Humildad y verdad

Artículo escrito por el Vicario regional del Opus Dei, Carlos Ma. González, para la Revista digital del IEEM "Hacer empresa".

En diciembre de 1999, Justin Kruger y David Dunning, dos investigadores de la Universidad de Cornell, en Nueva York, publicaron los resultados de un estudio que procuraba verificar si era cierta o no la afirmación de Charles Darwin: “la ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento”.

la sobrevaloración del incompetente nace de la mala interpretación de la capacidad de uno mismo, y la infravaloración del competente nace de la mala interpretación de la capacidad de los demás

La investigación fue publicada en el Journal of Personality and Social Psychology de diciembre de 1999. Sus resultados confirmaron que las personas con escasos conocimientos o habilidades —comprensión lectora, manejo de autos, ajedrez, tenis, etc.— tienden a padecer un sentimiento ilusorio de superioridad y se consideran más capaces que los que en realidad lo son. En su estudio, los investigadores descubrieron que, mientras los sujetos más brillantes se consideraban a sí mismos como por debajo de la media (ya lo decía Sócrates al afirmar que, si algo sabía era que no sabía nada), los menos dotados se consideraban por encima. Se trata de un sesgo que impide medir correctamente la propia incapacidad e ineptitud. El llamado “efecto Dunning-Kruger” explica que “la sobrevaloración del incompetente nace de la mala interpretación de la capacidad de uno mismo, y la infravaloración del competente nace de la mala interpretación de la capacidad de los demás”. Este fenómeno también ha despertado el interés de economistas uruguayos, como Juan Dubra, de la Universidad de Montevideo, que lo llevó a publicar la investigación Apparent Overconfidence, en Econometrica, uno de los mejores journals científicos del mundo en su área.

el mejor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que realmente valen, y venderlos por lo que creen que valen

Muchas veces, al hablar o pensar en la virtud de la sinceridad, la referimos exclusivamente a decir la verdad a los demás. Sin embargo, la investigación que mencionamos evidencia la tremenda dificultad que encontramos para ser sinceros, en primer lugar, con nosotros mismos. En una carta fechada el 24 de marzo de 1931, San Josemaría Escrivá escribió: “Habéis oído decir que el mejor negocio del mundo sería comprar a los hombres por lo que realmente valen, y venderlos por lo que creen que valen. Es difícil la sinceridad. La soberbia violenta a la memoria, la obscurece: y se encuentra una justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más confusa”.

La humildad no es la caricatura que a veces nos imaginamos y que más bien representa a la pusilanimidad, la timidez, la falta de metas altas

Ya en el siglo XVI, Santa Teresa de Ávila repetía que “la humildad es andar en verdad”. La humildad no es la caricatura que a veces nos imaginamos y que más bien representa a la pusilanimidad, la timidez, la falta de metas altas. La humildad —como la verdad— es de almas grandes, que conocen sus límites y valoran debidamente las virtudes de los demás. La humildad no puede violentar la verdad. Es más: sinceridad y humildad son dos formas de designar una realidad única. La humildad no consiste en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida a la verdad, a la naturalidad y a la sencillez.

C.S. Lewis explicaba con humor que hay muchas personas que piensan que humildad equivale a personas hermosas tratando de creer que son feas, o a personas inteligentes tratando de creer que no lo son. No debe confundirse la humildad con algo tan simple y ridículo como tener una mala opinión acerca de los propios talentos. La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades.

Tampoco consiste la humildad en echarse encima toneladas de basura. Quienes hacen esto, en el fondo no se creen lo que dicen y muchas veces lo dicen para que se les contradiga con elogios

Para aclararnos un poco, veamos a continuación algunos ejemplos. En primer lugar, la experiencia demuestra que no se fomenta la humildad en el ámbito familiar y laboral humillando a los demás: casi siempre se consigue lo contrario. Tampoco se consigue negando elogios objetivos y prudentes a las buenas acciones de los hijos, del cónyuge o de los empleados, con la excusa de evitar que se les suban los humos a la cabeza. Una gran enemiga de la humildad-verdad es la continua comparación con otras personas, porque lo importante es lo que uno puede y debe ser. Tampoco consiste la humildad en echarse encima toneladas de basura. Quienes hacen esto, en el fondo no se creen lo que dicen y muchas veces lo dicen para que se les contradiga con elogios. Por ejemplo, se pasan la vida repitiendo que tienen muy mala memoria, que son un desastre, que no hacen nada bien…, pero lo dicen de modo genérico; y no les gusta nada que sea otro quien se lo haga ver, y mucho menos si se desciende a lo concreto. Cuando van manejando, por ejemplo, la culpa es de otro conductor, o del coche, o de la calle, o de que le han distraído; o en el deporte, pensarán que les dieron mal el pase, o que la pelota o la cancha no estaban bien, etc. Tampoco es humildad la actitud victimista de quien dice “es que soy así” y se abandona a sus propios defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso es comodidad y pereza, pero nunca humildad.

Es tan necesaria esta virtud que Miguel de Cervantes escribió que “es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay alguna que lo sea”. Precisamente, por ser tan importante, es muy difícil vivirla: “¡Cuánto cuesta vivir la humildad!, porque —afirma la sabiduría popular cristiana— ‘la soberbia muere veinticuatro horas después de haber muerto la persona’” (San Josemaría Escrivá, Forja n.o 599).

Estas reflexiones nos pueden ayudar a saber dialogar, comprender los puntos de vista del otro y buscar soluciones sin encerrarnos en prejuicios o caprichos, creyéndonos más inteligentes o con más habilidades. Es verdad que hay cosas que pertenecen a lo sustancial de nuestras convicciones y en las que no se debe ceder. Pero hay que pensar que esas convicciones básicas, aunque son muy importantes, también suelen ser pocas. Y, sobre todo, comprobamos que lo habitual en el ámbito familiar y social es que las peleas y discusiones se den por otras cosas mucho más secundarias.

No sin razón Séneca afirmaba que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas

Un ejercicio útil es pasar por el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con frecuencia nos daremos cuenta de que son ridículas. Descubriremos que la amargura que deja una discusión es un sabor que no vale la pena probar. Y que, habitualmente, resultará más grato y enriquecedor buscar las cosas que unen, en vez de las que separan. No sin razón Séneca afirmaba que la verdad se pierde en las discusiones prolongadas.

Entonces, ¿no hay que discutir ni enojarse nunca? Diría que casi nunca. Thomas Fuller (historiador inglés del siglo XVII) decía que hay dos tipos de cosas por las que nunca nos debemos enojar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con las que tienen solución, lo mejor es dedicarse a buscar ese remedio sin enojarse; y con las que no, más vale no discutir si son inevitables.