Adaptación del artículo original, publicado en: Rogate ergo 83/1, 2020. 11-15.
Un joven llamado Antonio sabe que Dios quiere algo de él, pero no puede imaginar cuál es su camino. Antonio lee las Escrituras, medita, pero sólo entiende su llamada cuando, al entrar en la iglesia, escuchó la proclamación del evangelio: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme" (Mt 19, 21). Como si estas palabras hubieran sido dichas sólo para él, Antonio salió inmediatamente, dio a la gente del pueblo la propiedad que había heredado de su familia, vendió todos los bienes muebles y distribuyó a los pobres la gran suma de dinero que poseía. Poco después, en otra asamblea litúrgica, escuchó las palabras del Señor: "No os preocupéis por el día de mañana" (Mt 6,34). Y no pudiendo resistir más, salió de nuevo y dio lo que aún le quedaba (cf. Atanasio, Vida de Antonio, 2).
La Palabra de Dios, que "penetra hasta la división del alma y del espíritu" (Hb 4,12), es dinámica, activa, nos pone en movimiento. A lo largo de los siglos la vida de los santos muestra que hay un ámbito privilegiado donde la Palabra de Dios ejerce su potencia. Este ámbito es la liturgia. De hecho, "considerando a la Iglesia como la 'casa de la Palabra', se debe prestar atención en primer lugar a la sagrada liturgia. Este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en el presente de nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde" (Verbum Domini 52).
¿Por qué un ámbito privilegiado?
El Señor puede tocar con su Palabra las profundidades de nuestra alma en cualquier momento o circunstancia. Sin embargo, quienes observen la historia de la salvación descubrirán situaciones y contextos particulares que forman una especie de gramática con la que Dios articula su diálogo con nosotros. Si pensamos en el Sinaí veremos una asamblea reunida para escuchar la Palabra y sellar la Alianza. Después de escuchar, a través de Moisés, las palabras del Señor, todo el pueblo respondió conjuntamente: “¡Lo que el Señor ha dicho, lo haremos!” (Ex 19:8; Ex 24:3-8). Un esquema ritual semejante lo encontramos en el Segundo Libro de los Reyes (2 Reyes 23:1-3) y en el Libro de Nehemías (Ne 10:30).
El Señor puede tocar con su Palabra las profundidades de nuestra alma en cualquier momento o circunstancia
Cuando la Iglesia, el nuevo Israel, se revele al mundo, enseñará a los hombres la misma gramática que había aprendido de sus padres. Por eso el día de Pentecostés, "los que acogieron la palabra de Pedro fueron bautizados" (Hechos 2:41). La secuencia "proclamación de la Palabra - obediencia a la Palabra" define el ADN de las acciones litúrgicas. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "la palabra y el rito están íntimamente ligados" (Sacrosanctum Concilium 35). Es más, en el caso paradigmático de la Eucaristía, "la liturgia de la palabra y la liturgia de la Eucaristía están tan estrechamente unidas que forman un único acto de culto" (Sacrosanctum Concilium 56).
La iniciación cristiana tiene un dinamismo que revitaliza la Iglesia desde dentro. Los catecúmenos que querían llegar a ser cristianos recibían en primer lugar el anuncio de la fe, después tenían que interiorizar la Palabra, y finalmente eran enviados a una misión evangelizadora de escala universal. En esta secuencia, la proclamación litúrgica de la Palabra se coloca en el segundo momento, el de la interiorización. Comparte con el primero la dimensión del anuncio, ya que, en la liturgia, la Iglesia misma se pone a la escucha de las palabras de Cristo, verdadero exégeta del Padre. Comparte con el tercer momento la dimensión de la misión, pues la Palabra no se interioriza ni individualmente ni sólo para la salvación personal, sino que revela sus secretos cuando es acogida en la comunión eclesial (cf. Dei Verbum 12; Verbum Domini 29-30) y es capaz de abrir en nuestros corazones el camino del compartir y de la solidaridad (cf. Aperuit illis 13).
Palabra viva en la liturgia, proclamación de la Palabra Trinitaria
La asamblea litúrgica es el contexto por excelencia donde la Escritura se convierte en la Palabra viva. El cristianismo no es una religión del libro, sino la religión de la Palabra de Dios, de una Palabra que "no es una palabra escrita y muda, sino Palabra encarnada y viva" (San Bernardo de Claraval, Homilia super Missus est, 4, 11). Este hecho explica por qué la Palabra de Dios no se encuentra principalmente en un papiro o en una edición impresa. Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica, "la sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos" (CIC 113).
Al mismo tiempo, la Iglesia no ha recibido la Palabra para tenerla oculta en su corazón. Gracias a la mediación humana y eclesial, la Palabra resuena en el aula litúrgica como un evento que puede cambiar nuestros corazones. En la proclamación del Evangelio por parte del obispo y luego en la homilía litúrgica tenemos tanto la mediación de un cuerpo, de una boca, de una respiración regenerados en el Bautismo, como la mediación cualificada de aquel que ha recibido la plenitud del sacramento del orden y que, por lo tanto, puede ser garante aquí y ahora de la presencia de Cristo que habla con su Esposa.
En este sentido, observamos la coherencia con la lógica según la cual Dios ha revelado su plan de salvación. A lo largo de la historia Dios ha hablado "por medio de los hombres a la manera humana" (Dei Verbum 12). Esta misma lógica conduce a la encarnación del Verbo y más aún a la prolongación de su presencia entre los hombres a través de la mediación de otros seres humanos. La adaptación de Dios a nuestro lenguaje, a nuestra pequeñez, esta misericordia inclusiva que dona la Palabra de la Vida a través de criaturas limitadas y limitantes, es el acontecimiento que contemplamos cada vez que resuena el "Gloria a ti Señor Jesús" después de la proclamación del Evangelio. "Gloria a ti Señor Jesús". No decimos: "gracias diácono, gracias señor obispo por leernos un texto tan esclarecedor". Aclamar "Gloria a ti Señor Jesús" significa, en cambio, que creemos, confesamos y anunciamos que Cristo está ahí presente y que, a través de los labios de la Iglesia, nos revela el verdadero rostro de su Padre.
Por otra parte, la aclamación "Te alabamos, Señor" después de las lecturas puede recordarnos que nuestro interlocutor no es sólo Jesús, sino también Dios Padre, pues a través del anuncio litúrgico "el Padre que está en el cielo viene con gran amor al encuentro de sus hijos y entra en conversación con ellos" (Dei Verbum 21). Aprender a escuchar la proclamación de la “Palabra del Señor” mirando al Padre nos pone en situación de experimentar que Él no deja de hablarnos de su Hijo amado, pues a través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, el Padre "dice una sola palabra, su única palabra, en la que se expresa enteramente" (CIC 102).
El Espíritu es el que hace presente al Verbo de Dios en palabras humanas
Para que este diálogo se produzca, sin embargo, es necesaria la acción del Espíritu Santo (cf. Aperuit illis 10.12). Esta acción continúa la lógica de la Revelación. Como en el caso de los profetas, y más aún en el caso de la Encarnación, el Espíritu es el que hace presente al Verbo de Dios en palabras humanas. Él "hace presente" la Palabra. Siendo el Espíritu la memoria viva de la Iglesia (cf. Jn 14,26), él es el único capaz de dar a los que anuncian la Palabra y a los que la escuchan la capacidad de convertirse en resonancia viva del evento salvífico. En este sentido, la invitación "El Señor esté con vosotros" que precede al Evangelio, o la rica variedad de oraciones con las que los ministros de la Palabra se han preparado para su ministerio a lo largo de la historia, constituyen una llamada a actualizar la presencia del Espíritu en cada uno de nosotros, ya sea como fruto de nuestro Bautismo o como fruto del Sacramento del Orden. Sin la acción del Espíritu, por lo tanto, no es posible ni la mediación humana de la Palabra de Dios en la liturgia, ni el acto de fe que la acoge, ni su inteligencia espiritual durante la homilía.
Se ha dicho que la Palabra de Dios realiza un viaje dentro de nosotros. Durante la liturgia la Palabra resuena en el espacio celebrativo, encuentra nuestros cuerpos y a través de los oídos pasa a nuestros corazones. Si nuestro corazón se abre al Espíritu y acoge la Palabra con fe, entonces ella limpia, ilumina, ordena y empieza a habitar en nosotros: pasa a nuestro cuerpo, a nuestras manos, a nuestros ojos. Este es el proceso que el domingo de la Palabra quiere que recordemos porque, como en el caso de María, el Verbo de Dios está deseando "hacerse carne" en cada uno de nosotros.
Juan Rego