Nos encontramos en período electoral, con encuestas y debates sobre cuál sería el mejor gobierno (o el menos malo). Leonardo da Vinci pensaba que “no se puede poseer mayor gobierno, ni menor, que el de uno mismo”. Y realmente es poco tiempo el que dedicamos a “elegir” este gobierno. Podríamos decir que el gobierno de uno mismo –al igual que una república- tiene tres poderes: inteligencia, sentimientos y voluntad. Sin embargo, en la educación, tendemos a dar el mayor peso a la inteligencia, descuidando los otros dos.
Durante la Segunda Guerra Mundial Lewis Terman, investigador de la Universidad de Stanford, elaboró los famosos tests de inteligencia para medir el coeficiente intelectual (CI), que rápidamente pasó a considerarse universalmente el principal indicador del talento personal. Hasta hace relativamente poco estaba consolidada la idea de que la inteligencia es un dato de partida, invariable en nuestra vida: nacemos más o menos inteligentes, según nuestro CI, y eso es algo que ya nunca podrá cambiar.
No existe propiamente un único tipo de inteligencia, esencial para el éxito en la vida, sino que hay un amplio abanico de capacidades intelectuales
En 1983 Howard Gardner publicó “Frames of Mind”, un libro en que proponía una nueva visión de la inteligencia como una capacidad múltiple. No existe propiamente un único tipo de inteligencia, esencial para el éxito en la vida, sino que hay un amplio abanico de capacidades intelectuales, que Gardner agrupó en siete inteligencias básicas: lingüística o verbal, lógico-matemática, musical, espacial, de coordinación o destreza corporal, interpersonal o social, e intrapersonal. El hasta entonces consolidad concepto del CI abarca sólo una reducida franja de habilidades lingüísticas y matemáticas. Esto significa que un alto CI puede predecir tal vez quién va a tener éxito académico (tal como suele evaluarse hoy en nuestro sistema educativo), pero no mucho más. Un elevado CI no constituye, por sí solo, garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz.
Sin embargo, la inercia social y, peor aún, educativa, valora en exceso el CI en detrimento de otras capacidades que luego se demuestran más importantes. Concretamente se descuidan las relativas a la educación de los sentimientos, que comprenden habilidades como el conocimiento propio, el autocontrol y el equilibrio emocional, la capacidad de motivarse a uno mismo y a otros, el talento social, el optimismo, la constancia, la capacidad para reconocer y comprender los sentimientos de los demás, etc. Es lo que en 1995, con mucho éxito, Daniel Goleman denominó “inteligencia emocional”.
Las personas que gozan de una buena educación en inteligencia emocional suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y hacen rendir mucho mejor su talento natural
Las personas que gozan de una buena educación en inteligencia emocional suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y hacen rendir mucho mejor su talento natural. Como es lógico, no se trata de sustituir la razón por los sentimientos, ni tampoco lo contrario. Se trata de reconciliar cabeza y corazón, tanto en la familia como en las aulas o en las relaciones humanas en general.
La Organización Mundial de la Salud presenta algunas estadísticas dolorosas: el suicidio es la primera causa de muerte de jóvenes entre 18 y 24 años en el conjunto de los países occidentales. Según otros estudios, uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios: las enfermedades mentales (ansiedad, depresión y fobias principalmente) constituyen la causa más frecuente de bajo rendimiento escolar en adolescentes. Muchos jóvenes comienzan muy pronto a consumir alcohol en exceso, y al llegar a los 20 años uno de cada seis presenta síntomas de embriaguez crónica. La frecuencia de trastornos alimentarios (anorexia y bulimia, sobre todo) también se ha disparado en los últimos años. Aumentan las cifras de adolescentes que se fugan de sus casas (sólo en Francia, por ejemplo, más de cien mil cada año).
La mayoría de las campañas para evitar estos problemas –que tienen detrás dramas humanos tremendos- se centran en la información sobre los muchos males que acarrean. La experiencia demostró que la información, aunque es de utilidad, por sí sola resuelve bastante poco, porque la mayoría de las veces el problema no es propiamente la droga, ni el alcohol, ni el fracaso escolar, sino las crisis afectivas que atraviesan esas personas y que les llevan a buscar refugios fáciles. Como decíamos al inicio, inteligencia, voluntad y sentimientos constituyen como una especie de división de poderes sobre un único individuo, y el acierto de la andadura por la vida depende de que los tres funcionen bien.
una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal
Los errores en educación se pagan muy caros, y aunque no siempre se pueden evitar, lo decisivo es procurar adelantarse y abordarlos antes de que lleguen a plantearse abiertamente. Las causas que los producen suelen ser complejas, y se mezclan con muchos factores como la herencia genética, la dinámica familiar, el estilo educativo escolar o la cultura urbana del entorno. No existe un único tipo de solución que sea capaz de resolver estos problemas. Como ha señalado Alasdair Macintyre (en After Virtue, 1983), una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal. Es importante aprender –y, por tanto, enseñar- a querer lo que merece ser querido.
Uno podría preguntarse por qué se ha descuidado esa educación en los sentimientos y en la voluntad. A veces por considerar que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional y ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y casi siempre, porque la educación afectiva es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia, lo que no debería sorprendernos, porque nada valioso suele ser fácil de alcanzar.
Es verdad que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar.
Cada estilo sentimental favorece unas acciones y entorpece otras. Por lo tanto, cada estilo sentimental favorece o entorpece una vida psicológicamente sana, y favorece o entorpece la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la agresividad, o la pereza, son ciertamente carencias de virtud: de hecho son cuatro de los llamados "siete pecados capitales".. Pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. El ejercicio de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.
Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero… ¿quién se ocupa de hacerlo?
Por supuesto que, como sucede con todo empeño humano, la tarea de educar tiene sus límites, y nunca cumple más que una parte de sus propósitos. Pero eso no quita su interés. Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero… ¿quién se ocupa de hacerlo? Si se desentienden la familia y la escuela, y luego uno mismo tampoco sabe bien cómo avanzar en ese camino, la formación del propio estilo emocional acabará en gran parte en manos de las circunstancias, de la moda o del azar.
Nos encontramos en una época en la que la familia se ve sometida a una serie de problemas nuevos, sobre los que quizá hemos tenido poco tiempo de reflexionar. Una pregunta importante es: ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar?, ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto vital, cercano, atractivo y complicado. Por eso procuramos tratarlos en algunas de estas columnas habituales de Hacer Empresa.