La aventura de los doce apóstoles había comenzado cuando vieron que convirtió el agua en vino durante una boda. Más tarde le vieron perdonar a los pecadores e imponer las manos a los enfermos. Colaboraron activamente para dar de comer a la multitud y escucharon el discurso del pan de vida. La misericordia por todas las personas fue una lección diaria para aquel grupo que Jesús había escogido de entre sus seguidores, hombres y mujeres que le acompañaban entusiasmados.
Al cabo de tres años, los apóstoles llegaban a Jerusalén para la Pascua. Traían consigo la preciosa experiencia de todo ese tiempo de convivencia cercana con el Señor, pero su fe todavía era inmadura: les faltaba la lección de la cruz y la contemplación del Resucitado. Aquellos días, en el Cenáculo, Jesús instituiría la Eucaristía delante de sus ojos. Y allí mismo, en aquella sala, los consagraría sacerdotes, para que perpetuaran su sacrificio de amor a través de los siglos.
«Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19): estas palabras, que se quedaron grabadas a fuego en sus corazones, han llegado con toda su fuerza hasta nosotros. Desde aquel momento, y obedeciendo a este mandato, los sacerdotes las repiten con admiración y gratitud en la celebración eucarística. Jesús deja lo más santo —su cuerpo y su sangre— en manos de unos hombres normales, y los envía para atar y desatar en la tierra, desempeñando su función sacerdotal en favor de los hombres (cfr. Mt 16,19). Por voluntad de Cristo, este sacerdocio ministerial es una realidad esencial: sin él no habría Iglesia.
Sacerdotes con el carisma del 2 de octubre[1]
Demos ahora un salto en el tiempo desde la Jerusalén del siglo I hasta el Madrid del siglo XX. El Opus Dei se encuentra en sus primeros compases, y san Josemaría comparte ese carisma naciente con algunos sacerdotes diocesanos amigos, a quienes pide colaboración para las tareas que está poniendo en pie. Sin embargo, la mayoría de aquellos buenos sacerdotes no llegarán a hacer suya la luz que Dios ha entregado a san Josemaría, y con el tiempo se desvincularán de sus actividades[2]. Es entonces cuando el fundador comprende que los sacerdotes que esta familia necesita con una dedicación plena tendrán que salir de entre los laicos que se iban incorporando y viviendo aquella vocación. Pronto comienza a preguntar a algunos de ellos si están libremente dispuestos a plantearse la llamada de Dios al sacerdocio, para servir de un modo nuevo a la familia que acaba de nacer. Años después, en 1943, san Josemaría recibirá una luz que resolverá la manera de incardinarlos en la Obra; y, desde 1944, comenzarán a recibir la ordenación sacerdotal fieles numerarios en grupos más o menos numerosos. Unas décadas más tarde, tras la muerte de san Josemaría, estando el beato Álvaro al frente del Opus Dei, recibirán también la ordenación por primera vez algunos agregados.
San Josemaría escribirá tres cartas para sus hijos sacerdotes, en las que desgrana los rasgos específicos del sacerdocio de estos numerarios y agregados en la Obra[3]. Cuando comenzó a escribir la tercera de estas cartas, en 1956, han transcurrido trece años desde la ordenación de los tres primeros, Álvaro del Portillo, José Luis Múzquiz y José María Hernández Garnica, y han sido ordenados sacerdotes ya más de 150 numerarios. En estos documentos encontramos respuesta a las cuestiones más importantes: cuál es su identidad específica, cuál es su misión pastoral y, finalmente, qué estilo de vida tienen, dada su vocación en el Opus Dei.
Cambia todo y no cambia nada
Desde bien antes de discernir su posible llamada al sacerdocio, los numerarios y agregados han abrazado ya el don del celibato al acoger su vocación. Hasta su ordenación, la llamada divina los ha llevado a imitar la vida oculta de Cristo: años de intenso trabajo y evangelización. Cristianos corrientes, como todos en la Obra, procuran vivir con verdadera alma sacerdotal: ofrecen a Dios toda su existencia como ofrenda viva, santa, agradable a él (cfr. Rm 12,1), comunicando la vida de Cristo a tantos amigos y conocidos. ¿Qué significa, entonces, el sacerdocio para estos hombres célibes que, durante años, han procurado vivir como apóstoles en sus lugares de trabajo?
Por un lado, cambia todo, porque la transformación que obra el sacramento es radical. La ordenación sacerdotal da un nuevo sentido a sus vidas, los convierte en ministros de los misterios de Dios (cfr. 1Cor 4,1); los reviste de un nuevo modo de ser y de situarse en el mundo, encarnando el único sacerdocio de Jesucristo (cfr. Hb 5,1). Son ordenados, en palabras de san Josemaría, «para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien»[4]. Sin embargo, al mismo tiempo que cambia todo, en nada cambia lo esencial de su vocación a la Obra. En todo caso, la entrega a Cristo y su compromiso con la Iglesia se reafirman. Por eso, los numerarios y agregados que son llamados al sacerdocio en la Obra no sufren «una crisis de identidad; su vocación al Opus Dei permanece inalterada e íntegra»[5].
Desde su época de seminarista, san Josemaría comprendió la identidad del sacerdote como un servicio. «Solo queremos servir»[6]: esta fue la experiencia de su propia vida. En 1930, a los pocos años de haber sido ordenado sacerdote, una persona le preguntó por detalles de su futura carrera sacerdotal. San Josemaría escribió para sí mismo esta anotación: «El sacerdocio —le dije— no es una carrera, ¡es un apostolado! —Así lo siento. Y he querido ponerlo en estas notas, para que, con la ayuda del Señor, jamás se me olvide la diferencia»[7]. En la carta mencionada antes, fechada en 1956, san Josemaría destacaba este anhelo desde la primera línea: «Os habéis ordenado, hijos míos sacerdotes, para servir. Dejadme que comience con el recuerdo de que vuestra misión sacerdotal es una misión de servicio. Os conozco, y sé que esta palabra —servir— resume vuestros afanes, vuestra vida toda, y es vuestro orgullo y mi consuelo»[8]. El horizonte vital del sacerdote es, en fin, repetir lo que Jesús hizo en la última cena: arrodillarse a los pies de sus amigos.
Arrodillarse para ayudar a los laicos en su vocación
Pedro Casciaro recuerda cómo un día san Josemaría lo invitó a tomarse un tiempo para discernir la llamada al sacerdocio. Cuando decidió que efectivamente ese camino podía ser para él, cuenta cómo, arrodillado a su lado en el oratorio de la casa donde estaban, el fundador del Opus Dei señaló la alfombra roja colocada a los pies del altar y le dijo: «El sacerdote tiene que ser como esa alfombra; sobre ella se consagra el Cuerpo del Señor; está en el altar, sí, pero está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando, y ya ves, no se queja, no protesta... ¿Comprendes cuál es el servicio del sacerdote? Ya verás que más adelante, en tu vida, reflexionarás sobre esto»[9].
En el caso del sacerdote numerario o agregado, el contenido fundamental de este servicio consiste en ponerse a disposición de sus hermanas y sus hermanos —¡arrodillarse!— para ayudarlos a llevar a cabo su misión. El nuevo lugar que el sacerdote ocupa en la Obra cristaliza como un servicio a la santidad y al apostolado de los demás y, por eso, también como una custodia de la unidad que los hace posibles. ¿Quién se fija en una alfombra? ¿Quién evita usarla cuando su razón de ser es precisamente que los demás se sientan cómodos y queden al abrigo del frío del suelo? Como una buena alfombra que reposa con discreción, el sacerdote de la Obra permanece a gusto en un segundo plano, porque sabe que dejando brillar a sus hermanos laicos él es más eficaz: así cumple su misión. Como aconsejaba el prelado del Opus Dei a sus hijos sacerdotes: «Que el protagonismo y el brillo de vuestra vida sean los de Jesucristo, y que brillen en todo caso vuestras hermanas y vuestros hermanos»[10].
Este deseo de servicio se plasma en muchos detalles. Es normal en la Obra que el sacerdote no se deje servir por el hecho de ser sacerdote, sino que sea uno más entre sus hermanos laicos[11]. Más aún, se siente con «más obligación que los demás»[12] de servir con alegría, y esta actitud evita cualquier posible rastro de clericalismo en el estilo de vida de las personas del Opus Dei.
Cuatro tareas de una misión
Volvamos ahora a la escena del Cenáculo para fijarnos en el comportamiento de Jesús: contemplemos cómo ejerce el único sacerdocio, del que todos los demás sacerdotes participan. El Maestro se arrodilla y toma una jofaina para limpiar los pies de sus amigos caminantes. Los moja con agua, frota para quitarles el polvo, y los seca con la toalla que se ha ceñido a la cintura. Hace todo esto con calma, como si no existiera nada más importante que hacer en ese momento; o mejor: porque no existe nada más importante. De la misma manera, el sacerdote se arrodilla porque quiere ayudar a sus hermanos a ser santos. Pero, ¿cómo hace concretamente para cuidarlos? ¿Qué tareas sacerdotales tiene que realizar? ¿Cuál es su misión específica?
«Junto a lo propio del ministerio sacerdotal en la Iglesia —que tiene su centro en la Eucaristía—, los sacerdotes de la Prelatura se dedican principalmente al servicio ministerial de los demás fieles [de la Obra] y a la atención sacerdotal de sus actividades apostólicas»[13]. Esta es la misión que han recibido de la Iglesia: vivificar, con su sacerdocio, esta pequeña familia dentro del pueblo de Dios. Esto significa, por un lado, que su configuración con Cristo sacerdote pasa por vivir personalmente el carisma, para transmitirlo con la mayor fidelidad posible: sirve más eficazmente aquel sacerdote que mejor quiera encarnar el espíritu del Opus Dei. Además, su sacerdocio está principalmente al servicio de la santidad de los miembros de la Obra, laicos en su mayoría, de los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y de quienes participan en sus actividades apostólicas.
Como es lógico, la dedicación habitual a estas tareas no limita el ejercicio de su sacerdocio, aunque sin duda lo orienta, porque es la razón de ser de su ministerio. Cualquier otra labor sacerdotal, por importante que parezca, es secundaria, ya que está subordinada a la misión para la que ha recibido la ordenación. «Concretamente —añade el Padre, puntualizando más todavía esta tarea—, por la peculiar misión pastoral de la Prelatura, se ocupan sobre todo de la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, de la predicación de la Palabra de Dios, de la dirección espiritual y de una extensa tarea de formación doctrinal»[14]. Veamos un poco más detenidamente estas cuatro tareas de su misión.
En primer lugar, los sacerdotes numerarios o agregados vivifican la Obra a través de la celebración de los sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Penitencia: los sacramentos del día a día, los que acompañan la vida cotidiana del cristiano. La celebración diaria de la santa Misa constituye la tarea fundamental del sacerdote: es la fuente de la que mana toda la fuerza de Dios. Como escribió san Juan Pablo II, «la Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo de [su] misterio»[15]. Y cuando un sacerdote vive realmente de la Eucaristía, se nota en su vida y a su alrededor, en frutos de santidad y de impulso apostólico.
Los sacerdotes de la Obra también dedican muchas horas al sacramento de la Penitencia. San Josemaría deseaba que escuchar confesiones fuera para sus hijos «pasión dominante y ejercicio gustoso»[16]. Con la práctica piadosa de la confesión aprendemos «a tener más dolor y, por tanto, más amor»[17]. El sacerdote tiene todas esas veces la oportunidad de ser el buen samaritano para sus hermanos y para quienes se acercan a su ministerio: limpiar sus heridas, aliviarles con palabras empapadas de esperanza, y correr con los gastos de su convalecencia. La recepción frecuente de los sacramentos es la fuerza principal de quienes quieren llevar la santidad a todos los rincones del mundo y a todos los pliegues de la vida. Cuando el sacerdote centra su vida en facilitar el acceso a los sacramentos, toma conciencia cada vez, nuevamente, de la primacía de la gracia: de la acción de Jesús mismo en su trabajo. «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[18]: así resumía san Josemaría su labor sacerdotal.
En segundo lugar, el sacerdote es ministro de la Palabra, y tiene como «obligación principal anunciar a todos el Evangelio de Cristo»[19]. En el Opus Dei el sacerdote vivifica y enciende a sus hermanos también con la predicación, que tiene como objetivo facilitar, de diversos modos, el encuentro personal de cada uno con Jesús[20]. Con gran claridad lo expresaba san Pablo: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Nuestro Señor» (2 Co 4,5). Para mover el corazón de las personas, la predicación ha de estar llena de vida, hacer pensar, tocar el corazón, dar esperanza. En particular, la oración en voz alta es una peculiaridad —sin duda, no exclusiva— del ministerio sacerdotal en el Opus Dei, dirigida a fomentar la relación personal de cada uno con Dios. Para rezar y para ayudar a rezar, para mostrar los puentes que existen entre la fe y la vida, para llegar con don de lenguas a las necesidades y circunstancias de los demás, el sacerdote necesita dedicar tiempo al estudio, de modo que pueda mejorar tanto el estilo como el fondo de sus palabras. Como el cometido de la predicación es siempre y solo sobrenatural, el sacerdote necesita un trato asiduo con el Espíritu Santo, que acompaña íntimamente los corazones de los hombres, y poner en sus manos el fruto de este ministerio de la Palabra.
En tercer lugar, el sacerdote es acompañante de las almas. Como aseguraba san Josemaría, con la dirección o acompañamiento espiritual «se comenzó y se hizo la Obra; y con esa labor principalmente hay que darle continuidad»[21]. Esta tarea es, por tanto, imprescindible para su desarrollo, forma parte de la entraña del carisma, y corresponde tanto a los laicos como a los sacerdotes. El sacerdote acompaña a mucha gente, a todo tipo de personas, sin excluir a nadie, pero de manera especial cuida de sus hermanos y hermanas del Opus Dei. Se trata de una «labor hermosísima, sacrificada, sin brillo, pero muy grata a Dios y muy fecunda»[22], porque tiene, además, un gran efecto multiplicador. Protegiendo siempre la libertad de cada uno, su función «es abrir horizontes, ayudar a la formación del criterio, señalar los obstáculos, indicar los medios adecuados para vencerlos, corregir las deformaciones o desviaciones de la marcha, animar siempre: sin perder jamás el punto de mira sobrenatural, que es una afirmación optimista, porque cada cristiano puede decir que lo puede todo con la ayuda divina (cfr. Fil 4,13)»[23]. El sacerdote, desde su cometido de aconsejar en lo espiritual, procura que todas las personas puedan encontrar en él la cercanía, compasión y ternura de Jesús mismo, a quien representa[24].
Finalmente, la cuarta tarea con la que el sacerdote ha de aportar vida en la Obra es la de una dedicación entusiasta a la formación doctrinal, a la transmisión de la fe. En nuestro contexto cultural es imprescindible empeñar muchas energías a este aspecto de la tarea sacerdotal. Cada vez en más casos, se trata de un primer anuncio que muchas veces requiere, a su vez, un replanteamiento personal de muchos temas. «La doctrina es siempre la misma, pero los caminos para que los hombres la asimilen y se enamoren, distintos»[25]. Esta misión, por tanto, se realiza a través de medios que se acomodan a las necesidades de cada momento: meditaciones, clases, conferencias, seminarios, publicaciones, intervención en los medios de comunicación o en las redes sociales, etc. El sacerdote necesita una formación intelectual de calado, que enriquezca su vida espiritual, y que le permita compartir con sus hermanos un profundo conocimiento de la fe. Esta formación no pretende transmitir solamente unos conocimientos, sino dar a cada uno y a cada una las herramientas necesarias para que elaboren una síntesis personal de su fe y, así, sean capaces de iluminar a todos y de aprender también de todos.
Lógicamente, no todos los sacerdotes serán expertos en cada una de estas tareas, ni se verán atraídos por todas ellas con la misma intensidad. En cada lugar se procura con prudencia encontrar las tareas que se amoldan de mejor manera a cada uno, tomando en cuenta también las necesidades de la Obra. Está claro que hay muchas más cosas buenas por hacer, pero estos cuatro trabajos, distribuidos de acuerdo a las características personales de cada uno, son el núcleo de su ministerio: en ellos el sacerdote numerario o agregado se hace santo y hace santos a sus hermanos. Esta es su manera concreta de limpiar los pies a los suyos. «Es preciso que seamos como el cañamazo, que no se ve —decía san Josemaría—, para que los demás brillen con el bordado del oro y de las sedas finas de sus virtudes, sabiendo ponernos en un rincón, a fin de que vuestros hermanos luzcan con su trabajo profesional santificado, en su estado y en el mundo»[26]. Todo esto exige del sacerdote una fuerte conciencia de su misión y una íntima unión con Cristo, en especial cuando otros trabajos puedan parecer quizás más urgentes, eficaces o atractivos. Empeñarse en esta tarea supone una renovada fidelidad a la luz del 2 de octubre, de la que forma parte también, como otra faceta de esa misma fidelidad, la adaptación a las necesidades espirituales y culturales del momento.
Un estilo propio hecho de secularidad, unidad y libertad
La identidad y la misión sacerdotal se encarnan en la vida de cada uno con tonos y maneras propios, pero dando lugar a una forma pastoral concreta. Sin duda, «el hecho de que los sacerdotes de la Prelatura vivan, como los demás, el espíritu de la Obra, implica un cierto estilo sacerdotal»[27]: un estilo con rasgos que podemos descubrir en el sacerdocio de san Josemaría, desentrañando todo lo que hay en él de perenne y de universal. Aunque existe solamente un único sacerdote, Jesucristo, y es único el sacerdocio del que participan todos los sacerdotes de la Iglesia en todo tiempo, también es cierto que encontramos en la Iglesia diversos estilos sacerdotales, de acuerdo a la vocación y a la misión peculiar de cada uno. A la hora de delinear el estilo de un sacerdote del Opus Dei, podemos volver de nuevo sobre la imagen de la alfombra. Si lo pensamos, de hecho, existen muchos tipos de alfombras, y elegir una puede llegar a ser una tarea complicada, por la enorme diversidad de tejidos y de materiales diversos con los que están confeccionadas, por los tamaños y formas distintas, etc. ¿Qué tipo de alfombra es el sacerdote numerario o agregado?
En este caso, el estilo está marcado por varios factores: la vida de familia, en la que participan activamente; la dedicación a sus hermanos, a sus hermanas y a las tareas apostólicas del Opus Dei; la espiritualidad concreta que empapa su trato con Dios y con las demás personas, y otros aspectos de su misión que dan un sello peculiar a su sacerdocio. Este sello no se debe entender como un molde, como un principio de uniformidad, porque cada uno conserva su carácter y su personalidad. Se trata, más bien, de un estilo que brota con sencillez del carisma que se hace vida y que, por eso mismo, sirve a ese carisma.
Con todo, quizás la nota prioritaria de este estilo propio sea la secularidad que los sacerdotes han vivido antes de su ordenación, y que no pierden por su sacerdocio. Esta secularidad conlleva una manera de pensar y de comprender la realidad, que san Josemaría denominaba mentalidad laical. Se trata de un rasgo fundamental del ministerio sacerdotal de numerarios y agregados, entre otros motivos, porque las actividades apostólicas a las que están llamados a servir son seculares: dirigidas por laicos, y orientadas a ellos. El sacerdote numerario o agregado está al servicio de quienes dirigen aquellas tareas; es un apoyo para ellos y ellas, sin pretender ocupar un espacio de gobierno que no es propio de esta mentalidad laical. Precisamente por su amor al sacerdocio y por esta secularidad tan característica, san Josemaría aconsejaba a los sacerdotes que no se metieran «jamás en lo temporal. Son los laicos, cada uno según su conciencia, los que se ocupan de las cosas de la tierra»[28]. De esta manera, los sacerdotes pueden prevenir mejor el riesgo del clericalismo, y fomentar la libertad personal de los laicos.
El estilo propio del sacerdote numerario o agregado también está fuertemente marcado por la misión de ser instrumento de unidad en el lugar en el que vive, especialmente en los centros de la Obra y en algunas instancias de su gobierno. El corazón del sacerdote aprende de Jesús a servir con gusto a todas las personas, velando para que se acerquen al Señor sin apegarse a aquel que es solo su instrumento, y velando «con todas sus fuerzas para que jamás se formen grupos o capillitas»[29] a su alrededor. Los sacerdotes no hacen una labor personalista: son conscientes de que están realizando la labor de Cristo en el mundo, a través del Opus Dei. Las almas están en sus manos, pero no son suyas: son de Dios.
Al mismo tiempo, ya que su corazón es grande, a la medida del de Cristo, escribía san Josemaría que cada sacerdote hijo suyo «no puede conformarse con cumplir los encargos apostólicos que le hayan hecho. Ha de tener iniciativa (…)»[30]. Esto rige aún con más motivo en lugares con pocos cristianos o donde las actividades del Opus Dei requieran una dedicación de tiempo menos absorbente. «No es nuestro modo estar con los brazos cruzados, esperando que las almas lleguen»[31], porque tampoco fue el modo de hacer de Jesús: en el evangelio vemos cómo el Señor sale en busca de las almas. No espera que lo vengan a ver; se dirige a donde está la gente: en las plazas de las aldeas, en la orilla del lago, en el Templo.
Al actuar «con iniciativa para tener un abundante trabajo sacerdotal»[32], el sacerdote numerario o agregado tiene en cuenta, como es lógico, que su primera preocupación está ligada a impulsar la vida interior y el apostolado de todos los miembros de la Obra. Para conseguir esto último, además de estar siempre al servicio de la Prelatura del Opus Dei, obedeciendo al prelado y sus vicarios como todo sacerdote a su ordinario, cuenta con el apoyo y consejo de los directores respecto a esas actividades. Por otro lado, «en la medida de lo posible, también colaboran en actividades de las diócesis»[33]. Es algo natural, porque el sacerdote del Opus Dei se sabe secular, igual que sus hermanos diocesanos, tanto por mentalidad como por formación. Por este motivo, lo unirán lazos de amistad con otros sacerdotes y colaborará con ellos, siempre que sus propias labores se lo permitan, ofreciéndose para confesar o ayudar en las diversas actividades que se desarrollen en las parroquias. En definitiva, es grande la trascendencia apostólica del sacerdote que está en el sitio al que ha sido llamado y que, al mismo tiempo, no tiene miedo de lanzarse a nuevos retos apostólicos, complicándose la vida por amor al Señor.
* * *
«Muchas cosas grandes dependen del sacerdote: tenemos a Dios, traemos a Dios, damos a Dios»[34]. Esta es la misión gigante que el Señor confió aquella noche en el Cenáculo a los primeros sacerdotes de su Iglesia. Antes de hacerlo, sin embargo, quiso grabar en sus corazones la única actitud que hace posible el servicio sacerdotal: agacharse, arrodillarse, como el último, a limpiar los pies de los demás. Esa es la principal escuela para vivir un sacerdocio santo, llamado a vivificar la Iglesia desde el carisma que Dios ha querido para el Opus Dei. En esta misión ningún sacerdote está solo, porque María, «madre de los sacerdotes»[35], los escucha cuando la buscan, necesitados de su auxilio.
[1] En este artículo se profundiza en la vocación de los numerarios y agregados que son ordenados sacerdotes. No es el caso de aquellos otros sacerdotes, también «con el carisma del 2 de octubre», que, sin embargo, están incardinados en una iglesia particular y se mantienen siempre al servicio de ella.
[2] Cfr. J. L. González – J. Aurell, «Josemaría Escrivá en los años treinta: los sacerdotes amigos», Studia et Documenta, vol. 3, 2009, pp. 41-106.
[3] Se trata de las cartas número 10, 25 y 26, fechadas en 2-II-1945, 28-III-1955 y 8-VIII-1956 respectivamente, y finalmente enviadas en 1966, 1964 y 1966, por ese mismo orden.
[4] San Josemaría, «Sacerdote para la eternidad», en Amar a la Iglesia, n. 35.
[5] P. Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1987, p. 216.
[6] San Josemaría, Carta 10, n. 17.
[7] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 127. Cfr. A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. 1, Rialp, Madrid, 1997, p. 117.
[8] San Josemaría, Carta 26, n. 1. Unos años después, el Concilio Vaticano II subrayaría esta comprensión del sacerdocio: por la ordenación y por la misión que han recibido «los presbíteros son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan» (Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 1).
[9] P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, 4º edición, Madrid, 1994, p. 69.
[10] F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 21.
[11] Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 21.
[12] San Josemaría, Carta 26, n. 7.
[13] F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 20. Cfr. Código de Derecho Canónico, c. 295in fine.
[14] F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 20.
[15] San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n .1.
[16] San Josemaría, Carta 26, n. 30.
[17] San Josemaría, A solas con Dios, n. 259.
[18] San Josemaría, Carta 28-I-1975, citado en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. 2, Rialp, Madrid 2011, p. 301.
[19] Cfr. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 4.
[20] La predicación puede tomar formas distintas: una clase doctrinal, una plática, una homilía, una meditación, etc. Son géneros distintos, con finalidades distintas que conllevan enfoques y métodos diferentes. Por otro lado, también los laicos glosan la Palabra de Dios en la vida del Opus Dei, pero en situaciones en las que no es requerido el ministerio sacerdotal, como en el círculo breve, el comentario el Evangelio, las charlas de formación, etc.
[21] San Josemaría, Carta 26, n. 35.
[22] Ibid., n. 35.
[23] Ibid. , n. 37.
[24] Cfr. Francisco, Discurso en un simposio sobre el sacerdocio, 17-II-2022.
[25] San Josemaría, Cartas 26, n. 38.
[26] Ibid., n. 8.
[27] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 20.
[28] San Josemaría, Carta 26, n. 51.
[29] San Josemaría, Carta 10, n. 32.
[30] San Josemaría, Carta 26, n. 35.
[31] Ibid.
[32] F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 21.
[33] Ibid.
[34] San Josemaría, Carta 26, n. 17.
[35] Francisco, Homilía, 29-III-2018.