Los separatismos en la sociedad y en la mesa familiar

Artículo escrito por el Vicario regional del Opus Dei, Carlos Ma. González, para la Revista de Negocios del IEEM.

¿Qué tienen en común los nacionalismos, separatismos y particularismos que resurgieron, se movilizan y agitan a muchos países? Quizá un común denominador es negar que corresponden a algo en lo que todos estamos envueltos. Y me atrevo a sugerir que, aunque la tendencia egocentrista forma parte de la naturaleza humana, las manifestaciones sociales de ese egoísmo comenzaron más visiblemente al final de los años 60, con un cambio de paradigma.

Antes de 1968, los deberes prevalecían sobre los derechos. Gracias a esta prevalencia de los deberes, el individuo se siente parte de algo más grande, que guía su accionar y que lo define.

Antes de 1968, los deberes prevalecían sobre los derechos. Gracias a esta prevalencia de los deberes, el individuo se siente parte de algo más grande, que guía su accionar y que lo define. Hoy, en cambio, vivimos la prevalencia de los derechos. Y esto –sin el límite de los deberes– lleva a buscar solo el desarrollo del proyecto personal, la autorealización. Es el eterno problema del binomio libertad-responsabilidad: no puede existir una sin la otra.

La prevalencia absoluta de los derechos explica un nexo fortísimo entre dos aparentes realidades contrarias: la revuelta estudiantil del ‘68 y el llamado neoliberalismo de los años 80. El del ’68 fue un fenómeno de extrema izquierda (o apoyado sin duda por ella); el liberalismo, en cambio, es de derecha. Pero si miramos la sustancia, detrás de cada uno encontramos el mismo tipo de enfoque ultra individualista: “prohibido prohibir”, tanto en lo económico y social, como en lo ético y personal. Y ambos extremos individualistas se pueden hacer compatibles, o mezclar, con cierto barniz humanitario.

Podemos decir que hay una interdependencia: la cultura dominante impulsa el individualismo y la sociedad refleja y se nutre de la conducta individualista de las personas

Esta reflexión sociológica me vino a la mente después de presenciar –como seguramente también le ocurrirá a la mayoría de los lectores– a varias manifestaciones habituales de egoísmo práctico personal que llevan a una personalidad egocéntrica. Podemos decir que hay una interdependencia: la cultura dominante impulsa el individualismo y la sociedad refleja y se nutre de la conducta individualista de las personas. Las virtudes y los vicios son hábitos personales, que arraigan con la repetición de los actos. La manifestación habitual de egoísmo a la que me refiero está presente en el comportamiento de muchas familias en la mesa, ya sea la de su casa o en un restaurante: cada uno con su smartphone o tablet, secuestrados como si el mundo exterior no existiera.

La convivencia en la mesa tiene una importancia fundamental en muchos aspectos; y resulta nefasto que las comidas familiares se reduzcan a un mero consumo de alimentos y tecnología. Por si son de utilidad, recojo a continuación algunas experiencias y sugerencias prácticas que pueden ayudar a que las comidas en familia sean momentos preciosos y enriquecedores.

Apartar lo que nos aleja del otro. Aunque a algunos les parezca imposible, se puede comer sin tener el celular en la mano, ni el televisor prendido. El objetivo es procurar concentrarse en quién está sentado con nosotros en la mesa. Darse cuenta de que estamos juntos es el primer paso para estar juntos de verdad.

Interesarse por los demás. Una vez apagados los dispositivos electrónicos, el mundo sigue existiendo. Si estamos en la mesa con parientes cercanos, podemos empezar a hablar, preguntar por problemas que puedan estar atravesando, contar nuestras alegrías y novedades. ¡Qué bueno que es saber contar anécdotas para compartir lo que nos pasa con los demás miembros de la familia! La hora de la mesa es la única hora del día en la que detenemos nuestras actividades y nos encontramos con los demás: usemos ese tiempo para desconectarnos del resto y conectarnos con nuestros seres queridos. Algo tan sencillo y fácil como hablar frente a un plato es una gran manera de mantener vivas nuestras relaciones.

Mirarse a los ojos. El afecto no solo pasa a través de las palabras. Se comunica de muchas maneras: con gestos, con abrazos. A veces es suficiente mirarse a los ojos. Seguramente no siempre tengamos algo que decir: lo que importa es que detrás del silencio no haya indiferencia oculta. El silencio nos puede alejar, o se puede disfrutar juntos. Incluso en la mesa, no nos cansemos de mirar a quienes queremos y nos quieren, aunque solo sea para compartir el mismo momento.

Estimular el compartir de los hijos (o nietos). Alguien afirmó que la vitalidad y la imaginación de los niños deberían ser consideradas patrimonio de la humanidad. Una de las cosas más tristes es ver niños aburridos, "sedados" por los dibujos animados o simplemente dejados de lado por adultos que no quieren involucrarlos, que no quieren entrar en su mundo. Dejemos que nuestras comidas sean invadidas por la vitalidad de los niños: dejémoslos expresarse, hacer preguntas, y mostremos interés en lo que piensan. Descubrirán que una mesa donde los niños pueden hablar, contar, reír, hace que el aire sea más alegre, que los problemas sean más sostenibles y, sobre todo, que crezcan adultos empáticos, capaces de convivir seriamente con los demás.

Buscar nuestra propia manera de sentirnos bien en la mesa. Cada familia tiene su propio carácter, peculiaridades que la convierten en un universo único e irrepetible. Encontremos nuestros juegos, costumbres y actividades relacionadas con la mesa (cocinar juntos o por turnos la comida favorita de cada uno, contar cada uno una cosa divertida que le pasó durante el día, encontrar cada uno una razón para decir "gracias" en ese día, etc.).

Lo que importa es que los momentos de comida reflejen el alma de nuestra familia. Aquí tenemos un buen test: dime cómo comen y te diré cómo son o cómo se relacionan. He aquí nuestro último consejo: ¡Diviértanse!

Bendecir la comida. También contribuye –y mucho– comenzar bendiciendo la comida y dando gracias a Dios por ese don. Algo tan breve ayuda a elevar la mente y el corazón. Hemos de ser capaces de observar en nuestra vida esos brillos que nos arrancan de la mediocridad, de la rutina, de la monotonía. Descubrir luces en lo que a primera vista se manifiesta opaco.

Evitar las discusiones y centrarnos en lo positivo. La grandeza de ánimo también requiere un poco de estilo. Hemos de evitar lo mediocre y lo mezquino, más que condenarlo altivamente. Porque –como decía Jean Guitton– cuando la grandeza de ánimo se une a la altivez suele quedarse solo en altivez, que es un horrible defecto. Cuando la grandeza se expresa sin rebajar a nadie, sin sobreelevarse a sí misma, entonces es una magnanimidad noble y con clase. Y la mesa familiar es una ocasión privilegiada para ejercitarnos en esta virtud.