“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Estas palabras de san Pablo expresan el grandísimo don que el Espíritu Santo nos concede: ser hijos de Dios. La conciencia de nuestra filiación divina nos hace vivir sin temor: “No tengo miedo a nada ni a nadie: ni a Dios, que es mi Padre”, decía san Josemaría. En el aniversario de su marcha al Cielo, día de su fiesta, podemos considerar esta realidad, que fue el fundamento de su vida espiritual y del carisma que entregó a la Iglesia.
El fundador del Opus Dei se consideraba ante Dios como un niño que balbucea, y esto le llevaba a desear crecer siempre en el amor a Dios; a comenzar y recomenzar cada jornada. Tenía una intimidad con el Señor que le llevaba a ver todos los acontecimientos como gestos de su amor paterno. Hoy podemos preguntarnos si también nosotros dejamos que la conciencia de ser hijos de Dios informe todas las dimensiones de nuestra vida. Considerar frecuentemente, con fe, nuestra filiación divina, nos ayudará a recorrer con esperanza, día a día, a pesar de nuestra debilidad y de las circunstancias ajenas a nuestra voluntad, el camino hacia la identificación con Cristo, hacia la santidad, como nos dice san Josemaría: “Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día” (Es Cristo que pasa, n. 75).
Este abandono filial nos impulsa a seguir la invitación de Jesús a los apóstoles a remar mar adentro. Muchas veces, el temor al fracaso puede paralizar los esfuerzos por servir a los demás; en otras ocasiones puede ser el temor a dejar nuestras comodidades lo que nos lleve a no querer abandonar la seguridad de la orilla. Pero el Señor nos anima a adentrarnos en ese mar maravilloso de la vida de apóstol. Es como si nos dijera: confía en tu verdad más íntima, el ser hijo de Dios, y no tengas miedo de caminar por el mundo que, a veces, se presenta como un mar revuelto. Y así es como encontraremos la alegría y la paz.
El mar del mundo se ve azotado por muchos conflictos como la guerra en Ucrania, que nos afectan profundamente. También encontramos pequeñas o grandes tempestades en nuestro día a día: en el trabajo, en la familia, en nuestra propia relación con Dios. Como Pedro, podemos tener la experiencia de bregar toda la noche y no haber pescado nada. Pero el apóstol no se fio de sus propias fuerzas, sino de la palabra del Maestro. Y el resultado no dejó lugar a dudas: “Hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a romperse” (Lc 5,6). Él sabe más, y sus planes siempre son buenos.
También hoy Jesús nos llama a lanzarnos a una evangelización, a un apostolado, que no entiende de miedos, pues sabemos que es el Señor quien lleva nuestra barca. Él nos promete una existencia de entrega en la que, junto con muchas alegrías, tampoco faltarán “los padecimientos del tiempo presente” que, sin embargo, “no son comparables con la gloria futura” , como escribe san Pablo (Rm 8, 18).
No faltó tampoco el miedo en la vida de los apóstoles. Tras la muerte de Jesús no fueron capaces de salir de sus casas. Sus ilusiones por remar mar adentro se habían desvanecido. Podemos preguntarnos, con el Papa Francisco: “¿Cuántas veces nos encerramos en nosotros mismos? ¿Cuántas veces, por alguna situación difícil, por algún problema personal o familiar, por el sufrimiento que padecemos o por el mal que respiramos a nuestro alrededor, corremos el riesgo de caer poco a poco en la pérdida de la esperanza y nos falta el valor para seguir adelante?” (Ángelus, 28-V-2023).
Solamente después de recibir el Espíritu Santo, los apóstoles abrieron las puertas y quedaron liberados de sus miedos. Se convirtieron entonces en testigos infatigables del Evangelio, hasta el punto de llegar hasta los confines del mundo conocido y de dar la propia vida. Podemos pedir al Paráclito que nos ayude a salir del laberinto de nuestras preocupaciones; que nos libere del miedo a remar mar adentro, a afrontar las pequeñas y grandes batallas de la vida de apóstol. El Espíritu Santo nos aviva la conciencia de nuestra filiación divina. Él nos hace sentir una cercanía con Dios que transforma nuestro miedo en confianza, nuestra parálisis en audacia, nuestras dudas en seguridad.
La Virgen María, que alentó los primeros pasos de la vida de la Iglesia, también nos ayuda en la aventura divina de remar mar adentro. Nos acogemos a su intercesión materna, para que nos acompañe en este empeño sostenidos por Ella, que es, como repetía san Josemaría, Spes nostra, nuestra Esperanza.