamientos opuestos. La conducta del fiel celebra las obras divinas, penetra en la profundidad de los pensamientos del Señor y, por este camino, su vida se llena de luz y alegría (cf. vv. 5‑6). Al contrario, el malvado es descrito en su torpeza, incapaz de comprender el sentido oculto de las vicisitudes humanas. El éxito momentáneo lo hace arrogante, pero en realidad es íntimamente frágil y, después del éxito efímero, está destinado al fracaso y a la ruina (cf. vv. 7‑8). El salmista, siguiendo un modelo de interpretación típico del Antiguo Testamento, el de la retribución, está convencido de que Dios recompensará a los justos ya en esta vida, dándoles una vejez feliz (cf. v. 15) y pronto castigará a los malvados.
En realidad, como afirmaba Job y enseñó Jesús, la historia no se puede interpretar de una forma tan uniforme. Por eso, la visión del salmista se transforma en una súplica al Dios justo y "excelso" (cf. v. 9) para que entre en la serie de los acontecimientos humanos a fin de juzgarlos, haciendo que resplandezca el bien.
3. El orante vuelve a presentar el contraste entre el justo y el malvado. Por una parte, están los "enemigos" del Señor, los "malvados", una vez más destinados a la dispersión y al fracaso (cf. v. 10). Por otra, aparecen en todo su esplendor los fieles, encarnados por el salmista, que se describe a sí mismo con imágenes pintorescas, tomadas de la simbología oriental. El justo tiene la fuerza irresistible de un búfalo y está dispuesto a afrontar cualquier adversidad; su frente gloriosa está ungida con el aceite de la protección divina, transformada casi en un escudo, que defiende al elegido proporcionándole seguridad (cf. v. 11). Desde la altura de su poder y seguridad, el orante ve cómo los malvados se precipitan en el abismo de su ruina (cf. v. 12).
Así pues, el salmo 91 rebosa felicidad, confianza y optimismo, dones que hemos de pedir a Dios, especialmente en nuestro tiempo, en el que se insinúa fácilmente la tentación de desconfianza e, incluso, de desesperación.
4. Nuestro himno, en la línea de la profunda serenidad que lo impregna, al final echa una mirada a los días de la vejez de los justos y los prevé también serenos. Incluso al llegar esos días, el espíritu del orante seguirá vivo, alegre y activo (cf. v. 15). Se siente como las palmeras y los cedros plantados en los patios del templo de Sión (cf. vv. 13‑14).
El justo tiene sus raíces en Dios mismo, del que recibe la savia de la gracia divina. La vida del Señor lo alimenta y lo transforma haciéndolo florido y frondoso, es decir, capaz de dar a los demás y testimoniar su fe. En efecto, las últimas palabras del salmista, en esta descripción de una existencia justa y laboriosa, y de una vejez intensa y activa, están vinculadas al anuncio de la fidelidad perenne del Señor (cf. v. 16). Así pues, podríamos concluir con la proclamación del canto que se eleva al Dios glorioso en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis: un libro de terrible lucha entre el bien y el mal, pero también de esperanza en la victoria final de Cristo: "Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones! (...) Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios. (...) Justo eres tú, aquel que es y que era, el Santo, pues has hecho así justicia. (...) Sí, Señor, Dios todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos" (Ap 15,3‑4; 16,5. 7).
SALMO 91
1 Salmo. Canto. Para el día sábado.
2 Es bueno dar gracias al Señor,
y cantar, Dios Altísimo, a tu Nombre;
3 proclamar tu amor de madrugada,
y tu fidelidad en las vigilias de la noche,
4 con el arpa de diez cuerdas y la lira,
con música de cítara.
5 Tú me alegras, Señor, con tus acciones,
cantaré jubiloso por la obra de tus manos.
6 ¡Qué grandes son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
7 El hombre insensato no conoce
y el necio no entiende estas cosas.
8 Si los impíos crecen como la hierba
y florecen los que hacen el mal,
es para ser destruidos eternamente:
9 tú, en cambio, eres el Excelso para siempre.
10 Mira, Señor, cómo perecen tus enemigos
y se dispersan los que hacen el mal.
11 Pero a mí me das la fuerza de un toro salvaje
y me unges con óleo purísimo.
12 Mis ojos han desafiado a mis calumniadores,
mis oídos han escuchado la derrota de los malvados.
13 El justo florecerá como la palmera,
crecerá como los cedros del Líbano:
14 trasplantado en la Casa del Señor,
florecerá en los atrios de nuestro Dios.
15 En la vejez seguirá dando frutos,
se mantendrá fresco y frondoso,
16 para proclamar qué justo es el Señor,
mi Roca, en quien no existe la maldad.
Dios renovará a su pueblo. Miércoles 10 de septiembre de 2003
Ezequiel 36
1. El cántico que acaba de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón fue compuesto por uno de los profetas mayores de Israel. Se trata de Ezequiel, testigo de una de las épocas más trágicas que vivió el pueblo judío: la de la caída del reino de Judá y de su capital, Jerusalén, a la que siguió el amargo destierro en Babilonia (siglo VI a.C.). Del capítulo 36 de Ezequiel está tomado el pasaje que entró a formar parte de la oración cristiana de Laudes.
El contexto de esta página, transformada en himno por la liturgia, quiere captar el sentido profundo de la tragedia que vivió el pueblo en aquellos años. El pecado de idolatría había contaminado la tierra que el Señor dio en herencia a Israel. Ese pecado, más que otras causas, es responsable, en definitiva, de la pérdida de la patria y de la dispersión entre las naciones. En efecto, Dios no es indiferente ante el bien y el mal; entra misteriosamente en escena en la historia de la humanidad con su juicio que, antes o después, desenmascara el mal, defiende a las víctimas y señala la senda de la justicia.
2. Pero la meta de la acción de Dios nunca es la ruina, la mera condena, el aniquilamiento del pecador. El mismo profeta Ezequiel refiere estas palabras divinas: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere. Convertíos y viviréis" (Ez 18,23. 32). A la luz de esas palabras se logra comprender el significado de nuestro cántico, lleno de esperanza y salvación.
Después de la purificación mediante la prueba y el sufrimiento, está a punto de surgir el alba de una nueva era, que ya había anunciado el profeta Jeremías cuando habló de una "nueva alianza" entre el Señor e Israel (cf. Jr 31, 31‑34). El mismo Ezequiel, en el capítulo 11 de su libro profético, había proclamado estas palabras divinas: "Yo les daré un corazón nuevo y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios" (Ez 11, 19‑20).
En nuestro cántico (cf. Ez 36,24‑28), el profeta repite ese oráculo y lo completa con una precisión estupenda: el "espíritu nuevo" que Dios dará a los hijos de su pueblo será su Espíritu, el Espíritu de Dios mismo (cf. v. 27).
3. Así pues, no sólo se anuncia una purificación, expresada mediante el signo del agua que lava las inmundicias de la conciencia. No sólo está el aspecto, aun necesario, de la liberación del mal y del pecado (cf. v. 25). El acento del mensaje de Ezequiel está puesto sobre todo en otro aspecto mucho más sorprendente. En efecto, la humanidad está destinada a nacer a una nueva existencia. El primer símbolo es el del "corazón" que, en el lenguaje bíblico, remite a la interioridad, a la conciencia personal. De nuestro pecho será arrancado el "corazón de piedra", gélido e insensible, signo de la obstinación en el mal. Dios nos infundirá un "corazón de carne", es decir, un manantial de vida y de amor (cf. v. 26). En la nueva economía de gracia, en vez del espíritu vital, que en la creación nos había convertido en criaturas vivas (cf. Gn 2,7), se nos infundirá el Espíritu Santo, que nos sostiene, nos mueve y nos guía hacia la luz de la verdad y hacia "el amor de Dios en nuestros corazones" (Rm 5,5).
4. Así aparece la "nueva creación" que describe san Pablo (cf. 2Co 5,17; Ga 6,15), cuando afirma la muerte en nosotros del "hombre viejo", del "cuerpo del pecado", porque "ya no somos esclavos del pecado", sino criaturas nuevas, transformadas por el Espíritu de Cristo resucitado: "Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador" (Col 3,9‑10; cf. Rm 6,6). El profeta Ezequiel anuncia un nuevo pueblo, que en el Nuevo Testamento será convocado por Dios mismo a través de la obra de su Hijo. Esta comunidad, cuyos miembros tienen "corazón de carne" y a los que se les ha infundido el "Espíritu", experimentará una presencia viva y operante de Dios mismo, el cual animará a los creyentes actuando en ellos con su gracia eficaz. "Quien guarda sus mandamientos —dice san Juan— permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio" (1Jn 3,24).
5. Concluyamos nuestra meditación sobre el cántico de Ezequiel escuchando a san Cirilo de Jerusalén, el cual, en su Tercera catequesis bautismal, vislumbra en la página profética al pueblo del bautismo cristiano.
En el bautismo —recuerda— se perdonan todos los pecados, incluidas las transgresiones más graves. Por eso, el obispo dice a sus oyentes: "Ten confianza, Jerusalén, el Señor eliminará tus iniquidades (cf. Sof 3,14‑15). El Señor lavará vuestras inmundicias (...); "derramará sobre vosotros un agua pura que os purificará de todo pecado" (Ez 36,25). Los ángeles os rodean con júbilo y pronto cantarán: "¿Quién es la que sube inmaculada, apoyada en su amado?" (Ct 8,5). En efecto, se trata del alma que era esclava y ahora, ya libre, puede llamar hermano adoptivo a su Señor, el cual, acogiendo su propósito sincero, le dice: "¡Qué bella eres, amada mía!, ¡qué bella eres!" (Ct 4,1). (...) Así dice él, aludiendo a los frutos de una confesión hecha con buena conciencia (...). Quiera Dios que todos (...) mantengáis vivo el recuerdo de estas palabras y saquéis fruto de ellas traduciéndolas en obras santas para presentaros irreprensibles al místico Esposo, obteniendo así del Padre el perdón de los pecados" (n. 16: Le catechesi, Roma 1993, pp. 79‑80).
Ezequiel 36
1 Y tú, hijo de hombre, profetiza sobre las montañas de Israel. Tú dirás: ¡Montañas de Israel, escuchen la palabra del Señor!
2 Así habla el Señor: Porque el enemigo ha dicho contra ustedes: «¡Ah, estas alturas antiguas han pasado a ser posesión nuestra!».
3 por eso, profetiza diciendo: Así habla el Señor: Sí, ustedes han sido devastadas y asediadas por todas partes, hasta convertirse en posesión del resto de las naciones, y han sido objeto de las habladurías y difamaciones de la gente.
4 Por eso, montañas de Israel, escuchen la palabra del Señor: Así habla el Señor a las montañas, a las colinas, a los cauces de los torrentes y a los valles, a las ruinas desiertas y a las ciudades abandonadas, que han sido saqueadas y escarnecidas por el resto de las naciones vecinas.
5 Por eso, así habla el Señor: Sí, en el ardor de mis celos, yo hablo contra el resto de las naciones contra todo Edom, que con el corazón desbordante de alegría y el alma llena de desprecio, se han atribuido la posesión de mi país, para destruirlo y saquearlo.
6 Por eso, profetiza sobre la tierra de Israel. Tú dirás a las montañas y a las colinas, a los cauces de los torrentes y a los valles: Así habla el Señor: Yo he hablado en mis celos y en mi furor, porque ustedes han soportado el oprobio de las naciones.
7 Por eso, así habla el Señor: Juro con la mano levantada que son las naciones vecinas las que cargarán con su propia ignominia.
8 Ustedes, en cambio, montañas de Israel, echarán ramas y producirán frutos para mi pueblo Israel, que ya está a punto de llegar.
9 ¡Sí, yo voy hacia ustedes, me vuelvo hacia ustedes! Serán cultivadas y sembradas,
10 y multiplicaré sobre ustedes a los hombres de todo el pueblo de Israel. Las ciudades serán habitadas y las ruinas reconstruidas.
11 Multiplicaré sobre ustedes a hombres y animales, y ellos serán numerosos y fecundos. Haré que ustedes vuelvan a poblarse como en los tiempos antiguos y las haré más prósperas que al comienzo. Así sabrán que yo soy el Señor.
12 Yo haré que los hombres de mi pueblo Israel caminen sobre ustedes, y ellos tomarán posesión de ti: tú serás una herencia para ellos y ya no los privarás de sus hijos.
13 Así habla el Señor: Porque te han dicho: «Tú devoras a los hombres y privas de sus hijos a tu nación»,
14 por eso, ya no volverás a devorar a los hombres ni a privar de sus hijos a tu nación –oráculo del Señor–.
15 Nunca más te haré escuchar el ultraje de las naciones; ya no soportarás el oprobio de los pueblos ni privarás de sus hijos a tu nación –oráculo del Señor–.
16 La palabra del Señor me llegó en estos términos:
17 Hijo de hombre, cuando el pueblo de Israel habitaba en su propio suelo, lo contaminó con su conducta y sus acciones: su conducta era ante mí como la impureza de una mujer en su menstruación.
18 Entonces derramé mi furor sobre ellos, por la sangre que habían derramado sobre el país y los ídolos con que lo habían contaminado.
19 Los dispersé entre las naciones y ellos se diseminaron por los países. Los juzgué según su conducta y sus acciones.
20 Y al llegar a las naciones adonde habían ido, profanaron mi santo Nombre, haciendo que se dijera de ellos: «Son el pueblo del Señor, pero han tenido que salir de su país».
21 Entonces yo tuve compasión de mi santo Nombre, que el pueblo de Israel profanaba entre las naciones adonde había ido.
22 Por eso, di al pueblo de Israel: Así habla el Señor: Yo no obro por consideración a ustedes, casa de Israel, sino por el honor de mis santo Nombre, que ustedes han profanado entre las naciones adonde han ido.
23 Yo santificaré mi gran Nombre, profanado entre las naciones, profanado por ustedes. Y las naciones sabrán que yo soy el Señor –oráculo del Señor– cuando manifieste mi santidad a la vista de ellas, por medio de ustedes.
24 Yo los tomaré de entre las naciones, los reuniré de entre todos los países y los llevaré a su propio suelo.
25 Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos.
26 Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne.
27 Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que signa mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes.
28 Ustedes habitarán en la tierra que yo ha dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios.
29 Los salvaré de todas sus impurezas. Llamaré al trigo y lo multiplicaré, y no enviaré más el hambre sobre ustedes.
30 Multiplicaré los frutos de los árboles y los productos de los campos, para que ya no tengan que soportar entre las naciones el oprobio del hambre.
31 Ustedes se acordarán de su mala conducta y de sus acciones perversas, y sentirán asco de ustedes mismos a causa de sus culpas y sus abominaciones.
32 Yo no obro por consideración a ustedes, sépanlo bien –oráculo del Señor–. Sientan vergüenza y confusión por su conducta, pueblo de Israel.
33 Así habla el Señor: El día en que los purifique de todas sus culpas, yo poblaré las ciudades y las ruinas serán reconstruidas.
34 La tierra devastada será cultivada, después de haber sido una desolación a la vista de todos los que pasaban.
35 Entonces dirán: «Esta tierra había sido devastada, pero ahora es como un jardín de Edén; las ciudades estaban en ruinas, devastadas y derruidas, y ahora son plazas fuertes habitadas».
36 Y las naciones que hayan quedado alrededor de ustedes sabrán que yo, el Señor, he reconstruido lo que estaba derruido y replantado lo que había sido devastado. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.
37 Así habla el Señor: Yo me dejaré buscar por el pueblo de Israel, para concederles también esto: los multiplicaré como un rebaño humano,
38 Como un rebaño de ovejas consagradas; como el rebaño reunido en Jerusalén con motivo de sus fiestas. Así las ciudades en ruinas se llenarán de un rebaño humano, y sabrán que yo soy el Señor.
Majestad del Señor y dignidad del hombre. Miércoles 24 de septiembre de 200
Salmo 8
1. Con la meditación del salmo 8, un admirable himno de alabanza, llegamos a la conclusión de nuestro largo itinerario a través de los salmos y cánticos que constituyen el alma orante de la Liturgia de Laudes. Durante estas catequesis, nuestra reflexión se ha centrado en 84 oraciones bíblicas, de las cuales hemos tratado de poner de relieve sobre todo su intensidad espiritual, sin descuidar su belleza poética.
En efecto, la Biblia nos invita a iniciar el camino de nuestra jornada con un canto que no sólo proclame las maravillas obradas por Dios y nuestra respuesta de fe, sino que además las celebre "con arte" (cf. Sal 46,8), es decir, de modo hermoso, luminoso, dulce y fuerte a la vez.
Espléndido entre todos es el salmo 8, en el que el hombre, inmerso en un fondo nocturno, cuando en la inmensidad del cielo brillan la luna y las estrellas (cf. v. 4), se siente como un granito en el infinito y en los espacios ilimitados que lo superan.
2. En efecto, en el salmo 8 se refleja una doble experiencia. Por una parte, la persona humana se siente atónita ante la grandiosidad de la creación, "obra de los dedos" divinos. Esa curiosa expresión sustituye la "obra de las manos" de Dios (cf. v. 7), como para indicar que el Creador ha trazado un plan o ha elaborado un bordado con los astros esplendorosos, situados en la inmensidad del cosmos.
Sin embargo, por otra parte, Dios se inclina hacia el hombre y lo corona como su virrey: "Lo coronaste de gloria y dignidad" (v. 6). Más aún, a esta criatura tan frágil le encomienda todo el universo, para que lo conozca y halle en él el sustento de su vida (cf. vv. 7‑9).
El horizonte de la soberanía del hombre sobre las demás criaturas se especifica casi evocando la página inicial del Génesis: rebaños de ovejas y toros, bestias del campo, aves del cielo y peces del mar son encomendados al hombre para que, poniéndoles el nombre (cf. Gn 2,19‑20), descubra su realidad profunda, la respete y la transforme mediante el trabajo, de forma que sea para él fuente de belleza y de vida. El salmo nos impulsa a tomar conciencia de nuestra grandeza, pero también de nuestra responsabilidad con respecto a la creación (cf. Sb 9,3).
3. El autor de la carta a los Hebreos, al releer el salmo 8, descubrió en él una visión más profunda del plan de Dios con respecto al hombre. La vocación del hombre no se puede limitar al actual mundo terreno. Cuando el salmista afirma que Dios lo sometió todo bajo los pies del hombre, quiere decir que le quiere someter también "el mundo futuro" (Hb 2,5), "un reino inconmovible" (Hb 12,28). En definitiva, la vocación del hombre es una "vocación celestial" (Hb 3,1). Dios quiere "llevar a la gloria" celestial a "muchos hijos" (Hb 2,10). Para que se cumpliera este designio divino, era necesario que la vida fuera trazada por un "pionero" (cf. Hb 2,10), en el que la vocación del hombre encontrara su primera realización perfecta. Ese pionero es Cristo.
El autor de la carta a los Hebreos observó, al respecto, que las expresiones del salmo se aplican a Cristo de modo privilegiado, es decir, de un modo más preciso que a los demás hombres. En efecto, el salmista utiliza el verbo "abajar", diciendo a Dios: "Abajaste al hombre un poco con respecto a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad" (Sal 8,6; Hb 2,7). Para los hombres en general este verbo es impropio, pues no han sido "abajados" con respecto a los ángeles, ya que nunca se han encontrado por encima de ellos. En cambio, para Cristo el verbo es exacto, porque, en cuanto Hijo de Dios, se encontraba por encima de los ángeles y fue abajado cuando se hizo hombre, pero luego fue coronado de gloria en su resurrección. Así Cristo cumplió plenamente la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, "para bien de todos" (Hb 2,9).
4. A esta luz, san Ambrosio comenta el salmo y lo aplica a nosotros. Toma como punto de partida la frase en donde se describe la "coronación" del hombre: "Lo coronaste de gloria y dignidad" (v. 6). Sin embargo, en aquella gloria ve el premio que el Señor nos reserva para cuando hayamos superado la prueba de la tentación.
He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia en su Exposición del evangelio según san Lucas: "El Señor coronó a su hijo predilecto también de gloria y dignidad. El mismo Dios que desea conceder coronas, proporciona las tentaciones; por eso, has de saber que, cuando eres tentado, se te prepara una corona. Si se eliminan las pruebas de los mártires, se eliminan también sus coronas; si se eliminan sus suplicios, se elimina también su bienaventuranza" (IV, 41: SAEMO 12, pp. 330‑333).
Dios nos tiene preparada la "corona de la justicia" (2Tm 4,8), con la que recompensará nuestra fidelidad a él, mantenida incluso en el tiempo de la tempestad, que agita nuestro corazón y nuestra mente. Pero él está atento, en todo tiempo, a su criatura predilecta y quisiera que en ella resplandeciera siempre la "imagen" divina (cf. Gn 1,26), para que sepa ser en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.
SALMO 8
1 Del maestro de coro. Con la cítara de Gat. Salmo de David.
2 ¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Quiero adorar tu majestad sobre el cielo:
3 con la alabanza de los niños y de los más pequeños,
erigiste una fortaleza contra tus adversarios
para reprimir al enemigo y al rebelde.
4 Al ver el cielo, obra de tus manos,
la luna y la estrellas que has creado:
5 ¿qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides?
6 Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y esplendor;
7 le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies:
8 todos los rebaños y ganados,
y hasta los animales salvajes;
9 las aves del cielo, los peces del mar
y cuanto surca los senderos de las aguas.
10 ¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
El cántico delBenedictus. Miércoles 1 de octubre de 2003
San Lucas 1,68‑79
1. Habiendo llegado al final del largo itinerario de los salmos y de los cánticos de la liturgia de Laudes, queremos detenernos en la oración que, cada mañana, marca el momento orante de la alabanza. Se trata del Benedictus, el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.
Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1,68‑79).
El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo. Es, pues, una lectura "profética" de la historia, o sea, el descubrimiento del sentido íntimo y profundo de todos los acontecimientos humanos, guiados por la mano oculta pero operante del Señor, que se entrelaza con la más débil e incierta del hombre.
2. El texto es solemne y, en el original griego, se compone de sólo dos frases (cf. vv. 68‑75; 76‑79). Después de la introducción, caracterizada por la bendición de alabanza, podemos identificar en el cuerpo del cántico como tres estrofas, que exaltan otros tantos temas, destinados a articular toda la historia de la salvación: la alianza con David (cf. vv. 68‑71), la alianza con Abraham (cf. vv. 72‑76), y el Bautista, que nos introduce en la nueva alianza en Cristo (cf. vv. 76‑79). En efecto, toda la oración tiende hacia la meta que David y Abraham señalan con su presencia.
El ápice es precisamente una frase casi conclusiva: "Nos visitará el sol que nace de lo alto" (v. 78). La expresión, a primera vista paradójica porque une "lo alto" con el "nacer", es, en realidad, significativa.
3. En efecto, en el original griego el "sol que nace" es anatolè, un vocablo que significa tanto la luz solar que brilla en nuestro planeta como el germen que brota. En la tradición bíblica ambas imágenes tienen un valor mesiánico.
Por un lado, Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que "el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló" (Is 9,1). Por otro lado, refiriéndose también al rey Emmanuel, lo representa como el "renuevo que brotará del tronco de Jesé", es decir, de la dinastía davídica, un vástago sobre el que se posará el Espíritu de Dios (cf. Is 11,1‑2).
Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4).
4. La humanidad, que está envuelta "en tinieblas y sombras de muerte", es iluminada por este resplandor de revelación (cf. Lc1,79). Como había anunciado el profeta Malaquías, "a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en sus rayos" (Ml3,20). Este sol "guiará nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc1,79).
Por tanto, nos movemos teniendo como punto de referencia esa luz; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, están sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia.
Ahora damos la palabra a un maestro de la Iglesia, a uno de sus doctores, el británico Beda el Venerable (siglo VII‑VIII), que en su Homilía para el nacimiento de san Juan Bautista, comentaba el Cántico de Zacarías así: "El Señor (...) nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (...) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos "en tinieblas y sombras de muerte", es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido".
5. Por último, citando otros textos bíblicos, Beda el Venerable concluía así, dando gracias por los dones recibidos: "Dado que poseemos estos dones de la bondad eterna, amadísimos hermanos, (...) bendigamos también nosotros al Señor en todo tiempo (cf. Sal 33,2), porque "ha visitado y redimido a su pueblo". Que en nuestros labios esté siempre su alabanza, conservemos su recuerdo y, por nuestra parte, proclamemos la virtud de aquel que "nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1P 2,9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección" (Omelie sul Vangelo, Roma 1990, pp. 464‑465).
San Lucas 1,68‑79
68 «Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su Pueblo,
69 y nos ha dado un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor,
70 como lo había anunciado mucho tiempo antes, por boca de sus santos profetas,
71 para salvarnos de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian.
72 Así tuvo misericordia de nuestros padres y se acordó de su santa Alianza,
73 del juramento que hizo a nuestro padre Abraham
74 de concedernos que, libres de temor, arrancados de las manos de nuestros enemigos,
75 lo sirvamos en santidad y justicia, bajo su mirada, durante toda nuestra vida.
76 Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos,
77 para hacer conocer a su Pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados;
78 gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios, que nos traerá del cielo la visita del Sol naciente,
79 para iluminar a los que están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
Oración en el peligro. Miércoles 5 de noviembre de 2003
Salmo 140
1. En las anteriores catequesis hemos contemplado en su conjunto la estructura y el valor de la Liturgia de las Vísperas, la gran oración eclesial de la tarde. Ahora queremos adentrarnos en ella. Será como realizar una peregrinación a esa especie de "tierra santa", que constituyen los salmos y los cánticos. Iremos reflexionando sucesivamente sobre cada una de esas oraciones poéticas, que Dios ha sellado con su inspiración. Son las invocaciones que el Señor mismo desea que se le dirijan. Por eso, le gusta escucharlas, sintiendo vibrar en ellas el corazón de sus hijos amados.
Comenzaremos con el salmo 140, con el cual se inician las Vísperas dominicales de la primera de las cuatro semanas en las que, después del Concilio, se ha articulado la plegaria vespertina de la Iglesia.
2. "Suba mi oración como incienso en tu presencia; el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde". El versículo 2 de este salmo se puede considerar como el signo distintivo de todo el canto y la evidente justificación de que haya sido situado dentro de la Liturgia de las Vísperas. La idea expresada refleja el espíritu de la teología profética, que une íntimamente el culto con la vida, la oración con la existencia.
La misma plegaria, hecha con corazón puro y sincero, se convierte en sacrificio ofrecido a Dios. Todo el ser de la persona que ora se transforma en una ofrenda de sacrificio, como sugerirá más tarde san Pablo cuando invitará a los cristianos a ofrecer su cuerpo como víctima viva, santa, agradable a Dios: este es el sacrificio espiritual que le complace (cf. Rm 12,1).
Las manos elevadas en la oración son un puente de comunicación con Dios, como lo es el humo que sube como suave olor de la víctima durante el rito del sacrificio vespertino.
3. El salmo prosigue con un tono de súplica, transmitido a nosotros por un texto que en el original hebreo presenta numerosas dificultades y oscuridades para su interpretación (sobre todo en los versículos 4‑7).
En cualquier caso, el sentido general se puede identificar y transformar en meditación y oración. Ante todo, el orante suplica al Señor que impida que sus labios (cf. v. 3) y los sentimientos de su corazón se vean atraídos y arrastrados por el mal y lo impulsen a realizar "acciones malas" (cf. v. 4). En efecto, las palabras y las obras son expresión de la opción moral de la persona. Es fácil que el mal ejerza una atracción tan grande que lleve incluso al fiel a gustar los "manjares deliciosos" que pueden ofrecer los pecadores, al sentarse a su mesa, es decir, participando en sus malas acciones.
El salmo adquiere casi el matiz de un examen de conciencia, al que sigue el compromiso de escoger siempre los caminos de Dios.
4. Con todo, al llegar a este punto, el orante siente un estremecimiento que lo impulsa a una apasionada declaración de rechazo de cualquier complicidad con el impío: no quiere en absoluto ser huésped del impío, ni permitir que el ungüento perfumado reservado a los comensales importantes (cf. Sal 22,5) atestigüe una connivencia con los que obran el mal (cf. Sal 140,5). Para expresar con más vehemencia su radical alejamiento del malvado, el salmista lo condena con indignación utilizando unas imágenes muy vivas de juicio vehemente.
Se trata de una de las imprecaciones típicas del Salterio (cf. Sal 57 y 108), que tienen como finalidad afirmar de modo plástico e incluso pintoresco la oposición al mal, la opción del bien y la certeza de que Dios interviene en la historia con su juicio de severa condena de la injusticia (cf. vv. 6‑7).
5. El salmo concluye con una última invocación confiada (cf. vv. 8‑9): es un canto de fe, de gratitud y de alegría, con la certeza de que el fiel no se verá implicado en el odio que los malvados le reservan y no caerá en la trampa que le tienden, después de constatar su firme opción por el bien. Así, el justo podrá superar indemne cualquier engaño, como se dice en otro salmo: "Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió y escapamos" (Sal 123,7).
Concluyamos nuestra lectura del salmo 140 volviendo a la imagen inicial, la de la plegaria vespertina como sacrificio agradable a Dios. Un gran maestro espiritual que vivió entre los siglos IV y V, Juan Casiano, el cual, aunque procedía de Oriente, pasó en la Galia meridional la última parte de su vida, releía esas palabras en clave cristológica: "En efecto, en ellas se puede captar más espiritualmente una alusión al sacrificio vespertino, realizado por el Señor y Salvador durante su última cena y entregado a los Apóstoles, cuando dio inicio a los santos misterios de la Iglesia, o (se puede captar una alusión) a aquel mismo sacrificio que él, al día siguiente, ofreció por la tarde, en sí mismo, con la elevación de sus manos, sacrificio que se prolongará hasta el final de los siglos para la salvación del mundo entero" (Le istituzioni cenobitiche, Abadía de Praglia, Padua 1989, p. 92).
SALMO 140
1 Salmo de David.
Yo te invoco, Señor, ven pronto en mi ayuda;
escucha mi voz cuando te llamo;
2 que mi oración suba hasta ti como el incienso,
y mis manos en alto, como la ofrenda de la tarde,
3 Coloca, Señor, un guardián en mi boca
y un centinela a la puerta de mis labios;
4 no dejes que mi corazón se incline a la maldad,
o a cometer delitos con hombres perversos.
¡No, nunca gustaré de sus manjares!
5 Que el justo me golpee como amigo y me corrija,
pero que el óleo del malvado no perfume mi cabeza:
yo seguiré oponiendo mi oración a sus maldades.
6 Sus príncipes cayeron despeñados,
esos que se complacían en oírme decir:
7 «Como una piedra de molino hecha pedazos
están esparcidos nuestros huesos
ante las fauces del Abismo».
8 Pero mis ojos, Señor, fijos en ti:
en ti confío, no me dejes indefenso.
9 Protégeme del lazo que me han tendido
y de las trampas de los que hacen el mal.
10 ¡Caigan los malvados en sus propias redes,
mientras yo paso sin hacerme daño!
"Tú eres mi refugio". Miércoles 12 de noviembre de 2003
Salmo 141
1. La tarde del día 3 de octubre de 1226, san Francisco de Asís, a punto de morir, rezó como última oración precisamente el salmo 141, que acabamos de escuchar. San Buenaventura recuerda que san Francisco "prorrumpió en la exclamación del salmo: "A voz en grito, clamo al Señor; a voz en grito suplico al Señor" y lo rezó hasta el versículo final: "Me rodearán los justos, cuando me devuelvas tu favor"" (Leyenda mayor, XIV, 5:Fuentes Franciscanas, Padua‑Asís, 1980, p. 958).
Este salmo es una súplica intensa, marcada por una serie de verbos de imploración dirigidos al Señor: "clamo al Señor", "suplico al Señor", "desahogo ante él mis afanes", "expongo ante él mi angustia" (vv. 2‑3). La parte central del salmo está profundamente impregnada de confianza en Dios, que no queda indiferente ante el sufrimiento del fiel (cf. vv. 4‑8). Con esta actitud san Francisco afrontó la muerte.
2. A Dios se le interpela hablándole de "tú", como a una persona que da seguridad: "Tú eres mi refugio" (v. 6). "Tú conoces mis senderos", es decir, el itinerario de mi vida, un itinerario marcado por la opción en favor de la justicia. Sin embargo, por esa senda los impíos le han tendido una trampa (cf. v. 4): es la imagen típica tomada del ambiente de caza; se usa frecuentemente en las súplicas de los salmos para indicar los peligros y las asechanzas a los que está sometido el justo.
Ante ese peligro, el salmista lanza en cierto modo una señal de alarma para que Dios vea su situación e intervenga: "Mira a la derecha, fíjate" (v. 5). Ahora bien, en la tradición oriental, a la derecha de una persona estaba el defensor o el testigo favorable durante un proceso, y, en caso de guerra, el guardaespaldas. Así pues, el fiel se siente solo y abandonado: "Nadie me hace caso". Por eso, expresa una constatación angustiosa: "No tengo a dónde huir; nadie mira por mi vida" (v. 5).
3. Inmediatamente después, un grito pone de manifiesto la esperanza que alberga el corazón del orante. Ya la única protección y la única cercanía eficaz es la de Dios: "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida" (v. 6). En el lenguaje bíblico, el "lote" o "porción" es el don de la tierra prometida, signo del amor divino con respecto a su pueblo. El Señor queda ya como el fundamento último, y único, en el que puede basarse, la única posibilidad de vida, la esperanza suprema.
El salmista lo invoca con insistencia, porque está "agotado" (v. 7). Le suplica que intervenga para romper las cadenas de su cárcel de soledad y hostilidad (cf. v. 8), y lo saque del abismo de la prueba.
4. Como en otros salmos de súplica, la perspectiva final es una acción de gracias, que ofrecerá a Dios después de ser escuchado: "Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre" (v. 8). Cuando sea salvado, el fiel se irá a dar gracias al Señor en medio de la asamblea litúrgica (cf. ib.). Lo rodearán los justos, que considerarán la salvación de su hermano como un don hecho también a ellos.
Este clima debería reinar también en las celebraciones cristianas. El dolor de una persona debe encontrar eco en el corazón de todos; del mismo modo, toda la comunidad orante debe vivir la alegría de cada uno: "Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Sal 132,1). Y el Señor Jesús dijo: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).
5. La tradición cristiana ha aplicado el salmo 141 a Cristo perseguido y sufriente. Desde esta perspectiva, la meta luminosa de la súplica del salmo se transfigura en un signo pascual, sobre la base del desenlace glorioso de la vida de Cristo y de nuestro destino de resurrección con él. Lo afirma san Hilario de Poitiers, famoso doctor de la Iglesia del siglo IV, en su Tratado sobre los salmos.
Comenta la traducción latina del último versículo de este salmo, la cual habla de recompensa para el orante y de espera de los justos: "Me expectant iusti, donec retribuas mihi". San Hilario explica: "El Apóstol nos enseña cuál es la recompensa que ha dado el Padre a Cristo: "Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2,9‑11). Esta es la recompensa: al cuerpo, que asumió, se le concede la eternidad de la gloria del Padre. El mismo Apóstol nos enseña qué es la espera de los justos, diciendo: "Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,20‑21). En efecto, los justos lo esperan para que los recompense, transfigurándolos como su cuerpo glorioso, que es bendito por los siglos de los siglos. Amén" (PL 9,833‑837).
SALMO 141
1 Poema de David. Cuando estaba en la cueva. Oración.
2 Invocaré al Señor con toda mi voz,
con toda mi voz suplicaré al Señor;
3 expondré mi queja ante él,
expresaré mi angustia en su presencia.
4 Ya se me acaba el aliento,
pero tú conoces mi camino:
en la senda por donde voy
me han ocultado una trampa.
5 Miro a la derecha, observo,
y no hay nadie que se ocupe de mí;
ya no tengo dónde refugiarme,
nadie se interesa por mi vi da.
6 Por eso clamo a ti, Señor, y te digo:
«Tú eres mi refugio,
mi herencia en la tierra de los vivientes».
7 Atiende a mi clamor,
porque estoy en la miseria;
líbrame de mis perseguidores,
porque son más fuertes que yo.
8 Sácame de la prisión,
y daré gracias a tu Nombre:
porque los justos esperan
que me concedas tu favor.
Cristo, siervo de Dios. Miércoles 19 de noviembre de 2003
Carta a los Filipenses 2,6‑11
1. La liturgia de las Vísperas incluye, además de los salmos, algunos cánticos bíblicos. El que se acaba de proclamar es, ciertamente, uno de los más significativos y de los que encierran mayor densidad teológica. Se trata de un himno insertado en el capítulo segundo de la carta de san Pablo a los cristianos de Filipos, la ciudad griega que fue la primera etapa del anuncio misionero del Apóstol en Europa. Se suele considerar que este cántico es una expresión de la liturgia cristiana de los orígenes, y para nuestra generación es una alegría poderse asociar, después de dos milenios, a la oración de la Iglesia apostólica.
Este cántico revela una doble trayectoria vertical, un movimiento, primero en descenso y, luego, en ascenso. En efecto, por un lado, está el abajamiento humillante del Hijo de Dios cuando, en la Encarnación, se hace hombre por amor a los hombres. Cae en la kénosis, es decir, en el "vaciamiento" de su gloria divina, llevado hasta la muerte en cruz, el suplicio de los esclavos, que lo ha convertido en el último de los hombres, haciéndolo auténtico hermano de la humanidad sufriente, pecadora y repudiada.
2. Por otro lado, está la elevación triunfal, que se realiza en la Pascua, cuando Cristo es restablecido por el Padre en el esplendor de la divinidad y es celebrado como Señor por todo el cosmos y por todos los hombres ya redimidos. Nos encontramos ante una grandiosa relectura del misterio de Cristo, sobre todo del Cristo pascual. San Pablo, además de proclamar la resurrección (cf. 1Co 15,3‑5), recurre también a la definición de la Pascua de Cristo como "exaltación", "elevación" y "glorificación".
Así pues, desde el horizonte luminoso de la trascendencia divina, el Hijo de Dios cruzó la distancia infinita que existe entre el Creador y la criatura. No hizo alarde "de su categoría de Dios", que le corresponde por naturaleza y no por usurpación: no quiso conservar celosamente esa prerrogativa como un tesoro ni usarla en beneficio propio. Antes bien, Cristo "se despojó", "se rebajó", tomando la condición de esclavo, pobre, débil, destinado a la muerte infamante de la crucifixión. Precisamente de esta suprema humillación parte el gran movimiento de elevación descrito en la segunda parte del himno paulino (cf. Flp 2,9‑11).
3. Dios, ahora, "exalta" a su Hijo concediéndole un "nombre" glorioso, que, en el lenguaje bíblico, indica la persona misma y su dignidad. Pues bien, este "nombre" es Kyrios, "Señor", el nombre sagrado del Dios bíblico, aplicado ahora a Cristo resucitado. Este nombre pone en actitud de adoración a todo el universo, descrito según la división tripartita: el cielo, la tierra y el abismo.
De este modo, el Cristo glorioso se presenta, al final del himno, como el Pantokrátor, es decir, el Señor omnipotente que destaca triunfante en los ábsides de las basílicas paleocristianas y bizantinas. Lleva aún los signos de la pasión, o sea, de su verdadera humanidad, pero ahora se manifiesta en el esplendor de su divinidad. Cristo, cercano a nosotros en el sufrimiento y en la muerte, ahora nos atrae hacia sí en la gloria, bendiciéndonos y haciéndonos partícipes de su eternidad.
4. Concluyamos nuestra reflexión sobre el himno paulino con palabras de san Ambrosio, que a menudo utiliza la imagen de Cristo que "se despojó de su rango", humillándose y anonadándose (exinanivit semetipsum) en la encarnación y en la ofrenda de sí mismo en la cruz.
En particular, en el Comentario al salmo 118, el obispo de Milán afirma: "Cristo, colgado del árbol de la cruz... fue herido con la lanza, y de su costado brotó sangre y agua, más dulces que cualquier ungüento, víctima agradable a Dios, que difunde por todo el mundo el perfume de la santificación... Entonces Jesús, atravesado, esparció el perfume del perdón de los pecados y de la redención. En efecto, siendo el Verbo, al hacerse hombre se rebajó; siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su miseria (cf. 2Co 8,9); era poderoso, y se mostró tan débil, que Herodes lo despreciaba y se burlaba de él; tenía poder para sacudir la tierra, y estaba atado a aquel árbol; envolvía el cielo en tinieblas, ponía en cruz al mundo, pero estaba clavado en la cruz; inclinaba la cabeza, y de ella salía el Verbo; se había anonadado, pero lo llenaba todo. Descendió Dios, ascendió el hombre; el Verbo se hizo carne, para que la carne pudiera reivindicar para sí el trono del Verbo a la diestra de Dios; todo él era una llaga, pero de esa llaga salía ungüento; parecía innoble, pero en él se reconocía a Dios" (III, 8, SAEMO IX, Milán‑Roma 1987, pp. 131‑133).
Carta a los Filipenses 2,6‑11
6 El, que era de condición divina,
no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente:
7 al contrario, se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de servidor
y haciéndose semejante a los hombres.
Y presentándose con aspecto humano,
8 se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte
y muerte de cruz.
9 Por eso, Dios lo exaltó
y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
10 para que al nombre de Jesús,
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
«Jesucristo es el Señor».
El Mesías, rey y sacerdote. Miércoles 26 de noviembre de 2003
Salmo 109
1. Hemos escuchado uno de los salmos más célebres de la historia de la cristiandad. En efecto, el salmo 109, que la liturgia de las Vísperas nos propone cada domingo, se cita repetidamente en el Nuevo Testamento. Sobre todo los versículos 1 y 4 se aplican a Cristo, siguiendo la antigua tradición judía, que había transformado este himno de canto real davídico en salmo mesiánico.
La popularidad de esta oración se debe también al uso constante que se hace de ella en las Vísperas del domingo. Por este motivo, el salmo 109, en la versión latina de la Vulgata, ha sido objeto de numerosas y espléndidas composiciones musicales que han jalonado la historia de la cultura occidental. La liturgia, según la práctica elegida por el concilio Vaticano II, ha recortado del texto original hebreo del salmo, que entre otras cosas tiene sólo 63 palabras, el violento versículo 6. Subraya la tonalidad de los así llamados "salmos imprecatorios" y describe al rey judío mientras avanza en una especie de campaña militar, aplastando a sus adversarios y juzgando a las naciones.
2. Dado que tendremos ocasión de volver otras veces a este salmo, considerando el uso que hace de él la liturgia, nos limitaremos ahora a ofrecer sólo una visión de conjunto.
Podemos distinguir claramente en él dos partes. La primera (cf. vv. 1‑3) contiene un oráculo dirigido por Dios a aquel que el salmista llama "mi Señor", es decir, el soberano de Jerusalén. El oráculo proclama la entronización del descendiente de David "a la derecha" de Dios. En efecto, el Señor se dirige a él, diciendo: "Siéntate a mi derecha" (v. 1). Verosímilmente, se menciona aquí un ritual según el cual se hacía sentar al elegido a la derecha del arca de la alianza, de modo que recibiera el poder de gobierno del rey supremo de Israel, o sea, del Señor.
3. En el ambiente se intuyen fuerzas hostiles, neutralizadas, sin embargo, por una conquista victoriosa: se representa a los enemigos a los pies del soberano, que camina solemnemente en medio de ellos, sosteniendo el cetro de su autoridad (cf. vv. 1‑2). Ciertamente, es el reflejo de una situación política concreta, que se verificaba en los momentos de paso del poder de un rey a otro, con la rebelión de algunos súbditos o con intentos de conquista. Ahora, en cambio, el texto alude a un contraste de índole general entre el proyecto de Dios, que obra a través de su elegido, y los designios de quienes querrían afirmar su poder hostil y prevaricador. Por tanto, se da el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal, que se desarrolla en los acontecimientos históricos, mediante los cuales Dios se manifiesta y nos habla.
4. La segunda parte del salmo, en cambio, contiene un oráculo sacerdotal, cuyo protagonista sigue siendo el rey davídico (cf. vv. 4‑7). La dignidad real, garantizada por un solemne juramento divino, une en sí también la sacerdotal. La referencia a Melquisedec, rey‑sacerdote de Salem, es decir, de la antigua Jerusalén (cf. Gn 14), es quizá un modo de justificar el sacerdocio particular del rey junto al sacerdocio oficial levítico del templo de Sión. Además, es sabido que la carta a los Hebreos partirá precisamente de este oráculo: "Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec" (Sal 109,4), para ilustrar el particular y perfecto sacerdocio de Jesucristo.
Examinaremos posteriormente más a fondo el salmo 109, realizando un análisis esmerado de cada uno de sus versículos.
5. Como conclusión, sin embargo, quisiéramos releer el versículo inicial del salmo con el oráculo divino: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies". Y lo haremos con san Máximo de Turín (siglo IV‑V), quien en su Sermón sobre Pentecostés lo comenta así: "Según nuestra costumbre, la participación en el trono se ofrece a aquel que, realizada una empresa, llegando vencedor merece sentarse como signo de honor. Así pues, también el hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al diablo, abriendo de par en par con su resurrección el reino de la muerte, llegando victorioso al cielo como después de haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación: "Siéntate a mi derecha". No debemos maravillarnos de que el Padre ofrezca la participación del trono al Hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia del Padre...
El Hijo está sentado a la derecha porque, según el Evangelio, a la derecha estarán las ovejas, mientras que a la izquierda estarán los cabritos. Por tanto, es necesario que el primer Cordero ocupe la parte de las ovejas y la Cabeza inmaculada tome posesión anticipadamente del lugar destinado a la grey inmaculada que lo seguirá" (40, 2: Scriptores circa Ambrosium, IV, Milán‑Roma 1991, p. 195).
SALMO 109
1 De David. Salmo.
Dijo el Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
mientras yo pongo a tus enemigos
como estrado de tus pies».
2 El Señor extenderá el poder de tu cetro:
«¡Domina desde Sión, en medio de tus enemigos!».
3 «Tú eres príncipe desde tu nacimiento,
con esplendor de santidad;
yo mismo te engendré como rocío,
desde el seno de la aurora».
4 El Señor lo ha jurado y no se retractará:
«Tú eres sacerdote para siempre,
a la manera de Melquisedec».
5 A tu derecha, Señor, él derrotará a los reyes,
en el día de su enojo;
6 juzgará a las naciones, amontonará cadáveres
y aplastará cabezas por toda la tierra.
7 En el camino beberá del torrente,
por eso erguirá su cabeza.
Las maravillas del éxodo de Egipto. Miércoles 3 de diciembre de 2003
Salmo 113
1. El canto alegre y triunfal que acabamos de proclamar evoca el éxodo de Israel de la opresión de los egipcios. El salmo 113A forma parte de la colección que la tradición judía ha llamado el "Hallel egipcio". Se trata de los salmos 112‑117, una especie de fascículo de cantos, usados sobre todo en la liturgia judía de la Pascua.
El cristianismo asumió el salmo 113A con la misma connotación pascual, pero abriéndolo a la nueva lectura que deriva de la resurrección de Cristo. Por eso, el éxodo que celebra el salmo se convierte en figura de otra liberación más radical y universal. Dante, en la Divina Comedia, pone este himno, según la versión latina de la Vulgata, en labios de las almas del Purgatorio: "In exitu Israel de Aegypto / cantaban todos juntos a una voz..." (Purgatorio II, 46‑47). O sea, ve en el salmo el canto de la espera y de la esperanza de quienes, después de la purificación de todo pecado, se orientan hacia la meta última de la comunión con Dios en el paraíso.
2. Sigamos ahora la trama temática y espiritual de esta breve composición orante. Al inicio (cf. vv. 1‑2) se evoca el éxodo de Israel desde la opresión egipcia hasta el ingreso en la tierra prometida, que es el "santuario" de Dios, o sea, el lugar de su presencia en medio del pueblo. Más aún, la tierra y el pueblo se funden: Judá e Israel, términos con los que se designaba tanto la tierra santa como el pueblo elegido, se consideran como sede de la presencia del Señor, su propiedad y heredad especial (cf. Ex 19,5‑6).
Después de esta descripción teológica de uno de los elementos de fe fundamentales del Antiguo Testamento, es decir, la proclamación de las maravillas de Dios en favor de su pueblo, el salmista profundiza espiritual y simbólicamente en los acontecimientos que las constituyen.
3. El Mar Rojo del éxodo de Egipto y el Jordán del ingreso en la Tierra santa están personificados y transformados en testigos e instrumentos que participan en la liberación realizada por el Señor (cf. Sal 113A,3. 5).
Al inicio, en el éxodo, el mar se retira para permitir que Israel pase y, al final de la marcha por el desierto, el Jordán remonta su curso, dejando seco su lecho para permitir que pase la procesión de los hijos de Israel (cf. Jos 3‑4). En el centro, se evoca la experiencia del Sinaí: ahora son los montes los que participan en la gran revelación divina, que se realiza en sus cimas. Semejantes a criaturas vivas, como los carneros y los corderos, saltan de gozo. Con una vivísima personificación, el salmista pregunta entonces a los montes y las colinas cuál es el motivo de su conmoción: "¿Por qué vosotros, montes, saltáis como carneros, y vosotras, colinas, como corderos?" (Sal 113A,6)
No se refiere su respuesta; se da indirectamente por medio de una orden dirigida en seguida a la tierra: "Tiembla, tierra, ante la faz del Señor" (v. 7). La conmoción de los montes y las colinas era, por consiguiente, un estremecimiento de adoración ante el Señor, Dios de Israel, un acto de exaltación gloriosa del Dios trascendente y salvador.
4. Este es el tema de la parte final del salmo 113A (cf. vv. 7‑8), que introduce otro acontecimiento significativo de la marcha de Israel por el desierto, el del agua que brotó de la roca de Meribá (cf. Ex 17,1‑7;Nm 20,1‑13). Dios transforma la roca en una fuente de agua, que llega a formar un lago: en la raíz de este prodigio se encuentra su solicitud paterna con respecto a su pueblo.
El gesto asume, entonces, un significado simbólico: es el signo del amor salvífico del Señor, que sostiene y regenera a la humanidad mientras avanza por el desierto de la historia.
Como es sabido, san Pablo utilizará también esta imagen y, sobre la base de una tradición judía según la cual la roca acompañaba a Israel en su itinerario por el desierto, interpretará el acontecimiento en clave cristológica: "Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo" (1Co 10,4).
5. En esta misma línea, un gran maestro cristiano, Orígenes, comentando la salida del pueblo de Israel de Egipto, piensa en el nuevo éxodo realizado por los cristianos. En efecto, dice así: "No penséis que sólo entonces Moisés sacó de Egipto al pueblo; también ahora el Moisés que tenemos con nosotros..., es decir, la ley de Dios, quiere sacarte de Egipto; si la escuchas, quiere alejarte del faraón... No quiere que permanezcas en las obras tenebrosas de la carne, sino que salgas al desierto, que llegues al lugar donde ya no existen las turbaciones y fluctuaciones del mundo, que llegues a la paz y el silencio... Así, cuando hayas llegado a ese lugar de paz, podrás hacer ofrendas al Señor, podrás reconocer la ley de Dios y el poder de la voz divina" (Omelie sull'Esodo,Roma 1981, pp. 71‑72).
Usando la imagen paulina que evoca la travesía del Mar Rojo, Orígenes prosigue: "El Apóstol llama a esto un bautismo, realizado en Moisés en la nube y en el mar, para que también tú, que fuiste bautizado en Cristo, en el agua y en el Espíritu Santo, sepas que los egipcios te están persiguiendo y quieren ponerte a su servicio, es decir, al servicio de los señores de este mundo y de los espíritus del mal, de los que antes fuiste esclavo. Estos, ciertamente, tratarán de perseguirte, pero tú baja al agua y saldrás incólume; y, después de lavar las manchas de los pecados, sube como hombre nuevo dispuesto a cantar el cántico nuevo" (ib., p. 107).
SALMO 113
¡Aleluya!
1 Cuando Israel salió de Egipto,
la familia de Jacob, de un pueblo extranjero,
2 Judá se convirtió en su Santuario,
la tierra de Israel fue su dominio.
3 El Mar, al verlos, huyó,
el Jordán se volvió atrás;
4 los montes saltaron como carneros
y las colinas, como corderos.
5 ¿Qué tienes, Mar? ¿Por qué huyes?
Y tú, Jordán, ¿por qué te vuelves atrás?
6 Montes, ¿por qué saltan como carneros,
y ustedes, colinas, como corderos?
7 Tiembla, tierra, delante del Señor,
ante el rostro del Dios de Jacob,
8 el que convierte las rocas en estanques,
y los peñascos en manantiales.
Las bodas del Cordero. Miércoles 10 de diciembre de 2003
Apocalipsis 19,1‑8
1. Siguiendo la serie de los salmos y los cánticos que constituyen la oración eclesial de las Vísperas, nos encontramos ante un himno, tomado del capítulo 19 del Apocalipsis y compuesto por una secuencia de aleluyas y de aclamaciones.
Detrás de estas gozosas invocaciones se halla la lamentación dramática entonada en el capítulo anterior por los reyes, los mercaderes y los navegantes ante la caída de la Babilonia imperial, la ciudad de la malicia y la opresión, símbolo de la persecución desencadenada contra la Iglesia.
2. En antítesis con ese grito que se eleva desde la tierra, resuena en el cielo un coro alegre de ámbito litúrgico que, además del aleluya, repite también el amén. En realidad, las diferentes aclamaciones, semejantes a antífonas, que ahora la Liturgia de las Vísperas une en un solo cántico, en el texto del Apocalipsis se ponen en labios de personajes diversos. Ante todo, encontramos una "multitud inmensa", constituida por la asamblea de los ángeles y los santos (cf. vv. 1‑3). Luego, se distingue la voz de los "veinticuatro ancianos" y de los "cuatro vivientes", figuras simbólicas que parecen los sacerdotes de esta liturgia celestial de alabanza y acción de gracias (cf. v. 4). Por último, se eleva la voz de un solista (cf. v. 5), el cual, a su vez, implica en el canto a la "multitud inmensa" de la que se había partido (cf. vv. 6‑7).
3. En las futuras etapas de nuestro itinerario orante, tendremos ocasión de ilustrar cada una de las antífonas de este grandioso y festivo himno de alabanza entonado por muchas voces. Ahora nos contentamos con dos anotaciones. La primera se refiere a la aclamación de apertura, que reza así: "La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos" (vv. 1‑2).
En el centro de esta invocación gozosa se encuentra el recuerdo de la intervención decisiva de Dios en la historia: el Señor no es indiferente, como un emperador impasible y aislado, ante las vicisitudes humanas. Como dice el salmista, "el Señor tiene su trono en el cielo: sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres" (Sal 10,4).
4. Más aún, su mirada es fuente de acción, porque él interviene y destruye los imperios prepotentes y opresores, abate a los orgullosos que lo desafían, juzga a los que perpetran el mal. El salmista describe también con imágenes pintorescas (cf. Sal 10,7) esta irrupción de Dios en la historia, como el autor del Apocalipsis había evocado en el capítulo anterior (cf. Ap 18,1‑24) la terrible intervención divina con respecto a Babilonia, arrancada de su sede y arrojada al mar. Nuestro himno alude a esa intervención en un pasaje que no se recoge en la celebración de lasVísperas (cf. Ap 19,2‑3).
Nuestra oración, entonces, sobre todo debe invocar y ensalzar la acción divina, la justicia eficaz del Señor, su gloria, obtenida con el triunfo sobre el mal. Dios se hace presente en la historia, poniéndose de parte de los justos y de las víctimas, precisamente como declara la breve y esencial aclamación del Apocalipsis, y como a menudo se repite en el canto de los salmos (cf. Sal 145,6‑9).
5. Queremos poner de relieve otro tema de nuestro cántico. Se desarrolla en la aclamación final y es uno de los motivos dominantes del mismo Apocalipsis: "Llegó la boda del Cordero; su Esposa se ha embellecido" (Ap 19,7). Cristo y la Iglesia, el Cordero y la Esposa, están en profunda comunión de amor.
Trataremos de hacer que brille esta mística unión esponsal a través del testimonio poético de un gran Padre de la Iglesia siria, san Efrén, que vivió en el siglo IV. Usando simbólicamente el signo de las bodas de Caná (cf. Jn 2,1‑11), introduce a esa localidad, personificada, para alabar a Cristo por el gran don recibido: "Juntamente con mis huéspedes, daré gracias porque él me ha considerado digna de invitarlo: él, que es el Esposo celestial, y que descendió e invitó a todos; y también yo he sido invitada a entrar a su fiesta pura de bodas. Ante los pueblos lo reconoceré como el Esposo. No hay otro como él. Su cámara nupcial está preparada desde los siglos, abunda en riquezas, y no le falta nada. No como la fiesta de Caná, cuyas carencias él ha colmado" (Himnos sobre la virginidad, 33, 3: L'arpa dello Spirito, Roma 1999, pp. 73‑74).
6. En otro himno, que también canta las bodas de Caná, san Efrén subraya que Cristo, invitado a las bodas de otros (precisamente los esposos de Caná), quiso celebrar la fiesta de sus bodas: las bodas con su esposa, que es toda alma fiel. "Jesús, fuiste invitado a una fiesta de bodas de otros, de los esposos de Caná. Aquí, en cambio, se trata de tu fiesta, pura y hermosa: alegra nuestros días, porque también tus huéspedes, Señor, necesitan tus cantos; deja que tu arpa lo llene todo. El alma es tu esposa; el cuerpo es su cámara nupcial; tus invitados son los sentidos y los pensamientos. Y si un solo cuerpo es para ti una fiesta de bodas, la Iglesia entera es tu banquete nupcial" (Himnos sobre la fe, 14, 4‑5: o.c., p. 27).
Apocalipsis 19,1‑8
1 Después oí algo parecido al clamor de una enorme multitud que estaba en el cielo, y exclamaba: «¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios,
2 porque sus juicios son verdaderos y justos. Él ha condenado a la famosa Prostituta que corrompía la tierra con su lujuria, y ha vengado en ella la sangre de sus servidores».
3 Y volvieron a decir: «¡Aleluya! La humareda de la Ciudad se eleva por los siglos de los siglos».
4 Entonces los veinticuatro Ancianos y los cuatro Seres Vivientes se postraron para adorar a Dios, que está sentado en el trono, y exclamaban: «¡Amén, aleluya!».
5 Luego salió del trono una voz que decía: «Alaben a nuestro Dios, ustedes, sus servidores, los que lo temen, pequeños y grandes».
6 Y oí algo parecido al clamor de una enorme multitud, al estruendo de una catarata y al estallido de violentos truenos. Y decían: «¡Aleluya! Porque el Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido su Reino.
7 Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado,
8 y la han vestido con lino fino de blancura resplandeciente».
Pasión voluntaria de Cristo, siervo de Dios. Miércoles 14 de enero de 2004
Primera carta de san Pedro 2,21‑24
1. Después de la pausa con ocasión de las festividades navideñas, reanudamos hoy nuestro itinerario de meditación sobre la liturgia de las Vísperas. El cántico que acabamos de proclamar, tomado de laprimera carta de san Pedro, se refiere a la pasión redentora de Cristo, anunciada ya en el momento del bautismo en el Jordán.
Como escuchamos el domingo pasado, fiesta del Bautismo del Señor, Jesús se manifiesta desde el inicio de su actividad pública como el "Hijo amado", en el que el Padre tiene su complacencia (cf. Lc 3,22), y el verdadero "Siervo de Yahveh" (cf. Is 42,1), que libra al hombre del pecado mediante su pasión y la muerte en la cruz.
En la carta de san Pedro citada, en la que el pescador de Galilea se define "testigo de los sufrimientos de Cristo" (1P 5,1), el recuerdo de la pasión es muy frecuente. Jesús es el cordero del sacrificio, sin mancha, cuya sangre preciosa fue derramada para nuestra redención (cf. 1P 1,18‑19). Él es la piedra viva que desecharon los hombres, pero que fue escogida por Dios como "piedra angular" que da cohesión a la "casa espiritual", es decir, a la Iglesia (cf. 1P 2,6‑8). Él es el justo que se sacrifica por los injustos, a fin de llevarlos a Dios (cf. 1P 3,18‑22).
2. Nuestra atención se concentra ahora en la figura de Cristo que nos presenta el pasaje que acabamos de escuchar (cf. 1P 2,21‑24). Aparece como el modelo que debemos contemplar e imitar, el "programa", como se dice en el original griego (cf. 1P 2,21), que debemos realizar, el ejemplo que hemos de seguir con decisión, conformando nuestra vida a sus opciones.
En efecto, se usa el verbo griego que indica el seguimiento, la actitud de discípulos, el seguir las huellas mismas de Jesús. Y los pasos del divino Maestro van por una senda ardua y difícil, precisamente como se lee en el evangelio: "El que quiera venir en pos de mí, (...) tome su cruz y sígame" (Mc 8,34).
En este punto, el himno de la carta de san Pedro traza una síntesis admirable de la pasión de Cristo, a la luz de las palabras y las imágenes que el profeta Isaías aplica a la figura del Siervo doliente (cf. Is 53), releída en clave mesiánica por la antigua tradición cristiana.
3. Esta historia de la Pasión en el himno se formula mediante cuatro declaraciones negativas (cf. 1P 2,22‑23a) y tres positivas (1P 2,23b‑24), para describir la actitud de Jesús en esa situación terrible y grandiosa.
Comienza con la doble afirmación de su absoluta inocencia, expresada con las palabras de Isaías (cf. Is 53,9): "Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca" (1P 2,22). Luego vienen dos consideraciones sobre su comportamiento ejemplar, impregnado de mansedumbre y dulzura: "Cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas" (1P 2,23). El silencio paciente del Señor no es sólo un acto de valentía y generosidad. También es un gesto de confianza con respecto al Padre, como sugiere la primera de las tres afirmaciones positivas: "Se ponía en manos del que juzga justamente" (1P 2,23). Tiene una confianza total y perfecta en la justicia divina, que dirige la historia hacia el triunfo del inocente.
4. Así se llega a la cumbre del relato de la Pasión, que pone de relieve el valor salvífico del acto supremo de entrega de Cristo: "Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia" (1P 2,24).
Esta segunda afirmación positiva, formulada con las expresiones de la profecía de Isaías (cf. Is 53,12), precisa que Cristo cargó "en su cuerpo" "en el leño", o sea, en la cruz, "nuestros pecados", para poder aniquilarlos.
Por este camino, también nosotros, librados del hombre viejo, con su mal y su miseria, podemos "vivir para la justicia", es decir, en santidad. El pensamiento corresponde, aunque sea con términos en gran parte diversos, a la doctrina paulina sobre el bautismo, que nos regenera como nuevas criaturas, sumergiéndonos en el misterio de la pasión, muerte y gloria de Cristo (cf. Rm 6,3‑11).
La última frase —"sus heridas nos han curado" (1P 2,25)— indica el valor salvífico del sufrimiento de Cristo, expresado con las mismas palabras que usa Isaías para indicar la fecundidad salvadora del dolor sufrido por el Siervo de Yahveh (cf. Is 53,5).
5. Contemplando las llagas de Cristo por las cuales hemos sido salvados, san Ambrosio se expresaba así: "En mis obras no tengo nada de lo que pueda gloriarme, no tengo nada de lo que pueda enorgullecerme y, por tanto, me gloriaré en Cristo. No me gloriaré de ser justo, sino de haber sido redimido. No me gloriaré de estar sin pecado, sino de que mis pecados han sido perdonados. No me gloriaré de haber ayudado a alguien ni de que alguien me haya ayudado, sino de que Cristo es mi abogado ante el Padre, de que Cristo derramó su sangre por mí. Mi pecado se ha transformado para mí en precio de la redención, a través del cual Cristo ha venido a mí. Cristo ha sufrido la muerte por mí. Es más ventajoso el pecado que la inocencia. La inocencia me había hecho arrogante, mientras que el pecado me ha hecho humilde" (Giacobbe e la vita beata, I, 6, 21: SAEMO III, Milán‑Roma 1982, pp. 251‑253).
Primera carta de San Pedro 2,21‑24
21 A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas.
22 El no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca.
23 Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente.
24 El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados.
25 Porque antes andaban como ovejas perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes.
El Señor, esperanza del justo. Miércoles 28 de enero de 2004
Salmo 10
1. Prosigue nuestra reflexión sobre los textos de los salmos, que constituyen el elemento sustancial de la Liturgia de las Vísperas. El que hemos hecho resonar en nuestros corazones es el salmo 10, una breve plegaria de confianza que, en el original hebreo, está marcada por el nombre sagrado de Dios: Adonaí, el Señor. Este nombre aparece al inicio (cf. v. 1), se repite tres veces en el centro del salmo (cf. vv. 4‑5) y se encuentra de nuevo al final (cf. v. 7).
La tonalidad espiritual de todo el canto queda muy bien reflejada en el versículo conclusivo: "El Señor es justo y ama la justicia". Esta es la raíz de toda confianza y la fuente de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal; es un Dios bueno, y no un hado oscuro, indescifrable y misterioso.
2. El salmo se desarrolla fundamentalmente en dos escenas. En la primera (cf. vv. 1‑3) se describe a los malvados en su triunfo aparente. Se presentan con imágenes tomadas de la guerra y la caza: los perversos tensan su arco de guerra o de caza para herir violentamente a sus víctimas, es decir, a los fieles (cf. v. 2). Estos últimos, por ello, se ven tentados por la idea de escapar y librarse de una amenaza tan implacable. Quisieran huir "como un pájaro al monte" (v. 1), lejos del remolino del mal, del asedio de los malvados, de las flechas de las calumnias lanzadas a traición por los pecadores.
A los fieles, que se sienten solos e impotentes ante la irrupción del mal, les asalta la tentación del desaliento. Les parece que han quedado alterados los cimientos del orden social justo y minadas las bases mismas de la convivencia humana (cf. v. 3).
3. Pero entonces se produce un vuelco, descrito en la segunda escena (cf. vv. 4‑7). El Señor, sentado en su trono celeste, abarca con su mirada penetrante todo el horizonte humano. Desde ese mirador trascendente, signo de la omnisciencia y la omnipotencia divina, Dios puede observar y examinar a toda persona, distinguiendo el bien del mal y condenando con vigor la injusticia (cf. vv. 4‑5).
Es muy sugestiva y consoladora la imagen del ojo divino cuya pupila está fija y atenta a nuestras acciones. El Señor no es un soberano lejano, encerrado en su mundo dorado, sino una Presencia vigilante que está a favor del bien y de la justicia. Ve y provee, interviniendo con su palabra y su acción.
El justo prevé que, como aconteció con Sodoma (cf. Gn 19,24), el Señor "hará llover sobre los malvados ascuas y azufre" (Sal 10,6), símbolos del juicio de Dios que purifica la historia, condenando el mal. Los malvados, heridos por esta lluvia ardiente, que prefigura su destino último, experimentan por fin que "hay un Dios que hace justicia en la tierra" (Sal 57,12).
4. El salmo, sin embargo, no concluye con este cuadro trágico de castigo y condena. El último versículo abre el horizonte a la luz y a la paz destinadas a los justos, que contemplarán a su Señor, juez justo, pero sobre todo liberador misericordioso: "Los buenos verán su rostro" (Sal 10,7). Se trata de una experiencia de comunión gozosa y de confianza serena en Dios, que libra del mal.
Innumerables justos, a lo largo de la historia, han hecho una experiencia semejante. Muchas narraciones describen la confianza de los mártires cristianos ante los tormentos y su firmeza, que les daba fuerzas para resistir la prueba.
En los Hechos de Euplo, diácono de Catania, que murió hacia el año 304 bajo el emperador Diocleciano, el mártir irrumpe espontáneamente en esta serie de plegarias: "¡Gracias, oh Cristo!, protégeme, porque sufro por ti... Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Adoro a la santísima Trinidad... ¡Gracias, oh Cristo! ¡Ven en mi ayuda, oh Cristo! Por ti sufro, oh Cristo... Es grande tu gloria, oh Señor, en los siervos que te has dignado llamar a ti... Te doy gracias, Señor Jesucristo, porque tu fuerza me ha consolado; no has permitido que mi alma pereciera con los malvados, y me has concedido la gracia de tu nombre. Ahora confirma lo que has hecho en mí, para que quede confundido el descaro del Adversario" (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 72‑73).
SALMO 10
1 Del maestro de coro. De David.
Yo tengo mi refugio en el Señor,
¿Cómo pueden decirme entonces:
«Escapa a la montaña como un pájaro,
2 porque los malvados tienden su arco
y ajustan sus flechas a la cuerda,
para disparar desde la penumbra
contra los rectos de corazón?
3 Cuando ceden los cimientos,
¿qué puede hacer el justo?»
4 Pero el Señor está en su santo Templo,
el Señor tiene su trono en el cielo.
Sus ojos observan el mundo,
sus pupilas examinan a los hombres:
5 el Señor examina al justo y al culpable,
y odia al que ama la violencia.
6 Que él haga llover brasas y azufre sobre los impíos,
y les toque en suerte un viento abrasador.
7 Porque el Señor es justo y ama la justicia,
y los son rectos verán su rostro.
¿Quién es justo ante el Señor?. Miércoles 4 de febrero de 2004
Salmo 14
1. Los estudiosos de la Biblia clasifican con frecuencia el salmo 14, objeto de nuestra reflexión de hoy, como parte de una "liturgia de ingreso". Como sucede en algunas otras composiciones del Salterio (cf., por ejemplo, los salmos 23, 25 y 94), se puede pensar en una especie de procesión de fieles, que llega a las puertas del templo de Sión para participar en el culto. En un diálogo ideal entre los fieles y los levitas, se delinean las condiciones indispensables para ser admitidos a la celebración litúrgica y, por consiguiente, a la intimidad divina.
En efecto, por una parte, se plantea la pregunta: "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?" (Sal 14,1). Por otra, se enumeran las cualidades requeridas para cruzar el umbral que lleva a la "tienda", es decir, al templo situado en el "monte santo" de Sión. Las cualidades enumeradas son once y constituyen una síntesis ideal de los compromisos morales fundamentales recogidos en la ley bíblica (cf. vv. 2‑5).
2. En las fachadas de los templos egipcios y babilónicos a veces se hallaban grabadas las condiciones requeridas para el ingreso en el recinto sagrado. Pero conviene notar una diferencia significativa con las que sugiere nuestro salmo. En muchas culturas religiosas, para ser admitidos en presencia de la divinidad, se requería sobre todo la pureza ritual exterior, que implicaba abluciones, gestos y vestiduras particulares.
En cambio, el salmo 14 exige la purificación de la conciencia, para que sus opciones se inspiren en el amor a la justicia y al prójimo. Por ello, en estos versículos se siente vibrar el espíritu de los profetas, que con frecuencia invitan a conjugar fe y vida, oración y compromiso existencial, adoración y justicia social (cf. Is 1,10‑20; 33,14‑16; Os 6,6; Mi 6,6‑8;Jr 6,20).
Escuchemos, por ejemplo, la vehemente reprimenda del profeta Amós, que denuncia en nombre de Dios un culto alejado de la vida diaria: "Yo detesto, desprecio vuestras fiestas; no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis holocaustos, no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados. (...) ¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!" (Am 5,21‑24).
3. Veamos ahora los once compromisos enumerados por el salmista, que podrán constituir la base de un examen de conciencia personal cuando nos preparemos para confesar nuestras culpas a fin de ser admitidos a la comunión con el Señor en la celebración litúrgica.
Los tres primeros compromisos son de índole general y expresan una opción ética: seguir el camino de la integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad perfecta al hablar (cf. Sal 14,2).
Siguen tres deberes que podríamos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia de nuestra lengua, evitar toda acción que pueda causar daño a nuestro hermano, no difamar a los que viven a nuestro lado cada día (cf. v. 3).
Viene luego la exigencia de una clara toma de posición en el ámbito social: considerar despreciable al impío y honrar a los que temen al Señor.
Por último, se enumeran los últimos tres preceptos para examinar la conciencia: ser fieles a la palabra dada, al juramento, incluso en el caso de que se sigan consecuencias negativas para nosotros; no prestar dinero con usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas; y, por último, evitar cualquier tipo de corrupción en la vida pública, otro compromiso que es preciso practicar con rigor también en nuestro tiempo (cf. v. 5).
4. Seguir este camino de decisiones morales auténticas significa estar preparados para el encuentro con el Señor. También Jesús, en elSermón de la montaña, propondrá su propia "liturgia de ingreso" esencial: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5,23‑24).
Como concluye nuestra plegaria, quien actúa del modo que indica el salmista "nunca fallará" (Sal 14,5). San Hilario de Poitiers, Padre y Doctor de la Iglesia del siglo IV, en su Tractatus super Psalmos, comenta así esta afirmación final del salmo, relacionándola con la imagen inicial de la tienda del templo de Sión. "Quien obra de acuerdo con estos preceptos, se hospeda en la tienda, habita en el monte. Por tanto, es preciso guardar los preceptos y cumplir los mandamientos.
Debemos grabar este salmo en lo más íntimo de nuestro ser, escribirlo en el corazón, anotarlo en la memoria. Debemos confrontarnos de día y de noche con el tesoro de su rica brevedad. Y así, adquirida esta riqueza en el camino hacia la eternidad y habitando en la Iglesia, podremos finalmente descansar en la gloria del cuerpo de Cristo" (PL 9,308).
SALMO 14
1 Salmo de David.
Señor, ¿quién habitará en tu santa Montaña?
2 El que procede rectamente y practica la justicia;
el que dice la verdad de corazón
3 y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo
ni agravia a su vecino,
4 el que no estima a quien Dios reprueba
y honra a los que temen al Señor.
El que no se retracta de lo que juró,
aunque salga perjudicado;
5 el que no presta su dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que procede así, nunca vacilará.
El plan divino de la salvación. Miércoles 18 de febrero de 2004
Carta a los Efesios 1,3‑10
1. El espléndido himno de "bendición", con el que inicia la carta a los Efesios y que se proclama todos los lunes en la liturgia de Vísperas, será objeto de una serie de meditaciones a lo largo de nuestro itinerario. Por ahora nos limitarnos a una mirada de conjunto a este texto solemne y bien estructurado, casi como una majestuosa construcción, destinada a exaltar la admirable obra de Dios, realizada a nuestro favor en Cristo.
Se comienza con un "antes" que precede al tiempo y a la creación: es la eternidad divina, en la que ya se pone en marcha un proyecto que nos supera, una "pre‑destinación", es decir, el plan amoroso y gratuito de un destino de salvación y de gloria.
2. En este proyecto trascendente, que abarca la creación y la redención, el cosmos y la historia humana, Dios se propuso de antemano, "según el beneplácito de su voluntad", "recapitular en Cristo todas las cosas", es decir, restablecer en él el orden y el sentido profundo de todas las realidades, tanto las del cielo como las de la tierra (cf. Ef 1,10). Ciertamente, él es "cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo" (Ef 1,22‑23), pero también es el principio vital de referencia del universo.
Por tanto, el señorío de Cristo se extiende tanto al cosmos como al horizonte más específico que es la Iglesia. Cristo desempeña una función de "plenitud", de forma que en él se revela el "misterio" (Ef 1,9) oculto desde los siglos y toda la realidad realiza —en su orden específico y en su grado— el plan concebido por el Padre desde toda la eternidad.
3. Como veremos más tarde, esta especie de salmo neotestamentario centra su atención sobre todo en la historia de la salvación, que es expresión y signo vivo de la "benevolencia" (Ef 1,9), del "beneplácito" (Ef 1,6) y del amor divino.
He aquí, entonces, la exaltación de la "redención por su sangre" derramada en la cruz, "el perdón de los pecados", la abundante efusión "de la riqueza de su gracia" (Ef 1,7). He aquí la filiación divina del cristiano (cf. Ef 1,5) y el "conocimiento del misterio de la voluntad" de Dios (Ef 1,9), mediante la cual se entra en lo íntimo de la misma vida trinitaria.
4. Después de esta mirada de conjunto al himno con el que comienza la carta a los Efesios, escuchemos ahora a san Juan Crisóstomo, maestro y orador extraordinario, fino intérprete de la sagrada Escritura, que vivió en el siglo IV y fue también obispo de Constantinopla, en medio de dificultades de todo tipo, y sometido incluso a la experiencia de un doble destierro.
En su Primera homilía sobre la carta a los Efesios, comentando este cántico, reflexiona con gratitud en la "bendición" con que hemos sido bendecidos "en Cristo": "¿Qué te falta? Eres inmortal, eres libre, eres hijo, eres justo, eres hermano, eres coheredero, con él reinas, con él eres glorificado. Te ha sido dado todo y, como está escrito, "¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm 8,32). Tu primicia (cf. 1Co 15,20. 23) es adorada por los ángeles, por los querubines y por los serafines. Entonces, ¿qué te falta?" (PG 62,11).
Dios hizo todo esto por nosotros —prosigue el Crisóstomo— "según el beneplácito de su voluntad". ¿Qué significa esto? Significa que Dios desea apasionadamente y anhela ardientemente nuestra salvación. "Y ¿por qué nos ama de este modo? ¿Por qué motivo nos quiere tanto? Únicamente por bondad, pues la "gracia" es propia de la bondad" (ib., 13).
Precisamente por esto —concluye el antiguo Padre de la Iglesia—, san Pablo afirma que todo se realizó "para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya". En efecto, Dios "no sólo nos ha liberado de nuestros pecados, sino que también nos ha hecho amables...: ha adornado nuestra alma y la ha vuelto bella, deseable y amable". Y cuando san Pablo declara que Dios lo ha hecho por la sangre de su Hijo, san Juan Crisóstomo exclama: "No hay nada más grande que todo esto: que la sangre de Dios haya sido derramada por nosotros. Más grande que la filiación adoptiva y que los demás dones es que no haya perdonado ni a su propio Hijo (cf. Rm 8,32). En efecto, es grande que nos hayan sido perdonados nuestros pecados, pero más grande aún es que eso se haya realizado por la sangre del Señor" (ib., 14).
CARTA A LOS EFESIOS 1,3‑10
3 Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bienes espirituales en el cielo,
4 y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo,
para que fuéramos santos
e irreprochables en su presencia, por el amor.
5 Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad,
6 para alabanza de la gloria de su gracia,
que nos dio en su Hijo muy querido.
7 En él hemos sido redimidos por su sangre
y hemos recibido el perdón de los pecados,
según la riqueza de su gracia,
8 que Dios derramó sobre nosotros,
dándonos toda sabiduría y entendimiento.
9 Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad,
conforme al designio misericordioso
que estableció de antemano en Cristo,
10 para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos:
reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
bajo un solo jefe, que es Cristo.
Oración por la victoria del Rey‑Mesías. Miércoles 10 de marzo de 2004
Salmo 19
1. La invocación final: «Señor, da la victoria al rey y escúchanos cuando te invocamos» (Sal 19,10), nos revela el origen del salmo 19, que acabamos de escuchar y que meditaremos ahora. Por consiguiente, nos encontramos ante un salmo real del antiguo Israel, proclamado en el templo de Sión durante un rito solemne. En él se invoca la bendición divina sobre el rey principalmente «en el día del peligro» (v. 2), es decir, en el tiempo en que toda la nación es presa de una angustia profunda a causa de la pesadilla de una guerra. En efecto, se evocan los carros y la caballería (cf. v. 8), que parecen avanzar en el horizonte; a ellos el rey y el pueblo contraponen su confianza en el Señor, que defiende a los débiles, a los oprimidos, a las víctimas de la arrogancia de los conquistadores.
Es fácil comprender por qué la tradición cristiana transformó este salmo en un himno a Cristo rey, el «consagrado» por excelencia, «el Mesías» (cf. v. 7). Entra en el mundo sin ejércitos, pero con la fuerza del Espíritu, y lanza el ataque definitivo contra el mal y la prevaricación, contra la prepotencia y el orgullo, contra la mentira y el egoísmo. Resuenan en nuestros oídos, como fondo, las palabras que Cristo pronuncia dirigiéndose a Pilato, emblema del poder imperial terreno: «Sí (...), soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).
2. Examinando la trama de este salmo, nos percatamos de que revela en filigrana una liturgia celebrada en el templo de Jerusalén. Se encuentra congregada la asamblea de los hijos de Israel, que oran por el rey, jefe de la nación. Más aún, al inicio se vislumbra un rito sacrificial, según el modelo de los diversos sacrificios y holocaustos ofrecidos por el rey al «Dios de Jacob» (Sal 19,2), que no abandona a «su ungido» (v. 7), sino que lo protege y sostiene.
La oración está fuertemente marcada por la convicción de que el Señor es la fuente de la seguridad: realiza el deseo expresado con confianza por el rey y toda la comunidad, a la que el rey está unido por el vínculo de la alianza. Ciertamente, se percibe un clima de guerra, con todos los temores y peligros que suscita. La palabra de Dios no se presenta entonces como un mensaje abstracto, sino como una voz que se adapta a las pequeñas y grandes miserias de la humanidad. Por eso, el salmo refleja el lenguaje militar y el clima que reina en Israel en tiempo de guerra (cf. v. 6), adaptándose así a los sentimientos del hombre que atraviesa dificultades.
3. En el texto de este salmo, el versículo 7 marca un cambio. Mientras los versículos anteriores expresan implícitamente peticiones dirigidas a Dios (cf. vv. 2‑5), el versículo 7 afirma la certeza de que el Señor ha escuchado las oraciones: «Ahora reconozco que el Señor da la victoria a su ungido, que lo ha escuchado desde su santo cielo». El salmo no precisa en qué signo se basa para llegar a esa conclusión.
En cualquier caso, expresa netamente un contraste entre la posición de los enemigos, que cuentan con la fuerza material de sus carros y su caballería, y la posición de los israelitas, que ponen su confianza en Dios y, por eso, salen victoriosos. Se piensa espontáneamente en la célebre escena de David y Goliat: frente a las armas y a la prepotencia del guerrero filisteo, el joven hebreo opone la invocación del nombre del Señor, que protege a los débiles e inermes. En efecto, David dice a Goliat: «Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor de los ejércitos. (...) El Señor no salva por la espada ni por la lanza, porque del Señor es el combate» (1Sam 17,45‑47).
4. El salmo, a pesar de aludir a una circunstancia histórica concreta, vinculada a la lógica de la guerra, puede convertirse en una invitación a no dejarse arrastrar nunca por la violencia. También Isaías exclamaba: «¡Ay de los que se apoyan en la caballería, y confían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no han puesto su mirada en el Santo de Israel, ni han buscado al Señor» (Is 31,1).
A toda forma de maldad el justo opone la fe, la benevolencia, el perdón, el ofrecimiento de paz. El apóstol san Pablo exhortará a los cristianos: «No devolváis a nadie mal por mal; procurad hacer el bien ante todos los hombres» (Rm 12,17). Y san Eusebio de Cesarea (siglos III‑IV), historiador de la Iglesia de los primeros siglos, comentando este salmo, ensanchará su mirada también al mal de la muerte, que el cristiano sabe que puede vencer por obra de Cristo: «Todas las potencias adversas y los enemigos de Dios ocultos e invisibles, puestos en fuga por el mismo Salvador, caerán derrotados. En cambio, todos los que hayan recibido la salvación, resucitarán de su antigua caída. Por eso, Simeón decía: “Este está puesto para caída y resurrección de muchos”, es decir, para la derrota de sus adversarios y enemigos, y para la resurrección de los que habían caído pero ahora han sido resucitados por él» (PG 23,197).
SALMO 19
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 El Señor te haga triunfar en el momento del peligro,
que el nombre del Dios de Jacob sea tu baluarte.
3 Que él te auxilie desde su Santuario
y te proteja desde Sión;
4 que se acuerde de todas tus ofrendas
y se encuentre aceptables tus holocaustos.
5 Que satisfaga todos tus deseos
y cumpla todos sus proyectos,
6 para que aclamemos tu victoria
y alcemos los estandartes en nombre de nuestro Dios.
¡Que el Señor te conceda todo lo que pides!
7 Ahora sé que el Señor ha dado la victoria a su Ungido,
lo ha hecho triunfar desde su santo cielo
con las proezas de su mano salvadora.
8 Unos se fían de sus carros y otros de sus caballos,
pero nuestra fuerza está en el nombre de nuestro Dios.
9 Ellos tropezaron y cayeron,
mientras nosotros nos mantuvimos erguidos y confiados.
10 ¡Señor, concede la victoria al rey,
escúchanos cuando te invocamos!
Acción de gracias por la victoria del Rey‑Mesías. Miércoles 17 de marzo de 2004
Salmo 20
1. En el salmo 20 la liturgia de las Vísperas ha suprimido la parte que hemos escuchado ahora, omitiendo otra de carácter imprecatorio (cf. vv. 9‑13). La parte conservada habla en pasado y en presente de los favores concedidos por Dios al rey, mientras que la parte omitida habla en futuro de la victoria del rey sobre sus enemigos.
El texto que es objeto de nuestra meditación (cf. vv. 2‑8. 14) pertenece al género de los salmos reales. Por tanto, en el centro se encuentra la obra de Dios en favor del soberano del pueblo judío representado quizá en el día solemne de su entronización. Al inicio (cf. v. 2) y al final (cf. v. 14) casi parece resonar una aclamación de toda la asamblea, mientras la parte central del himno tiene la tonalidad de un canto de acción de gracias, que el salmista dirige a Dios por los favores concedidos al rey: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito" (v. 4), "años que se prolongan sin término" (v. 5), "fama" (v. 6) y "gozo" (v. 7).
Es fácil intuir que a este canto ‑como ya había sucedido con los demás salmos reales del Salterio‑ se le atribuyó una nueva interpretación cuando desapareció la monarquía en Israel. Ya en el judaísmo se convirtió en un himno en honor del Rey‑Mesías: así, se allanaba el camino a la interpretación cristológica, que es, precisamente, la que adopta la liturgia.
2. Pero demos primero una mirada al texto en su sentido original. Se respira una atmósfera gozosa y resuenan cantos, teniendo en cuenta la solemnidad del acontecimiento: "Señor, el rey se alegra por tu fuerza, ¡y cuánto goza con tu victoria! (...) Al son de instrumentos cantaremos tu poder" (vv. 2. 14). A continuación, se refieren los dones de Dios al soberano: Dios le ha concedido el deseo de su corazón (cf. v. 3) y ha puesto en su cabeza una corona de oro (cf. v. 4). El esplendor del rey está vinculado a la luz divina que lo envuelve como un manto protector: "Lo has vestido de honor y majestad" (v. 6).
En el antiguo Oriente Próximo se consideraba que el rey estaba rodeado por un halo luminoso, que atestiguaba su participación en la esencia misma de la divinidad. Ciertamente, para la Biblia el soberano es considerado "hijo" de Dios (cf. Sal 2,7), pero sólo en sentido metafórico y adoptivo. Él, pues, debe ser el lugarteniente del Señor al tutelar la justicia. Precisamente con vistas a esta misión, Dios lo rodea de su luz benéfica y de su bendición.
3. La bendición es un tema relevante en este breve himno: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito... Le concedes bendiciones incesantes" (Sal 20,4. 7). La bendición es signo de la presencia divina que obra en el rey, el cual se transforma así en un reflejo de la luz de Dios en medio de la humanidad.
La bendición, en la tradición bíblica, comprende también el don de la vida, que se derrama precisamente sobre el consagrado: "Te pidió vida, y se la has concedido, años que se prolongan sin término" (v. 5). También el profeta Natán había asegurado a David esta bendición, fuente de estabilidad, subsistencia y seguridad, y David había rezado así: "Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita" (2S 7,29).
4. Al rezar este salmo, vemos perfilarse detrás del retrato del rey judío el rostro de Cristo, rey mesiánico. Él es "resplandor de la gloria" del Padre (Hb 1,3). Él es el Hijo en sentido pleno y, por tanto, la presencia perfecta de Dios en medio de la humanidad. Él es luz y vida, como proclama san Juan en el prólogo de su evangelio: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4).
En esta línea, san Ireneo, obispo de Lyon, comentando el salmo, aplicará el tema de la vida (cf. Sal 20,5) a la resurrección de Cristo: "¿Por qué motivo el salmista dice: "Te pidió vida", desde el momento en que Cristo estaba a punto de morir? El salmista anuncia, pues, su resurrección de entre los muertos y que él, resucitado de entre los muertos, es inmortal. En efecto, ha asumido la vida para resurgir, y largo espacio de tiempo en la eternidad para ser incorruptible" (Esposizione della predicazione apostolica, 72, Milán 1979, p. 519).
Basándose en esta certeza, también el cristiano cultiva dentro de sí la esperanza en el don de la vida eterna.
SALMO 20
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Señor, el rey se regocija por tu fuerza
¡y cuánto se alegra por tu victoria!
3 Tú has colmado los deseos de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios.
4 Porque te anticipas a bendecirlo con el éxito
y pones en su cabeza una corona de oro puro.
5 Te pidió larga vida y se la diste:
días que se prolongan para siempre.
6 Su gloria se acrecentó por tu triunfo,
tú lo revistes de esplendor y majestad;
7 le concedes incesantes bendiciones,
lo colmas de alegría en tu presencia.
8 Sí, el rey confía en el Señor
y con la gracia del Altísimo no vacilará.
9 Tu mano alcanzará a todos tus enemigos,
tu derecha vencerá a los que te odian.
10 Los convertirás en un horno encendido,
cuando se manifieste tu presencia.
El Señor los consumirá con su enojo,
el fuego los destruirá por completo:
11 eliminarás su estirpe de la tierra,
y a sus descendientes de entre los hombres.
12 Ellos trataron de hacerte mal,
urdieron intrigas, pero sin resultado:
13 porque tú harás que vuelvan la espalda,
apuntándoles a la cara con tus arcos.
14 Levántate, Señor, con tu fuerza,
para que cantemos y celebremos tus proezas!
Himno de los redimidos. Miércoles 31 de marzo de 2004
Apocalipsis 4. 5
1. El cántico que acabamos de escuchar, y que meditaremos ahora, forma parte de la liturgia de Vísperas, cuyos salmos estamos comentando progresivamente en nuestras catequesis semanales. Como sucede con frecuencia en la praxis litúrgica, algunas composiciones orantes nacen de la fusión de fragmentos bíblicos pertenecientes a páginas más amplias.
En nuestro caso se han tomado algunos versículos de los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis, en los que se representa una gloriosa y grandiosa escena celestial. En su centro se eleva un trono sobre el que está sentado Dios mismo, cuyo nombre por veneración no se pronuncia (cf. Ap 4,2). Sucesivamente, sobre ese trono se sienta un Cordero, símbolo de Cristo resucitado. En efecto, se habla de un "Cordero degollado" pero "de pie", vivo y glorioso (Ap 5,6).
En torno a estas dos figuras divinas se encuentra el coro de la corte celestial, representada por cuatro "vivientes" (Ap 4,6), que tal vez evocan a los ángeles de la presencia divina en los puntos cardinales del universo, y por "veinticuatro ancianos" (Ap 4,4), en griegopresbyteroi, o sea, los jefes de la comunidad cristiana, cuyo número alude tanto a las doce tribus de Israel como a los doce Apóstoles, es decir, la síntesis de las dos alianzas: la primera y la nueva.
2. Esta asamblea del pueblo de Dios entona un himno al Señor exaltando su "gloria, honor y poder", que se han manifestado en el acto de la creación del universo (cf. Ap 4,11). En este momento se introduce un símbolo de gran importancia, en griego un biblíon, es decir, un "libro", pero que es totalmente inaccesible, pues siete sellos impiden su lectura (cf. Ap 5,1).
Así pues, se trata de una profecía oculta. Ese libro contiene toda la serie de los decretos divinos que se deben cumplir en la historia humana para hacer que reine en ella la justicia perfecta. Si el libro permanece sellado, esos decretos no pueden conocerse ni cumplirse, y la maldad seguirá propagándose y oprimiendo a los creyentes. Entonces resulta necesaria una intervención autorizada: la realizará precisamente el Cordero degollado y resucitado. Él podrá "tomar el libro y abrir sus sellos" (Ap 5,9).
Cristo es el gran intérprete y señor de la historia, el revelador del hilo secreto de la acción divina que guía su desarrollo.
3. El himno prosigue indicando cuál es la base del poder de Cristo sobre la historia. Esta base no es más que su misterio pascual (cf. Ap 5,9‑10). Cristo fue "degollado" y con su sangre "rescató" a toda la humanidad del poder del mal. El verbo "rescatar" remite al Éxodo, a la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Para la antigua legislación, el deber de rescatar correspondía al pariente más cercano. En el caso del pueblo, este era Dios mismo, que llamaba a Israel su "primogénito" (Ex 4,22).
Cristo es quien realiza esta obra en beneficio de toda la humanidad. La redención llevada a cabo por él no sólo tiene la función de rescatarnos de nuestro pasado de pecado, de curar nuestras heridas y sacarnos de nuestras miserias. Cristo nos da un nuevo ser interior, nos hace sacerdotes y reyes, partícipes de su misma dignidad.
Aludiendo a las palabras que Dios había proclamado en el Sinaí (cf. Ex 19,6; Ap 1,6), el himno reafirma que el pueblo de Dios redimido está constituido por reyes y sacerdotes que deben guiar y santificar toda la creación. Es una consagración que tiene su raíz en la Pascua de Cristo y se realiza en el bautismo (cf. 1P 2,9). De allí brota una llamada a la Iglesia para que tome conciencia de su dignidad y de su misión.
4. La tradición cristiana ha aplicado constantemente a Cristo la imagen del Cordero pascual. Escuchemos las palabras de un obispo del siglo II, Melitón de Sardes, una ciudad de Asia menor, el cual dice así en su Homilía pascual: "Cristo bajó del cielo a la tierra por amor a la humanidad sufriente, se revistió de nuestra humanidad en el seno de la Virgen y nació como hombre... Como cordero fue llevado y como cordero fue degollado, y así nos rescató de la esclavitud del mundo... Él nos llevó de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la opresión a una realeza eterna; e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido para siempre... Él es el cordero mudo, el cordero degollado, el hijo de María, cordera sin mancha. Él fue tomado de la grey, llevado a la muerte, inmolado al atardecer, sepultado al anochecer" (nn. 66‑71:SC 123, pp. 96‑100).
Al final, el mismo Cristo, el Cordero inmolado, dirige su llamamiento a todos los pueblos: "Venid, pues, todos vosotros, linajes de hombres que estáis sumergidos en pecados, y recibid el perdón de los pecados. En efecto, yo soy vuestro perdón, yo soy la Pascua de salvación, yo soy el cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo soy quien os llevo a la altura de los cielos, yo soy quien os mostraré al Padre, el cual vive desde toda la eternidad; yo soy quien os resucitaré con mi diestra" (n. 103: ib., p. 122).
Apocalipsis 4. 5
1 Después tuve la siguiente visión: Había una puerta abierta en el cielo, y la voz que había escuchado antes, hablándome como una trompeta, me dijo: «Sube aquí, y te mostraré las cosas que deben suceder en seguida».
2 En ese mismo momento, fui arrebatado por el Espíritu y vi en el cielo un trono, en el cual alguien estaba sentado.
3 El que estaba sentado tenía el aspecto de una piedra de jaspe y de ágata. Rodeando el trono, vi un arco iris que tenía el aspecto de la esmeralda.
4 Y alrededor de él, había otros veinticuatro tronos, donde estaban sentados veinticuatro Ancianos, con túnicas blancas y coronas de oro en la cabeza.
5 Del trono salían relámpagos, voces y truenos, y delante de él ardían siete lámparas de fuego, que son los siete Espíritus de Dios.
6 Frente al trono, se extendía como un mar transparente semejante al cristal. En medio del trono y alrededor de él, había cuatro Seres Vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás.
7 El primer Ser Viviente era semejante a un león; el segundo, a un toro; el tercero tenía rostro humano; y el cuarto era semejante a un águila en pleno vuelo.
8 Cada uno de los cuatro Seres Vivientes tenía seis alas y estaba lleno de ojos por dentro y por fuera. Y repetían sin cesar, día y noche: «Santo, santo, santo es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que vendrá».
9 Y cada vez que los Seres Vivientes daban gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos,
10 los veinticuatro Ancianos se postraban ante él para adorarlo, y ponían sus coronas delante del trono, diciendo:
11 «Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad».
***
1 Después vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos.
2 Y vi a un Angel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?».
3 Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo.
4 Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo.
5 Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos».
6 Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.
7 El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono.
8 Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos,
9 y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones.
10 Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».
11 Y después oí la voz de una multitud de Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por miles y millones,
12 y exclamaban con voz potente: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza».
13 También oí que todas las criaturas que están en el cielo, sobre la tierra, debajo de ella y en el mar, y todo lo que hay en ellos, decían: «Al que está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos».
14 Los cuatro Seres Vivientes decían: «¡Amén!», y los Ancianos se postraron en actitud de adoración.
El Triduo pascual. Miércoles 7 de abril de 2004
Carta a los Filipenses 2,6‑11
1. "Cristo Jesús (...) se rebajó hasta someterse incluso a la muerte (...) de cruz. (...) Por eso, Dios lo exaltó" (Flp 2,8‑9). Acabamos de escuchar estas palabras del himno contenido en la carta a los Filipenses. Nos presentan, de modo esencial y eficaz, el misterio de la pasión y muerte de Jesús; al mismo tiempo, nos permiten vislumbrar la gloria de la Pascua de resurrección. Por tanto, constituyen una meditación que nos introduce en las celebraciones del Triduo pascual, que comienza mañana.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, nos disponemos a revivir en los próximos días el gran misterio de nuestra salvación. Mañana, Jueves santo, por la mañana, en todas las comunidades diocesanas el obispo celebra, juntamente con sus presbíteros, la misa Crismal, en la que se bendicen los óleos: el óleo de los catecúmenos, el de los enfermos y el santo crisma. Por la tarde se hace memoria de la última Cena con la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. El lavatorio de los pies recuerda que, con este gesto realizado por Jesús en el Cenáculo, él anticipó el sacrificio supremo del Calvario, y nos dejó como nueva ley —"mandatum novum"— su amor. De acuerdo con una piadosa tradición, después de los ritos de la misa in cena Domini, los fieles permanecen en adoración ante la Eucaristía hasta bien entrada la noche. Es una vigilia de oración singular, que se vincula a la agonía de Cristo en Getsemaní.
3. En el Viernes santo, la Iglesia hace memoria de la pasión y muerte del Señor. La asamblea cristiana es invitada a meditar sobre el mal y el pecado que oprimen a la humanidad y sobre la salvación llevada a cabo por el sacrificio redentor de Cristo. La palabra de Dios y algunos ritos litúrgicos sugestivos, como la adoración de la cruz, ayudan a recorrer las diversas etapas de la Pasión. Además, la tradición cristiana ha dado vida, en este día, a varias manifestaciones de piedad popular. Entre ellas destacan las procesiones penitenciales del Viernes santo y el ejercicio piadoso del vía crucis, que ayudan a interiorizar mejor el misterio de la cruz.
Un gran silencio caracteriza el Sábado santo. En efecto, no están previstas liturgias particulares en este día de espera y de oración. En las iglesias reina un silencio total, mientras los fieles, imitando a María, se preparan para el gran acontecimiento de la Resurrección.
4. Al anochecer del Sábado santo comienza la solemne Vigilia pascual, la "madre de todas las vigilias". Después de bendecir el fuego nuevo, se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que ilumina a todo hombre, y resuena jubiloso el gran anuncio del Exsultet. La comunidad eclesial, poniéndose a la escucha de la palabra de Dios, medita la gran promesa de la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte. Siguen los ritos del bautismo y la confirmación para los catecúmenos, que han recorrido un largo itinerario de preparación.
El anuncio de la Resurrección irrumpe en la oscuridad de la noche y toda la creación se despierta del sueño de la muerte, para reconocer el señorío de Cristo, como subraya el himno paulino que hemos tomado como punto de partida para estas reflexiones: "Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame "¡Jesucristo es el Señor!"" (Flp 2,10‑11).
5. Amados hermanos y hermanas, estos días son muy oportunos para hacer más viva la conversión de nuestro corazón a Aquel que por amor murió por nosotros.
Dejemos que sea María, la Virgen fiel, quien nos acompañe; con ella vayamos al Cenáculo y permanezcamos junto a Jesús en el Calvario, para por último encontrarnos con él resucitado el día de Pascua.
Con estos sentimientos, os expreso mis mejores deseos de una gozosa y santa Pascua a vosotros, aquí presentes, a vuestras comunidades y a todos vuestros seres queridos.
Carta a los Filipenses 2,6‑11
6 El, que era de condición divina,
no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente:
7 al contrario, se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de servidor
y haciéndose semejante a los hombres.
Y presentándose con aspecto humano,
8 se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte
y muerte de cruz.
9 Por eso, Dios lo exaltó
y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
10 para que al nombre de Jesús,
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
«Jesucristo es el Señor».
Confianza en Dios ante el peligro. Miércoles 21 de abril de 2004
Salmo 26,1‑6
1. Nuestro itinerario a lo largo de las Vísperasse reanuda hoy con el salmo 26, que la liturgia distribuye en dos pasajes. Seguiremos ahora la primera parte de este díptico poético y espiritual (cf. vv. 1‑6), que tiene como fondo el templo de Sión, sede del culto de Israel. En efecto, el salmista habla explícitamente de "casa del Señor", de "santuario" (v. 4), de "refugio, morada, casa" (cf. vv. 5‑6). Más aún, en el original hebreo, estos términos indican más precisamente el "tabernáculo" y la "tienda", es decir, el corazón mismo del templo, donde el Señor se revela con su presencia y su palabra. Se evoca también la "roca" de Sión (cf. v. 5), lugar de seguridad y refugio, y se alude a la celebración de los sacrificios de acción de gracias (cf. v. 6).
Así pues, si la liturgia es el clima espiritual en el que se encuentra inmerso el salmo, el hilo conductor de la oración es la confianza en Dios, tanto en el día de la alegría como en el tiempo del miedo.
2. La primera parte del salmo que estamos meditando se encuentra marcada por una gran serenidad, fundada en la confianza en Dios en el día tenebroso del asalto de los malvados. Las imágenes usadas para describir a esos adversarios, los cuales constituyen el signo del mal que contamina la historia, son de dos tipos. Por un lado, parece que hay una imagen de caza feroz: los malvados son como fieras que avanzan para atrapar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan y caen (cf. v. 2). Por otro, está el símbolo militar de un asalto, realizado por un ejército entero: es una batalla que se libra con gran ímpetu, sembrando terror y muerte (cf. v. 3).
La vida del creyente con frecuencia se encuentra sometida a tensiones y contestaciones; a veces también a un rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del justo molesta, porque los prepotentes y los perversos lo sienten como un reproche. Lo reconocen claramente los malvados descritos en el libro dela Sabiduría: el justo "es un reproche de nuestros criterios; su sola presencia nos es insufrible; lleva una vida distinta de todos y sus caminos son extraños" (Sb 2,14‑15).
3. El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como dice la espléndida "antífona" inicial del salmo, "el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi vida" (Sal 26,1). Continuamente repite: "¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo" (vv. 1‑3).
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8,31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.
4. En efecto, el orante se encomienda a Dios, y su sueño se halla expresado también en otro salmo: "Habitar en la casa del Señor por años sin término" (cf. Sal 22,6). Allí podrá "gozar de la dulzura del Señor" (Sal 26,4), contemplar y admirar el misterio divino, participar en la liturgia del sacrificio y elevar su alabanza al Dios liberador (cf. v. 6). El Señor crea en torno a sus fieles un horizonte de paz, que deja fuera el estrépito del mal. La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es como entrar en un oasis de luz y amor.
5. Escuchemos ahora, para concluir nuestra reflexión, las palabras del monje Isaías, originario de Siria, que vivió en el desierto egipcio y murió en Gaza alrededor del año 491. En su Asceticon aplica este salmo a la oración durante la tentación: "Si vemos que los enemigos nos rodean con su astucia, es decir, con la acidia, sea debilitando nuestra alma con los placeres, sea haciendo que no reprimamos nuestra cólera contra el prójimo cuando no obra como debiera; si agravan nuestros ojos para que busquemos la concupiscencia; si quieren inducirnos a gustar los placeres de la gula; si hacen que la palabra del prójimo sea para nosotros como un veneno; si nos impulsan a devaluar la palabra de los demás; si nos inducen a establecer diferencias entre nuestros hermanos, diciendo: "Este es bueno; ese es malo"; por tanto, si todas estas cosas nos rodean, no nos desanimemos; al contrario, gritemos como David, con corazón firme, clamando: "Señor, defensa de mi vida" (Sal 26,1)" (Recueil ascétique,Bellefontaine 1976, p. 211).
SALMO 26,1‑6
1 De David.
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?
2 Cuando se alzaron contra mí los malvados
para devorar mi carne,
fueron ellos, mis adversarios y enemigos,
los que tropezaron y cayeron.
3 Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí,
no perderé la confianza.
4 Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.
5 Sí, él me cobijará en su Tienda de campaña
en el momento del peligro;
me ocultará al amparo de su Carpa
y me afirmará sobre una roca.
6 Por eso tengo erguida mi cabeza
frente al enemigo que me hostiga;
ofreceré en su Carpa sacrificios jubilosos,
y cantaré himnos al Señor.
Oración del inocente perseguido. Miércoles 28 de abril de 2004
Salmo 26,7‑14
1. La liturgia de las Vísperas ha subdividido en dos partes el salmo 26, siguiendo la estructura misma del texto, que se asemeja a un díptico. Acabamos de proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7‑14 del salmo, que comienzan con un grito dirigido al Señor: "Escúchame, Señor, que te llamo" (v. 7); luego expresan una intensa búsqueda del Señor, con el temor doloroso a ser abandonado por él (cf. vv. 8‑9); y, por último, trazan ante nuestros ojos un horizonte dramático donde fallan incluso los afectos familiares (cf. v. 10), mientras actúan "enemigos" (v. 11), "adversarios" y "testigos falsos" (v. 12).
Pero también ahora, como en la primera parte del salmo, el elemento decisivo es la confianza del orante en el Señor, que salva en la prueba y sostiene durante la tempestad. Es muy bella, al respecto, la invitación que el salmista se dirige a sí mismo al final: "Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor" (v. 14; cf. Sal 41,6. 12 y 42,5).
También en otros salmos era viva la certeza de que el Señor da fortaleza y esperanza: "El Señor guarda a sus leales y paga con creces a los soberbios. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor" (Sal 30,24‑25). Y ya el profeta Oseas exhorta así a Israel: "Observa el amor y el derecho, y espera en tu Dios siempre" (Os 12,7).
2. Ahora nos limitamos a poner de relieve tres elementos simbólicos de gran intensidad espiritual. El primero es negativo: la pesadilla de los enemigos (cf. Sal 26,12). Son descritos como una fiera que "cerca" a su presa y luego, de modo más directo, como "testigos falsos" que parecen respirar violencia, precisamente como las fieras ante sus víctimas.
Así pues, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene a Satanás por guía e inspirador, como recuerda san Pedro: "Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar" (1P 5,8).
3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar de verse abandonado hasta por sus padres: "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá" (Sal 26,10).
Incluso en la soledad y en la pérdida de los afectos más entrañables, el orante nunca está totalmente solo, porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El pensamiento va a un célebre pasaje del profeta Isaías, que atribuye a Dios sentimientos de mayor compasión y ternura que los de una madre: "¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré" (Is 49,15).
A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas por todos, a las que nadie hará nunca una caricia, recordémosles estas palabras del salmista y del profeta, para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y con amor su rostro sufriente y tal vez bañado en lágrimas.
4. Así llegamos al tercer símbolo ‑y último‑, reiterado varias veces por el salmo: "Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro" (vv. 8‑9). Por tanto, el rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una certeza indiscutible: la de poder "gozar de la dicha del Señor" (v. 13).
En el lenguaje de los salmos, a menudo "buscar el rostro del Señor" es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión incluye también la exigencia mística de la intimidad divina mediante la oración. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (cf. Ex 33,20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad ‑como nos recuerda san Juan‑ "lo veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Y san Pablo añade: "Entonces lo veremos cara a cara" (1Co 13,12).
5. Comentando este salmo, Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, escribe: "Si un hombre busca el rostro del Señor, verá sin velos la gloria del Señor y, hecho igual a los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los cielos" (PG 12,1281). Y san Agustín, en su comentario a los salmos, continúa así la oración del salmista: "No he buscado de ti ningún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; en efecto, no buscaré algo de poco valor, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, dado que no encuentro nada más valioso. (...) "No rechaces con ira a tu siervo", para que, al buscarte, no encuentre otra cosa. ¿Puede haber una tristeza más grande que esta para quien ama y busca la verdad de tu rostro?" (Esposizioni sui Salmi, 26, 1, 8‑9, Roma 1967, pp. 355. 357).
SALMO 26,7‑14
7 ¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
8 Mi corazón sabe que dijiste:
«Busquen mi rostro».
Yo busco tu rostro, Señor,
9 no lo apartes de mí.
No alejes con ira a tu servidor,
tú, que eres mi ayuda;
no me dejes ni me abandones,
mi Dios y mi salvador.
10 Aunque mi padre y mi madre me abandonen,
el Señor me recibirá.
11 Indícame, Señor, tu camino
y guíame por un sendero llano,
12 No me entregues a la furia de mis adversarios,
porque se levantan contra mí testigos falsos,
hombres que respiran violencia.
13 Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.
14 Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor.
Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos. Miércoles 5 de mayo de 2004
Carta a los Colosenses 1,12‑20
1. Hemos escuchado el admirable himno cristológico de la carta a los Colosenses. La liturgia de las Vísperas lo propone en las cuatro semanas —en las que dicha Carta se va desarrollando— y lo ofrece a los fieles como cántico, reproduciéndolo en la forma que tenía probablemente el texto desde sus orígenes. En efecto, muchos estudiosos están convencidos de que ese himno podría ser la cita de un canto de las Iglesias de Asia menor, insertado por san Pablo en la carta dirigida a la comunidad cristiana de Colosas, una ciudad entonces floreciente y populosa.
Con todo, el Apóstol no se dirigió nunca a esa localidad de la Frigia, una región de la actual Turquía. La Iglesia local había sido fundada por Epafras, un discípulo suyo, originario de esas tierras. Al final de la carta a los Colosenses, se le nombra, juntamente con el evangelista Lucas, "el médico amado", como lo llama san Pablo (Col 4,14), y con otro personaje, Marcos, "primo de Bernabé" (Col 4,10), tal vez el homónimo compañero de Bernabé y Pablo (cf. Hch 12,25; 13,5.13), que luego escribiría uno de los Evangelios.
2. Dado que más adelante tendremos ocasión de volver a reflexionar sobre este cántico, ahora nos limitaremos a ofrecer una mirada de conjunto y a evocar un comentario espiritual, elaborado por un famoso Padre de la Iglesia, san Juan Crisóstomo (siglo IV), célebre orador y obispo de Constantinopla. En ese himno destaca la grandiosa figura de Cristo, Señor del cosmos. Como la Sabiduría divina creadora exaltada en el Antiguo Testamento (cf., por ejemplo, Pr 8,22‑31), "él es anterior a todo y todo se mantiene en él". Más aún, "todo fue creado por él y para él" (Col 1,16‑17).
Así pues, en el universo se va cumpliendo un designio trascendente que Dios realiza a través de la obra de su Hijo. Lo proclama también el prólogo del evangelio de san Juan, cuando afirma que "todo se hizo por el Verbo y sin él no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1,3). También la materia, con su energía, la vida y la luz llevan la huella del Verbo de Dios, "su Hijo querido" (Col 1,13). La revelación del Nuevo Testamento arroja nueva luz sobre las palabras del sabio del Antiguo Testamento, el cual declaraba que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su autor" (Sb 13,5).
3. El cántico de la carta a los Colosenses presenta otra función de Cristo: él es también el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia (cf. Col 1,18) y se realiza "por la sangre de su cruz" (v. 20), fuente de paz y armonía para la humanidad entera.
Por consiguiente, no sólo el horizonte externo a nosotros está marcado por la presencia eficaz de Cristo, sino también la realidad más específica de la criatura humana, es decir, la historia. La historia no está a merced de fuerzas ciegas e irracionales; a pesar del pecado y del mal, está sostenida y orientada, por obra de Cristo, hacia la plenitud. De este modo, por medio de la cruz de Cristo, toda la realidad es "reconciliada" con el Padre (cf. v. 20).
El himno dibuja, así, un estupendo cuadro del universo y de la historia, invitándonos a la confianza. No somos una mota de polvo insignificante, perdida en un espacio y en un tiempo sin sentido, sino que formamos parte de un proyecto sabio que brota del amor del Padre.
4. Como hemos anticipado, damos ahora la palabra a san Juan Crisóstomo, para que sea él quien cierre con broche de oro esta reflexión. En su Comentario a la carta a los Colosenses glosa ampliamente este cántico. Al inicio, subraya la gratuidad del don de Dios "que nos ha hecho capaces de compartir la suerte del pueblo santo en la luz" (v. 12). "¿Por qué la llama "suerte"?", se pregunta el Crisóstomo, y responde: "Para mostrar que nadie puede conseguir el Reino con sus propias obras. También aquí, como la mayoría de las veces, la "suerte" tiene el sentido de "fortuna".
Nadie realiza obras que merezcan el Reino, sino que todo es don del Señor. Por eso, dice: "Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer"" (PG 62,312).
Esta benévola y poderosa gratuidad vuelve a aparecer más adelante, cuando leemos que por medio de Cristo fueron creadas todas las cosas (cf. Col 1,16). "De él depende la sustancia de todas las cosas —explica el Obispo—. No sólo hizo que pasaran del no ser al ser, sino que es también él quien las sostiene, de forma que, si quedaran fuera de su providencia, perecerían y se disolverían... Dependen de él. En efecto, incluso la inclinación hacia él basta para sostenerlas y afianzarlas" (PG 62,319).
Con mayor razón es signo de amor gratuito lo que Cristo realiza en favor de la Iglesia, de la que es Cabeza. En este punto (cf. v. 18), explica el Crisóstomo, "después de hablar de la dignidad de Cristo, el Apóstol habla también de su amor a los hombres: "Él es también la cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia"; así quiere mostrar su íntima comunión con nosotros. Efectivamente, Cristo, que está tan elevado y es superior a todos, se unió a los que están abajo" (PG 62,320).
Colosenses 1,12‑20
12 y darán gracias con alegría al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos.
13 Porque él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido,
14 en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados.
15 Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación,
16 porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él.
17 El existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él.
18 Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo,
19 porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud.
20 Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz.
Acción de gracias por la curación de un enfermo en peligro de muerte. Miércoles 12 de mayo de 2004
Salmo 29
1. El orante eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, una intensa y ferviente acción de gracias porque lo ha librado del abismo de la muerte. Ese sentimiento resalta con fuerza en el salmo 29, que acaba de resonar no sólo en nuestros oídos, sino también, sin duda, en nuestro corazón.
Este himno de gratitud revela una notable finura literaria y se caracteriza por una serie de contrastes que expresan de modo simbólico la liberación alcanzada gracias al Señor. Así, "sacar la vida del abismo" se opone a "bajar a la fosa" (cf. v. 4); la "bondad de Dios de por vida" sustituye su "cólera de un instante" (cf. v. 6); el "júbilo de la mañana" sucede al "llanto del atardecer" (ib.); el "luto" se convierte en "danza" y el triste "sayal" se transforma en "vestido de fiesta" (v. 12).
Así pues, una vez que ha pasado la noche de la muerte, clarea el alba del nuevo día. Por eso, la tradición cristiana ha leído este salmo como canto pascual. Lo atestigua la cita inicial, que la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma de un gran escritor monástico del siglo IV, Juan Casiano: "Cristo, después de su gloriosa resurrección, da gracias al Padre".
2. El orante se dirige repetidamente al "Señor" ‑por lo menos ocho veces‑ para anunciar que lo ensalzará (cf. vv. 2 y 13), para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba (cf. vv. 3 y 9) y su intervención liberadora (cf. vv. 2,3, 4,8 y 12), y para invocar de nuevo su misericordia (cf. v. 11). En otro lugar, el orante invita a los fieles a cantar himnos al Señor para darle gracias (cf. v. 5).
Las sensaciones oscilan constantemente entre el recuerdo terrible de la pesadilla vivida y la alegría de la liberación. Ciertamente, el peligro pasado es grave y todavía causa escalofrío; el recuerdo del sufrimiento vivido es aún nítido e intenso; hace muy poco que el llanto se ha enjugado. Pero ya ha despuntado el alba de un nuevo día; en vez de la muerte se ha abierto la perspectiva de la vida que continúa.
3. De este modo, el Salmo demuestra que nunca debemos dejarnos arrastrar por la oscura tentación de la desesperación, aunque parezca que todo está perdido. Ciertamente, tampoco hemos de caer en la falsa esperanza de salvarnos por nosotros mismos, con nuestros propios recursos. En efecto, al salmista le asalta la tentación de la soberbia y la autosuficiencia: "Yo pensaba muy seguro: "No vacilaré jamás"" (v. 7).
Los Padres de la Iglesia comentaron también esta tentación que asalta en los tiempos de bienestar y vieron en la prueba una invitación de Dios a la humildad. Por ejemplo, san Fulgencio, obispo de Ruspe (467‑532), en su Carta 3, dirigida a la religiosa Proba, comenta el pasaje del Salmo con estas palabras: "El salmista confesaba que a veces se enorgullecía de estar sano, como si fuese una virtud suya, y que en ello había descubierto el peligro de una gravísima enfermedad. En efecto, dice: "Yo pensaba muy seguro: No vacilaré jamás". Y dado que al decir eso había perdido el apoyo de la gracia divina, y, desconcertado, había caído en la enfermedad, prosigue diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Asimismo, para mostrar que se debe pedir sin cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, añade: "A ti, Señor, llamé; supliqué a mi Dios". Por lo demás, nadie eleva oraciones y hace peticiones sin reconocer que tiene necesidades, y sabe que no puede conservar lo que posee confiando sólo en su propia virtud" (Lettere di San Fulgenzio di Ruspe, Roma 1999, p. 113).
4. Después de confesar la tentación de soberbia que le asaltó en el tiempo de prosperidad, el salmista recuerda la prueba que sufrió a continuación, diciendo al Señor: "Escondiste tu rostro, y quedé desconcertado" (v. 8).
El orante recuerda entonces de qué manera imploró al Señor (cf. vv. 9‑11): gritó, pidió ayuda, suplicó que le librara de la muerte, aduciendo como razón el hecho de que la muerte no produce ninguna ventaja a Dios, dado que los muertos no pueden ensalzarlo y ya no tienen motivos para proclamar su fidelidad, al haber sido abandonados por él.
Volvemos a encontrar esa misma argumentación en el salmo 87, en el cual el orante, que ve cerca la muerte, pregunta a Dios: "¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte?" (Sal 87,12). De igual modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y luego curado, decía a Dios: "Que el seol no te alaba ni la muerte te glorifica (...). El que vive, el que vive, ese te alaba" (Is 38,18‑19).
Así expresaba el Antiguo Testamento el intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y refería diversos casos en los que se había obtenido esta victoria: gente que corría peligro de morir de hambre en el desierto, prisioneros que se libraban de la condena a muerte, enfermos curados, marineros salvados del naufragio (cf. Sal 106,4‑32). Sin embargo, no se trataba de victorias definitivas. Tarde o temprano, la muerte lograba prevalecer.
La aspiración a la victoria, a pesar de todo, se ha mantenido siempre y al final se ha convertido en una esperanza de resurrección. La satisfacción de esta fuerte aspiración ha quedado garantizada plenamente con la resurrección de Cristo, por la cual nunca daremos gracias a Dios suficientemente.
SALMO 29
1 Salmo Canto para la Dedicación del Templo. De David.
2 Yo te glorifico, Señor, porque tú me libraste
y no quisiste que mis enemigos se rieran de mí.
3 Señor, Dios mío, clamé a ti y tú me sanaste.
4 Tú, Señor, me levantaste del Abismo
y me hiciste revivir,
cuando estaba entre los que bajan al sepulcro.
5 Canten al Señor, sus fieles;
den gracias a su santo Nombre,
6 porque su enojo dura un instante,
y su bondad, toda la vida:
si por la noche se derraman lágrimas,
por la mañana renace la alegría.
7 Yo pensaba muy confiado:
«Nada me hará vacilar».
8 Pero eras tú, Señor, con tu gracia,
el que me afirmaba sobre fuertes montañas,
y apenas ocultaste tu rostro,
quedé conturbado.
9 Entonces te invoqué, Señor,
e imploré tu bondad:
10 «¿Qué se ganará con mi muerte
o con que yo baje al sepulcro?
¿Acaso el polvo te alabará
o proclamará tu fidelidad?
11 Escucha, Señor, ten piedad de mí;
ven a ayudarme, Señor».
12 Tú convertiste mi lamento en júbilo,
me quitaste el luto y me vestiste de fiesta,
13 para que mi corazón te cante sin cesar.
¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente!
Acción de gracias de un pecador perdonado. Miércoles 19 de mayo de 2004
Salmo 31
1. "Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado". Esta bienaventuranza, con la que comienza el salmo 31, recién proclamado, nos hace comprender inmediatamente por qué la tradición cristiana lo incluyó en la serie de los siete salmos penitenciales. Después de la doble bienaventuranza inicial (cf. vv. 1‑2), no encontramos una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino el testimonio personal de un convertido.
La composición del Salmo es, más bien, compleja: después del testimonio personal (cf. vv. 3‑5) vienen dos versículos que hablan de peligro, de oración y de salvación (cf. vv. 6‑7); luego, una promesa divina de consejo (cf. v. 8) y una advertencia (cf. v. 9); por último, un dicho sapiencial antitético (cf. v. 10) y una invitación a alegrarse en el Señor (cf. v. 11).
2. Nos limitamos ahora a comentar algunos elementos de esta composición. Ante todo, el orante describe su dolorosísima situación de conciencia cuando "callaba" (cf. v. 3): habiendo cometido culpas graves, no tenía el valor de confesar a Dios sus pecados. Era un tormento interior terrible, descrito con imágenes impresionantes. Sus huesos casi se consumían por una fiebre desecante, el ardor febril mermaba su vigor, disolviéndolo; y él gemía sin cesar. El pecador sentía que sobre él pesaba la mano de Dios, consciente de que Dios no es indiferente ante el mal perpetrado por su criatura, porque él es el custodio de la justicia y de la verdad.
3. El pecador, que ya no puede resistir, ha decidido confesar su culpa con una declaración valiente, que parece anticipar la del hijo pródigo de la parábola de Jesús (cf. Lc 15,18). En efecto, ha dicho, con sinceridad de corazón: "Confesaré al Señor mi culpa". Son pocas palabras, pero que brotan de la conciencia; Dios responde a ellas inmediatamente con un perdón generoso (cf. Sal 31,5).
El profeta Jeremías refería esta llamada de Dios: "Vuelve, Israel apóstata, dice el Señor; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso, dice el Señor. No guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues has sido infiel al Señor tu Dios" (Jr 3,12‑13).
De este modo, delante de "todo fiel" arrepentido y perdonado se abre un horizonte de seguridad, de confianza y de paz, a pesar de las pruebas de la vida (cf. Sal 31,6‑7). Puede volver el tiempo de la angustia, pero la crecida de las aguas caudalosas del miedo no prevalecerá, porque el Señor llevará a su fiel a un lugar seguro: "Tú eres mi refugio: me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación" (v. 7).
4. En ese momento, toma la palabra el Señor y promete guiar al pecador ya convertido. En efecto, no basta haber sido purificados; es preciso, luego, avanzar por el camino recto. Por eso, como en el libro de Isaías (cf. Is 30,21), el Señor promete: "Te enseñaré el camino que has de seguir" (Sal 31,8) e invita a la docilidad. La llamada se hace apremiante, sazonada con un poco de ironía mediante la llamativa imagen del caballo y del mulo, símbolos de obstinación (cf. v. 9). En efecto, la verdadera sabiduría lleva a la conversión, renunciando al vicio y venciendo su oscura fuerza de atracción. Pero lleva, sobre todo, a gozar de la paz que brota de haber sido liberados y perdonados.
San Pablo, en la carta a los Romanos, se refiere explícitamente al inicio de este salmo para celebrar la gracia liberadora de Cristo (cf. Rm 4,6‑8). Podríamos aplicarlo al sacramento de la reconciliación. En él, a la luz del Salmo, se experimenta la conciencia del pecado, a menudo ofuscada en nuestros días, y a la vez la alegría del perdón. En vez del binomio "delito‑castigo" tenemos el binomio "delito‑perdón", porque el Señor es un Dios "que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,7).
5. San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizó el salmo 31 para enseñar a los catecúmenos la profunda renovación del bautismo, purificación radical de todo pecado (Procatequesis n. 15). También él ensalzó, a través de las palabras del salmista, la misericordia divina. Con sus palabras concluimos nuestra catequesis: "Dios es misericordioso y no escatima su perdón. (...) El cúmulo de tus pecados no superará la grandeza de la misericordia de Dios; la gravedad de tus heridas no superará la habilidad del supremo Médico, con tal de que te abandones a él con confianza.
Manifiesta al Médico tu enfermedad, y háblale con las palabras que dijo David: "Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado". Así obtendrás que se hagan realidad estas otras palabras: "Tú has perdonado la maldad de mi corazón"" (Le catechesi, Roma 1993, pp. 52‑53).
SALMO 31
1 De David. Poema.
¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado
y liberado de su falta!
2 ¡Feliz el hombre a quien el Señor
no le tiene en cuenta las culpas,
y en cuyo espíritu no hay doblez!
3 Mientras me quedé callado,
mis huesos se consumían entre continuos lamentos,
4 porque de día y de noche tu mano pesaba sobre mí;
mi savia se secaba por los ardores del verano.
5 Pero yo reconocí mi pecado,
no te escondí mi culpa,
pensando: «Confesaré mis faltas al Señor».
¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
6 Por eso, que todos tus fieles te supliquen
en el momento de la angustia;
y cuando irrumpan las aguas caudalosas
no llegarán hasta ellos.
7 Tú eres mi refugio,
tú me libras de los peligros
y me colmas con la alegría de la salvación.
8 Yo te instruiré,
te enseñaré el camino que debes seguir;
con los ojos puestos en ti, seré tu consejero.
9 No sean irracionales como el caballo y la mula,
cuyo brío hay que contener con el bozal y el freno
para poder acercarse.
10 ¡Cuántos son los tormentos del malvado!
Pero el Señor cubrirá con su amor
al que confía en él.
11 ¡Alégrense en el Señor, regocíjense los justos!
¡Canten jubilosos los rectos de corazón!
El juicio de Dios. Miércoles 26 de mayo de 2004
Apocalipsis 11,17‑18. 12,10‑12
1. El cántico que acabamos de elevar al "Señor Dios omnipotente" y que se reza en la Liturgia de las Vísperas, es fruto de la selección de algunos versículos de los capítulos 11 y 12 del Apocalipsis. El ángel ya ha tocado la última de las siete trompetas que resuenan en este libro de lucha y esperanza. Entonces, los veinticuatro ancianos de la corte celestial, que representan a todos los justos de la antigua y la nueva Alianza (cf. Ap 4,4; 11,16), entonan un himno que tal vez ya se usaba en las asambleas litúrgicas de la Iglesia primitiva. Adoran a Dios, señor del mundo y de la historia, dispuesto ya a instaurar su reino de justicia, de amor y de verdad.
En esta oración se percibe el latido del corazón de los justos, que aguardan en la esperanza la venida del Señor para hacer más luminosa la situación de la humanidad, a menudo inmersa en las tinieblas del pecado, de la injusticia, de la mentira y de la violencia.
2. El canto que entonan los veinticuatro ancianos hace referencia a dos salmos: el salmo 2, que es un himno mesiánico (cf. Sal2,1‑5), y el salmo 98, que celebra la realeza divina (cf. Sal 98,1). De ese modo se consigue el objetivo de ensalzar el juicio justo y decisivo que el Señor está a punto de realizar sobre toda la historia humana.
Son dos los aspectos de esta intervención benéfica, como son dos los rasgos que definen el rostro de Dios. Ciertamente, es juez, pero también es salvador; condena el mal, pero recompensa la fidelidad; es justicia, pero sobre todo amor.
Es significativa la identidad de los justos, salvados ya en el reino de Dios. Se dividen en tres clases de "siervos" del Señor, a saber, los profetas, los santos y los que temen su nombre (cf. Ap 11,18). Es una especie de retrato espiritual del pueblo de Dios, según los dones recibidos en el bautismo y que se han hecho fructificar en la vida de fe y de amor. Ese perfil se realiza tanto en los pequeños como en los grandes (cf. Ap 19,5).
3. Como ya hemos dicho, en la elaboración de este himno se han utilizado también otros versículos del capítulo 12, que se refieren a una escena grandiosa y gloriosa del Apocalipsis. En ella se enfrentan la mujer que ha dado a luz al Mesías y el dragón de la maldad y la violencia. En ese duelo entre el bien y el mal, entre la Iglesia y Satanás, de improviso resuena una voz celestial que anuncia la derrota del "Acusador" (cf. Ap 12,10). Este nombre es la traducción del nombre hebreo Satán, dado a un personaje que, según el libro de Job, es miembro de la corte celestial de Dios, donde forma parte del Ministerio público (cf. Jb 1,9‑11; 2,4‑5; Zc 3,1).
Él "acusaba a nuestros hermanos ante nuestro Dios día y noche", es decir, ponía en duda la sinceridad de la fe de los justos. Ahora es vencido el dragón satánico y la causa de su derrota es "la sangre del Cordero" (Ap 12,11), la pasión y la muerte de Cristo redentor.
A su victoria se asocia el testimonio del martirio de los cristianos. Los fieles que no han dudado en "despreciar su vida ante la muerte" (Ap 12,11) participan íntimamente en la obra redentora del Cordero. El pensamiento va a las palabras de Cristo: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12,25).
4. El solista celeste que ha entonado el cántico lo concluye invitando a todo el coro de los ángeles a unirse al himno de alegría por la salvación obtenida (cf. Ap 12,12). Nosotros nos asociamos a esa voz en nuestra acción de gracias, gozosa y llena de esperanza, aun en medio de las pruebas que marcan nuestro camino hacia la gloria.
Lo hacemos escuchando las palabras que el mártir san Policarpo dirigió al "Señor Dios omnipotente" cuando ya estaba atado y preparado para la hoguera: "Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito Hijo Jesucristo..., bendito seas por haberme considerado digno de ser inscrito, este día y en esta hora, en el número de los mártires, con el cáliz de tu Cristo para la resurrección a la vida eterna de alma y cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Haz que sea acogido hoy entre ellos, en tu presencia, como pingüe y grato sacrificio, tal como tú, el Dios verdadero y ajeno a la mentira, de antemano dispusiste, manifestaste y realizaste. Por eso, sobre todo, yo te alabo, te bendigo, te glorifico a través del eterno y celeste Sumo Sacerdote, tu amado Hijo Jesucristo, por el cual sea dada gloria a ti con él y con el Espíritu Santo, ahora y por todos los siglos. Amén" (Atti e passioni dei martiri, Milán 1987, p. 23).
Apocalipsis 11,17‑18; 12,10‑12
17 «Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso –el que es y el que era– porque has ejercido tu inmenso poder y has establecido tu Reino.
18 Los paganos se habían enfurecido, pero llegó el tiempo de tu ira, así como también el momento de juzgar a los muertos y de recompensar a tus servidores, los profetas, y a los santos y a todos aquellos que temen tu Nombre –pequeños y grandes– y el momento de exterminar a los que corrompían la tierra».
***
10 Y escuché una voz potente que resonó en el cielo: «Ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios.
11 Ellos mismos lo han vencido, gracias a la sangre del Cordero y al testimonio que dieron de él, porque despreciaron su vida hasta la muerte.
12 ¡Que se alegren entonces el cielo y sus habitantes, pero ay de ustedes, tierra y mar, porque el Diablo ha descendido hasta ustedes con todo su furor, sabiendo que le queda poco tiempo!».
Oración de un enfermo. Miércoles 2 de junio de 2004
Salmo 40
1. Un motivo que nos impulsa a comprender y amar el salmo 40, que acabamos de escuchar, es el hecho de que Jesús mismo lo citó: «No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: "El que come mi pan ha alzado contra mí su talón"» (Jn 13,18).
Es la última noche de su vida terrena y Jesús, en el Cenáculo, está a punto de ofrecer el bocado del huésped a Judas, el traidor. Su pensamiento va a esa frase del salmo, que en realidad es la súplica de un enfermo, abandonado por sus amigos. En esa antigua plegaria Cristo encuentra sentimientos y palabras para expresar su profunda tristeza.
Nosotros, ahora, trataremos de seguir e iluminar toda la trama de este salmo, que afloró a los labios de una persona que ciertamente sufría por su enfermedad, pero sobre todo por la cruel ironía de sus "enemigos" (cf. Sal 40,6‑9) e incluso por la traición de un "amigo" (cf. v. 10).
2. El salmo 40 comienza con una bienaventuranza, que tiene como destinatario al amigo verdadero, al que "cuida del pobre y desvalido": será recompensado por el Señor en el día de su sufrimiento, cuando esté postrado "en el lecho del dolor" (cf. vv. 2‑4).
Sin embargo, el núcleo de la súplica se encuentra en la parte sucesiva, donde toma la palabra el enfermo (cf. vv. 5‑10). Inicia su discurso pidiendo perdón a Dios, de acuerdo con la tradicional concepción del Antiguo Testamento, según la cual a todo dolor correspondía una culpa: "Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti" (v. 5; cf. Sal 37). Para el antiguo judío la enfermedad era una llamada a la conciencia para impulsar a la conversión.
Aunque se trate de una visión superada por Cristo, Revelador definitivo (cf. Jn 9,1‑3), el sufrimiento en sí mismo puede encerrar un valor secreto y convertirse en senda de purificación, de liberación interior y de enriquecimiento del alma. Invita a vencer la superficialidad, la vanidad, el egoísmo, el pecado, y a abandonarse más intensamente a Dios y a su voluntad salvadora.
3. En este momento entran en escena los malvados, los que han venido a visitar al enfermo, no para consolarlo, sino para atacarlo (cf. vv. 6‑9). Sus palabras son duras y hieren el corazón del orante, que experimenta una maldad despiadada. Esa misma situación la experimentarán muchos pobres humillados, condenados a estar solos y a sentirse una carga pesada incluso para sus familiares. Y si de vez en cuando escuchan palabras de consuelo, perciben inmediatamente en ellas un tono de falsedad e hipocresía.
Más aún, como decíamos, el orante experimenta la indiferencia y la dureza incluso de sus amigos (cf. v. 10), que se transforman en personajes hostiles y odiosos. El salmista les aplica el gesto de "alzar contra él su talón", es decir, el acto amenazador de quien está a punto de pisotear a un vencido o el impulso del jinete que espolea a su caballo con el talón para que pisotee a su adversario.
Es profunda la amargura cuando quien nos hiere es "el amigo" en quien confiábamos, llamado literalmente en hebreo "el hombre de la paz". El pensamiento va espontáneamente a los amigos de Job que, de compañeros de vida, se transforman en presencias indiferentes y hostiles (cf.Jb 19,1‑6). En nuestro orante resuena la voz de una multitud de personas olvidadas y humilladas en su enfermedad y debilidad, incluso por parte de quienes deberían sostenerlas.
4. Con todo, la plegaria del salmo 40 no concluye con este fondo oscuro. El orante está seguro de que Dios se hará presente, revelando una vez más su amor (cf. vv. 11‑14). Será él quien sostendrá y tomará entre sus brazos al enfermo, el cual volverá a "estar en la presencia" de su Señor (v. 13), o sea, según el lenguaje bíblico, a revivir la experiencia de la liturgia en el templo.
Así pues, el salmo, marcado por el dolor, termina con un rayo de luz y esperanza. Desde esta perspectiva se logra entender por qué san Ambrosio, comentando la bienaventuranza inicial (cf. v. 2), vio proféticamente en ella una invitación a meditar en la pasión salvadora de Cristo, que lleva a la resurrección. En efecto, ese Padre de la Iglesia, sugiere introducirse así en la lectura del salmo: "Bienaventurado el que piensa en la miseria y en la pobreza de Cristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Rico en su reino, pobre en la carne, porque tomó sobre sí esta carne de pobres. (...) Así pues, no sufrió en la riqueza, sino en nuestra pobreza. Por consiguiente, no sufrió la plenitud de la divinidad, (...) sino la carne. (...) Trata, pues, de comprender el sentido de la pobreza de Cristo, si quieres ser rico. Trata de comprender el sentido de su debilidad, si quieres obtener la salud. Trata de comprender el sentido de su cruz, si no quieres avergonzarte de ella; el sentido de su herida, si quieres curar las tuyas; el sentido de su muerte, si quieres conseguir la vida eterna; el sentido de su sepultura, si quieres encontrar la resurrección" (Commento a dodici salmi: Saemo, VIII, Milán‑Roma 1980, pp. 39‑41).
SALMO 40
1 Del maestro de coro. Salmo de David.
2 Feliz el que se ocupa del débil y del pobre:
el Señor lo librará en el momento del peligro.
3 El Señor lo protegerá y le dará larga vida,
lo hará dichoso en la tierra
y no lo entregará a la avidez de sus enemigos.
4 El Señor lo sostendrá en su lecho de dolor
y le devolverá la salud.
5 Yo dije: «Ten piedad de mí, Señor,
sáname, porque pequé contra ti».
6 Mis enemigos sólo me auguran desgracias:
«¿Cuándo se morirá y desaparecerá su nombre?».
7 Si alguien me visita, habla con falsedad,
recoge malas noticias y las divulga al salir.
8 Mis adversarios se juntan para murmurar contra mí,
y me culpan de los males que padezco, diciendo:
9 «Una enfermedad incurable ha caído sobre él;
ese que está postrado no volverá a levantarse».
10 Hasta mi amigo más íntimo, en quien yo confiaba,
el que comió mi pan, se puso contra mí.
11 Pero tú, Señor, ten piedad de mí;
levántame y les daré su merecido.
12 En esto reconozco que tú me amas,
en que mi enemigo no canta victoria sobre mí.
13 Tú me sostuviste a causa de mi integridad,
y me mantienes para siempre en tu presencia.
14 ¡Bendito sea el Señor, el Dios de Israel,
desde siempre y para siempre!
¡Amén! ¡Amén!
Dios, refugio y fortaleza de su pueblo. Miércoles 16 de junio de 2004
Salmo 45
1. Acabamos de escuchar el primero de los seis himnos a Sión que recoge el Salterio (cf. Sal 47,75, 83,86 y 121). El salmo 45, como las otras composiciones análogas, celebra la ciudad santa de Jerusalén, "la ciudad de Dios, la santa morada del Altísimo" (v. 5), pero sobre todo expresa una confianza inquebrantable en Dios, que "es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro" (v. 2; cf. vv. 8 y 12). Este salmo evoca los fenómenos más tremendos para afirmar con mayor fuerza la intervención victoriosa de Dios, que da plena seguridad. Jerusalén, a causa de la presencia de Dios en ella, "no vacila" (v. 6).
El pensamiento va al oráculo del profeta Sofonías, que se dirige a Jerusalén y le dice: "Alégrate, hija de Sión; regocíjate, Israel; alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén. (...) El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti; te renovará por su amor; se regocijará por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta" (Sof 3,14. 17‑18).
2. El salmo 45 se divide en dos grandes partes mediante una especie de antífona, que se repite en los versículos 8 y 12: "El Señor de los Ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob". El título "Señor de los ejércitos" es típico del culto judío en el templo de Sión y, a pesar de su connotación marcial, vinculada al arca de la alianza, remite al señorío de Dios sobre todo el cosmos y sobre la historia.
Por tanto, este título es fuente de confianza, porque el mundo entero y todas sus vicisitudes se encuentran bajo el gobierno supremo del Señor. Así pues, este Señor está "con nosotros", como lo confirma la antífona, con una referencia implícita al Emmanuel, el "Dios con nosotros" (cf.Is 7,14; Mt 1,23).
3. La primera parte del himno (cf. Sal 45,2‑7) está centrada en el símbolo del agua, que presenta dos significados opuestos. En efecto, por una parte, braman las olas del mar, que en el lenguaje bíblico son símbolo de devastaciones, del caos y del mal. Esas olas hacen temblar las estructuras del ser y del universo, simbolizadas por los montes, que se desploman por la irrupción de una especie de diluvio destructor (cf. vv. 3‑4). Pero, por otra parte, están las aguas saludables de Sión, una ciudad construida sobre áridos montes, pero a la que alegra "el correr de las acequias" (v. 5).
El salmista, aludiendo a las fuentes de Jerusalén, como la de Siloé (cf. Is 8,6‑7), ve en ellas un signo de la vida que prospera en la ciudad santa, de su fecundidad espiritual y de su fuerza regeneradora.
Por eso, a pesar de las convulsiones de la historia que hacen temblar a los pueblos y vacilar a los reinos (cf. Sal 45,7), el fiel encuentra en Sión la paz y la serenidad que brotan de la comunión con Dios.
4. La segunda parte del salmo 45 (cf. vv. 9‑11) puede describir así un mundo transfigurado. El Señor mismo, desde su trono en Sión, interviene con gran vigor contra las guerras y establece la paz que todos anhelan. Cuando se lee el versículo 10 de nuestro himno: "Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos", el pensamiento va espontáneamente a Isaías.
También el profeta cantó el fin de la carrera de armamentos y la transformación de los instrumentos bélicos de muerte en medios para el desarrollo de los pueblos: "De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2,4).
5. La tradición cristiana ha ensalzado con este salmo a Cristo "nuestra paz" (cf. Ef 2,14) y nuestro liberador del mal con su muerte y resurrección. Es sugestivo el comentario cristológico que hace san Ambrosio partiendo del versículo 6 del salmo 45, en el que se asegura que Dios "socorre" a la ciudad "al despuntar la aurora". El célebre Padre de la Iglesia ve en ello una alusión profética a la resurrección.
En efecto —explica—, "la resurrección matutina nos proporciona el apoyo del auxilio celestial; esa resurrección, que ha vencido a la noche, nos ha traído el día, como dice la Escritura: "Despiértate y levántate, resucita de entre los muertos. Y brillará para ti la luz de Cristo". Advierte el sentido místico. Al atardecer se realizó la pasión de Cristo. (...) Al despuntar la aurora, la resurrección. (...) Muere al atardecer del mundo, cuando ya desaparece la luz, porque este mundo yacía totalmente en tinieblas y estaría inmerso en el horror de tinieblas aún más negras si no hubiera venido del cielo Cristo, luz de eternidad, a restablecer la edad de la inocencia al género humano. Por tanto, el Señor Jesús sufrió y con su sangre perdonó nuestros pecados, ha resplandecido la luz de una conciencia más limpia y ha brillado el día de una gracia espiritual" (Commento a dodici Salmi, SAEMO, VIII, Milán‑Roma, 1980, p. 213).
SALMO 45
1 Del maestro de coro. De los hijos de Coré. Para oboes. Canto.
2 Dios es nuestro refugio y fortaleza,
una ayuda siempre pronta en los peligros.
3 Por eso no tememos, aunque la tierra se conmueva
y las montañas se desplomen hasta el fondo del mar;
4 aunque bramen y se agiten sus olas,
y con su ímpetu sacudan las montañas.
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro baluarte es el Dios de Jacob.
5 Los canales del Río alegran la Ciudad de Dios,
la más santa Morada del Altísimo.
6 Dios está en medio de ella: nunca vacilará;
él la socorrerá al despuntar la aurora.
7 Tiemblan las naciones, se tambalean los reinos:
él hace oír su voz y se deshace la tierra.
8 El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro baluarte es el Dios de Jacob.
9 Vengan a contemplar las obras del Señor,
él hace cosas admirables en la tierra:
10 elimina la guerra hasta los extremos del mundo;
rompe el arco, quiebra la lanza
y prende fuego a los escudos.
11 Ríndanse y reconozcan que yo soy Dios:
yo estoy por encima de las naciones,
por encima de toda la tierra.
12 El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro baluarte es el Dios de Jacob.
Himno de adoración y alabanza. Miércoles 23 de junio de 2004
Apocalipsis 15
1. La Liturgia de las Vísperas incluye, además de los salmos, una serie de cánticos tomados del Nuevo Testamento. Algunos, como el que acabamos de escuchar, están compuestos de pasajes del Apocalipsis, libro con el que se concluye toda la Biblia, marcado a menudo por cantos y coros, por voces solistas e himnos de la asamblea de los elegidos, por sonidos de trompetas, de arpas y de cítaras.
Nuestro cántico, muy breve, se encuentra en el capítulo 15 de ese libro. Está a punto de comenzar una escena nueva y grandiosa: tras las siete trompetas que introdujeron las plagas divinas vienen ahora siete copas también llenas de plagas, en griego pleghè, un término que de por sí indica un golpe violento capaz de provocar heridas y, a veces, incluso la muerte. Es evidente que aquí se hace referencia a la narración de las plagas de Egipto (cf. Ex 7,14.11,10).
En el Apocalipsis la "plaga" es símbolo de un juicio sobre el mal, sobre la opresión y sobre la violencia del mundo. Por eso, también es signo de esperanza para los justos. Las siete plagas ‑como es sabido, en la Biblia el número siete es símbolo de plenitud‑ se definen como "las últimas" (cf. Ap 15,1), porque en ellas culmina la intervención divina que detiene el mal.
2. El himno es entonado por los salvados, los justos de la tierra, que están "de pie", con la misma actitud del Cordero resucitado (cf. Ap 15,2). Del mismo modo que los judíos en el Éxodo, después de atravesar el mar, cantaban el himno de Moisés (cf. Ex 15,1‑18), así los elegidos elevan a Dios el "cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero" (Ap 15,3), después de vencer a la Bestia, enemiga de Dios (cf. Ap 15,2).
Este himno refleja la liturgia de las Iglesias joánicas y está constituido por un florilegio de citas del Antiguo Testamento, especialmente de los Salmos. La comunidad cristiana primitiva consideraba la Biblia no sólo como alma de su fe y de su vida, sino también de su oración y de su liturgia, precisamente como sucede en las Vísperas que estamos comentando.
Asimismo, es significativo que el cántico vaya acompañado de instrumentos musicales: los justos llevan en sus manos las cítaras (cf. Ap 15,2), testimonio de una liturgia embellecida con el esplendor de la música sacra.
3. Con su himno, los salvados, más que celebrar su constancia y su sacrificio, exaltan las "grandes y maravillosas obras" del "Señor Dios omnipotente", es decir, sus gestos salvíficos en el gobierno del mundo y en la historia. En efecto, la verdadera oración, además de petición, es también alabanza, acción de gracias, bendición, celebración y profesión de fe en el Señor que salva.
En este himno es también significativa la dimensión universalista, que se expresa con las palabras del salmo 85: "Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor" (Sal 85,9). La mirada se ensancha así hacia todo el horizonte y se vislumbran multitudes de pueblos que se dirigen hacia el Señor para reconocer que son "justos y verdaderos sus caminos" (cf. Ap 15,4), es decir, sus intervenciones en la historia para detener el mal y elogiar el bien. La esperanza de justicia presente en todas las culturas, la necesidad de verdad y de amor que sienten todas las espiritualidades, indican nuestra tendencia hacia el Señor, la cual sólo se satisface cuando llegamos a él.
Es hermoso pensar en esta dimensión universal de religiosidad y esperanza, asumida e interpretada por las palabras de los profetas: "Desde la salida del sol hasta su ocaso es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar ha de ofrecerse a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura, pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
4. Concluimos uniendo nuestra voz al coro universal. Lo hacemos con las palabras de un canto de san Gregorio Nacianceno, gran Padre de la Iglesia, del siglo IV: "Gloria al Padre y al Hijo, rey del universo; gloria al Espíritu Santísimo, al que sea dada toda gloria. La Trinidad es un solo Dios. Él ha creado todas las cosas; y las ha colmado: colmó el cielo de seres celestiales, y la tierra de terrestres. Llenó de seres acuáticos el mar, los ríos y las fuentes, vivificándolo todo con su Espíritu, para que toda la creación elevara himnos al sabio Creador. La vida y la permanencia en la vida lo tienen a él como única causa. Corresponde sobre todo a la criatura racional cantar para siempre su alabanza como Rey poderoso y Padre bueno. Haz, oh Padre, que yo también con pureza te glorifique en espíritu, con el corazón, con la lengua y con el pensamiento" (Poesie, 1, Colección de textos patrísticos 115, Roma 1994, pp. 66‑67).
Apocalipsis 15
1 Después vi en el cielo otro signo grande y admirable: siete Ángeles que llevaban las siete últimas plagas, con las cuales debía consumarse la ira de Dios.
2 También vi como un mar de cristal, mezclado de fuego. Los que habían vencido a la Bestia, a su imagen y la cifra de su nombre, estaban de pie sobre el mar, teniendo en sus manos grandes arpas,
3 y cantaban el canto de Moisés, el servidor de Dios, y el canto del Cordero, diciendo: «¡Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los pueblos! ¿Quién dejará de temerte, Señor, quién no alabará tu Nombre?
4 Sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán a adorarte, porque se ha manifestado la justicia de tus actos».
5 Después de esto, vi abrirse en el cielo el Templo, el tabernáculo del Testimonio.
6 De él salieron los siete Ángeles que tenían las siete plagas, y estaban vestidos de lino puro y resplandeciente, y ceñidos con cinturones de oro.
7 Entonces, uno de los cuatro Seres Vivientes entregó a los siete Ángeles siete copas colmadas de la ira del Dios que vive por los siglos de los siglos.
8 Y el Templo se llenó del humo que procede de la gloria de Dios y de su poder, de manera que nadie pudo entrar al Templo hasta que cesaron las siete plagas de los siete Ángeles.
Promesa de cumplir los mandamientos de Dios. Miércoles 21 de julio de 2004
Salmo 118
1. Después de la pausa con ocasión de mi estancia en el Valle de Aosta, reanudamos ahora, en esta audiencia general, nuestro itinerario a lo largo de los salmos que nos propone la liturgia de las Vísperas. Hoy reflexionamos sobre la decimocuarta de las veintidós estrofas que componen el salmo 118, grandioso himno a la ley de Dios, expresión de su voluntad. El número de las estrofas corresponde a las letras del alfabeto hebreo e indica plenitud; cada una de ellas se compone de ocho versículos y de palabras que comienzan con la correspondiente letra del alfabeto en sucesión.
En la estrofa que hemos escuchado, las palabras iniciales de los versículos comienzan con la letra hebrea nun. Esta estrofa se encuentra iluminada por la brillante imagen de su primer versículo: "Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (v. 105). El hombre se adentra en el itinerario a menudo oscuro de la vida, pero repentinamente el esplendor de la palabra de Dios disipa las tinieblas.
También el salmo 18 compara la ley de Dios con el sol, cuando afirma que "la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos" (v. 9). En el libro de los Proverbios se reafirma que "el mandato es una lámpara y la lección una luz" (Pr 6,23). Precisamente con esa imagen Cristo mismo presentará su persona como revelación definitiva: "Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12).
2. El salmista continúa su oración evocando los sufrimientos y los peligros de la vida que debe llevar y que necesita ser iluminada y sostenida: "¡Estoy tan afligido, Señor! Dame vida según tu promesa. (...) Mi vida está en peligro; pero no olvido tu voluntad" (Sal 118,107. 109).
Toda la estrofa está marcada por un sentimiento de angustia: "Los malvados me tendieron un lazo" (v. 110), confiesa el orante, recurriendo a una imagen del ámbito de la caza, frecuente en el Salterio. El fiel sabe que avanza por las sendas del mundo en medio de peligros, afanes y persecuciones. Sabe que las pruebas siempre están al acecho. El cristiano, por su parte, sabe que cada día debe llevar la cruz a lo largo de la subida a su Calvario (cf. Lc 9,23).
3. A pesar de todo, el justo conserva intacta su fidelidad: "Lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos (...). No olvido tu voluntad (...). No me desvié de tus decretos" (Sal 118,106. 109. 110). La paz de la conciencia es la fuerza del creyente; su constancia en cumplir los mandamientos divinos es la fuente de la serenidad.
Por tanto, es coherente la declaración final: "Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón" (v. 111). Esta es la realidad más valiosa, la "herencia", la "recompensa" (v. 112), que el salmista conserva con gran esmero y amor ardiente: las enseñanzas y los mandamientos del Señor. Quiere ser totalmente fiel a la voluntad de su Dios. Por esta senda encontrará la paz del alma y logrará atravesar el túnel oscuro de las pruebas, llegando a la alegría verdadera.
4. A este respecto, son muy iluminadoras las palabras de san Agustín, el cual, comentando precisamente el salmo 118, desarrolla al comienzo el tema de la alegría que brota del cumplimiento de la ley del Señor. "Este larguísimo salmo, desde el inicio, nos invita a la felicidad, la cual, como es sabido, constituye la esperanza de todo hombre. En efecto, ¿puede haber alguien que no desee ser feliz? ¿ha habido o habrá alguien que no lo desee? Pero si esto es verdad, ¿qué necesidad hay de invitaciones para alcanzar una meta a la que el corazón humano tiende espontáneamente? (...) ¿No será tal vez porque, aunque todos aspiramos a la felicidad, la mayoría ignora el modo como se consigue? Sí, precisamente esta es la lección de aquel que dice: "Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor".
"Al parecer, quiere decir: Sé lo que quieres; sé que buscas la felicidad. Pues bien, si quieres ser feliz, lleva una vida intachable. Lo primero lo buscan todos; pero son pocos los que se preocupan de lo segundo, sin lo cual no se puede conseguir aquello que es la aspiración común. ¿Cómo llevar una vida intachable si no es caminando en la voluntad del Señor? Por tanto, dichosos los que con vida intachable caminan en la voluntad del Señor. Esta exhortación no es superflua, sino necesaria para nuestro espíritu" (Esposizioni sui Salmi, III, Roma 1976, p. 1113).
Hagamos nuestra la conclusión del gran obispo de Hipona, que reafirma la permanente actualidad de la felicidad prometida a quienes se esfuerzan por cumplir fielmente la voluntad de Dios.
Salmo 118
105 Tu palabra es una lámpara para mis pasos,
y una luz en mi camino.
106 Hice un juramento –y lo sostengo–
de cumplir tus justas decisiones.
107 Estoy muy afligido, Señor:
vivifícame, conforme a tu palabra.
108 Acepta, Señor, las ofrendas de mis labios,
y enséñame tus decisiones.
109 Mi vida está en constante peligro,
pero yo no me olvido de tu ley.
110 Los pecadores me tienden una trampa,
pero yo no me aparto de tus preceptos.
111 Tus prescripciones son mi herencia para siempre,
porque alegran mi corazón.
112 Estoy decidido a cumplir tus preceptos,
siempre y a la perfección
El Señor es el lote de mi heredad. Miércoles 28 de julio de 2004
Salmo 15
1. Tenemos la oportunidad de meditar en un salmo de intensa fuerza espiritual, después de escucharlo y transformarlo en oración. A pesar de las dificultades del texto, que el original hebreo pone de manifiesto sobre todo en los primeros versículos, el salmo 15 es un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta al inicio: "Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti" (v. 2). Así pues, Dios es considerado como el único bien. Por ello, el orante opta por situarse en el ámbito de la comunidad de todos los que son fieles al Señor: "Cuanto a los santos que están en la tierra, son mis príncipes, en los que tengo mi complacencia" (v. 3). Por eso, el salmista rechaza radicalmente la tentación de la idolatría, con sus ritos sanguinarios y sus invocaciones blasfemas (cf. v. 4).
Es una opción neta y decisiva, que parece un eco de la del salmo 72, otro canto de confianza en Dios, conquistada a través de una fuerte y sufrida opción moral: "¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? (...) Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio" (Sal 72,25. 28).
2. El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la "heredad", término que domina los versículos 5‑6. En efecto, se habla de "lote de mi heredad, copa, suerte". Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5‑6). Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios.
San Agustín comenta: "El salmista no dice: "oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar" (Sermón 334,3: PL 38,1469).
3. El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.
Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf.Sal 15,7‑10) se habla de "riñones", símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de "diestra", signo de fuerza; de "corazón", sede de la conciencia; incluso, de "hígado", que expresa la emotividad; de "carne", que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de "soplo de vida".
Por consiguiente, se trata de la representación de "todo el ser" de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.
4. El segundo símbolo del salmo 15 es el del "camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.
En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: "Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2,24).
San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: "No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó ‑o sea, Jesucristo‑, no experimentó la corrupción" (Hch 13,35‑37).
SALMO 15
1 Mictán de David.
Protégeme, Dios mío,
porque me refugio en ti.
2 Yo digo al Señor:
«Señor, tú eres mi bien,
no hay nada superior a ti».
3 Ellos, en cambio, dicen a los dioses de la tierra:
«Mis príncipes, ustedes son toda mi alegría».
4 Multiplican sus ídolos y corren tras ellos,
pero yo no les ofreceré libaciones de sangre,
ni mis labios pronunciarán sus nombres.
5 El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,
¡tú decides mi suerte!
6 Me ha tocado un lugar de delicias,
estoy contento con mi herencia.
7 Bendeciré al Señor que me aconseja,
¡hasta de noche me instruye mi conciencia!
8 Tengo siempre presente al Señor:
él está a mi lado, nunca vacilaré.
9 Por eso mi corazón se alegra,
se regocijan mis entrañas
y todo mi ser descansa seguro:
10 porque no me entregarás la Muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro.
11 Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna a tu derecha.
Cristo, siervo de Dios. Miércoles 4 de agosto de 2004
Carta a los Filipenses 2,6‑11
1. En nuestro itinerario a través de los salmos y cánticos que constituyen la liturgia de las Horas nos encontramos con el cántico del capítulo segundo de la carta a los Filipenses, versículos 6‑11, que se reza en las primeras Vísperas de los cuatro domingos en que se articula la liturgia.
Lo meditamos por segunda vez, para seguir penetrando en su riqueza teológica. En estos versículos brilla la fe cristiana de los orígenes, centrada en la figura de Jesús, reconocido y proclamado hermano nuestro en la humanidad, pero también Señor del universo. Por consiguiente, es una auténtica profesión de fe cristológica, que refleja muy bien el pensamiento de san Pablo, pero que también puede ser un eco de la voz de la comunidad judeocristiana anterior al Apóstol.
2. El cántico comienza hablando de la divinidad, propia de Jesucristo. En efecto, a él le corresponde la "naturaleza" y la condición divina, la morphè —como se dice en griego—, o sea, la misma realidad íntima y trascendente de Dios (cf. v. 6). Sin embargo, él no considera su identidad suprema y gloriosa como un privilegio del cual hacer alarde, un signo de poder y de mera supremacía.
El movimiento del himno avanza claramente hacia abajo, es decir, hacia la humanidad. "Al despojarse" y casi "vaciarse" de aquella gloria, para asumir la morphè, o sea, la realidad y la condición de esclavo, el Verbo entra por esta senda en el horizonte de la historia humana. Más aún, se hace semejante a los seres humanos (cf. v. 7) y se rebaja hasta someterse incluso a la muerte, signo del límite y de la finitud. Esta es la humillación extrema, porque acepta la muerte de cruz, que la sociedad de entonces consideraba la más infame (cf. v. 8).
3. Cristo elige rebajarse desde la gloria hasta la muerte de cruz: este es el primer movimiento del cántico, sobre el que volveremos a reflexionar para ponderar otros aspectos.
El segundo movimiento avanza en sentido inverso: desde abajo se eleva hacia lo alto, desde la humillación se asciende hacia la exaltación. Ahora es el Padre quien glorifica al Hijo, arrancándolo de la muerte y entronizándolo como Señor del universo (cf. v. 9). También san Pedro, en el discurso de Pentecostés, declara que "al mismo Jesús que vosotros crucificasteis Dios lo ha constituido Señor y Mesías" (Hch 2, 36). Así pues, la Pascua es la epifanía solemne de la divinidad de Cristo, antes velada por su condición de siervo y de hombre mortal.
4. Ante la grandiosa figura de Cristo glorificado y entronizado todos se postran en adoración. No sólo en el horizonte de la historia humana, sino también en los cielos y en los abismos (cf. Flp 2,10) se eleva una intensa profesión de fe: "Jesucristo es Señor" (v. 11). "Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos" (Hb 2,9).
Concluyamos este breve análisis del cántico de la carta a los Filipenses, sobre el que hemos de volver, dando la palabra a san Agustín, el cual, en su Comentario al evangelio de san Juan, remite al himno paulino para celebrar el poder vivificador de Cristo que realiza nuestra resurrección, arrancándonos de nuestro límite mortal.
5. He aquí las palabras del gran Padre de la Iglesia: "Cristo, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios". ¿Qué hubiera sido de nosotros, aquí en el abismo, débiles y apegados a la tierra, y por ello imposibilitados de llegar a Dios? ¿Podíamos ser abandonados a nosotros mismos? De ninguna manera. Él "se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo", pero sin abandonar la forma de Dios. Por tanto, el que era Dios se hizo hombre, asumiendo lo que no era sin perder lo que era; así, Dios se hizo hombre. Por una parte, aquí encuentras la ayuda a tu debilidad; y, por otra, todo lo que necesitas para alcanzar la perfección. Que Cristo te eleve en virtud de su humanidad, te guíe en virtud de su humana divinidad y te conduzca a su divinidad. Queridos hermanos, toda la predicación cristiana y la economía de la salvación, centrada en Cristo, se resumen en esto y en nada más: en la resurrección de las almas y en la resurrección de los cuerpos. Ambos estaban muertos: el cuerpo, a causa de la debilidad; y el alma, a causa de la iniquidad; ambos estaban muertos y era necesario que ambos, el alma y el cuerpo, resucitaran. ¿En virtud de quién resucita el alma sino en virtud de Cristo Dios? ¿En virtud de quién resucita el cuerpo sino en virtud de Cristo hombre? (...) Que resucite tu alma de la iniquidad en virtud de su divinidad y resucite tu cuerpo de la corrupción en virtud de su humanidad" (Commento al Vangelo di san Giovanni, 23, 6, Roma 1968, p. 541).
Filipenses 2,6‑11
6 El, que era de condición divina,
no consideró esta igualdad con Dios
como algo que debía guardar celosamente:
7 al contrario, se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de servidor
y haciéndose semejante a los hombres.
Y presentándose con aspecto humano,
8 se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte
y muerte de cruz.
9 Por eso, Dios lo exaltó
y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,
10 para que al nombre de Jesús,
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
«Jesucristo es el Señor».
El Mesías, rey y sacerdote. Miércoles 18 de agosto de 2004
Salmo 109
1. Siguiendo una antigua tradición, el salmo 109, que se acaba de proclamar, constituye el componente principal de las Vísperas dominicales. Se repite en las cuatro semanas en las que se articula la liturgia de las Horas. Su brevedad, ulteriormente acentuada por la exclusión, en el uso litúrgico cristiano, del versículo 6, con matiz imprecatorio, implica cierta dificultad de exégesis e interpretación. El texto se presenta como un salmo regio, vinculado a la dinastía davídica, y probablemente remite al rito de entronización del soberano. Sin embargo, la tradición judía y cristiana ha visto en el rey consagrado el perfil del Consagrado por excelencia, el Mesías, el Cristo.
Precisamente desde esta perspectiva, el salmo se convierte en un canto luminoso dirigido por la liturgia cristiana al Resucitado en el día festivo, memoria de la Pascua del Señor.
2. Son dos las partes del salmo 109 y ambas se caracterizan por la presencia de un oráculo divino. El primer oráculo (cf. vv. 1‑3) es el que se dirige al soberano en el día de su entronización solemne "a la diestra" de Dios, o sea, junto al Arca de la alianza en el templo de Jerusalén. La memoria de la "generación" divina del rey formaba parte del protocolo oficial de su coronación y para Israel asumía un valor simbólico de investidura y tutela, dado que el rey era el lugarteniente de Dios en la defensa de la justicia (cf. v. 3).
Naturalmente, en la interpretación cristiana, esa "generación" se hace real y presenta a Jesucristo como verdadero Hijo de Dios. Así había sucedido en la lectura cristiana de otro célebre salmo regio‑mesiánico, el segundo del Salterio, donde se lee este oráculo divino: "Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy" (Sal 2,7).
3. El segundo oráculo del salmo 109 tiene, en cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4). Antiguamente, el rey desempeñaba también funciones cultuales, no según la tradición del sacerdocio levítico, sino según otra conexión: la del sacerdocio de Melquisedec, el soberano‑sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita (cf. Gn 14,17‑20).
Desde la perspectiva cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y supremo. La carta a los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio sacerdotal "a semejanza de Melquisedec" (Hb 5,10), pues lo ve encarnado en plenitud en la persona de Cristo.
4. El Nuevo Testamento recoge, en repetidas ocasiones, el primer oráculo para celebrar el carácter mesiánico de Jesús (cf. Mt 22,44; 26,64; Hch 2,34‑35; 1Co 15,25‑27; Hb 1,13). El mismo Cristo, ante el sumo sacerdote y ante el sanedrín judío, se referirá explícitamente a este salmo, proclamando que estará "sentado a la diestra del Poder" divino, precisamente como se dice en el versículo 1 del salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36‑37).
Volveremos a reflexionar sobre este salmo en nuestro comentario de los textos de la liturgia de las Horas. Ahora, para concluir nuestra breve presentación de este himno mesiánico, quisiéramos reafirmar su interpretación cristológica.
5. Lo hacemos con una síntesis que nos ofrece san Agustín. En la Exposición sobre el salmo 109, pronunciada en la Cuaresma del año 412, definía este salmo como una auténtica profecía de las promesas divinas relativas a Cristo. Decía el célebre Padre de la Iglesia: "Era necesario conocer al único Hijo de Dios, que estaba a punto de venir a los hombres para asumir al hombre y para hacerse hombre a través de la naturaleza asumida: moriría, resucitaría, ascendería al cielo, se sentaría a la diestra del Padre y cumpliría entre las gentes todo lo que había prometido. (...) Todo esto, por tanto, debía ser profetizado, debía ser anunciado con anterioridad, debía ser señalado como algo que se iba a realizar, para que, al suceder de improviso, no suscitara temor, sino que fuera aceptado con fe y esperado. En el ámbito de estas promesas se inserta este salmo, el cual profetiza con palabras tan seguras y explícitas a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que no podemos poner en duda que en este salmo se anuncia al Cristo" (Esposizioni sui Salmi, III, Roma 1976, pp. 951 y 953).
6. Dirijamos ahora nuestra invocación al Padre de Jesucristo, único rey y sacerdote perfecto y eterno, para que haga de nosotros un pueblo de sacerdotes y profetas de paz y amor, un pueblo que cante a Cristo, rey y sacerdote, el cual se inmoló para reconciliar en sí mismo, en un solo cuerpo, a toda la humanidad, creando al hombre nuevo (cf. Ef 2,15‑16).
SALMO 109
1 De David. Salmo.
Dijo el Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
mientras yo pongo a tus enemigos
como estrado de tus pies».
2 El Señor extenderá el poder de tu cetro:
«¡Domina desde Sión, en medio de tus enemigos!».
3 «Tú eres príncipe desde tu nacimiento,
con esplendor de santidad;
yo mismo te engendré como rocío,
desde el seno de la aurora».
4 El Señor lo ha jurado y no se retractará:
«Tú eres sacerdote para siempre,
a la manera de Melquisedec».
5 A tu derecha, Señor, él derrotará a los reyes,
en el día de su enojo;
6 juzgará a las naciones, amontonará cadáveres
y aplastará cabezas por toda la tierra.
7 En el camino beberá del torrente,
por eso erguirá su cabeza.
Himno al Dios verdadero. Miércoles 1 de septiembre de 2004
Salmo 113
1. El Dios vivo y los ídolos inertes se enfrentan en el salmo 113 B, que acabamos de escuchar, y que forma parte de la serie de los salmos de las Vísperas. La antigua traducción griega de la Biblia llamada de losSetenta, seguida por la versión latina de la antigua liturgia cristiana, unió este salmo en honor del verdadero Señor al anterior. Así se constituyó una única composición, la cual, sin embargo, está formada por dos textos completamente diferentes (cf. Sal 113 A y 113 B).
Después de unas palabras iniciales dirigidas al Señor para proclamar su gloria, el pueblo elegido presenta a su Dios como el Creador todopoderoso: "Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace" (Sal 113 B,3). "Fidelidad y gracia" son las virtudes típicas del Dios de la alianza con respecto al pueblo que eligió, Israel (cf. v. 1). Así, el cosmos y la historia están bajo su dominio, que es poder de amor y de salvación.
2. Al Dios verdadero, adorado por Israel, se contraponen inmediatamente "los ídolos de los gentiles" (v. 4). La idolatría es una tentación de la humanidad entera en toda la tierra y en todos los tiempos. El ídolo es una cosa inanimada, fabricada por las manos del hombre, una estatua fría, sin vida. El salmista la presenta irónicamente con sus siete miembros completamente inútiles: boca muda, ojos ciegos, orejas sordas, nariz insensible a los olores, manos inertes, pies paralizados, garganta que no puede emitir sonidos (cf. vv. 5‑7).
Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un deseo sarcástico: "Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos" (v. 8). Es un deseo expresado de forma muy eficaz para producir un efecto de radical disuasión con respecto a la idolatría. Quien adora a los ídolos de la riqueza, del poder y del éxito, pierde su dignidad de persona humana. El profeta Isaías decía: "¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por eso quedarán abochornados" (Is 44,9).
3. Por el contrario, los fieles del Señor saben que tienen en el Dios vivo "su auxilio" y "su escudo" (cf. Sal 113 B,9‑13). El salmo nos presenta a esos fieles en tres categorías. Ante todo, "la casa de Israel", es decir, todo el pueblo, la comunidad que se congrega en el templo para orar. Allí se encuentra también la "casa de Aarón", que remite a los sacerdotes, custodios y anunciadores de la Palabra divina, llamados a presidir el culto. Por último, se evoca a los que temen al Señor, o sea, a los fieles auténticos y constantes, que en el judaísmo posterior al destierro de Babilonia, y más tarde, incluían también a los paganos que se acercaban a la comunidad y a la fe de Israel con corazón sincero y con una búsqueda genuina. Ese fue, por ejemplo, el caso del centurión romano Cornelio (cf. Hch 10,1‑2. 22), que san Pedro convirtió al cristianismo.
Sobre estas tres categorías de auténticos creyentes desciende la bendición divina (cf. Sal 113 B,12‑15). Según la concepción bíblica, esa bendición es fuente de fecundidad: "Que el Señor os acreciente, a vosotros y a vuestros hijos" (v. 14). Por último, los fieles, alegres por el don de la vida recibido del Dios vivo y creador, entonan un breve himno de alabanza, respondiendo a la bendición eficaz de Dios con su bendición agradecida y confiada (cf. vv. 16‑18).
4. De un modo muy vivo y sugestivo, un Padre de la Iglesia de Oriente, san Gregorio de Nisa (siglo IV), en su quinta Homilía sobre el Cantar de los cantares utiliza este salmo para describir el paso de la humanidad desde el "hielo de la idolatría" hasta la primavera de la salvación. En efecto —recuerda san Gregorio—, en cierto modo, la naturaleza humana se había transformado "en los seres inmóviles" y sin vida "que fueron hechos objeto de culto", precisamente como está escrito: "Que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos".
"Y era lógico que sucediese así, pues, del mismo modo que los que miran al Dios vivo reciben en sí mismos las peculiaridades de la naturaleza divina, así el que se dirige a la vacuidad de los ídolos llegó a ser como lo que miraba y, de hombre que era, se transformó en piedra. Por consiguiente, dado que la naturaleza humana, convertida en piedra a causa de la idolatría, fue inmóvil con respecto a lo mejor, congelada en el hielo del culto a los ídolos, por ese motivo en este tremendo invierno surge el Sol de la justicia y forma la primavera con el calor del mediodía, que deshace ese hielo y calienta, con los rayos del sol, todo lo que está debajo. Así, el hombre, que se había convertido en piedra por obra del hielo, calentado por el Espíritu y caldeado por los rayos del Logos, volvió a ser agua que saltaba hasta la vida eterna" (Omelie sul Cantico dei cantici,Roma 1988, pp. 133‑134).
SALMO 113
1 No nos glorifiques a nosotros, Señor:
glorifica solamente a tu Nombre,
por tu amor y tu fidelidad.
2 ¿Por qué han de decir las naciones:
«¿Dónde está su dios»?
3 Nuestro Dios está en el cielo y en la tierra,
él hace todo lo que quiere.
4 Los ídolos, en cambio, son plata y oro,
obra de las manos de los hombres.
5 Tienen boca, pero no hablan,
tienen ojos, pero no ven;
6 tienen orejas, pero no oyen,
tienen nariz, pero no huelen.
7 Tienen manos, pero no palpan,
tienen pies, pero no caminan;
ni un solo sonido sale de su garganta.
8 Como ellos serán los que los fabrican,
los que ponen en ellos su confianza.
9 Pueblo de Israel, confía en el Señor:
él es tu ayuda y tu escudo;
10 familia de Aarón, confía en el Señor;
él es tu ayuda y tu escudo;
11 confíen en el Señor todos los que lo temen:
él es su ayuda y su escudo.
12 Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga:
bendiga al pueblo de Israel,
bendiga a la familia de Aarón,
13 bendiga a los que temen al Señor,
a los pequeños y a los grandes.
14 Que el Señor los multiplique,
a ustedes y a sus hijos;
15 y sean bendecidos por el Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
16 El cielo pertenece al Señor,
y la tierra la entregó a los hombres.
17 Los muertos ya no alaban al Señor,
ni tampoco a los que bajaron del sepulcro.
18 Nosotros, los vivientes, bendecimos al Señor,
desde ahora y para siempre.
¡Aleluya!
Las bodas del Cordero. Miércoles 15 de septiembre de 2004
Apocalipsis 19,1‑7
1. El libro del Apocalipsis contiene numerosos cánticos a Dios, Señor del universo y de la historia. Acabamos de escuchar uno, que se encuentra constantemente en cada una de las cuatro semanas en que se articula la liturgia de las Vísperas.
Este himno lleva intercalado el "aleluya", palabra de origen hebreo que significa "alabad al Señor" y que curiosamente dentro del Nuevo Testamento sólo aparece en este pasaje del Apocalipsis, donde se repite cinco veces. Del texto del capítulo 19 la liturgia selecciona solamente algunos versículos. En el marco narrativo del relato, son entonados en el cielo por una "inmensa muchedumbre": es como el canto de un gran coro que entonan todos los elegidos, celebrando al Señor con alegría y júbilo (cf. Ap 19,1).
2. Por eso, la Iglesia, en la tierra, armoniza su canto de alabanza con el de los justos que ya contemplan la gloria de Dios. Así se establece un canal de comunicación entre la historia y la eternidad: este canal tiene su punto de partida en la liturgia terrena de la comunidad eclesial y su meta en la celestial, a donde ya han llegado nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido en el camino de la fe.
En esta comunión de alabanza se celebran fundamentalmente tres temas. Ante todo, las grandes propiedades de Dios, "la salvación, la gloria y el poder" (v. 1; cf. v. 7), es decir, la trascendencia y la omnipotencia salvífica. La oración es contemplación de la gloria divina, del misterio inefable, del océano de luz y amor que es Dios.
En segundo lugar, el cántico exalta el "reino" del Señor, es decir, el proyecto divino de redención en favor del género humano. Recogiendo un tema muy frecuente en los así llamados salmos del reino de Dios (cf.Sal 46,95‑98), aquí se proclama que "reina el Señor, nuestro Dios, Dueño de todo" (Ap 19,6), interviniendo con suma autoridad en la historia. Ciertamente, la historia está encomendada a la libertad humana, que genera el bien y el mal, pero tiene su sello último en las decisiones de la divina Providencia. El libro del Apocalipsis celebra precisamente la meta hacia la cual se dirige la historia a través de la obra eficaz de Dios, aun entre las tempestades, las laceraciones y las devastaciones llevadas a cabo por el mal, por el hombre y por Satanás.
En otra página del Apocalipsis se canta: "Gracias te damos, Señor Dios omnipotente, el que eres y el que eras, porque has asumido el gran poder y comenzaste a reinar" (Ap 11,17).
3. Por último, el tercer tema del himno es típico del libro del Apocalipsis y de su simbología: "Llegó la boda del Cordero; su esposa se ha embellecido" (Ap 19,7). Como veremos en otras meditaciones sobre este cántico, la meta definitiva a la que nos conduce el último libro de la Biblia es la del encuentro nupcial entre el Cordero, que es Cristo, y la esposa purificada y transfigurada, que es la humanidad redimida.
La expresión "llegó la boda del Cordero" se refiere al momento supremo —como dice nuestro texto "nupcial"— de la intimidad entre la criatura y el Creador, en la alegría y en la paz de la salvación.
4. Concluyamos con las palabras de uno de los discursos de san Agustín, que ilustra y exalta así el canto del Aleluya en su significado espiritual: "Cantamos al unísono esta palabra y unidos en torno a ella, en comunión de sentimientos, nos estimulamos unos a otros a alabar a Dios. Sin embargo, a Dios sólo puede alabarlo con tranquilidad de conciencia quien no ha cometido ninguna acción que le desagrade. Además, por lo que atañe al tiempo presente en que somos peregrinos en la tierra, cantamos el Aleluya como consolación para ser fortificados a lo largo del camino; el Aleluya que entonamos ahora es como el canto del peregrino; con todo, recorriendo este arduo itinerario, tendemos a la patria, donde habrá descanso; donde, pasados todos los afanes que nos agobian ahora, no quedará más que el Aleluya" (n. 255, 1: Discorsi, IV, 2, Roma 1984, p. 597).
Apocalipsis 19,1‑7
1 Después oí algo parecido al clamor de una enorme multitud que estaba en el cielo, y exclamaba: «¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios,
2 porque sus juicios son verdaderos y justos. Él ha condenado a la famosa Prostituta que corrompía la tierra con su lujuria, y ha vengado en ella la sangre de sus servidores».
3 Y volvieron a decir: «¡Aleluya! La humareda de la Ciudad se eleva por los siglos de los siglos».
4 Entonces los veinticuatro Ancianos y los cuatro Seres Vivientes se postraron para adorar a Dios, que está sentado en el trono, y exclamaban: «¡Amén, aleluya!».
5 Luego salió del trono una voz que decía: «Alaben a nuestro Dios, ustedes, sus servidores, los que lo temen, pequeños y grandes».
6 Y oí algo parecido al clamor de una enorme multitud, al estruendo de una catarata y al estallido de violentos truenos. Y decían: «¡Aleluya! Porque el Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido su Reino.
7 Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado,
Pasión voluntaria de Cristo, siervo de Dios. Miércoles 22 de septiembre de 2004
Primera Carta de san Pedro 2,21‑25
1. Hoy, al escuchar el himno tomado del capítulo 2 de la primera carta de san Pedro, se ha perfilado de un modo muy vivo ante nuestros ojos el rostro de Cristo sufriente. Eso sucedía a los lectores de aquellacarta en los primeros tiempos del cristianismo y eso mismo ha sucedido a lo largo de los siglos durante la proclamación litúrgica de la palabra de Dios y en la meditación personal.
Este canto, insertado en la carta, presenta una tonalidad litúrgica y parece reflejar el espíritu de oración de la Iglesia de los orígenes (cf. Col 1,15‑20; Flp 2,6‑11; 1Tm 3,16). Está marcado también por un diálogo ideal entre el autor y los lectores, en el que se alternan los pronombres personales "nosotros" y "vosotros": "Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas... Llevó nuestros pecados en su cuerpo (...) a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; con sus llagas hemos sido curados" (1P 2,21. 24‑25).
2. Pero el pronombre que más se repite, en el original griego, es V, que aparece al inicio de los principales versículos (cf.1P 2,22. 23. 24): equivale a "él", el Cristo sufriente; él, que no cometió pecado; él, que al ser insultado no respondía con insultos; él, que al padecer no amenazaba; él, que en la cruz cargó con los pecados de la humanidad para borrarlos.
El pensamiento de san Pedro, como también el de los fieles que rezan este himno, sobre todo en la liturgia de las Vísperas del tiempo de Cuaresma, se dirige al Siervo de Yahveh descrito en el célebre cuarto canto del libro del profeta Isaías. Es un personaje misterioso, interpretado por el cristianismo en clave mesiánica y cristológica, porque anticipa los detalles y el significado de la pasión de Cristo: "Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores (...) Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (...). Con sus llagas hemos sido curados. (...) Fue maltratado, y él se humilló y no abrió la boca" (Is 53,4. 5. 7).
También el perfil de la humanidad pecadora trazado con la imagen de unas ovejas descarriadas, en un versículo que no recoge la liturgia de las Vísperas (cf. 1 P 2, 25), procede de aquel antiguo canto profético: "Todos nosotros éramos como ovejas descarriadas; cada uno seguía su camino" (Is 53,6).
3. Así pues, son dos las figuras que se cruzan en el himno de la carta de san Pedro. Ante todo, está él, Cristo, que emprende el arduo camino de la pasión, sin oponerse a la injusticia y a la violencia, sin recriminaciones ni protestas, sino poniéndose a sí mismo y poniendo su dolorosa situación "en manos del que juzga justamente" (1 P 2,23). Un acto de confianza pura y absoluta, que culminará en la cruz con las célebres últimas palabras, pronunciadas a voz en grito como extremo abandono a la obra del Padre: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46; cf. Sal 30,6).
Por tanto, no se trata de una resignación ciega y pasiva, sino de una valiente confianza, destinada a servir de ejemplo para todos los discípulos que recorrerán la senda oscura de la prueba y la persecución.
4. Cristo se presenta como el Salvador, solidario con nosotros en su "cuerpo" humano. Al nacer de la Virgen María, se hizo nuestro hermano. Por ello, puede estar a nuestro lado, compartir nuestro dolor, cargar con nuestras enfermedades, "con nuestros pecados" (1P 2,24). Pero él es también y siempre el Hijo de Dios, y esta solidaridad suya con nosotros resulta radicalmente transformadora, liberadora, expiatoria y salvífica (cf. 1P2,24).
Y, así, nuestra pobre humanidad, apartada de los caminos desviados y perversos del mal, es conducida de nuevo por las sendas de la "justicia", es decir, del bello proyecto de Dios. La última frase del himno es particularmente conmovedora. Reza así: "Con sus llagas hemos sido curados" (1P 2,25). Manifiesta el alto precio que Cristo ha pagado para conseguirnos la salvación.
5. Para concluir, cedamos la palabra a los Padres de la Iglesia, es decir, a la tradición cristiana que ha meditado y rezado con este himno de san Pedro.
San Ireneo de Lyon, en un pasaje de su tratado Contra las herejías, entrelazando una expresión de este himno con otras reminiscencias bíblicas, sintetiza así la figura de Cristo Salvador: "Uno y el mismo es Jesucristo el Hijo de Dios, que por su pasión nos reconcilió con Dios y resucitó de entre los muertos, está sentado a la derecha del Padre, y es perfecto en todas las cosas; es el mismo que, golpeado no devolvía los golpes, "mientras padecía no profirió amenazas" (1P 2,23); el que, víctima de la tiranía, mientras sufría rogaba al Padre que perdonara a aquellos mismos que lo crucificaban (cf. Lc 23,34). Él nos salvó; él mismo es el Verbo de Dios, el Unigénito del Padre, Cristo Jesús nuestro Señor" (III, 16,9).
Primera carta de san Pedro 2,21‑25
21 A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas.
22 El no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca.
23 Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente.
24 El llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados.
25 Porque antes andaban como ovejas perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes.
Las nupcias del Rey. Miércoles 29 de septiembre de 2004
Salmo 44
1. "Recito mis versos a un rey". Estas palabras, con las que se abre el salmo 44, orientan al lector sobre el carácter fundamental de este himno. El escriba de corte que lo compuso nos revela enseguida que se trata de un carmen en honor del soberano israelita. Más aún, recorriendo los versículos de la composición, nos damos cuenta de estar en presencia de un epitalamio, o sea, de un cántico nupcial.
Los estudiosos se han esforzado por identificar las coordenadas históricas del salmo basándose en algunos indicios —como la relación de la reina con la ciudad fenicia de Tiro (cf. v. 13)—, pero sin llegar a una identificación precisa de la pareja real. Es relevante que en la escena haya un rey israelita, porque esto ha permitido a la tradición judía transformar el texto en canto al rey Mesías, y a la tradición cristiana releer el salmo en clave cristológica y, por la presencia de la reina, también en perspectiva mariológica.
2. La liturgia de las Vísperas nos propone usar este salmo como oración, articulándolo en dos momentos. Ahora hemos escuchado la primera parte (cf. vv. 2‑10), que, después de la introducción ya evocada por el escriba autor del texto (cf. v. 2), presenta un espléndido retrato del soberano que está a punto de celebrar su boda.
Por eso, el judaísmo ha reconocido en el salmo 44 un canto nupcial, que exalta la belleza y la intensidad del don de amor entre los cónyuges. En particular, la mujer puede repetir con el Cantar de los cantares:"Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado" (Ct 2,16). "Yo soy para mi amado y mi amado es para mí" (Ct 6,3).
3. El perfil del esposo real está trazado de modo solemne, con el recurso a todo el aparato de una escena de corte. Lleva las insignias militares (Sal 44,4‑6), a las que se añaden suntuosos vestidos perfumados, mientras en el fondo brillan los palacios revestidos de marfil, con sus salas grandiosas en las que suena música (cf. vv. 9‑10). En el centro se encuentra el trono, y se menciona el cetro, dos signos del poder y de la investidura real (cf. vv. 7‑8).
Al llegar aquí, quisiéramos subrayar dos elementos. Ante todo, la belleza del esposo, signo de un esplendor interior y de la bendición divina: "Eres el más bello de los hombres" (v. 3). Precisamente apoyándose en este versículo la tradición cristiana representó a Cristo con forma de hombre perfecto y fascinante. En un mundo caracterizado a menudo por la fealdad y la descortesía, esta imagen es una invitación a reencontrar la via pulchritudinis en la fe, en la teología y en la vida social para ascender a la belleza divina.
4. Sin embargo, la belleza no es un fin en sí misma. La segunda nota que quisiéramos proponer se refiere precisamente al encuentro entre la belleza y la justicia. En efecto, el soberano "cabalga victorioso por la verdad y la justicia" (v. 5); "ama la justicia y odia la impiedad" (v. 8), y su cetro es "cetro de rectitud" (v. 7). La belleza debe conjugarse con la bondad y la santidad de vida, de modo que haga resplandecer en el mundo el rostro luminoso de Dios bueno, admirable y justo.
En el versículo 7, según los estudiosos, el apelativo "Dios" podría dirigirse al rey mismo, porque, habiendo sido consagrado por el Señor, pertenecería en cierto modo al ámbito divino: "Tu trono, oh Dios, permanece para siempre". O podría ser una invocación al único rey supremo, el Señor, que se inclina sobre el rey Mesías. Ciertamente, la carta a los Hebreos,aplicando el salmo a Cristo, no duda en reconocer la divinidad plena, y no meramente simbólica, al Hijo que entró en su gloria (cf. Hb 1,8‑9).
5. Siguiendo esta lectura cristológica, concluimos remitiéndonos a los Padres de la Iglesia, que atribuyen a cada versículo ulteriores valores espirituales. Así, sobre la frase del salmo en la que se dice que "el Señor bendice eternamente" al rey Mesías (cf. Sal 44, 3), san Juan Crisóstomo elaboró esta aplicación cristológica: "El primer Adán fue colmado de una grandísima maldición; el segundo, en cambio, de larga bendición. Aquel había oído: "Maldito en tus obras" (Gn 3,17), y de nuevo: "Maldito quien haga el trabajo del Señor con dejadez" (Jr 48,10), y "Maldito quien no mantenga las palabras de esta Ley" (Dt 27,26) y "Maldito el que cuelga de un árbol" (Dt 21,23). ¿Ves cuántas maldiciones? De todas estas maldiciones te ha liberado Cristo, haciéndose maldición (cf. Ga 3,13): en efecto, así como se humilló para elevarte y murió para hacerte inmortal, así también se ha convertido en maldición para colmarte de bendición. ¿Qué puedes comparar con esta bendición, cuando por medio de una maldición te concede una bendición? En efecto, él no tenía necesidad de bendición, pero te la dona a ti" (Expositio in Psalmum XLIV,4: PG 55, 188‑189).
SALMO 44
1 Del maestro de coro. Según la melodía de «Los lirios». De los hijos de Coré. Poema. Canto de amor.
2 Me brota del corazón un hermoso poema,
yo dedico mis versos al rey:
mi lengua es como la pluma de un hábil escribiente.
3 Tú eres hermoso, el más hermoso de los hombres;
la gracia se derramó sobre tus labios,
porque Dios te ha bendecido para siempre.
4 Cíñete, guerrero, la espada a la cintura;
5 con gloria y majestad, avanza triunfalmente;
cabalga en defensa de la verdad y de los pobres.
Tu mano hace justicia y tu derecha, proezas;
6 tus flechas con punzantes, se te rinden los pueblos
y caen desfallecidos los rivales del rey.
7 Tu trono, como el de Dios, permanece para siempre;
el cetro de tu realeza es un cetro justiciero:
8 tú amas la justicia y odias la iniquidad.
Por eso el Señor, tu Dios, prefiriéndote a tus iguales,
te consagró con el óleo de la alegría:
9 tus vestiduras exhalan perfume de mirra, áloe y acacia.
Las arpas te alegran desde los palacios de marfil;
10 una hija de reyes está de pie a tu derecha:
es la reina, adornada con tus joyas y con oro de Ofir.
11 ¡Escucha, hija mía, mira y presta atención!
Olvida tu pueblo y tu casa paterna,
12 y el rey se prendará de tu hermosura.
Él es tu señor: inclínate ante él;
13 la ciudad de Tiro vendrá con regalos
y los grandes del pueblo buscarán tu favor.
14 Embellecida con corales engarzados en oro
15 y vestida de brocado, es llevada hasta el rey.
Las vírgenes van detrás, sus compañeras la guían,
16 con gozo y alegría entran al palacio real.
17 Tus hijos ocuparán el lugar de tus padres,
y los pondrás como príncipes por toda la tierra.
18 Yo haré célebre tu nombre por todas las generaciones;
por eso, los pueblos te alabarán eternamente.
La reina y esposa. Miércoles 6 de octubre de 2004
Salmo 44
1. El dulce retrato femenino que nos acaban de presentar constituye el segundo cuadro del díptico del que se compone el salmo 44, un canto nupcial sereno y gozoso, que leemos en la liturgia de las Vísperas. Así, después de contemplar al rey que celebra sus bodas (cf. vv. 2‑10), ahora nuestros ojos se fijan en la figura de la reina esposa (cf. vv. 11‑18). Esta perspectiva nupcial nos permite dedicar el salmo a todas las parejas que viven con intensidad y vitalidad interior su matrimonio, signo de un "gran misterio", como sugiere san Pablo, el del amor del Padre a la humanidad y de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5,32). Sin embargo, el salmo abre también otro horizonte.
En efecto, entra en escena el rey judío y, precisamente en esta perspectiva, la tradición judía sucesiva ha visto en él un perfil del Mesías davídico, mientras que el cristianismo ha transformado el himno en un canto en honor de Cristo.
2. Con todo, ahora, nuestra atención se fija en el perfil de la reina que el poeta de corte, autor del salmo (cf. Sal 44,2), traza con gran delicadeza y sentimiento. La indicación de la ciudad fenicia de Tiro (cf. v. 13) hace suponer que se trata de una princesa extranjera. Así asume un significado particular la invitación a olvidar el pueblo y la casa paterna (cf. v. 11), de la que la princesa se tuvo que alejar.
La vocación nupcial es un acontecimiento trascendental en la vida y cambia la existencia, como ya se constata en el libro del Génesis: "Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y vendrán a ser una sola carne" (Gn 2,24). La reina esposa avanza ahora, con su séquito nupcial que lleva los dones, hacia el rey, prendado de su belleza (cf. Sal 44,12‑13).
3. Es notable la insistencia con que el salmista exalta a la mujer: está "llena de esplendor" (v. 14), y esa magnificencia se manifiesta en su vestido nupcial, recamado en oro y enriquecido con preciosos brocados (cf. vv. 14‑15).
La Biblia ama la belleza como reflejo del esplendor de Dios mismo; incluso los vestidos pueden ser signo de una luz interior resplandeciente, del candor del alma.
El pensamiento se remonta, por un lado, a las páginas admirables del Cantar de los cantares (cf. capítulos 4 y 5) y, por otro, a la página del Apocalipsis donde se describen "las bodas del Cordero", es decir, de Cristo, con la comunidad de los redimidos, destacando el valor simbólico de los vestidos nupciales: "Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura. El lino son las buenas acciones de los santos" (Ap 19,7‑8).
4. Además de la belleza, se exalta la alegría que reina en el jubiloso "séquito de vírgenes", o sea, las damas que acompañan a la esposa "entre alegría y algazara" (cf. Sal 44,15‑16). La alegría genuina, mucho más profunda que la meramente externa, es expresión de amor, que participa en el bien de la persona amada con serenidad de corazón.
Ahora bien, según los augurios con que concluye el salmo, se vislumbra otra realidad radicalmente intrínseca al matrimonio: la fecundidad. En efecto, se habla de "hijos" y de "generaciones" (cf. vv. 17‑18). El futuro, no sólo de la dinastía sino también de la humanidad, se realiza precisamente porque la pareja ofrece al mundo nuevas criaturas.
Se trata de un tema importante en nuestros días, en el Occidente a menudo incapaz de garantizar su futuro mediante la generación y la tutela de nuevas criaturas, que prosigan la civilización de los pueblos y realicen la historia de la salvación.
5. Muchos Padres de la Iglesia, como es sabido, han interpretado el retrato de la reina aplicándolo a María, desde la exhortación inicial: "Escucha, hija, mira, inclina el oído..." (v. 11). Así sucedió, por ejemplo, en la Homilía sobre la Madre de Dios de Crisipo de Jerusalén, un monje capadocio de los fundadores del monasterio de San Eutimio, en Palestina, que, después de su ordenación sacerdotal, fue guardián de la santa cruz en la basílica de la Anástasis en Jerusalén.
"A ti se dirige mi discurso —dice, hablando a María—, a ti que debes convertirte en esposa del gran rey; mi discurso se dirige a ti, que estás a punto de concebir al Verbo de Dios, del modo que él conoce. (...) "Escucha, hija, mira, inclina el oído". En efecto, se cumple el gozoso anuncio de la redención del mundo. Inclina el oído y lo que vas a escuchar te elevará el corazón. (...) "Olvida tu pueblo y la casa paterna": no prestes atención a tu parentesco terreno, pues tú te transformarás en una reina celestial. Y escucha —dice— cuánto te ama el Creador y Señor de todo. En efecto, dice, "prendado está el rey de tu belleza": el Padre mismo te tomará por esposa; el Espíritu dispondrá todas las condiciones que sean necesarias para este desposorio. (...) No creas que vas a dar a luz a un niño humano, "porque él es tu Señor y tú lo adorarás". Tu Creador se ha hecho hijo tuyo; lo concebirás y, juntamente con los demás, lo adorarás como a tu Señor" (Testi mariani del primo millennio,I, Roma 1998, pp. 605‑606).
SALMO 44
1 Del maestro de coro. Según la melodía de «Los lirios». De los hijos de Coré. Poema. Canto de amor.
2 Me brota del corazón un hermoso poema,
yo dedico mis versos al rey:
mi lengua es como la pluma de un hábil escribiente.
3 Tú eres hermoso, el más hermoso de los hombres;
la gracia se derramó sobre tus labios,
porque Dios te ha bendecido para siempre.
4 Cíñete, guerrero, la espada a la cintura;
5 con gloria y majestad, avanza triunfalmente;
cabalga en defensa de la verdad y de los pobres.
Tu mano hace justicia y tu derecha, proezas;
6 tus flechas con punzantes, se te rinden los pueblos
y caen desfallecidos los rivales del rey.
7 Tu trono, como el de Dios, permanece para siempre;
el cetro de tu realeza es un cetro justiciero:
8 tú amas la justicia y odias la iniquidad.
Por eso el Señor, tu Dios, prefiriéndote a tus iguales,
te consagró con el óleo de la alegría:
9 tus vestiduras exhalan perfume de mirra, áloe y acacia.
Las arpas te alegran desde los palacios de marfil;
10 una hija de reyes está de pie a tu derecha:
es la reina, adornada con tus joyas y con oro de Ofir.
11 ¡Escucha, hija mía, mira y presta atención!
Olvida tu pueblo y tu casa paterna,
12 y el rey se prendará de tu hermosura.
Él es tu señor: inclínate ante él;
13 la ciudad de Tiro vendrá con regalos
y los grandes del pueblo buscarán tu favor.
14 Embellecida con corales engarzados en oro
15 y vestida de brocado, es llevada hasta el rey.
Las vírgenes van detrás, sus compañeras la guían,
16 con gozo y alegría entran al palacio real.
17 Tus hijos ocuparán el lugar de tus padres,
y los pondrás como príncipes por toda la tierra.
18 Yo haré célebre tu nombre por todas las generaciones;
por eso, los pueblos te alabarán eternamente.
Dios salvador. Miércoles 13 de octubre de 2004
Carta a los Efesios 1
1. Estamos ante el solemne himno de bendición que abre la carta a los Efesios, una página de gran densidad teológica y espiritual, expresión admirable de la fe y quizá de la liturgia de la Iglesia de los tiempos apostólicos.
Cuatro veces, en todas las semanas en las que se articula la liturgia de las Vísperas, se propone el himno para que el fiel pueda contemplar y gustar este grandioso icono de Cristo, centro de la espiritualidad y del culto cristiano, pero también principio de unidad y de sentido del universo y de toda la historia. La bendición se eleva de la humanidad al Padre que está en los cielos (cf. v. 3), a partir de la obra salvífica del Hijo.
2. Ella inicia en el eterno proyecto divino, que Cristo está llamado a realizar. En este designio brilla ante todo nuestra elección para ser "santos e irreprochables", no tanto en el ámbito ritual —como parecerían sugerir estos adjetivos utilizados en el Antiguo Testamento para el culto sacrificial—, cuanto "por el amor" (cf. v. 4). Por tanto, se trata de una santidad y de una pureza moral, existencial, interior.
Sin embargo, el Padre tiene en la mente una meta ulterior para nosotros: a través de Cristo nos destina a acoger el don de la dignidad filial, convirtiéndonos en hijos en el Hijo y en hermanos de Jesús (cf. Rm 8,15. 23; 9,4; Ga 4,5). Este don de la gracia se infunde por medio de "su querido Hijo", el Unigénito por excelencia (cf. vv. 5‑6).
3. Por este camino el Padre obra en nosotros una transformación radical: una liberación plena del mal, "la redención mediante la sangre" de Cristo, "el perdón de los pecados" a través del "tesoro de su gracia" (cf. v. 7). La inmolación de Cristo en la cruz, acto supremo de amor y de solidaridad, irradia sobre nosotros una onda sobreabundante de luz, de "sabiduría y prudencia" (cf. v. 8). Somos criaturas transfiguradas: cancelado nuestro pecado, conocemos de modo pleno al Señor. Y al ser el conocimiento, en el lenguaje bíblico, expresión de amor, nos introduce más profundamente en el "misterio" de la voluntad divina (cf. v. 9).
4. Un "misterio", o sea, un proyecto trascendente y perfecto, cuyo contenido es un admirable plan salvífico: "recapitular en Cristo todas las cosas, del cielo y de la tierra" (v. 10). El texto griego sugiere que Cristo se ha convertido en kefálaion, es decir, es el punto cardinal, el eje central en el que converge y adquiere sentido todo el ser creado. El mismo vocablo griego remite a otro, apreciado en las cartas a los Efesios y a losColosenses: kefalé, "cabeza", que indica la función que cumple Cristo en el cuerpo de la Iglesia.
Ahora la mirada es más amplia y cósmica, además de incluir la dimensión eclesial más específica de la obra de Cristo. Él ha reconciliado "en sí todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1,20).
5. Concluyamos nuestra reflexión con una oración de alabanza y de acción de gracias por la redención que Cristo ha obrado en nosotros. Lo hacemos con las palabras de un texto conservado en un antiguo papiro del siglo IV.
"Nosotros te invocamos, Señor Dios. Tú lo sabes todo, nada se te escapa, Maestro de verdad. Has creado el universo y velas sobre cada ser. Tú guías por el camino de la verdad a aquellos que estaban en tinieblas y en sombras de muerte. Tú quieres salvar a todos los hombres y darles a conocer la verdad. Todos juntos te ofrecemos alabanzas e himnos de acción de gracias". El orante prosigue: "Nos has redimido, con la sangre preciosa e inmaculada de tu único Hijo, de todo extravío y de la esclavitud. Nos has liberado del demonio y nos has concedido gloria y libertad.
Estábamos muertos y nos has hecho renacer, alma y cuerpo, en el Espíritu. Estábamos manchados y nos has purificado. Te pedimos, pues, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo: confírmanos en nuestra vocación, en la adoración y en la fidelidad". La oración concluye con la invocación: "Oh Señor benévolo, fortalécenos, con tu fuerza. Ilumina nuestra alma con tu consuelo... Concédenos mirar, buscar y contemplar los bienes del cielo y no los de la tierra. Así, por la fuerza de tu gracia, se dará gloria a la potestad omnipotente, santísima y digna de toda alabanza, en Cristo Jesús, el Hijo predilecto, con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén" (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 92‑94).
Carta a los Efesios 1
1 Pablo, Apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, saluda a los santos que creen en Cristo Jesús.
2 Llegue a ustedes la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
3 Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bienes espirituales en el cielo,
4 y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo,
para que fuéramos santos
e irreprochables en su presencia, por el amor.
5 Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad,
6 para alabanza de la gloria de su gracia,
que nos dio en su Hijo muy querido.
7 En él hemos sido redimidos por su sangre
y hemos recibido el perdón de los pecados,
según la riqueza de su gracia,
8 que Dios derramó sobre nosotros,
dándonos toda sabiduría y entendimiento.
9 Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad,
conforme al designio misericordioso
que estableció de antemano en Cristo,
10 para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos:
reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
bajo un solo jefe, que es Cristo.
11 En él hemos sido constituidos herederos,
y destinados de antemano –según el previo designio
del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad–
12 a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo,
para alabanza de su gloria.
13 En él, ustedes,
los que escucharon la Palabra de la verdad,
la Buena Noticia de la salvación,
y creyeron en ella,
también han sido marcados con un sello
por el Espíritu Santo prometido.
14 Ese Espíritu es el anticipo de nuestra herencia
y prepara la redención del pueblo
que Dios adquirió para sí,
para alabanza de su gloria.
Vanidad de las riquezas. Miércoles 20 de octubre de 2004
Salmo 48,1‑13
1. Nuestra meditación sobre el salmo 48 se articulará en dos etapas, precisamente como hace la liturgia de las Vísperas, que nos lo propone en dos tiempos. Comentaremos ahora de modo esencial su primera parte, en la que la reflexión se inspira en una situación de malestar, como en el salmo 72. El justo debe afrontar "días aciagos", porque lo "cercan y lo acechan los malvados", quienes "se jactan de sus inmensas riquezas" (cf. Sal 48, 6‑7).
La conclusión a la que llega el justo se formula como una especie de proverbio, que se encontrará también al final de todo el salmo. Sintetiza de modo límpido el mensaje dominante de la composición poética: "El hombre no comprende en la opulencia, sino que perece como los animales" (v. 13). En otros términos, las "inmensas riquezas" no son una ventaja, ¡al contrario! Es mejor ser pobre y estar unido a Dios.
2. En el proverbio parece resonar la voz austera de un antiguo sabio bíblico, el Eclesiastés o Qohélet, cuando describe el destino aparentemente igual de toda criatura viviente, el de la muerte, que hace completamente vano el aferrarse frenéticamente a las cosas terrenas: "Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano... Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra... Todos caminan hacia una misma meta" (Qo 5,14; 3,19. 20).
3. Una torpeza profunda se apodera del hombre cuando se ilusiona con evitar la muerte afanándose en acumular bienes materiales: por ello el salmista habla de un "no comprender" de índole casi irracional.
Sea como fuere, todas las culturas y todas las espiritualidades han analizado este tema, que Jesús expone en su esencia de modo definitivo cuando declara: "Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes" (Lc 12,15). Él narra también la famosa parábola del rico necio, que acumula bienes en exceso, sin imaginar que la muerte le está tendiendo una emboscada (cf. Lc 12,16‑21).
4. La primera parte del salmo está centrada por completo precisamente en esta ilusión que conquista el corazón del rico. Este está convencido de que puede "comprarse" también la muerte, casi intentando corromperla, un poco como ha hecho para obtener todas las demás cosas, o sea, el éxito, el triunfo sobre los demás en el ámbito social y político, la prevaricación impune, la saciedad, las comodidades, los placeres.
Pero el salmista no duda en considerar necia esta pretensión. Recurre a un vocablo que tiene un valor también financiero, "rescate": "Nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate. Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa" (vv. 8‑10).
5. El rico, aferrado a su inmensa fortuna, está convencido de lograr dominar también la muerte, así como ha mandado en todo y a todos con el dinero. Pero por ingente que sea la suma que esté dispuesto a ofrecer, su destino último será inexorable. En efecto, al igual que todos los hombres y mujeres, ricos o pobres, sabios o ignorantes, deberá encaminarse a la tumba, lo mismo que les ha sucedido a los potentes, y deberá dejar en la tierra el oro tan amado, los bienes materiales tan idolatrados (cf. vv. 11‑12).
Jesús dirigirá a sus oyentes esta pregunta inquietante: "¿Qué puede dar el hombre a cambio de su vida?" (Mt 16,26). Ningún cambio es posible, porque la vida es don de Dios, que "tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12,10).
6. Entre los Padres que han comentado el salmo 48 merece una atención particular san Ambrosio, que ensancha su sentido según una visión más amplia, en concreto, a partir de la invitación inicial del salmista: "Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe".
El antiguo obispo de Milán comenta: "Reconocemos aquí, precisamente al inicio, la voz del Señor salvador que llama a los pueblos a la Iglesia, para que renuncien al pecado, se conviertan en seguidores de la verdad y reconozcan la ventaja de la fe". Por lo demás, "todos los corazones de las diversas generaciones humanas estaban contaminados por el veneno de la serpiente y la conciencia humana, esclava del pecado, no era capaz de apartarse de él". Por eso el Señor, "por iniciativa suya, promete el perdón en la generosidad de su misericordia, para que el culpable ya no tenga miedo, sino que, con plena conciencia, se alegre de ofrecer ahora sus servicios de siervo al Señor bueno, que ha sabido perdonar los pecados y premiar las virtudes" (Commento a dodici Salmi, n. 1:SAEMO, VIII, Milán‑Roma 1980, p. 253).
7. En estas palabras del salmo se siente resonar la invitación evangélica: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo" (Mt 11,28‑29). San Ambrosio continúa: "Como uno que vendrá a visitar a los enfermos, como un médico que vendrá a curar nuestras llagas dolorosas, así él nos ofrece la curación, para que los hombres lo sientan bien y todos corran con confiada solicitud a recibir el remedio de la curación... Llama a todos los pueblos al manantial de la sabiduría y del conocimiento, promete a todos la redención, para que nadie viva en la angustia, nadie viva en la desesperación" (n. 2: ib., pp. 253‑255).
SALMO 48,1‑13
1 Del maestro de coro. De los hijos de Coré. Salmo.
2 Oigan esto, todos los pueblos;
escuchen, todos los habitantes del mundo:
3 tanto los humildes como los poderosos,
el rico lo mismo que el pobre.
4 Mi boca hablará sabiamente,
mis reflexiones serán muy sensatas.
5 Voy a inspirarme para componer un proverbio,
revelaré mi enigma al son de la cítara.
6 ¿Por qué voy a temer en los momentos de peligro,
cuando me rodea la maldad de mis opresores,
7 de esos que confían en sus riquezas
y se jactan de su gran fortuna?
8 No, nadie puede rescatarse a sí mismo
ni pagar a Dios el precio de su liberación,
10 para poder seguir viviendo eternamente
sin llegar a ver el sepulcro:
9 el precio de su rescate es demasiado caro,
y todos desaparecerán para siempre.
11 Cualquiera ve que mueren los sabios,
necios e ignorantes perecen por igual,
y dejan a otros sus riquezas:
12 la tumba es su residencia perpetua,
su morada por los siglos de los siglos,
por más que hayan poseído muchas tierras.
13 Ningún hombre permanece en la opulencia,
sino que muere lo mismo que los animales:
La riqueza humana no salva. Miércoles 27 de octubre de 2004
Salmo 48,14‑21
1. La liturgia de Vísperas, en su desarrollo progresivo, nos vuelve a presentar el salmo 48, de estilo sapiencial, cuya segunda parte (cf. vv. 14‑21) se acaba de proclamar. Al igual que la anterior (cf. vv. 1‑13), que ya hemos comentado, también esta sección del salmo condena la falsa esperanza engendrada por la idolatría de la riqueza. Se trata de una de las tentaciones constantes de la humanidad: aferrándose al dinero, al que se considera dotado de una fuerza invencible, los hombres se engañan creyendo que pueden "comprar también la muerte", alejándola de sí.
2. En realidad, la muerte irrumpe con su capacidad de demoler cualquier ilusión, eliminando todos los obstáculos, humillando toda confianza en sí mismo (cf. v. 14) y encaminando a ricos y pobres, soberanos y súbditos, necios y sabios, al más allá. Es eficaz la imagen que el salmista utiliza, presentando la muerte como un pastor que guía con mano firme al rebaño de las criaturas corruptibles (cf. v. 15). Por consiguiente, el salmo 48 nos propone una meditación realista y severa sobre la muerte, meta ineludible fundamental de la existencia humana.
A menudo, de todos los modos posibles tratamos de ignorar esta realidad, esforzándonos por no pensar en ella. Pero este esfuerzo, además de inútil, es inoportuno. En efecto, la reflexión sobre la muerte resulta benéfica, porque relativiza muchas realidades secundarias a las que, por desgracia, hemos atribuido un carácter absoluto, como la riqueza, el éxito, el poder... Por eso, un sabio del Antiguo Testamento, el Sirácida, advierte: "En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado" (Si 7,36).
3. Pero en nuestro salmo hay un viraje decisivo. El dinero no logra "rescatarnos" de la muerte (cf. Sal 48,8‑9); sin embargo, alguien puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. En efecto, dice el salmista: "Pero a mí Dios me salva, me saca de las garras del abismo" (v. 16).
Así se abre, para el justo, un horizonte de esperanza e inmortalidad. A la pregunta planteada al inicio del salmo (¿Por qué habré de temer?: v. 6), se le da respuesta ahora: "No te preocupes si se enriquece un hombre" (v. 17).
4. El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, carece de bienes, no tiene nada que ofrecer como "rescate" para detener la muerte y evitar su gélido abrazo. Pero he aquí la gran sorpresa: Dios mismo paga el rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, porque él es el único que puede derrotar a la muerte, inexorable para las criaturas humanas.
Por eso, el salmista invita a "no temer" y a no envidiar al rico, cada vez más arrogante en su gloria (cf. ib.), porque, al llegar a la muerte, se verá despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (cf. vv. 18‑19). En cambio, el fiel no será abandonado por el Señor, que le señalará "el sendero de la vida, lo saciará de gozo en su presencia, de alegría perpetua a su derecha" (cf.Sal 15,11).
5. Así, podríamos poner, como conclusión de la meditación sapiencial del salmo 48, las palabras de Jesús, que nos describe el auténtico tesoro que desafía a la muerte: "No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6,19‑21).
6. En armonía con las palabras de Cristo, san Ambrosio, en su Comentario al salmo 48, reafirma de modo neto y firme la inconsistencia de las riquezas: "Son cosas caducas y se van con más rapidez de la que llegaron. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, porque el hombre que logra superar la borrachera de este mundo y vivir la sobriedad de las virtudes, desprecia todas estas cosas y no da valor alguno al dinero" (Commento a dodici salmi, n. 23: SAEMO VIII, Milán‑Roma 1980, p. 275).
7. El obispo de Milán invita, por consiguiente, a no dejarse atraer ingenuamente por las riquezas y por la gloria humana: "No tengas miedo, ni siquiera cuando veas que se ha agigantado la gloria de algún linaje poderoso. Mirando a fondo con atención, te parecerá vacía si no tiene una brizna de la plenitud de la fe". De hecho, antes de la venida de Cristo, el hombre se encontraba arruinado y vacío: "La ruinosa caída del antiguo Adán nos vació, pero la gracia de Cristo nos llenó. Él se vació a sí mismo para llenarnos a nosotros y para que en la carne del hombre habitara la plenitud de la virtud". San Ambrosio concluye que, precisamente por eso, ahora podemos exclamar, con san Juan: "De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia" (Jn 1,16) (cf.ib.).
SALMO 48,14‑21
14 este es el destino de los que tienen riquezas,
y el final de la gente insaciable.
15 Serán puestos como ovejas en el Abismo,
la Muerte será su pastor;
bajarán derecho a la tumba,
su figura se desvanecerá
y el Abismo será su mansión.
16 Pero Dios rescatará mi vida,
me sacará de las garras del Abismo.
17 No te preocupes cuando un hombre se enriquece
o aumenta el esplendor de su casa:
18 cuando muera, no podrá llevarse nada,
su esplendor no bajará con él.
19 Aunque en vida se congratulaba, diciendo:
«Te alabarán porque lo pasas bien»,
20 igual irá a reunirse con sus antepasados,
con esos que nunca verán la luz.
21 El hombre rico no reflexiona,
y muere lo mismo que los animales.
Himno de los redimidos. Miércoles 3 de noviembre de 2004
Apocalipsis 4,11. 5,8‑12
1. El cántico que nos acaban de proponer marca la liturgia de las Vísperas con la sencillez y la intensidad de una alabanza coral. Pertenece a la solemne visión inicial del Apocalipsis, que presenta una especie de liturgia celestial a la que también nosotros, todavía peregrinos en la tierra, nos asociamos durante nuestras celebraciones eclesiales.
El himno, compuesto por algunos versículos tomados del Apocalipsis y unificados por el uso litúrgico, está construido sobre dos elementos fundamentales. El primero, esbozado brevemente, es la celebración de la obra del Señor: "Tú has creado el universo, por tu voluntad lo que no existía fue creado" (Ap 4,11). En efecto, la creación revela el inmenso poder de Dios. Como dice el libro de la Sabiduría, "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5). De igual modo, el apóstol san Pablo afirma: "Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rm 1,20). Por eso, es necesario elevar el canto de alabanza al Creador para celebrar su gloria.
2. En este contexto puede ser interesante recordar que el emperador Domiciano, bajo cuyo reinado se compuso tal vez el Apocalipsis, se hacía llamar con los títulos "Dominus et deus noster" y exigía que únicamente se dirigieran a él de esa manera (cf. Suetonio, Domiciano, XIII).
Como es obvio, los cristianos se negaban a tributar a una criatura humana, por más poderosa que fuera, esos títulos y sólo dirigían sus aclamaciones de adoración al verdadero "Señor y Dios nuestro", creador del universo (cf. Ap 4,11) y a Aquel que, juntamente con Dios, es "el primero y el último" (cf. Ap 1,17), el que está sentado con Dios, su Padre, en el trono celestial (cf. Ap 3,21): Cristo, muerto y resucitado, simbólicamente representado aquí como un "Cordero de pie", aunque "degollado" (Ap 5,6).
3. Este es, precisamente, el segundo elemento, ampliamente desarrollado, del himno que estamos comentando: Cristo, Cordero inmolado. Los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos lo ensalzan con un canto que comienza con la aclamación: "Eres digno, Señor, de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado" (Ap 5,9).
Así pues, en el centro de la alabanza se encuentra Cristo con su obra histórica de redención. Precisamente por eso él es capaz de descifrar el sentido de la historia: es él quien "abre los sellos" (Ap 5,9) del libro secreto que contiene el proyecto querido por Dios.
4. Pero su obra no consiste sólo en una interpretación, sino que es también un acto de cumplimiento y de liberación. Dado que ha sido "degollado", ha podido "comprar" (Ap 5,9) a hombres que proceden de toda raza, lengua, pueblo y nación.
El verbo griego que se utiliza no remite explícitamente a la historia del Éxodo, en la que no se habla nunca de "comprar" a los israelitas, pero la continuación de la frase contiene una alusión evidente a la célebre promesa hecha por Dios al Israel del Sinaí: "Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19,6).
5. Ahora esa promesa se ha hecho realidad: el Cordero ha constituido, de hecho, para Dios "un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra" (Ap 5,10), y este reino está abierto a la humanidad entera, llamada a formar la comunidad de los hijos de Dios, como recordará san Pedro: "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (1P 2,9).
El concilio Vaticano II hace referencia explícita a estos textos de la primera carta de san Pedro y del libro delApocalipsis, cuando, presentando el "sacerdocio común" que pertenece a todos los fieles, explica las modalidades con las que lo ejercen: "Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras" (Lumen gentium, 10).
6. El himno del libro del Apocalipsis que meditamos hoy se concluye con una aclamación final pronunciada por "miríadas de miríadas" de ángeles (cf. Ap 5,11). Se refiere al "Cordero degollado", al que se atribuye la misma gloria destinada a Dios Padre, porque "es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría y la fuerza" (Ap 5,12). Es el momento de la contemplación pura, de la alabanza gozosa, del canto de amor a Cristo en su misterio pascual.
Esta luminosa imagen de la gloria celestial es anticipada en la liturgia de la Iglesia. En efecto, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, la liturgia es "acción" de Cristo total ("Christus totus"). Los que la celebran aquí, viven ya de algún modo, más allá de los signos, en la liturgia celestial, donde la celebración es totalmente comunión y fiesta. El Espíritu y la Iglesia nos hacen participar en esta liturgia eterna cuando celebramos, en los sacramentos, el misterio de la salvación (cf. nn. 1136 y 1139).
Apocalipsis 4,11. 5,8‑12
11 «Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad».
***
8 Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos,
9 y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones.
10 Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».
11 Y después oí la voz de una multitud de Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por miles y millones,
12 y exclamaban con voz potente: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza».
Dios, única esperanza del justo. Miércoles 10 de noviembre de 2004
Salmo 61
1. Acaban de resonar las dulces palabras del salmo 61, un canto de confianza, que comienza con una especie de antífona, repetida a mitad del texto. Es como una jaculatoria serena y fuerte, una invocación que es también un programa de vida: "Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré" (vv. 2‑3. 6‑7).
2. Sin embargo, este salmo, en su desarrollo, contrapone dos clases de confianza. Son dos opciones fundamentales, una buena y una mala, que implican dos conductas morales diferentes. Ante todo, está la confianza en Dios, exaltada en la invocación inicial, donde entra en escena un símbolo de estabilidad y seguridad, como es la roca, "el alcázar", es decir, una fortaleza y un baluarte de protección.
El salmista reafirma: "De Dios viene mi salvación y mi gloria, él es mi roca firme; Dios es mi refugio" (v. 8). Lo asegura después de aludir a las tramas hostiles de sus enemigos, que tratan de "derribarlo de la altura" (cf. vv. 4‑5).
3. Luego, el orante fija con insistencia su atención crítica en otra clase de confianza, fundada en la idolatría. Es una confianza que lleva a buscar la seguridad y la estabilidad en la violencia, en el robo y en la riqueza.
Por eso, hace una exhortación clara y nítida: "No confiéis en la opresión, no pongáis ilusiones en el robo; y aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón" (v. 11).
Son tres los ídolos que aquí se citan y proscriben como contrarios a la dignidad del hombre y a la convivencia social.
4. El primer dios falso es la violencia, a la que por desgracia la humanidad sigue recurriendo también en nuestros días ensangrentados. Este ídolo va acompañado por un inmenso séquito de guerras, opresiones, prevaricaciones, torturas y crímenes execrables, cometidos sin el más mínimo signo de remordimiento.
El segundo dios falso es el robo, que se manifiesta mediante el chantaje, la injusticia social, la usura, la corrupción política y económica. Demasiada gente cultiva la falsa "ilusión" de que va a satisfacer de este modo su propia codicia.
Por último, la riqueza es el tercer ídolo, en el que el hombre "pone el corazón" con la engañosa esperanza de que podrá salvarse de la muerte (cf. Sal 48) y asegurarse un primado de prestigio y poder.
5. Sirviendo a esta tríada diabólica, el hombre olvida que los ídolos son inconsistentes, más aún, dañinos. Al confiar en las cosas y en sí mismo, se olvida de que es "un soplo..., una apariencia"; más aún, si se pesa en una báscula, resulta "más leve que un soplo" (Sal 61,10; cf. Sal 38,6‑7).
Si fuéramos más conscientes de nuestra caducidad y del límite propio de las criaturas, no elegiríamos la senda de la confianza en los ídolos, ni organizaríamos nuestra vida de acuerdo con una escala de pseudo‑valores frágiles e inconsistentes. Más bien, nos orientaríamos hacia la otra confianza, la que se funda en el Señor, fuente de eternidad y paz. En efecto, sólo él "tiene el poder"; sólo él es fuente de gracia; sólo él es artífice de justicia: "paga a cada uno según sus obras" (cf. Sal 61,12‑13).
6. El concilio Vaticano II aplicó a los sacerdotes la invitación del salmo 61 a "no poner el corazón en las riquezas" (v. 11). El decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros exhorta: "Los sacerdotes no deben de ninguna manera poner su corazón en las riquezas y han de evitar siempre toda codicia y abstenerse cuidadosamente de todo tipo de negocios" (Presbyterorum ordinis, 17).
Sin embargo, esta invitación a evitar la confianza perversa, y a elegir la que nos lleva a Dios, vale para todos y debe convertirse en nuestra estrella polar en la vida diaria, en las decisiones morales y en el estilo de vida.
7. Ciertamente, se trata de un camino arduo, que conlleva también pruebas para el justo y opciones valientes, pero siempre marcadas por la confianza en Dios (cf. Sal 61,2). A esta luz, los Padres de la Iglesia vieron en el orante del salmo 61 la prefiguración de Cristo, y pusieron en sus labios la invocación inicial de adhesión y confianza total en Dios.
A este respecto, en su Comentario al salmo 61, san Ambrosio argumenta así: "Nuestro Señor Jesucristo, al tomar la carne del hombre para purificarla en su persona, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer inmediatamente sino borrar el influjo maléfico del antiguo pecado? Por la desobediencia, es decir, violando los mandamientos divinos, se había infiltrado el pecado. Por eso, ante todo tuvo que restablecer la obediencia, para apagar el foco del pecado... Él personalmente tomó sobre sí la obediencia, para transmitírnosla a nosotros" (Commento a dodici Salmi, 61, 4: SAEMO, VIII, Milán‑Roma 1980, p. 283).
SALMO 61
1 Del maestro de coro. Al estilo de Iedutún. Salmo de David.
2 Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la salvación.
3 Sólo él es mi Roca salvadora;
él es mi baluarte: nunca vacilaré.
4 ¿Hasta cuándo se ensañarán con un hombre
para derribarlo entre todos,
como si fuera un muro inclinado
o un cerco que está por derrumbarse?
5 Sólo piensan en menoscabar mi dignidad
y se complacen en la mentira;
bendicen con la boca
y maldicen con el corazón.
6 Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la esperanza.
7 Sólo él es mi Roca salvadora,
él es mi baluarte: nunca vacilaré.
8 Mi salvación y mi gloria
están en Dios:
él es mi Roca firme,
en Dios está mi refugio.
9 Confíen en Dios constantemente,
ustedes, que son su pueblo,
desahoguen en él su corazón,
porque Dios es nuestro refugio.
10 Los hombres no son más que un soplo,
los poderosos son sólo una ficción:
puestos todos juntos en una balanza,
pesarían menos que el viento.
11 No se fíen de la violencia,
ni se ilusionen con lo robado;
aunque se acrecienten las riquezas
no pongan el corazón en ellas.
12 Dios ha dicho una cosa,
dos cosas yo escuché:
que el poder pertenece a Dios,
13 y a ti, Señor, la misericordia.
Porque tú retribuyes a cada uno
según sus acciones.
Invitación universal a la alabanza divina. Miércoles 17 de noviembre de 2004
Salmo 66
1. "La tierra ha dado su fruto", exclama el salmo 66, que acabamos de proclamar, uno de los textos incluidos en la liturgia de las Vísperas. Esa frase nos hace pensar en un himno de acción de gracias dirigido al Creador por los dones de la tierra, signo de la bendición divina. Pero este elemento natural está íntimamente vinculado al histórico: los frutos de la naturaleza constituyen una ocasión para pedir repetidamente a Dios que bendiga a su pueblo (cf. vv. 2, 7 y 8), de forma que todas las naciones de la tierra se dirijan a Israel, intentando llegar al Dios Salvador a través de él.
Por consiguiente, la composición refleja una perspectiva universal y misionera, en la línea de la promesa divina hecha a Abraham: "En ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra" (Gn 12,3; cf. 18,18; 28,14).
2. La bendición divina implorada para Israel se manifiesta de una forma concreta en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, o sea, en el don de la vida. Por eso, el salmo comienza con un versículo (cf. Sal 66,2) que remite a la célebre bendición sacerdotal referida en el libro de los Números: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6,24‑26).
El tema de la bendición se repite al final del salmo, donde se habla nuevamente de los frutos de la tierra (cf. Sal 66,7‑8). Pero allí se encuentra el tema universalista que confiere a la sustancia espiritual de todo el himno una sorprendente amplitud de horizontes. Es una apertura que refleja la sensibilidad de un Israel ya preparado para confrontarse con todos los pueblos de la tierra. Este salmo probablemente fue compuesto después de la experiencia del exilio en Babilonia, cuando el pueblo ya había iniciado la experiencia de la diáspora entre naciones extranjeras y en nuevas regiones.
3. Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá conocer "los caminos" y "la salvación" del Señor (cf. v. 3), es decir, su plan salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a todos los pueblos y naciones de la tierra, llevando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (cf. v. 5).
Es el gran ideal hacia el que tendemos, es el anuncio que más nos afecta, hecho en el salmo 66 y en muchas páginas proféticas (cf. Is 2,1‑5; 60,1‑22; Jl 4,1‑11; So 3,9‑10; Ml 1,11).
Esta será también la proclamación cristiana, que san Pablo presentará recordando que la salvación de todos los pueblos es el centro del "misterio", es decir, del plan salvífico de Dios: "Los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (Ef 3,6).
4. Israel ya puede pedir a Dios que todas las naciones participen en su alabanza; será un coro universal: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben", se repite en el salmo (cf. Sal 66,4 y 6).
El deseo del salmo anticipa el acontecimiento descrito en la carta a los Efesios cuando alude tal vez al muro que en el templo de Jerusalén mantenía a los paganos separados de los judíos: "Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad. (...) Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2,13‑14. 19).
De ahí se sigue un mensaje para nosotros: debemos derribar los muros de las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de Dios se reúna en armonía a la misma mesa, bendiciendo y alabando al Creador por los dones que concede a todos, sin distinciones (cf. Mt 5,43‑48).
5. La tradición cristiana ha interpretado el salmo 66 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia "la tierra que ha dado su fruto" es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro Señor.
Así, por ejemplo, san Gregorio Magno en la Exposición sobre el primer libro de los Reyes comenta este versículo, apoyándolo con muchos otros pasajes de la Escritura: "A María se la llama con razón "monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto óptimo, es decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la gloria de su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz" (Is 11,1). David, exultando por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel que la Virgen engendró no lo concibió por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Por eso, el Señor dice al rey y profeta David: "Pondré sobre tu trono al fruto de tus entrañas" (Sal 131,11). Por eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la tierra será sublime" (Is 4,2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no fue solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte" (Is 9,5)" (Testi mariani del primo millennio, III, Roma 1990, p. 625).
SALMO 66
1 Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda. Salmo. Canto.
2 Que Dios tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
3 para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
4 ¡Que los pueblos te den gracias, oh Dios,
que todos los pueblos te den gracias!
5 Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
6 ¡Que los pueblos te den gracias, oh Dios,
que todos los pueblos te den gracias!
7 La tierra ha dado su fruto:
el Señor, nuestro Dios, nos bendice.
8 Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.
Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos. Miércoles 24 de noviembre de 2004
Carta a los Colosenses 1
1. Acaba de resonar el gran himno cristológico recogido al inicio de la carta a los Colosenses. En él destaca precisamente la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Sin embargo, el horizonte del himno en seguida se ensancha a la creación y la redención, implicando a todos los seres creados y la historia entera.
En este canto se puede descubrir el sentido de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana, y el Apóstol recoge su voz y su testimonio, aunque imprime al himno su sello propio.
2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (cf. vv. 12‑14), este cántico, que la liturgia de las Vísperas nos propone todas las semanas, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como "primogénito de toda criatura", es decir, engendrado antes de todo ser, afirmando así su eternidad, que trasciende el espacio y el tiempo (cf. vv. 15‑18).
Él es la "imagen", el "icono" visible de Dios, que permanece invisible en su misterio. Esta fue la experiencia de Moisés, cuando, en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó como respuesta: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20; cf. también Jn 14,8‑9).
En cambio, el rostro del Padre, creador del universo, se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: "Por medio de él fueron creadas todas las cosas (...); todo se mantiene en él" (Col, 1,16‑17). Así pues, Cristo, por una parte, es superior a las realidades creadas, pero, por otra, está implicado en su creación. Por eso, podemos verlo como "imagen de Dios invisible", que se hizo cercano a nosotros con el acto de la creación.
3. En la segunda estrofa (cf. vv. 18‑20), la alabanza en honor de Cristo se presenta desde otra perspectiva: la de la salvación, de la redención, de la regeneración de la humanidad creada por él, pero que, por el pecado, había caído en la muerte.
Ahora bien, la "plenitud" de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha puesto en su Hijo hace que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (cf. vv. 19‑20).
4. Por tanto, es celebrado como "el primogénito de entre los muertos" (v. 18). Con su "plenitud" divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo "reconcilia" y "pacifica" todas las realidades, celestes y terrestres. Así las devuelve a su situación originaria, restableciendo la armonía inicial, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Por consiguiente, la creación y la redención están vinculadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.
5. Siguiendo nuestra costumbre, dejemos ahora espacio para la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con la sangre de su sacrificio.
Reflexionando sobre nuestro himno, san Juan Damasceno, en el Comentario a las cartas de san Pablo que se le atribuye, escribe: "San Pablo dice que "por su sangre hemos recibido la redención" (Ef 1,7). En efecto, se dio como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte no podían ser liberados de otro modo, sino mediante aquel que se hizo partícipe con nosotros de la muerte. (...) Por la acción realizada con su venida hemos conocido la naturaleza de Dios anterior a su venida. En efecto, es obra de Dios el haber vencido a la muerte, el haber restituido la vida y el haber llevado nuevamente el mundo a Dios. Por eso dice: "él es imagen de Dios invisible" (Col 1,15), para manifestar que es Dios, aunque no sea el Padre, sino la imagen del Padre, y se identifica con él, aunque no sea él" (I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione, Bolonia 2000, pp. 18 y 23).
San Juan Damasceno concluye, después, con una mirada de conjunto a la obra salvífica de Cristo: "La muerte de Cristo salvó y renovó al hombre; y devolvió a los ángeles la alegría originaria, a causa de los salvados, y unió las realidades inferiores con las superiores. (...) En efecto, hizo la paz y suprimió la enemistad. Por eso, los ángeles decían: "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra"" (ib., p. 37).
Carta a los Colosenses 1
1 Pablo, Apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y el hermano Timoteo
2 saludan a los santos de Colosas, sus fieles hermanos en Cristo. Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre.
3 Damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando sin cesar por ustedes,
4 desde que nos hemos enterado de la fe que tienen en Cristo Jesús y del amor que demuestran a todos los santos,
5 a causa de la esperanza que les está reservada en el cielo. Ustedes oyeron anunciar esta esperanza por medio de la Palabra de la verdad, de la Buena Noticia
6 que han recibido y que se extiende y fructifica en el mundo entero. Eso mismo sucede entre ustedes, desde que oyeron y comprendieron la gracia de Dios en toda su verdad,
7 al ser instruidos por Epafras, nuestro querido compañero en el servicio de Dios. Él es para ustedes un fiel ministro de Cristo,
8 y por él conocimos el amor que el Espíritu les inspira.
9 Por eso, desde que nos enteramos de esto, oramos y pedimos sin cesar por ustedes, para que Dios les haga conocer perfectamente su voluntad, y les dé con abundancia la sabiduría y el sentido de las cosas espirituales.
10 Así podrán comportarse de una manera digan del Señor, agradándolo en todo, fructificando en toda clase de obras buenas y progresando en el conocimiento de Dios.
11 Fortalecidos plenamente con el poder de su gloria, adquirirán una verdadera firmeza y constancia de ánimo,
12 y darán gracias con alegría al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos.
13 Porque él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido,
14 en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados.
15 Él es la Imagen del Dios invisible,
el Primogénito de toda la creación,
16 porque en él fueron creadas todas las cosas,
tanto en el cielo como en la tierra
los seres visibles y los invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades:
todo fue creado por medio de él y para él.
17 El existe antes que todas las cosas
y todo subsiste en él.
18 Él es también la Cabeza del Cuerpo,
es decir, de la Iglesia.
Él es el Principio,
el Primero que resucitó de entre los muertos,
a fin de que él tuviera la primacía en todo,
19 porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud.
20 Por él quiso reconciliar consigo
todo lo que existe en la tierra y en el cielo,
restableciendo la paz por la sangre de su cruz.
21 Antes, a causa de sus pensamientos y sus malas obras, ustedes eran extraños y enemigos de Dios.
22 Pero ahora, él los ha reconciliado en el cuerpo carnal de su Hijo, entregándolo a la muerte, a fin de que ustedes pudieran presentarse delante de él como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable.
23 Para esto es necesario que ustedes permanezcan firmes y bien fundados en la fe, sin apartarse de la esperanza transmitida por la Buena Noticia que han oído y que fue predicada a todas las criaturas que están bajo el cielo y de la cual yo mismo, Pablo, fui constituido ministro.
24 Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia.
25 En efecto, yo fui constituido ministro de la Iglesia, porque de acuerdo con el plan divino, he sido encargado de llevar a su plenitud entre ustedes la Palabra de Dios,
26 el misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad y que ahora Dios quiso manifestar a sus santos.
27 A ellos les ha revelado cuánta riqueza y gloria contiene para los paganos este misterio, que es Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria.
28 Nosotros anunciamos a Cristo, exhortando a todos los hombres e instruyéndolos en la verdadera sabiduría, a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo.
29 Por esta razón, me fatigo y lucho con la fuerza de Cristo que obra en mí poderosamente.
Poder real del Mesías. Miércoles 1 de diciembre de 2004
Salmo 71, 1‑11
1. La liturgia de las Vísperas, cuyos salmos y cánticos estamos comentando progresivamente, propone en dos etapas uno de los salmos más apreciados en la tradición judía y cristiana, el salmo 71, un canto real que los Padres de la Iglesia meditaron e interpretaron en clave mesiánica.
Acabamos de escuchar el primer gran movimiento de esta solemne plegaria (cf. vv. 1‑11)
Comienza con una intensa invocación coral a Dios para que conceda al soberano el don fundamental para el buen gobierno: la justicia. Esta se aplica sobre todo con respecto a los pobres, los cuales, por el contrario, de ordinario suelen ser las víctimas del poder.
Conviene notar la particular insistencia con que el salmista pone de relieve el compromiso moral de regir al pueblo de acuerdo con la justicia y el derecho: "Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. (...) Que él defienda a los humildes del pueblo" (vv. 1‑2. 4).
Del mismo modo que el Señor rige el mundo con justicia (cf. Sal 35,7), así también debe actuar el rey, que es su representante visible en la tierra —según la antigua concepción bíblica— siguiendo el modelo de su Dios.
2. Si se violan los derechos de los pobres, no sólo se realiza un acto políticamente incorrecto y moralmente inicuo. Para la Biblia se perpetra también un acto contra Dios, un delito religioso, porque el Señor es el tutor y el defensor de los pobres y de los oprimidos, de las viudas y de los huérfanos (cf. Sal 67,6), es decir, de los que no tienen protectores humanos.
Es fácil intuir la razón por la cual la tradición, ya desde la caída de la monarquía de Judá (siglo VI antes de Cristo), sustituyó la figura, con frecuencia decepcionante, del rey davídico con la fisonomía luminosa y gloriosa del Mesías, en la línea de la esperanza profética manifestada por Isaías: "Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra" (Is 11,4). O, según el anuncio de Jeremías: "Mirad que vienen días —oráculo de Yahveh— en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra" (Jr 23,5).
3. Después de esta viva y apasionada imploración del don de la justicia, el Salmo ensancha el horizonte y contempla el reino mesiánico‑real, que se despliega a lo largo de las coordenadas del tiempo y del espacio. En efecto, por un lado, se exalta su larga duración en la historia (cf. Sal 71,5. 7). Las imágenes de tipo cósmico son muy vivas: el paso de los días al ritmo del sol y de la luna, pero también el de las estaciones, con la lluvia y la floración.
Por consiguiente, se habla de un reino fecundo y sereno, pero siempre marcado por dos valores fundamentales: la justicia y la paz (cf. v. 7). Estos son los signos del ingreso del Mesías en nuestra historia. Desde esta perspectiva, es iluminador el comentario de los Padres de la Iglesia, que ven en ese rey‑Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.
4. Así, san Cirilo de Alejandría, en su Explanatio in Psalmos, afirma que el juicio que Dios da al rey es el mismo del que habla san Pablo: "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza" (Ef 1,10). En efecto, "en sus días florecerá la justicia y la paz" equivale a decir: "en los días de Cristo, por medio de la fe, florecerá para nosotros la justicia, y al volvernos hacia Dios florecerá para nosotros la paz en abundancia". Por lo demás, precisamente nosotros somos los "pobres" y los "hijos de los pobres" a los que este rey socorre y salva. Y si ante todo "llama "pobres" a los santos apóstoles, porque eran pobres de espíritu, también a nosotros nos ha salvado en cuanto "hijos de los pobres", justificándonos y santificándonos en la fe por medio del Espíritu" (PG LXIX, 1180).
5. Por otro lado, el salmista define también el ámbito espacial dentro del cual se sitúa la realeza de justicia y de paz del rey‑Mesías (cf. Sal 71,8‑11). Aquí entra en escena una dimensión universalista que va desde el Mar Rojo o desde el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, desde el Éufrates, el gran "río" oriental, hasta los últimos confines de la tierra (cf. v. 8), a los que se alude citando a Tarsis y las islas, los territorios occidentales más remotos según la antigua geografía bíblica (cf. v. 10). Es una mirada que se extiende sobre todo el mapa del mundo entonces conocido, que abarca a los árabes y a los nómadas, a los soberanos de Estados remotos e incluso a los enemigos, en un abrazo universal a menudo cantado por los salmos (cf. Sal 46,10; 86,1‑7) y por los profetas (cf. Is 2,1‑5; 60,1‑22; Ml 1,11).
La culminación ideal de esta visión podría formularse precisamente con las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los Evangelios aplicarán a Cristo: "Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey, que viene a ti justo (...). Destruirá los carros de Efraím, los caballos de Jerusalén; romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra" (Zc 9,9‑10; cf. Mt 21,5).
SALMO 71,1‑11
1 Oh Dios, concede tu justicia al rey
y tu rectitud al descendiente de reyes,
2 para que gobierne a tu pueblo con justicia
y a tus pobres con rectitud.
3 Que las montañas traigan al pueblo la paz,
y las colinas, la justicia;
4 que él defienda a los humildes del pueblo,
socorra a los hijos de los pobres
y aplaste al opresor.
5 Que dure tanto como el sol y la luna,
a lo largo de las generaciones;
6 que sea como lluvia que cae sobre el césped
y como chaparrones que riegan la tierra.
7 Que en sus días florezca la justicia
y abunde la paz, mientras dure la luna;
8 que domine de un mar hasta el otro,
y desde el Río hasta los confines de la tierra.
9 Que se inclinen ante él las tribus del desierto,
y sus enemigos muerdan el polvo;
10 que los reyes de Tarsis y de las costas lejanas
le paguen tributo.
Que los reyes de Arabia y de Sebá
le traigan regalos;
11 que todos los reyes le rindan homenaje
y lo sirvan todas las naciones.
Reino de paz y de bendición. Miércoles 15 de diciembre de 2004
Salmo 71,12‑19
1. La liturgia de las Vísperas, que estamos comentando en la serie de sus salmos, nos propone en dos etapas distintas el salmo 71, un himno real‑mesiánico. Después de meditar en la primera parte (cf. vv. 1‑11), ahora reflexionaremos sobre el segundo movimiento poético y espiritual de este canto dedicado a la figura gloriosa del rey Mesías (cf. vv. 12‑19). Sin embargo, debemos señalar inmediatamente que el final —los últimos dos versículos (cf. vv. 18‑19)— es en realidad una añadidura litúrgica sucesiva al salmo.
En efecto, se trata de una breve pero intensa bendición con la que se debía concluir el segundo de los cinco libros en los que la tradición judía había subdividido la colección de los 150 salmos: este segundo libro había comenzado con el salmo 41, el de la cierva sedienta, símbolo luminoso de la sed espiritual de Dios. Ahora, esa secuencia de salmos se concluye con un canto de esperanza en una época de paz y justicia, y las palabras de la bendición final son una exaltación de la presencia eficaz del Señor tanto en la historia de la humanidad, donde "hace maravillas" (Sal 71,18), como en el universo creado, lleno de su gloria (cf. v. 19).
2. Como ya sucede en la primera parte del salmo, el elemento decisivo para reconocer la figura del rey mesiánico es sobre todo la justicia y su amor a los pobres (cf. vv. 12‑14). Sólo él es para los pobres punto de referencia y fuente de esperanza, pues es el representante visible de su único defensor y patrono, Dios. La historia del Antiguo Testamento enseña que, en realidad, los soberanos de Israel con demasiada frecuencia incumplían este compromiso, prevaricando en perjuicio de los débiles, los desvalidos y los pobres.
Por eso, ahora la mirada del salmista se fija en un rey justo, perfecto, encarnado por el Mesías, el único soberano dispuesto a rescatar "de la opresión, de la violencia" a los afligidos (cf. v. 14). El verbo hebreo que se usa aquí es el verbo jurídico del protector de los desvalidos y de las víctimas, aplicado también a Israel "rescatado" de la esclavitud cuando se encontraba oprimido por el poder del faraón.
El Señor es el principal "rescatador‑redentor", y actúa de forma visible a través del rey‑Mesías, defendiendo "la vida y la sangre" de los pobres, sus protegidos. Ahora bien, "vida" y "sangre" son la realidad fundamental de la persona; así se representan los derechos y la dignidad de todo ser humano, derechos a menudo violados por los poderosos y los prepotentes de este mundo.
3. El salmo 71, en su redacción originaria, antes de la antífona final a la que ya hemos aludido, concluye con una aclamación en honor del rey‑Mesías (cf. vv. 15‑17). Es como un sonido de trompeta que acompaña a un coro de felicitaciones y buenos deseos para el soberano, para su vida, para su bienestar, para su bendición, para la permanencia de su recuerdo a lo largo de los siglos.
Naturalmente, nos encontramos ante elementos que pertenecen al estilo de los comportamientos de corte, con el énfasis propio de los mismos. Pero estas palabras adquieren ya su verdad en la acción del rey perfecto, esperado y anhelado, el Mesías.
Según una característica propia de los poemas mesiánicos, toda la naturaleza está implicada en una transformación que es ante todo social: el trigo de la mies será tan abundante que se convertirá en un mar de espigas que ondean incluso en las cimas de los montes (cf. v. 16). Es el signo de la bendición divina que se derrama en plenitud sobre una tierra pacificada y serena. Más aún, toda la humanidad, evitando o eliminando las divisiones, convergerá hacia este soberano justo, cumpliendo así la gran promesa hecha por el Señor a Abraham: "él será la bendición de todos los pueblos de la tierra" (v. 17; cf. Gn 12,3).
4. La tradición cristiana ha intuido en el rostro de este rey‑Mesías el retrato de Jesucristo. En su Exposición sobre el salmo 71, san Agustín, interpretando precisamente este canto en clave cristológica, explica que los desvalidos y los pobres, a los que Cristo viene a ayudar, son "el pueblo de los creyentes en él". Más aún, refiriéndose a los reyes, a los que el salmo había aludido antes, precisa que "en este pueblo se incluyen también los reyes que lo adoran, pues no han renunciado a ser desvalidos y pobres, es decir, a confesar humildemente sus pecados y reconocerse necesitados de la gloria y de la gracia de Dios, para que ese rey, hijo del rey, los liberara del poderoso", o sea, de Satanás, el "calumniador", el "fuerte". "Pero nuestro Salvador ha humillado al calumniador, y ha entrado en la casa del fuerte, arrebatándole sus enseres después de encadenarlo (cf. Mt 12,29); él "ha librado al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector". En efecto, ninguna otra potencia creada habría podido hacer esto: ni la de un hombre justo cualquiera, ni siquiera la del ángel. No había nadie capaz de salvarnos, y he aquí que ha venido él en persona y nos ha salvado" (Esposizione sul salmo 71, 14: Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVI, Roma 1970, pp. 809. 811).
Salmo 71,12‑19
12 Porque él librará al pobre que suplica
y al humilde que está desamparado.
13 Tendrá compasión del débil y del pobre,
y salvará la vida de los indigentes.
14 Los rescatará de la opresión y la violencia,
y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos.
15 Por eso, que viva largamente
y le regalen oro de Arabia;
que oren por él sin cesar
y lo bendigan todo el día.
16 Que en el país abunden los trigales
y ondeen sobre las cumbres de las montañas;
que sus frutos broten como el Líbano
y florezcan como la hierba de los campos.
17 Que perdure su nombre para siempre
y su linaje permanezca como el sol;
que él sea la bendición de todos los pueblos
y todas las naciones lo proclamen feliz.
18 Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas.
19 Sea bendito eternamente su Nombre glorioso
y que su gloria llene toda la tierra.
¡Amén! ¡Amén!
El juicio de Dios. Miércoles 12 de enero de 2005
Apocalipsis 11,17‑18. 12,10‑12
1. El himno que acaba de resonar desciende idealmente del cielo. En efecto, el Apocalipsis, que nos lo propone, lo une en su primera parte (cf. Ap 11,17‑18) a los "veinticuatro ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios" (Ap 11,16), y en la segunda estrofa (cf.Ap 12,10‑12) a "una fuerte voz desde el cielo" (Ap 12,10).
Así nos vemos involucrados en la grandiosa representación de la corte divina, donde Dios y el Cordero, o sea Cristo, rodeados por el "consejo de la corona", están juzgando la historia humana en el bien y en el mal, pero mostrando también su fin último de salvación y de gloria. Los cantos, que abundan en el Apocalipsis, tienen precisamente como finalidad ilustrar el tema del señorío de Dios que gobierna el flujo, a menudo desconcertante, de las vicisitudes humanas.
2. A este respecto, es significativa la primera estrofa del himno puesto en labios de los veinticuatro ancianos, los cuales parecen encarnar al pueblo de la elección divina, en sus dos etapas históricas: las doce tribus de Israel y los doce Apóstoles de la Iglesia.
Ahora, el Señor Dios todopoderoso y eterno "ha asumido el gran poder y comenzado a reinar" (cf. Ap 11,17) y su ingreso en la historia no sólo tiene como fin frenar las acciones violentas de los rebeldes (cf. Sal 2,1. 5), sino sobre todo exaltar y recompensar a los justos. A estos se los define con una serie de términos usados para delinear la fisonomía espiritual de los cristianos. Son "siervos", que cumplen la ley divina con fidelidad; son "profetas", dotados de la palabra revelada que interpreta y juzga la historia; son "santos", consagrados a Dios y temerosos de su nombre, es decir, dispuestos a adorarlo y a cumplir su voluntad. Entre ellos están "los pequeños y los grandes", una expresión que usa con frecuencia el autor del Apocalipsis (cf. Ap 13,16; 19,5. 18; 20,12) para designar al pueblo de Dios en su unidad y variedad.
3. Pasemos a la segunda parte del cántico. Después de la escena dramática de la mujer encinta "vestida del sol" y del terrible dragón rojo (cf. Ap 12,1‑9), una voz misteriosa entona un himno de acción de gracias y de júbilo.
El júbilo se debe a que Satanás, el antiguo adversario, que en la corte celestial actuaba de "acusador de nuestros hermanos" (Ap 12,10), como lo vemos en el libro de Job (cf. Jb 1,6‑11; 2,4‑5), ha sido ya "arrojado" del cielo y, por tanto, ya no tiene un poder tan grande. Sabe que "le queda poco tiempo" (Ap 12,12), porque la historia está a punto de dar un viraje radical de liberación del mal y por eso reacciona "con gran furor".
Por otra parte, destaca Cristo resucitado, cuya sangre es principio de salvación (cf. Ap 12,11). Ha recibido del Padre un poder regio sobre todo el universo; en él se realizan "la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios".
A su victoria se asocian los mártires cristianos, que han elegido el camino de la cruz, sin caer en el mal y su virulencia, sino poniéndose en las manos del Padre y uniéndose a la muerte de Cristo mediante un testimonio de entrega y de valentía que los ha llevado a "despreciar su vida ante la muerte" (Ap 12,11). Nos parece escuchar el eco de las palabras de Cristo: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12,25).
4. Las palabras del Apocalipsis sobre los que han vencido a Satanás y al mal "con la sangre del Cordero" resuenan en una espléndida oración atribuida a Simeón, Catholicós de Seleucia‑Ctesifonte, en Persia. Antes de morir mártir, juntamente con muchos compañeros, el 17 de abril del año 341, durante la persecución del rey Sapor II, dirigió a Cristo la siguiente súplica:
"Señor, dame esta corona: tú sabes cuánto la he deseado, porque te he amado con toda mi alma y con toda mi vida. Seré feliz al verte y tú me darás el descanso. (...) Quiero perseverar heroicamente en mi vocación, cumplir con fortaleza la misión que me ha sido encomendada y ser un ejemplo para todo el pueblo de Oriente. (...) Recibiré la vida donde ya no habrá penas, ni preocupaciones ni angustias, ni perseguidores ni perseguidos, ni opresores ni oprimidos, ni tiranos ni víctimas; allá ya no sufriré amenazas de reyes, ni terrores de prefectos; nadie me llevará a los tribunales ni me infundirá temor; nadie me arrastrará ni me asustará. Las heridas de mis pies cicatrizarán gracias a ti, oh camino de todos los peregrinos; el cansancio de mis miembros hallarán descanso en ti, Cristo, crisma de nuestra unción. En ti, cáliz de nuestra salvación, desaparecerá la tristeza de mi corazón; en ti, nuestra consolación y nuestra alegría, se enjugarán las lágrimas de mis ojos" (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 80‑81).
Apocalipsis 11,17‑18. 12,10‑12
17 «Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso –el que es y el que era– porque has ejercido tu inmenso poder y has establecido tu Reino.
18 Los paganos se habían enfurecido, pero llegó el tiempo de tu ira, así como también el momento de juzgar a los muertos y de recompensar a tus servidores, los profetas, y a los santos y a todos aquellos que temen tu Nombre –pequeños y grandes– y el momento de exterminar a los que corrompían la tierra».
***
10 Y escuché una voz potente que resonó en el cielo: «Ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios.
11 Ellos mismos lo han vencido, gracias a la sangre del Cordero y al testimonio que dieron de él, porque despreciaron su vida hasta la muerte.
12 ¡Que se alegren entonces el cielo y sus habitantes, pero ay de ustedes, tierra y mar, porque el Diablo ha descendido hasta ustedes con todo su furor, sabiendo que le queda poco tiempo!».
Acción de gracias. Miércoles 26 de enero de 2005
Salmo 114
1. En el salmo 114, que se acaba de proclamar, la voz del salmista expresa su amor agradecido al Señor, porque ha escuchado su intensa súplica: "Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante; porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco" (vv. 1‑2). Inmediatamente después de esta declaración de amor, se describe de forma muy viva la pesadilla mortal que atenazaba la vida del orante (cf. vv. 3‑6).
El drama se representa con los símbolos habituales en los salmos: lo envolvían las redes de la muerte, lo habían alcanzado los lazos del abismo, que quieren atraer a los vivientes sin cesar (cf. Pr 30,15‑16).
2. Se trata de la imagen de una presa que ha caído en la trampa de un cazador inexorable. La muerte es como un cepo que ahoga (cf.Sal 114,3). Así pues, el orante acaba de superar un peligro de muerte, pasando por una experiencia psíquica dolorosa: "Caí en tristezas y angustia" (v. 3). Pero desde ese abismo trágico lanzó un grito hacia el único que puede extender la mano y arrancar al orante angustiado de aquella maraña inextricable: "Señor, salva mi vida" (v. 4).
Es una oración breve pero intensa del hombre que, encontrándose en una situación desesperada, se agarra a la única tabla de salvación. Así, en el Evangelio, gritaron los discípulos durante la tempestad (cf. Mt 8,25), y así imploró Pedro cuando, al caminar sobre el mar, comenzó a hundirse (cf.Mt 14,30).
3. Una vez salvado, el orante proclama que el Señor es "benigno y justo", más aún, "compasivo" (Sal 114,5). Este último adjetivo, en el original hebreo, remite a la ternura de la madre, aludiendo a sus "entrañas".
La confianza auténtica siente siempre a Dios como amor, aunque en algún momento sea difícil entender su manera de actuar. En cualquier caso, existe la certeza de que "el Señor guarda a los sencillos" (v. 6). Por tanto, en la situación de miseria y abandono siempre se puede contar con él, "padre de huérfanos, protector de viudas" (Sal 67,6).
4. Ahora comienza un diálogo del salmista con su alma, que proseguirá en el salmo 115, el sucesivo, que debe considerarse una sola cosa con el 114. Es lo que ha hecho la tradición judía, dando origen al único salmo 116, según la numeración hebrea del Salterio. El salmista invita a su alma a recobrar la calma después de la pesadilla mortal (cf. Sal 114,7).
El Señor, invocado con fe, ha tendido la mano, ha roto los lazos que envolvían al orante, ha enjugado las lágrimas de sus ojos, ha detenido su caída hacia el abismo infernal (cf. v. 8). El viraje ya es evidente y el canto acaba con una escena de luz: el orante vuelve al "país de la vida", o sea, a las sendas del mundo, para caminar en la "presencia del Señor". Se une a la oración comunitaria en el templo, anticipación de la comunión con Dios que le espera al final de su existencia (cf. v. 9).
5. Antes de concluir, repasemos los pasajes más importantes del Salmo, sirviéndonos de la guía de un gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, cuyo comentario en griego al salmo 114 nos ha llegado en la versión latina de san Jerónimo.
Leyendo que el Señor "escucha mi voz suplicante", explica: "Nosotros somos pequeños y bajos, y no podemos aumentar nuestra estatura y elevarnos; por eso, el Señor inclina su oído y se digna escucharnos. En definitiva, dado que somos hombres y no podemos convertirnos en dioses, Dios se hizo hombre y se inclinó, según lo que está escrito: "Inclinó el cielo y bajó" (Sal 17,10)".
En efecto, prosigue más adelante el Salmo, "el Señor guarda a los sencillos" (cf. Sal 114,6): «Si uno es grande, se enorgullece y se ensoberbece, y así el Señor no lo protege; si uno se cree grande, el Señor no tiene compasión de él. En cambio, si uno se humilla, el Señor tiene misericordia de él y lo protege. Hasta tal punto que dice: "Aquí estamos yo y los hijos que el Señor me ha dado" (Is 8,18). Y también: "Me humillé y él me salvó"».
Así, el que es pequeño y humilde puede recobrar la paz, la calma, como dice el salmo (cf. Sal 114,7) y como comenta el mismo Orígenes: "Al decir: "Recobra tu calma", se indica que antes había calma y luego la perdió... Dios nos creó buenos y nos hizo árbitros de nuestras decisiones, y nos puso a todos en el paraíso, juntamente con Adán. Pero, dado que, por nuestra decisión libre, perdimos esa felicidad, acabando en este valle de lágrimas, por eso el justo invita a su alma a volver al lugar de donde había caído... "Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo". Si tú, alma mía, vuelves al paraíso, no es porque seas digna de él, sino porque es obra de la misericordia de Dios. Si saliste del paraíso, fue por culpa tuya; en cambio, volver a él es obra de la misericordia del Señor. Digamos también nosotros a nuestra alma: "Recobra tu calma". Nuestra calma es Cristo, nuestro Dios" (Orígenes‑Jerónimo, 74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 409. 412‑413).
Salmo 114
1Amo al Señor, porque escucha
mi voz suplicante,
2 porque inclina su oído hacia mí,
el día que lo invoco.
3 Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
4 Invoqué el nombre del Señor:
«Señor, salva mi vida».
5 El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
6 el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas me salvó.
7 Alma mía, recobra tu calma,
que el Señor fue bueno contigo:
8 arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.
9 Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.