(I) Blanco y Negro: ¿Estoy condenada a la oscuridad de mi periferia?

El dominó es el deporte popular en la República Dominicana y yo tenía todas las fichas para perder. Cada etapa de mi vida es como una rutina mecánica, donde cada jugada sólo permite seguir otras en la misma dirección. Pero no deseo hablarte hoy de abstracciones filosóficas o deportivas. Deseo hablarte hoy de otro realismo en este valle de lágrimas donde nací hace 25 años en la República Dominicana.

Santo Domingo (Republica Dominicana). Ismael Martínez Sánchez

Aquí, en el barrio marginal de Palmas de Herrera, la delincuencia es cotidiana y mi vida es una marcha hacia una cárcel. Una biografía entre el absurdo contraste de los sueños que se tienen y la vida que se lleva. Entre aquello que uno quiere ser y lo que realmente es. Viviendo en este lado oscuro de la sociedad, ¿tengo posibilidades de ser alguien? ¿Tengo derecho a salir fuera de este pequeño infierno donde he nacido? ¿Puedo ser la mujer que yo quiero ser?

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Mis padres se unieron por lo civil cuando tenían ya tres hijos, pero no llegaron a casarse por la Iglesia, a la que casi nunca acudí. Vivimos los primeros años en la barriada de Palmas de Herrera, donde yo era la segunda de tres hermanos en una casa de hormigón con tejado de zinc. Carecíamos de electricidad y el “agua corriente" procedía de un tanque de recogida de lluvias. Lluvias que irrumpían con intensidad cuando olvidábamos cortar la llave de paso… Eran tan frecuentes las inundaciones que llovía tanto dentro como fuera del hogar. Para cuando se dieron cuenta mis padres, yo había agarrado una neumonía con tres años que 'me ingresó' unos meses en el Hospital Robert Cabral, casualmente conocido como “La Angelita".

Tras la enfermedad mis padres decidieron mudarse a otro barrio, a un pequeño terreno en otra zona rural comprada en Los Girasoles, también en las afueras de Santo Domingo. Y allí dieron nuestros huesos. Nueva casa, nuevo barrio y nuevas novedades. Nuestro barracón no era el jardín de un palacio, pero la imaginación engrandecía aquella barraca con dos habitaciones abiertas al mundo por tres ventanas y cerrada a los delincuentes por un candado interior. Es cierto que ahora teníamos algo de electricidad, pero había que ir hasta la fuente pública para la recogida de agua. No queríamos más inundaciones.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Nuestra casa estaba cerca del “Cementerio de Cristo Redentor" aunque las malas lenguas desconocen si llegó allí la Redención, pues la calle se alquitranó en 1995 y la única 'limpieza´ la ejercía Policía cuando arrestaba a los ocupas, personas que se alojaban ilegalmente en parcelas de otros propietarios. Entonces oíamos las sirenas y las balaceras policiales y olíamos el humo de las bombas lacrimógenas para expulsar a las personas que se alojaban fraudulentamente. Asustados, la familia quedaba “trancada" en casa.

- “No salgan o se jugarán la vida", aconsejaban los vecinos, gente que, como mi padre, vivían humildemente del transporte, de manejar conchos, los famosos taxis del país.

Mientras tanto, de puntillas sobre el cristal de la ventana, disfrutaba de la niñez admirando la atmósfera de los días tórridos cuando las tormentas limpiaban la basura de las calles, los grafitis de las paredes y las colillas rotas de gente sin rumbo. A fuerza de mirar, me convertí en una preadolescente observadora, decidida a saber qué rol tendría en mi sociedad, donde el ruido de la televisión y la radio marcaban las conversaciones de las mañanas, tardes y noches. Nuestro programa televisivo favorito era “Sábado chiquito de Corporán". Mi hermana Gladys y yo bailábamos frente al espejo imitando esas estrellas televisivas.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

- Mamá, quiero ser periodista, entrevistar a los famosos y hablar con gente importante.

- Yeraldine, de eso no se vive… La prensa se muere de hambre y nosotros tenemos que vivir mejor.

Mi madre, de cabellos negros y carácter realista, se movía entre el deber de orientarme y la desesperación de mi carácter.

- Da igual. Yo seré lo que quiera, anuncié.

- Siempre me llevas la contraria, hija mía. Yo no quiero que seas como yo, pero siempre tienes argumentos para llevarme la contraria. Te opones a todo, ¡eres la rosca izquierda de esta familia...! Escúchame bien, estudiarás Administración de Empresas porque así conseguirás dinero rápido. Eso es lo que nos falta… Por lo demás, lo nuestro es dejar huella. Sufrir para ganarse el pan. Es todo lo que te puedo decir.

Papá apuntaba desde la esquina burlonamente, con sus jeans gastados y su camisa de tirantes blanca.

- Mujer, tu hija de tal palo, tal astilla... No insistas. Lo peor es la insistencia….

- Pues si no soy periodista, estudiaré Ingeniería porque una persona me ha dicho que soy buena en matemáticas, decía demasiado convencida.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

En el fondo, los consejos chocaban contra mi testarudez, la fuerte voluntad por la independencia y el deseo de nadar a contracorriente. Mi carácter siempre ha supuesto fuertes tropiezos en mi vida.

Mi madre dejó la escoba, dobló su espalda y salió del cuarto. Mi padre seguía fumando su cigarrillo esperando la hora del dominó. Allí estaba él, apoyado junto al quicio de la puerta, con mirada al infinito -o a nuestro finito mundo- mientras yo seguía los pensamientos de mi conciencia.

“Es cierto, nada mejor que aterrizar con humildad -pensaba en mi interior-. Pero, por otra parte, no puedes seguir todos los consejos de mamá. Ellos llegaron sólo al sexto grado de Básica…. O sea, mamá y papá apenas saben leer y escribir…. Yo los amo y los quiero, pero tengo que guiarme de una gente que tenga más conocimiento. Nunca saldré de esta pobreza si sigo el ejemplo de ellos…".

Mi madre entró por la puerta, como si hubiera leído mi pequeña cabecita. Quizá arrepentida, acercaba su corazón servicial después de los enfados.

- Yeraldine, tengo algo para ti. Se aproximó y delicadamente colocó algo en mi dedo anular de la mano derecha. Un anillo. Un precioso anillo brillante y fino. Me acarició el pelo. Hija mía, llévalo siempre contigo.

A decir verdad, mis padres, ambos, habían quedado huérfanos de madre desde la infancia y no eran muy proclives a las delicadezas de los palacios, pues tampoco tuvieron oportunidad de educarse ni de labrarse futuro profesional. De mis parientes y familiares nadie había alcanzado la graduación universitaria -excepto un primo- y la mayoría no tenían estudios. De hecho, todas las mujeres de mi familia han repetido el patrón de ser madres adolescentes sin recursos…

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Nuestra felicidad residía en los pequeños placeres como conversar con los vecinos, seguir el béisbol y bailar merengue o bachata. Mis gustos infantiles eran igual de sencillos: preparar limonada o salir de paseo con tía Fabiana, que trabajaba como empleada doméstica en casas de señores. A veces, ella me llevaba a su trabajo y, deleitada, me sentaba en una silla para que le viera fregar platos o limpiar alfombras. Cuando yo tenía 11 años un cáncer la arrancó de nuestro mundo.

La ausencia de tía Fabiana destapó una realidad oculta para mí. Bajo el manto de una infancia pobre -pero aparentemente feliz- mis ojos descubrieron las disputas de mis padres. Yo había ignorado la realidad, endulzada entonces por anuncios y series de televisión. Mientras yo coleccionaba fans y estrellas de música, mis padres aumentaban las discusiones y se gritaban perdiendo los nervios.

- Nos quedan dos mil pesos. ¿Dónde vamos a ir?, se lamentaba mamá.

- ¡Déjame tiempo! Veremos lo que saco mañana, respondía él enojado saliendo a la calle.

Las disputas se convirtieron en quejas. Las quejas en agravios. Los agravios en indiferencia. Desde la ventana de casa empecé a pensar que las familias de los anuncios maravillosos a color de televisión no reflejaban esa familia real que yo estaba viendo en blanco y negro en el cuarto de mi casa.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Los ingresos de mi padre como taxista en la motocicleta eran insuficientes. A pesar de las tensiones, mi madre arrimó el hombro e ingenió recursos, haciendo de tripas corazón. Empezamos a lavar ropa de los vecinos, a cocinar arepas, a vender dulces. Pusimos un cartelito en la puerta de casa y 'regábamos' la voz en el barrio. Ofrecíamos comida vendiendo almuerzos a los albañiles de las obras, con frío o calor. Vivíamos en ese jaleo semanal que no entiende de horarios -alocadamente- llevando a quien lo necesitara platos, dulces y fruta. El ritmo de vida era intenso. Mi padre nos llevaba al colegio, nos recogía, nos guiaba sin palabras. Mamá nos vestía, nos hablaba… y nos ponía a trabajar.

José, nuestro hermano mayor, trabajaba de día en una lavandería de la Avenida Lincoln y estudiaba de noche en el liceo del barrio. Seguía siendo un adolescente discreto. Mi hermana Gladys y yo comenzamos a vender los sándwiches de mamá en el colegio, aprovechando que Gladys era muy despierta socialmente, quizá también, por su devoción a telenovenas y noviecitos. La verdad es que ambas estábamos dispuestas ganar unos pesos para pagar la escuela y no perder la escolaridad.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Para la secundaria cambiamos de colegio. Mi padre nos acercaba a la escuela de las monjas de Mercedes Amiama situada en la calle San Josemaría. El nombre de la calle no indicaba nada para mí -ni yo nunca he sido demasiado religiosa más allá de saber nombres de algunos santos- pues nunca habíamos practicado regularmente, sólo cuando algunos domingos, mi madre, nos animaba a ir a la iglesia. “¡Ay, qué aburrido es esto de la Misa!", repetía en mi interior, mientras contemplaba el anillo de mi dedo. Así que no entré en relación con Dios, ya que lo mío era seguir asistiendo a clases, vender mis sándwiches durante los descansos y mirar la belleza colocada entre mi mano. Eso era todo.

Con el tiempo, mis ventas me permitieron asistir y pagar un curso de hostelería en la cercana Escuela de Caremi, ligada al Opus Dei y con una visión práctica del catolicismo, aunque la primera vez ni me enteré de que allí hablaran de Dios. Aprendí trucos de cocina y todo fue chévere mientras disfruté aquellos días distintos, con la resignación al realismo de indigencia que esperaba cada tarde al llegar a casa.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Sin embargo, en los días tristes, un nuevo deseo apareció en mi horizonte junto al anillo. El sueño que permitía evadirme: la fotografía de mi puesta de largo. “¡Que me celebren mis quince! ¡Que me celebren mis quince!", gritaba interiormente. Imaginaba la escena sentada en un campo verde en un día de sol, vestida con traje blanco y rodeada de mi familia, como en los verdaderos anuncios. Cada noche me acostaba descontando los días que faltaban soñando con aquella 'foto fetiche' del paso de la infancia a la juventud de una mujer. Siendo niña no deseaba ver la realidad del agresivo mundo exterior.

Durante un tiempo, las penurias económicas nos unieron y las disputas familiares desaparecieron ante la batalla por salir adelante. Sin embargo, tras cierta bonanza, llegó la crisis de la construcción. Menos obras suponían menos albañiles trabajando. Menos albañiles, menos venta de comida. Los pocos albañiles eran inversamente proporcionales a las disputas nocturnas, que retornaron con fuerza. Los ingresos económicos disminuyeron y aumentaron las tensiones en casa.

- Yerita, necesitamos tu pequeño anillo. ¿Podrías dejármelo?

- Sí, mamá, contesté al tiempo que desaparecía el brillo de mi dedo.

Cuando nos quisimos dar cuenta, el agotamiento y las tensiones familiares terminaron de agriar el carácter de mamá. Yo seguía viéndola como el corcho comprimido de una botella a punto de explotar con la fuerza de un volcán.

Para cuando llegó el cumpleaños de mis quince, papá y mamá estaban medio enojados y habíamos empeñado el anillo a cambio de unos pesos. Yo descontaba las horas. En la noche previa me despertaron con frutas y mamá sacó un bizcocho con velas. Por la mañana papá tuvo que terminar un negocio, Gladys estaba en la escuela y José atendía a los clientes.

Foto: Ismael Martínez Sánchez

Mamá miraba al fotógrafo disparando a mi desvaído traje blanco, carente del cualquier color de afecto. Aquella noche me fui llorosa a dormir. La sesión de fotos familiar quedó reducida a una simple imagen que, como tal, se pudrió cuando el agua de una crecida inundó otra vez nuestra casa en Los Girasoles, descomponiendo los pequeños muebles, cuadros y recuerdos familiares. Ahí acabó todo. Pero no sólo para mí, sino también para mis padres, porque un año y medio después mamá descorchó su volcán y anunció que nos dejaba. Abandonó el hogar aquel día de marzo de 2007.

- Cuídate mucho, Yeri, dijo antes de darme un beso. Caí en estado de shock progresivo. “¡Mi mamá me está dejando!".

Desde entonces he pasado años digeriendo preguntas sin respuestas, con la orfandad materna en la cabeza... pensando que un avión la llevó a otro continente, donde ella intentó rehacer su vida mientras nosotros hacíamos la nuestra. Los tres nos quedamos con papá. José sacando unos pesos, Gladys y yo mirando el futuro. Al cabo de los meses Gladys, con quince años, nos anunció nuevas novedades familiares.

- Estoy embarazada. Mi hermana Gladys, abandonada por su novio adolescente, dio a luz un bebe.

Sí,… lo habíamos repetido. Habíamos repetido el patrón con el que mamá comenzó a morir. Desesperada, enfadada contra el mundo, caí en mis lamentos. ¿Podría salir yo de aquel contagio familiar…? ¿Podría vivir para buscar un camino sin locuras amorosas?

Foto: Ismael Martínez Sánchez


Semana que viene: (II) SEPIA. “La oscuridad es temporal… si aprendo de ella"